domingo, 25 de agosto de 2019

La vida mental de las organizaciones





Edwin Hutchins escribió en 1995 un libro que marcó un hito en nuestro concepto de cómo se distribuye el conocimiento en el mundo. El libro se titulaba Cognition in the wild, algo así como el conocimiento estudiado en su vida silvestre, no en el sillón de un despacho o los laboratorios de psicología. Hutchins era un psicólogo que había trabajado para la Armada de Estados Unidos.  Se le permitió acceder durante un tiempo a una de sus naves Palau (en pseudónimo) donde realizó un trabajo de observación del funcionamiento cotidiano, comenzando por las complejas y sutiles jerarquías del personal a bordo y siguiendo por la red de microdependencias entre las diversas tareas asignadas y las acciones de las personas a cargo.  Su historia comienza con los avatares de una incidencia en la entrada al canal del puerto de San Diego. La nave se queda sin potencia motriz, tiene que detenerse y lanzar las anclas en un espacio muy comprometido en el que un accidente sería muy probable. Conseguirlo, observa Hutchins, fue el resultado de la coordinación de personas y artefactos bajo las condiciones de estrés del momento. El resto del libro está dedicado al estudio pormenorizado de los artefactos y las personas y de su compleja organización para dirigir y controlar la vida a bordo. Hay artefactos cuyas funciones son operacionales o de control y otros que son directamente cognitivas: cartas de navegación, ecosondas, radares,… La nave es considerada en su conjunto como un complicado sistema híbrido cognitivo en el que la información y las órdenes de acción se distribuyen en personas y artefactos, resultando al final en una única acción que son las operaciones del barco en movimiento. El resultado es un macrosistema híbrido de mentes y máquinas cooperando en redes de información y conocimiento. Hutchins popularizó con este libro lo que ahora denominamos conocimiento distribuido creando de paso un espacio para una nueva forma de epistemología que no es simplemente epistemología social sino una epistemología híbrida de redes personales y artefactuales.

He leído últimamente también los libros de Anthony King, un sociólogo que ha estudiado la vida militar en el ejército del Reino Unido (The Combat Soldier, Command). Al igual que Hutchins, considera que es un ejemplo de organización humana híbrida de personas y artefactos, unos operativos y otros cognitivos. Es una pena que estos estudios etnográficos no se extiendan a otras formas más cotidianas de organización humana. Me fascina, por ejemplo, el espectáculo que es el primer día del curso en una universidad: los movimientos de los alumnos, los encuentros de los profesores, todo este cambio que supone el ver llenarse de pronto los edificios vacíos. Una universidad es un artefacto híbrido socio-técnico que entraña no solo una compleja división técnica del trabajo sino también una diversidad de experiencias cognitivas y emocionales que deberían ser relatadas por alguien con la mirada externa de la antropología, algo que quienes estamos dentro somos incapaces de hacer por más distancia que pongamos. Lo mismo me gustaría saber del transcurso de la vida diaria en un hospital, en una ONG como Médicos sin Fronteras, en un despliegue sobre el terreno en una crisis, en un partido político en los momentos de comienzos de una campaña electoral, etc.

La antropología ha ido decayendo en prestigio y de ahí que haya un déficit muy importante de estudios etnográficos, comparado con la invasión de economistas y sociólogos. Es una de las desgracias mayores que les ha ocurrido a las humanidades, para las que la antropología y sus alrededores era una fuente básica de reflexión sobre la experiencia de la humanidad. Politólogos, sociólogos y economistas aportan muchos datos pero se les escapan los significados, la cultura y las microdinámicas de la vida diaria de las organizaciones. Se ha pensado hasta la saciedad en la modernidad, en la posmodernidad y en todos los procesos de modernización, pero salvo alguna tradición como la de Simmel, apenas sabemos qué es la vida en esa forma extraña de socialidad que es la organización. Necesitamos una mirada con distancia para elaborar la experiencia histórica.

Tuve la suerte de conocer hace unos años en Honduras a Elio Masferrer, antropólogo de las religiones, argentino asentado en México donde ha dedicado su investigación a la vida cotidiana de evangelistas, católicos, y especialmente del Opus Dei. Sus estudios son fascinantes y necesarios para entender la complejidad de la cultura y experiencia humanas. Recientemente, Guillermo Fernández está dedicando su investigación a la vida cotidiana de los movimientos de extrema derecha europeos, también los españoles. Gracias a sus trabajos podemos tener una visión mucho más clara y alejada de los dogmas y estereotipos. Ojalá esta etnografía de lo ajeno se extendiese a lo cercano. Verse reflejado en la mirada etnográfica es posiblemente una de las exigencias más perentorias para la superación de los estereotipos, especialmente los que se autoaplica uno a su propia vida.

