sábado, 30 de octubre de 2021

Nostalgia del abismo

 




A cierta edad en filosofía se produce una nostalgia irreprimible del conjuro del lenguaje. Entiendo bien la atracción vertiginosa de la filosofía de lo oscuro, la que sientes cuando lees textos que parecen abrir una ventana más allá del significado, más allá incluso de la superficial profundidad que ofrece la poesía, pues ella también es prisionera de las palabras en uso. La alumna se asoma a esos signos misteriosos y siente el abismo que te mira. Entiendo bien esa atracción de las palabras-filosofía en el alumnado que se aparta de la “máquina” del aula y se abre por unas horas un espacio de aparentes infinitos grados de libertad:

 

  • La esquizofrenia no es una condición patológica sino habitual, por otro nombre se conoce por “filosofía”, no el trabajo de los burócratas de la razón, sino el pensamiento nómada que va más allá de los órdenes establecidos.
  • No hay significados ni signos sino fuerzas en conflicto más o menos poderosas
  • No hay dicotomías que no sean políticas del poder: natural/ artificial, forma/contenido, significante/ significado,
  • De la madera a la herramienta, de la herramienta a la madera, todo fluye en una dinámica de la dinámica; toda expresión traduce y transforma;
  • El ser es fractal, multidimensional, producto de repeticiones de lo mismo, todo es diferencia y todo es lo mismo, ser como copos de nieve
  • No hay sujetos sino cuerpos modelados en diversas trayectorias potenciales: “ciudadanos dóciles”, nómadas, monstruosidades
  • El sujeto es una máquina abstracta de ensamblar palabras, significados, el “sí quiero” de la boda que une dos cuerpos no es una expresión de una voluntad sino una convergencia de máquinas y dispositivos, leyes, instituciones, …
  • El lenguaje como totalidad no es discursivo, no porta comunicación sino órdenes de palabras, palabras de órdenes, los imperativos, policía del pensamiento son el único común denominador de la información.
  • La identidad, como una pausa en un fractal, solo es un diagrama en un proceso ilimitado de nuevas repeticiones.
  • La humanidad es una ilusión fractal. Solo hay cuerpos humanoides: maridos, esposas, zombies,…
  • Solo hay estiércol, barro moldeado por fuerzas que producen formaciones molares de individuos, máquinas abstractas, producción de la producción,…
  • Un juzgado no es un edificio, es una conjunción de formas, leyes, esposas para el acusado, jueces, abogados, celdas,… un ensamblamiento de dispositivos, un cuerpo sin órganos que produce un exceso de lo físico en sentencias
  • Todo es agua, pero lo que importan son las diferencias, los vórtices y torbellinos que produce la gravedad, vida o muerte, ruido e información, momentos de lo diferenciado en un espacio entrópico, un niño como vórtice de fuerzas, ... un continuo de cambios de patrones de conducta que aparecen y desaparecen, un cuerpo que crece a imagen de sus padres, dirigido por palabras órdenes,…, el hábito es la cadena que ata al perro a su vómito.
  • La regresión al pasado es un vómito, una imposible vuelta de lo reprimido,
  • “devenir mujer” es un sexismo que pone el acento en “mujer”, todo devenir es un plano abierto, una meseta que se opone a los pliegues del poder.
  • Lo normal es el grado cero de lo monstruoso. El llegar a ser es una tensión entre dos modos de deseo: ser y devenir, mismidad–diferencia e hiper- diferenciación. El punto de partida es inevitablemente una situación molar dentro de los confines de la cual se presentan a sí mismas alternativas que no son sino elecciones entre seres molares.
  • El devenir es un escape, pero no por una razón negativa o necesariamente oposicional. El cuerpo-en-devenir no reacciona simplemente a un conjunto de constricciones. Más bien, desarrolla nuevas sensibilidades a ellas, suficientemente sutiles para convertirlas en oportunidades y traducir el cuerpo en una zona autónoma que desarrolle infinitos grados de libertad.
  • El cuerpo es abstracto. NO en el sentido de que está hecho para coincidir con una idea general, sino por lo que lo hace una singularidad tan monstruosamente hiperdiferenciada que mantiene en su geografía virtual una población entera de de una clase desconocida en el mundo real.
  • Devenir-otro es direccional (lejos de la molaridad) pero no dirigido (ningún cuerpo puede pilotarlo)
  • Puesto que la anarquía-esquizofrenia deviene azar, una sociedad tendiendo en esta dirección posee casi infinitos grados de libertad. No hay términos exclusivos en principio.

 

Textos tomados a vuelapluma sin orden ni concierto del universo discursivo deleuze-guattariano.

 



sábado, 23 de octubre de 2021

Hacer y sentir. Arqueología de la experiencia (2)

 


Habría que esperar a la I Guerra Mundial para que una nueva mirada se convirtiese en una clara crítica cultural y política de la experiencia: Bajtín, Lukács y sobre todo Walter Benjamin abrirían una demanda de una crítica política de la experiencia. Mijail Bajtín había escrito desde su retiro en Vitebsk palabras que denotan un intento de recuperación de la unidad entre sentir y experienciar en una forma superior que para él reside en la responsabilidad, pero que se acerca mucho a la narratividad de Benjamin, tal como iría después desarrollando su obra sobre la heteroglosia, el dialogismo y la alteridad en la escritura:

[…] dos mundos se oponen el uno al otro, mundos incomunicados entre sí y mutuamente impenetrables: el mundo de la cultura y el mundo de la vida. Este último es el único mundo en el que creamos, conocemos, contemplamos, hemos vivido y morimos. El primero es el mundo en el cual el acto de nuestra actividad se vuelve objetivo; el segundo es el mundo en el que este acto realmente transcurre y se cumple por única vez. El acto de nuestra acción, de nuestra vivencia, como Jano bifronte, mira hacia lados opuestos: hacia la unidad objetiva del área cultural y hacia la unicidad irrepetible de la vida transcurrida, sin que exista un plano único y unitario en el cual sus dos caras se determinen recíprocamente en su relación con una y única unidad. Esta unidad única puede ser tan sólo el acontecimiento único de ser que se produce, de modo que todo lo teórico y todo lo estético ha de definirse como uno de sus aspectos y, desde luego, ya no en términos teóricos o estéticos. Para poder proyectarse hacia ambos aspectos —en su sentido y en su ser—, el acto debe encontrar un plano unitario, adquiriendo la unidad de la responsabilidad bilateral tanto en su contenido (responsabilidad especializada) como en su ser (responsabilidad moral) (Hacia una filosofía del acto ético)

Bajtín, como toda la larga tradición que le precede, desde la escisión que Kant abrió entre vivencia y experiencia, aspira a una unidad, pero esta unidad es nueva y muy característica del momento en que Bajtín escribe: es una escisión entre mundo de la cultura y mundo de la vida.

Benjamin, por su parte, había recorrido un camino personal e histórico hasta reparar en que la tensión en la experiencia no se encuentra en la ancestral dicotomía de lo sensorial y lo conceptual sino entre afecciones que pueden o no ser comunicables, entre la posibilidad y conquista de un relato y la mera pasividad que sufre un cuerpo dañado por una cultura capitalista, fantasmagórica y por una violencia enraizada en la cultura material contemporánea, que atraviesa todos los espacios de la vida, desde el shock cotidiano de la vida en la ciudad a las trincheras que destruyeron la cultura europea. Observemos las profundas afinidades entre dos autores de una misma generación y obras paralelas que, sin embargo, se desconocen: Bajtín acude a la responsabilidad en acción como lugar donde se reconcilia lo cultural y lo visceral. Benjamin no rechazaría en absoluto esta aspiración, pero su tesis insiste en una dimensión central del la experiencia: la comunicabilidad. La experiencia es/era el modo básico de reproducción cognitiva de una sociedad. En otro de sus textos también bien conocidos, “El narrador”, afirma claramente esta unidad que se establece entre lo vivido y lo reconocido en el acto de narrar: “La experiencia que se transmite de boca en boca es la fuente de la que se han servido todos los narradores. Y los grandes de entre los que registraron historias por escrito, son aquellos que menos se apartan en sus textos, del contar de los numerosos narradores anónimos. Por lo pronto, estos últimos conforman do grupos múltiplemente compenetrados. Es así que la figura de narrador adquiere su plena corporeidad sólo en aquel que encarne a ambas”. Benjamin ha convertido la figura del narrador en un dispositivo social de reproducción. Observa que el declive del narrador coincide con el ascenso del novelista: en la condición de la modernidad avanzada, la creciente incomunicabilidad de la experiencia lleva a una forma vicaria que es la adicción a la literatura de ficción como sucedáneo de la experiencia compartida en una comunidad. 

Hay mucho más en Benjamin y en Bajtin sobre las condiciones en las que la fractura de la experiencia podrían resolverse. Bajtin desarrollaría más tarde su influyente teoría del relato y de la alteridad y lo dialógico; Benjamin crearía una mucho más compleja constelación conceptual para ayudarnos a entender los quiebros de la experiencia bajo el capitalismo, tomando como referencia la ciudad: “flanêur”, “fantasmagoría”, “shock”. A Benjamin le ocupaba la distorsión de la experiencia en la modernidad; a Bajtin la comprensión de la cultura y las ciencias humanas desde una perspectiva marxista sofisticada, en la que lo subjetivo no fuese mero reflejo sino más bien refracción de lo real. Más allá de Simmel y de Lukács, sin embargo, ambos autores habían llevado la cuestión de la experiencia, sus tensiones y fracturas, a una “culturización” crítica. En adelante, examinar la cuestión de la experiencia estaría ligado a tratar con la forma histórica en que se desarrolla y la forma cultural en la que se narra. El análisis de esta tensión aparece ya como una confrontación entre la fenomenología de la vida y la configuración que de ella hace la cultura dominante. 