Yo reconozco que soy incapaz de ver lo extraña que es la vida académica, aunque en algunos momentos me digo: “estamos locos”. Los análisis sociológicos, por ejemplo los que se han hecho usando las metodologías de Bourdieu están bien y son ilustrativos, pero no iluminan demasiado sobre la vida diaria ni sobre la vida cognitiva y emocional de los miembros. Sin embargo, sí he aprendido muchísimo etnográficamente en los periodos de mi vida en los que otras ocupaciones no han sido tan inmersivas como la de la propia profesión. Mi largo servicio militar, por ejemplo, que me permitió vivir desde dentro y desde fuera la vida cotidiana del ejército, que sigue siendo uno de los modos de organización más característicos de la modernidad. O la vida de los partidos políticos, no tan diferente como se podría pensar de la vida militar (de hecho, los miembros se consideran militantes) o el trabajo de activismo social en organizaciones de barrio y rurales, donde el ejercicio de habilidades antropológicas es absolutamente necesario. Probablemente esta experiencia de la experiencia en territorios extraños ha sido la más importante fuente de inspiración para mi trabajo, mucho mayor que mi biblioteca o las conferencias y charlas, generalmente lejanas en distancias galácticas de la vida cotidiana.

Si no hay suficientes antropólogas (lo digo en femenino porque el caso de Remedios Zafra me parece uno de los casos notorios de excepción) es porque hemos perdido el sentido de la distancia, de la necesidad de la mirada-otra para vernos, como el niño que le pregunta a su madre continuamente qué hicimos ayer. Las humanidades necesitan alejarse un poco de la sociología y volver a demandar antropología y etnografía. Pero lo necesita aún más la vida cotidiana. Sin ello, estaremos al albur de las series de televisión, única fuente de antropología popular en el mundo contemporáneo.

domingo, 18 de agosto de 2019

Gramática de los puntos de vista







La denuncia de nueve mujeres de que Plácido Domingo les habría acosado para obtener favores sexuales a cambio de vagas promesas de apoyo profesional ha hecho explícito una vez más la cuestión del punto de vista que puso en marcha el movimiento #Metoo. Ruth Toledano lo explicaba en un artículo en eldiario.es tan matizado como claro. Frente al shock que presuntamente habría sacudido el mundo de la ópera, la periodista oponía la experiencia generalizada entre las mujeres, que habrían sufrido diferentes formas de acoso y en diversos grados en algún momento de sus vidas. El shock, afirmaba, no es más que un síntoma cultural de la construcción de una nueva convivencia social que está en marcha de la que la iniciativa  #Metoo es una parte. Lo que me interesa analizar en esta breve nota, tomando como ocasión el artículo de Toledano, es el problema epistemológico del punto de vista y el cómo este extraño término alude a estratos profundos de nuestra cultura y composición social.

#Metoo es una iniciativa que tiene un contenido epistemológico esencial, sobre el que se sostiene el éxito viral que ha tenido a lo largo y ancho del mundo. Pertenece a lo que José Medina ha llamado “epistemologías de la resistencia”. En este caso, se trata de hacer explícitas y traer a la discusión en los foros públicos experiencias que, por muchas causas, habían quedado ocluidas o naturalizadas en la forma de “las cosas son así y siempre lo serán”. La iniciativa pedía a las víctimas de acoso una suerte de compromiso narrativo bajo la forma “recuérdalo y cuéntalo a otras”.  El objetivo no era señalar lo particular de los casos sino lo generalizado de la experiencia. En otros muchos ámbitos en los que ha existido opresión, discriminación u olvido, el “recuérdalo y cuéntalo a otros” se ha convertido en un instrumento básico de la construcción de un movimiento.