La tensión entre cultura y vida ha sido repensada y expandida en la obra del urbanista y fenomenólogo de la vida urbana Richard Sennett, quien traslada esta dicotomía a la tensión entre la ville, entendida como construcción y la cité forma de habitación de un espacio urbano. Sennett acierta en esta lectura de la experiencia en la forma escindida de la existencia en la ciudad en tanto que marca característica de la condición de la modernidad y el capitalismo. Como urbanista, Sennett sitúa la existencia cotidiana en el marco de la ciudad, en la que se opone la vida diaria tal como el urbanita la experimenta, en su sensorialidad, emociones y afectos, relaciones sociales, trabajo y familia, y la estructura material del entorno tal como es diseñada por todo el aparato moderno de diseño, ingeniería civil, política municipal, etc., que compone un horizonte de acciones que intervienen en la vida cotidiana ordenándola, modificándola para bien o mal. Al situar en la ciudad la tensión entre cultura y vida Sennett está iluminando una zona oscura que ha quedado en la tradición de la tragedia de la experiencia. Me refiero a la conexión que existe entre hacer y experimentar el mundo, entre agencia y experiencia. Al confrontar cité como experiencia de la ciudad, como experiencia de la ciudad, con ville, como construcción de aquella, Sennett se está preguntando por la tensión entre vivir y hacer, entre una pasividad cotidiana y una intervención activa en el mundo. La vieja escisión entre vivencia y experiencia, entre sentir y decir de Benjamin, antes entre sentidos y conceptos en Kant, ahora se traslada a un nivel mucho más profundo: ¿cómo se relaciona nuestra capacidad de intervenir en el mundo con la experiencia?, ¿podemos transformarla?, ¿debe someterse el diseño, los planes, las acciones a una simple repetición de lo vivido, a reproducir el saber y la existencia cotidiana?, ¿acaso nuestra experiencia, como nuestro carácter, no está definitivamente dañada por los modos de hacer bajo el capitalismo?

Siento una cercanía irresistible con el proyecto de investigación del último Sennett. Sitúa el norte de su programa en “Un humanismo más potente [que] tiene que ser también un humanismo más visceral, puesto que el lugar y el espacio adquieren vida en el cuerpo. En esta dirección ha escrito la trilogía del hacer, que en su comprensión de la agencia incorpora una crítica de la experiencia en el sentido de situarla en fracturas y quiebre de nuestra relación con el mundo material. En su segundo libro, Juntos, reitera el propósito que le guía en su escritura: “que, aun cuando el mundo está atiborrado de cosas materiales, no sabemos utilizar adecuadamente los objetos físicos y mecánicos. Por eso me gustaría reflexionar más a fondo sobre las cosas ordinarias”, y explica cuál es el diagnóstico que le lleva a su programa refiriéndose al propósito con el que inició la escritura de El artesano, donde se proponía: mostrar la conexión entre la cabeza y la mano, y más aún, las técnicas que hacen posible el progreso de una persona, ya se dedique a una actividad manual o mental. Entonces sostenía yo que hacer bien una cosa por el simple placer de hacerla bien es una cualidad que posee la mayor parte de los seres humanos, pero que en la sociedad moderna no es objeto de la consideración que merece. Todavía hay que liberar al artesano que todos llevamos dentro.”

“Liberar al artesano que llevamos dentro”. Hay en esta expresión tanto una aspiración utópica como una forma de entender la corporalidad y con ella la experiencia. El enfrentamiento entre lo artesano y lo industrial se remonta al romanticismo. Hegel, y más tarde William Morris, reivindicaron lo artesano como naturaleza verdaderamente humana, esencia del homo faber, contra el desquiciamiento del trabajo mecanizado. Marx, mucho más sutil, consideró que no estaba en esta distinción el problema sino en la condición de trabajo asalariado, aunque recuperó la escisión al considerar la división social del trabajo entre trabajo intelectual y manual. El Marx más utópico creía que bajo el comunismo se superaría esta escisión y esta misma aspiración es la que guía el deseo de Sennett. Por debajo, en un nivel de constitución ontológica, se encuentra sin embargo una afirmación de la inseparabilidad del sentir y el hacer, del saber sentir y el saber hacer.

Los desquiciamientos de la experiencia bajo la condición de la modernización capitalista deben ser interpretados en un doble plano: el conceptual, que esconde la profunda relación entre agencia y experiencia, entre hacer y sentir, y el cultural y social, en donde la condición de existencia bajo las formas contemporáneas entrañan fracturas de todo tipo en las dimensiones sensoriales y su conformación cultural. Necesitamos una comprensión distinta del cuerpo para entender los daños en estas formas de alienación.


sábado, 16 de octubre de 2021

Arqueología de la experiencia

 


El cuerpo es poco más que carne vegetativa, puro ensamblamiento de células y bacterias, sin la agencia y la experiencia. Y ambas son simple secuencia de momentos sin el hilo narrativo que llamamos identidad. Sin un flujo continuo de materia, energía, información, miradas de reconocimiento y cuidados, sin su entorno, el cuerpo no es sino lo que los griegos llamaban soma, un resto que deja el espíritu cuando se aleja de la vida. La agencia y la experiencia son signos de que los cuerpos existen en la historia y no simplemente en el tiempo, que habitan en un paisaje y no en el mero espacio. Si la agencia que ha señalado el humanismo indica la capacidad de automodificarse transformando el entorno, la experiencia es la expresión material de la vida que se relaciona con el entorno bajo la condición de sensibilidad. Desde los protozoos a la madre que atiende temerosa al sueño del bebé, los cuerpos afectan y son afectados por lo que está al otro lado de la piel. En ciertas especies esas afecciones se organizan como memoria y en la especie humana como relato que une las sensaciones y las arrugas en configuraciones que cambian al ritmo de los paisajes que recorre el cuerpo. “Quien no tiene memoria tiene cicatrices” se lee en un grafiti que ornamenta una pared de mi ciudad.

La historia de la idea de experiencia abarca la historia de la filosofía moderna y contemporánea. Se ha notado con menos atención que es también la historia de cómo se entrelaza el cuerpo y la política en la modernidad.  Por razones que no es difícil entender, la mirada al cuerpo y la mirada al estado, al cuerpo político, se superponen descubriendo un territorio espinoso de conflictos. Spinoza, Locke Hobbes, quienes abren los grandes cauces del pensamiento político contemporáneo, comienzan sus trabajos discutiendo sobre el cuerpo, sus afecciones y emociones. El Barroco fue un tiempo de asombro ante la complejidad de los sentidos. Spinoza se convirtió en un reputado pulidor de lentes no tanto por necesidades económicas como por curiosidad científica por la estructura del ojo. El empirismo inglés afirmó los sentidos como fundamento de todo contenido de la conciencia

[…] nuestros sentidos, que tienen trato con objetos sensibles particulares, transmiten respectivas y distintas percepciones de cosas a la mente, según los variados modos en que esos objetos los afectan, y es así como llegamos a poseer esas ideas que tenemos del amarillo, del blanco, del calor, del frío, de lo blando, de lo duro, de lo amargo, de lo dulce, y de todas aquellas que llamamos cualidades sensibles. Lo cual, cuando digo que eso es lo que los sentidos transmiten a la mente, quiere decir, que ellos transmiten desde los objetos externos a la mente lo que en ella producen aquellas percepciones. A esta gran fuente que origina el mayor número de las ideas que tenemos, puesto que dependen totalmente de nuestros sentidos y de ellos son transmitidas al entendimiento, la llamo sensación[1].

Una de las grandes ideas del empirismo es el haber descubierto que la realidad está poblada de cualidades dependientes de la respuesta a los sentidos. Así como pertenece a la ruptura epistemológica de Galileo y Descartes el haber dividido las propiedades de las cosas entre cualidades que existen “objetivamente” como son las que estudia la física y las que solo existen “subjetivamente”, como son las sensoriales, y con ello la escisión del sujeto y el objeto, al empirismo le cabe el logro de haber devuelto estas cualidades al dominio de lo real y de la vida, aunque bajo la forma de cualidades dependientes de respuesta, o lo que es lo mismo cualidades que existen en el universo porque existen los sentidos. Este existir en el entredós, en la betweeness, es la marca de la biosfera y aún más de la noosfera, una forma de realidad interseccional, dependiente del ajuste y sintonía del cuerpo y el entorno. No sabemos, como se preguntaba Thomas Nagel, qué es existir como lo hace un murciélago, cuyo principal sensorio es la ecolocación, o como una serpiente de cascabel, cuya vista nocturna discrimina las temperaturas. Lo imaginamos a través de esos sentidos expandidos que son las pantallas de radar o las gafas de visión nocturna, aún así podemos estar seguro de que los paisajes del murciélago y de la serpiente son tan reales como los nuestros, como lo es su adaptación evolutiva a las propiedades del medio físico.

Así es. La experiencia es un territorio en conflicto entre los sentidos y la memoria, entre el poder y la forma, tal como establecía Ralph Waldo Emerson en su melancólico ensayo “Experiencia”:

La ilusión, el temperamento, la sucesión, la superficie, la sorpresa, la realidad, la subjetividad, estos son los hilos en el telar del tiempo, estos son los señores de la vida. No pretendo mencionarlos por orden sino como los encuentro en mi camino. Sé lo bastante para no dar por acabado mi cuadro. Soy un fragmento y este es un fragmento mío. Puedo anunciar confiadamente una u otra ley, que adquiere relieve y forma, pero aún me faltan épocas para compilar un código. El mío es un chisme de esta hora sobre la política eterna[2]

Fue Kant quien desató el conflicto que habría de constituir un hilo conductor de toda la cultura contemporánea y no solo de la filosofía académica especializada. La Critica de la Razón Pura,  en su épica controversia contra el racionalismo y el empirismo, había distinguido entre las vivencias y afecciones sensoriales que provienen de la realidad, que constituyen una forma primigenia de experiencia, la Erlebnis, y la madura, unificada, conceptualmente armada forma de la Erfahrung, lo que para Kant permitía la conciencia del objeto y la conciencia de la conciencia del objeto. Se abría así una tensión con la que la filosofía romántica nunca estuvo cómoda. Schiller sabía que esa división no solamente era una tesis sobre el cuerpo humano y sus funciones sino también una escisión que abarcaba al cuerpo político, el estado y la cultura en general. Su propuesta de educación estética, de educación de la sensibilidad, de articulación de lo sensorial y lo conceptual tenía una función estratégica en la construcción de un futuro estado cosmopolita, libre y al mismo tiempo fuerte y ordenado. 