Así, en las sociedades en transición, que han sufrido años o décadas de horribles dictaduras, guerras u opresiones múltiples se generalizaron en los años ochenta las comisiones de la verdad cuyo objetivo era básicamente el mismo que la iniciativa feminista: recuperar una experiencia, sacarla a la luz pública y hacerla un componente esencial de la reclamación de justicia. Charles Tilly, un sociólogo de la escuela relacional de Nueva York, que ha estudiado por décadas los movimientos sociales insurreccionales o revolucionarios, escribe en su libro Historias, identidad y cambio político que los relatos no son algo accesorio en la formación de las identidades, sino, por el contrario, una fuerza necesaria para producir explicaciones de lo que pasó, de lo que puede pasar o de lo que tendría o no tendría que haber ocurrido. Sin ellos, no se genera lo que Lukàcs llamaba la “conciencia de clase”.  Esto nos lleva al fondo de la discusión y a la cuestión de los puntos de vista.

En las recientes controversias en los foros públicos de la prensa y redes que enfrentaban a “políticas de clase” con “políticas de identidad” estaban de fondo algunos supuestos filosóficos y epistemológicos que conviene también hacer explícitos y que merecen ser discutidos. En un lado, en el de la “política de clase” se encuentra muchas veces (no afirmo que siempre) el supuesto de que la clase (la clase trabajadora, esencialmente) se define por una forma estructural de la sociedad, la de las relaciones de producción, que genera una posición también estructural en la sociedad, que, a su vez, puede admitir cambios y variantes, pero que esencialmente no cambia en la historia mientras no cambie el modo de producción.

El problema que detectaba Lukàcs en su día era si esta posición de clase era suficiente para producir a la larga un cambio político revolucionario. Su tesis era que la posición social permitía un punto de vista privilegiado, de tal forma que la clase trabajadora estaría en una posición social oprimida pero, sin embargo, debido a su posición estructural estaría en una posición epistémica superior a otras, es más, exclusiva, para entender lo que ocurre y elaborar políticas de cambio. Algunas autoras feministas volvieron a esta tesis lukacsiana a propósito del punto de vista (standpoint) femenino. Así, la psicóloga y filósofa feminista Carol Guilligan escribió en los años ochenta un famoso libro Una voz diferente, donde postulaba una diferencia en la sensibilidad ética debida a la experiencia femenina en la historia, que llevaría a lo ahora conocemos como “ética del cuidado”. Sandra Harding postulaba algo similar en el caso de las mujeres dedicadas a la investigación científica, que tendrían una suerte de mirada más fina y orientada a otros puntos que los producidos por el punto de vista masculino.

Esta definición de clase (o género) como una posición estructural generada por fuerzas básicas del orden social, que, a su vez, producen puntos de vista diferentes plantea varios problemas en muchos niveles, pero uno de ellos es el epistemológico. Se trata de la idea de si una posición social dota por sí misma de fuerza a una posición epistémica, o si, por el contrario, tanto las posiciones sociales como las epistémicas son producto de interacciones y cambios contingentes e históricos.
La idea del punto de vista generó mucho escepticismo históricamente. Así, Lenin sostenía sin mayores diplomacias que la clase obrera, dejada a su albur, lo más que llegaba a generar era una conciencia sindical, y por ello necesitaba la asistencia de una vanguardia que trajese una conciencia superior. Adorno y Horkheimer, más radicales aún, sostuvieron que en las formas de capitalismo avanzado, la conciencia de clase es uno de los motores fundamentales de la reproducción del sistema: la clase trabajadora habría generado deseos de producción y reproducción de los bienes y servicios que ofrece el capitalismo. Podríamos encontrar correlatos similares en el caso del feminismo. Algunas feministas aceptan que la naturalización del patriarcado reproduce su existencia no solamente por vía de la opresión masculina sino también por la pasividad femenina.

“Desde mi punto de vista” (disculpas por la redundancia) tanto la teoría del privilegio como la teoría de la sumisión radical están equivocadas y lo están por su concepto esencialista y sustancializador de las clases sociales e identidades oprimidas. A esta concepción reificadora se han opuesto las tesis sociológicas relacionales, comenzando por la más profunda, la de Pierre Bourdieu. Las clases no son entidades sino relaciones cambiantes históricamente que generan posiciones de poder y capital de varias dimensiones: económico, cultural, simbólico, … Las clases son construidas en las relaciones y no son esencias inamovibles.  Las relaciones son, por supuesto, relaciones de poder, pero también y sobre todo son disposiciones a la acción, capacidades de comprensión de las situaciones y, sobre todo, trayectorias históricas de diferenciación

E.P. Thompson, el gran historiador cultural de la clase obrera, en su provocativo libro La formación de la clase obrera inglesa, recogió un impresionante material heterogéneo de expresiones, formas de vida, relatos, canciones, etc., con el que mostró su tesis de cómo una clase era el producto social de una diferenciación histórica en la posición tanto social como epistémica ante la sociedad. La clase obrera no existiría, promovía Thompson sin una construcción generalizada del “nosotros” frente al “ellos”. No sorprendentemente la iniciativa #Metoo adopta una posición similar en la construcción de una trayectoria y relato de la experiencia femenina.