El modernismo en la cultura y en la filosofía tuvo una conciencia mucho más aguda de la tensión entre lo sensorial y la experiencia elaborada. El texto premonitorio de Emerson abriría una puerta a una reacción contra la experiencia domesticada por la razón. El irracionalismo de la Lebensphilosophie, el vitalismo, reivindicaría la línea romántica de lo sensorial, lo corporal, lo vital frente a las imposiciones del concepto. En ese marco, sin embargo, la mirada más sociológica, más cercana a la vida de la ciudad de Simmel, abriría una nueva línea, una posibilidad de una crítica política de la experiencia que él mismo inició al mostrar cómo la vida moderna, la ciudad, la cultura de la sociedad industrial, producía una irresistible e irreparable enervación de los sentidos. Habría que esperar a la I Guerra Mundial para que la crítica de la experiencia se convirtiese en el núcleo de una nueva mirada: Bajtín, Lukács y sobre todo Walter Benjamin abrirían una demanda de una crítica política de la experiencia. Este tantas veces citado párrafo de “Pobreza de la experiencia” de Benjamin indica cuál es el corazón de esta nueva actitud que llevaría poco a poco al giro de la corporalidad que hoy es un tema común de nuestra cultura:

[…] la cotización de la experiencia ha bajado y precisamente en una generación que de 1914 a 1918 ha tenido una de las experiencias más atroces de la historia universal. Lo cual no es quizás tan raro como parece. Entonces se pudo constatar que las gentes volvían mudas del campo de batalla. No enriquecidas, sino más pobres en cuanto a experiencia comunicable. Y lo que diez años después se derramó en la avalancha de libros sobre la guerra era todo menos experiencia que mana de boca a oído. No, raro no era. Porque jamás ha habido experiencias tan desmentidas como las estratégicas por la guerra de trincheras, las económicas por la inflación, las corporales por el hambre, las morales por el tirano. Una generación que había ido a la escuela en tranvía tirado por caballos, se encontró indefensa en un paisaje en el que todo menos las nubes había cambiado, y en cuyo centro, en un campo de fuerzas de explosiones y corrientes destructoras, estaba el mínimo, quebradizo cuerpo humano.[3]

 

 



[1] John Locke (1956) Tratado del entendimiento humano, traducción de Edmundo O’Gorman, México: Fondo de Cultura Económica, pp. 84-85

[2] Ralph Waldo Emerson (2014 )  “Experiencia” , en Ensayos, traducción y edición de Javier Alcoriza, Madrid: Cátedra, edición en ebook, p. 271.

[3] Walter Benjamin (1989) “Pobreza y experiencia” en Discursos interrumpidos, trad. Jesús Aguirre, Madrid: Tauris, pp. 167-68


sábado, 9 de octubre de 2021

Perfeccionismo y humanismo cultural

 


(Fotografia de Willy Ronis)


El humanismo cultural nace, como todo el humanismo, en el otoño del Antiguo Régimen y el ascenso de la burguesía, que proclama su deseo de ordenar la ciudad, y se manifiesta en la proclamación de la república de las letras de Christine de Pizan, Erasmo, Tomás Moro, Luis Vives, secundada por la filosofía moral de la Ilustración y, sobre todo, continuada por el gran proyecto educativo de la humanidad que fue el Romanticismo, tal como lo diseñó Schiller en Cartas sobre la educación estética de la humanidad, un texto que impulsa todo el culturalismo decimonónico tanto en las versiones conservadoras de Matthew Arnold como en las radicales de Ruskin y William Morris; un programa que Gramsci renovaría en el siglo XX y que renacería en los estudios culturales de Birmingham, con Raymond Williams y E.P. Thompson. Un programa que, sin embargo, ha sido puesto en cuestión por la poderosa contracultura del transhumanismo y que no ha sido suficientemente reconocido por el posthumanismo crítico[1].

La línea general del programa cultural del humanismo es lo que en la filosofía moral y política contemporánea se ha calificado como “perfeccionismo”.  El término describe más bien un aire de familia entre diversas variedades de la hipótesis humanista que expresaba el lema “la cultura nos hará mejores”.  El perfeccionismo sostiene de un modo general que hay bienes y valores objetivos que merece la pena promover y preservar y, en segundo lugar, que la cultura y la sociedad pueden ejercer influencia positiva sobre personas y colectivos en la dirección de una mejora de caracteres o capacidades en lo que respecta a estos valores y bienes. Así en abstracto es un poco confuso, pero las formas concretas en que se ha presentado en la historia nos ayudan a entenderlo. Suelen ser un síntoma de modalidades perfeccionistas las expresiones de “florecimiento humano”, que puso de moda el neoaristotelismo del siglo pasado, o la mucho más conocida de “mejora humana” que ha popularizado el transhumanismo. En ética, el perfeccionismo se opone a las muy influyentes líneas del consecuencialismo y del formalismo kantiano, en toda la diversidad de opciones que estas presentan en la filosofía contemporánea. Kant criticaba al perfeccionismo por no generar imperativos categóricos, universales, que él consideraba la frontera de toda ética legítima, aunque esta discusión podemos dejarla a un lado del hilo de esta presentación de las relaciones entre humanismo y perfeccionismo. En filosofía política, el gran adversario del perfeccionismo son ciertas corrientes del liberalismo que abjuran de toda intrusión de la sociedad y el estado sobre la autonomía radical de las personas para perseguir sus propios fines, por malos o buenos que estos sean.

La idea de bienes y valores humanos que suscita el perfeccionismo se relaciona con otras muchas en una constelación que agrupa problemas metafísicos (identidades y personas), políticos (pobreza, desigualdad, prosperidad), éticos (autonomía, universalismo o relativismo de valores) y antropológico-culturales (necesidades, prácticas y planes de vida). El perfeccionismo se entiende mejor si lo relacionamos con una de las traducciones más extendidas (y discutidas) de la eudaimonia de los griegos: “florecimiento humano”.  El término incorpora la idea de desenvolvimiento de posibilidades que están en potencia y que se consideran valiosas y buenas. En este sentido, “felicidad” o “prosperidad” no captan de igual modo esta idea de potencial y por eso de temporalidad e historicidad. Y, por otro lado, el desenvolvimiento de lo posible nos lleva directamente a la cuestión de una posible esencialidad biológica del ser humano, de funcionamiento, en un sentido biológico amplio, como es el aristotélico o ciertas formas de naturalismo ético contemporáneo (que defienden que la selección nos habría hecho proclives a ciertos valores como el altruismo y la cooperación), que es pronto contestado por quienes se preguntan por la variabilidad y diversidad cultural humana. Desde esta perspectiva de variación histórica y cultural, la idea de bienes (salud, libertad, reconocimiento y comunidad, autoestima,…) pueden ser vistos como términos abstractos que no acogen lo que tales palabras con mayúscula significarían en las situaciones concretas, ligadas a la edad, la historia, la cultura, el género, los valores de los planes propios de vida.

Paulette Dieterlen[2] dibuja un ilustrativo mapa de la idea de florecimiento humano que resume en cuatro posiciones: la idea liberal de bienes primarios, defendida por Rawls y su esfera de influencia, la tesis neoaristotélica de las capacidades y el funcionamiento, de Martha Nussbaum y Amartya Sen, la tesis republicana y comunitarista de Charles Taylor y Michael Walzer y la tesis marxista que liga las necesidades a los modos de producción, defendida por Julio Boltvinik[3]. Este mapa está bosquejado en dos ejes que permiten situar a los autores citados por Dieterlen o cualquiera otros. En un eje tenemos la historicidad y diversidad de lo que es considerado como bienes y valores comunes: desde las posiciones universalistas a las relativas a un tiempo, sociedad y cultura u otros determinantes de la identidad. En otro eje está el grado de individualidad o comunidad de los bienes y valores: desde el individualismo proclamado por el liberalismo a las formas varias de comunitarismo. El perfeccionismo ligado al proyecto cultural del humanismo atraviesa este territorio en lo que cabría denominar como un “metaperfeccionismo” o si se quiere un perfeccionismo normativo que puede incorporar las distintas variedades que se encuentran en la historia del pensamiento, sean las de Aristóteles, Spinoza, Marx o las posiciones relatadas por Dieterlen. Resumido en la idea de “la cultura nos hará mejores” se expande, por un lado, en un principio que liga la mejora a la autodeterminación y autonomía personales y colectivas. En este sentido, el perfeccionismo del humanismo cultural no se opone a las demandas de autonomía que subyacen al liberalismo. Sin embargo, la idea de cultura inyecta un elemento de comunidad y sociedad en la agencia: no hay agencia autónoma que sea independiente de los vínculos sociales y las prácticas culturales que constituyen las identidades.

El humanismo cultural adquiere así un componente utópico que ha sido resaltado por la socióloga y teórica de la utopía Ruth Levitas[4], quien se rebela contra la usurpación de la idea de felicidad por parte de la industria de la autoayuda y vincula el florecimiento humano por un lado a la práctica política contra las formas de explotación, desigualdad y exclusión y por otro lado a la imaginación de las posibilidades alternativas. Levitas reivindica ambos componentes en tradiciones culturalistas utópicas como la representada por William Morris, especialmente a través del retrato que realiza E.P. Thompson[5]. En el diseñador socialista y cabeza del movimiento Arts & Crafts convergen las tradiciones humanistas del renacimiento y romanticismo con la fuerza transformadora del marxismo. En William Morris se expresa ciertamente un perfeccionismo nostálgico de un tiempo y espacio no destruido aún por el industrialismo que le acerca a las formas de perfeccionismo que Stanley Cavell descubre en Emerson y Thoreau[6].

El humanismo, en sus versiones cívica (republicanismo) y cultural (perfeccionismo), se constituye en la historia como una tradición que ha sido puesta en cuestión con más o menos justicia por dos versiones contemporáneas: el transhumanismo, forma publicitaria y comercial del antihumanismo, y el poshumanismo crítico de origen spinoziano, en sus presentaciones más políticamente neutrales como las de Bruno Latour y en sus modalidades ecosocialistas e interseccionales de Donna Haraway y Rosi Braidotti.



[1] El contenido de este proyecto culturalista es el tema de Fernando Broncano (2018) Cultura es nombre de derrota. Cultura y poder en los espacios intermedios, Salamanca: Delirio.

[2] Paulette Dieterlen (2007) “Cuatro enfoques sobre la idea del florecimiento humano”, Desacatos, 23, pp. 147-158, consultado en https://www.redalyc.org/pdf/139/13902307.pdf (09/10/2021)

[3] Julio Boltvinik (2020) Pobreza y florecimiento humano. Una perspectiva radical, Zacatecas: editorial Ítaca. http://www.julioboltvinik.org/wp-content/uploads/LIBROS/sigloXXI/2020_Pobr%20y%20flor%20hum.pdf (09/10/2020)

[4] Ruth Levitas (2007) “Florecimiento humano: ¿una agenda utopista?” Desacatos, 28, pp. 87-100. https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=5860080 (09/10/2021).

[5] Eduard P.Thompson (1976) William Morris: Romantic to Revolutionary, Londres: Merlin.

[6] Stanley Cavell (1990) Conditions Handsome and Unhandsome. The Constitution of Emersonian Perfectionism, La Salle IL: Open Court.


sábado, 2 de octubre de 2021

La melancolía de Maquiavelo

 


Para quienes piensan el tiempo histórico en ciclos largos, como aión, no como kairós o acontecimiento, tal como se ha convertido en dogma de la filosofía política posfundacionalista contemporánea, ni siquiera como kronos o tiempo ordenado que rige los trabajos y los días al compás de calendarios y relojes, quienes son capaces de estar en y a la vez sobre el tiempo, los avatares humanos, los hechos de la polis y la república no reciben los usuales calificativos de derrotas o victorias. Devotos de Mnemosina, la hija de Gea y Urano, titánide diosa de la memoria, entienden la historia como secuencia de relatos de los que humanos ocasionalmente aprenden y generalmente malentienden y equivocan como palabras del oráculo. 

En las páginas de Maquiavelo, uno de estos privilegiados testigos del tiempo, no encontraremos ira ni resentimiento, ni siquiera tristeza o nostalgia por lo perdido, apenas si una leve melancolía con la que narra las virtudes y equivocaciones de todos aquellos poderosos señores que destruyeron el mundo que amaba, con el que soñaba y que se había comprometido a defender con la palabra, la espada y la muralla de su ciudad república de Florencia. Los conoció personalmente como diplomático enviado a sus cortes y salones para intentar proteger la independencia y libertades de su ciudad, en un tiempo que el supo primero que nadie en que las repúblicas atardecían frente a los poderosos ejércitos de los nuevos estados nación autoritarios y bárbaros. Sus textos no hablan de lo perdido, sino que examina como un entomólogo las mariposas clavadas en corcho, a esos príncipes que tanto daño hicieron y a los que vio ascender y declinar. 

Desde los siglos XII y XIII, en su lucha contra los ejércitos bárbaros germanos que deseaban sus riquezas y saberes, Florencia había aprendido a construir murallas de palabras y de muros y espadas. Confiaba a la vez en los argumentos y en el poder material. Los humanistas que poblaban sus muros, que reinventaron el republicanismo leyendo a Cicerón y a Aristóteles, fueron elegidos como altos funcionarios, archiveros, cronistas y cancilleres para fortalecer con un muro de argumentos la resistencia de la ciudad a la barbarie. Los siglos XIV y XV fueron el tiempo dorado de estas democracias partidas en el interior entre los populani defensores de los trabajadores y pequeños comerciantes que hacían rica la ciudad y el bando de los signori que se enriquecían con ellos y con el comercio y cuyo poder oligárquico no tenían más remedio que negociar cediendo a un mediador, el podestá, un poder que deseaban para sí. Enfrente, fuera de las murallas, tenían al poder imperial o las ciudades que, como Milán, habían caído en manos de dictadores ambiciosos. Florencia, como antes Atenas, aprendió duras pero imperecederas lecciones del cruce de estos dos ejes de conflicto y por ello brilló en la historia como cuna del moderno republicanismo.

Maquiavelo fue uno más de estos cancilleres que habían obtenido su formación en las clases de latín y griego y que conocían bien a Tito Livio y a Salustio, tanto como a Cicerón y Aristóteles. Su tiempo fue el del final del poder de las ciudades. Fuera de sus muros se impuso el ciclo de hegemonías de los poderes emergentes de Francia o los Augsburgo (o el papado, apoyado por los tercios castellanos, servidor de los nuevos poderes creyendo ser señor). Dentro de sus muros, los populani fueron derrotados por los nuevos príncipes comerciantes, los Medicis, que ascendieron de banqueros a nobles autoritarios. La escritura de Maquiavelo es también signo de los tiempos. Si las cartas de sus antecesores humanistas se habían dirigido al pueblo, a los ciudadanos que defendían sus constituciones, los suyos ya pertenecen al nuevo género del espejo de los príncipes, una literatura melancólica dirigida al poder para recordarle su vulnerabilidad, que en el Reino de las Españas habría de ser la única filosofía política permisible. 

Ante la corte de Francia, intentando negociar como aliado las libertades de su ciudad, descubrió la clara impotencia de las ciudades repúblicas ante poderes que solo atendían al volumen de impuestos o al número de tropas y cañones. Volvió decepcionado a Florencia para ser de nuevo enviado a la corte del impetuoso Cesar Borgia, hijo del papa Alejandro VI, que había entendido bien cómo ir dominando una tras otra las ciudades de la Emilia Romaña y reconquistar y construir un poder nuevo italiano bajo el palio paterno del papado. César Borgia es el héroe de El principe. Maquiavelo sabía bien que era su más amenazante enemigo pero lo estudió con cuidado subyugado por su carácter, que usó para ejemplificar la virtú contra la fortuna. El Borgia tenía baraka e inteligencia. Era resoluto y arreglaba con sabiduría los problemas del día. Cuando su lugarteniente se convirtió en un terrorífico señor en la Romaña, no tuvo escrúpulos para partirle por la mitad y dejar sus despojos en la plaza. Pero, observa Maquiavelo, confiaba demasiado en la suerte y fue incapaz de entender bien los signos del tiempo.

Muerto su padre, apoyó al bando del cardenal Della Rovere, el que sería el papa guerrero Julio II, una mente tan lúcida como la del Borgia pero aún más implacable. Creyó en sus promesas sin reparar que había sido exiliado por su padre y confió en ser su capitán de los ejércitos. Pronto comprobó que el príncipe sabio (nos enseña Maquiavelo) debe confiar más en sus propias promesas que en las de otros. Maquiavelo fue de nuevo enviado a la corte de Julio II, que había decidido enfrentarse militarmente a los ejércitos del imperio y los franceses y construir una Italia papal. Maquiavelo se equivocó mucho con Julio II, pero acertó al final. Pronosticó que fracasaría dado que sus ejércitos eran menos poderosos que los de los de los bárbaros. No supo calibrar bien el poder y la ambición del papa príncipe del Renacimiento. Una tras otra fueron cayendo las ciudades ante sus tropas, hasta la poderosa Bolonia que con Florencia habían sido las luminarias de la independencia. Pero también Julio II cayó en las trampas de la Fortuna. Para reforzar sus ejércitos pactó con Fernando de Aragón que le envió a su innovadora infantería organizada por Gonzalo de Córdoba. Tropas duras de campesinos endurecidos en la guerra contra el Reino de Granada, que habrían de dominar los campos de batalla de Europa por dos siglos. Para preservar la independencia del papado Julio II había dejado entrar al enemigo por la puerta de atrás. Maquiavelo fue testigo de las crueles guerras del Italia y de los saqueos de las ciudades por las tropas francesas o los tercios de los Augsburgo. 

Sus escritos nos transmiten esa sabiduría que solo los actores de primera línea poseen. En apariencia son un ejercicio de espejo de príncipes, pero su contenido sigue siendo aún revolucionario: todas sus normas se reúnen en unos cuantos principios que aún impresionan: 1) el pueblo siempre es más sabio que los príncipes; 2) si un príncipe quiere triunfar debe empezar por no oprimir a su pueblo; 3) si el pueblo quiere triunfar, no le basta, como a Savonarola, tomar el poder nominal en la ciudad. Maquiavelo llama a Savonarola el profeta sin armas. La ciudad solo es independiente si tiene un ejército. 4) Por la vía de la experiencia Maquiavelo enseña que la ciudad que confía en fuerzas mercenarias está perdida. Solo los ciudadanos convencidos del valor de su libertad defenderán la ciudad. Hay páginas de El príncipe que recuerdan al discurso de Pericles ante las familias de las víctimas de la Guerra del Peloponeso, defendiendo la superioridad de la democracia. 

Maquiavelo es el gran teórico de la agencia política y social. Está más allá de la dicotomía entre vita activa y vita contemplativa. Es una última de sus lecciones: la acción necesita teoría y la teoría encerrada en conventículos es incapaz de entender la realidad del tiempo. En su obra hay una teoría moral más profunda que la moralina habitual. Su vida y obra discurre por la historia de un modo no basado en la razón de cálculos instrumentales. Sabe que la historia humana es el eterno conflicto entre virtú y fortuna: una virtú que no sabe leer los signos de los tiempos está perdida. Una virtú que se adormece, que no es capaz de aprovechar las oportunidades del momento está perdida. Una virtú que se agarra al discurso creyendo que las palabras lo son todo y no ordena lo material está perdida. Una virtú que construye de sí una apariencia de santidad no es más que un recurso hipócrita que no es capaz de entender las contradicciones humanas y es, y será, fuente de violencia y sufrimiento. 

Por eso la melancolía de Maquiavelo, no es nostalgia sino memoria activa y productiva.