La idea, en esta concepción relacional de las clases e identidades, es que las posiciones sociales y las posiciones epistémicas (experiencia, memoria, relatos, aspiraciones, proyectos de vida) no son independientes. Se crean en la relación. Marx fue uno de los primeros autores que desarrolló una concepción relacional de las clases, a diferencia de muchas lecturas tardías estructuralistas y sustancializadoras. Capital y trabajo, sostenía, se interdefinen; la clase trabajadora se crea en la forma salario y no tiene otra existencia que bajo la mirada del capital.

Las relaciones son siempre cambiantes e interactivas. Una de las grandes ventajas de la mirada relacional es que disuelve el debate “políticas de clase/políticas de identidad”. En tanto que las relaciones y relatos constituyen identidades, se explica muy algo que todos podemos experimentar en la vida cotidiana: la pertenencia y la existencia en formas diferentes de identidad que a veces se viven de forma tensa y a veces de forma acompasada. La tarea política, desde esta concepción, es la de formar relatos que hagan compatibles puntos de vista y posiciones sociales: “estar abajo” o “estar arriba” son posicionamientos complejos que implican movilizaciones de muchos tipos: prácticas, hábitos, transformaciones en los relatos y antagonismos de muchos tipos.

domingo, 11 de agosto de 2019

Deseo de ser piel roja



La velocidad de las cabeceras de periódicos y la progresiva conversión de la teoría en artículos de periódico dificulta el trabajo de las ideas y el pensar qué mundo diferente queremos. Todo lo que nos rodea parece decirnos, "¡deprisa! ¡deprisa! hay que hacer algo! Dejémonos de culturetas, pensemos en lo material!"Una y otra vez nos llaman a tomar medidas en un mundo organizado por la 4ª Revolución Industrial, la amenaza ecológica y la de la globalización. Se escuchan por todas las esquinas quejas por la falta de unidad de la izquierda que seguidamente van unidas a otras quejas porque la izquierda no está considerando las cosas como son.

Estas breves líneas solo tienen el objetivo de pedir tiempo. Necesitamos pararnos a pensar por un momento hacia dónde caminamos. En momentos de pánico suele ocurrir que la gente se agite y mueva pero no camine hacia alguna dirección concreta. En las recientes derivas de la política española y en muchas que observo en Europa me sorprende que por debajo de la apariencia de una desunión y desconfianza de las izquierdas subyace una profunda unidad de diagnóstico en la que solamente hay variaciones en los matices y la presunta radicalidad de algunas propuestas: ¿para cuándo la reforma laboral? ¿para cuándo la Renta Básica? ¿para cuándo nuevos impuestos a las grandes empresas? Las profundas discrepancias que muestran las cabeceras de los periódicos de hecho no son sino variantes de un mismo modo de pensar determinista que siempre ha caracterizado a la socialdemocracia y al que no fueron ajenas ni mucho menos las políticas emanadas de la III Internacional. La idea se resume en "el capitalismo camina hacia su propia destrucción. Gestionemos la transición".



Este básico acuerdo lo ha resumido bastante bien el libro postapocalíptico de Paul Mason, titulado, ¿cómo no? Postcapitalismo. Hacia un nuevo futuro. La tesis es que el fin del capitalismo ya está ocurriendo y ello explica todo lo que ocurre. Su diagnóstico tiene que ver con las predicciones de Marx, que habría avanzado el fin del capitalismo en la necesaria caída de la tasa de beneficio y que tal cosa habría ocurrido en nuestro mundo por la revolución post-industrial en la que vivimos, en la que se tendería a un coste marginal cero del trabajo. Estas tesis fueron avanzadas por los italianos post-operaistas, fundamentalmente por Antonio Negri. Es sorprendente porque estas tesis, que se popularizaron en la transición de siglos, aparecían como la versión teórica del altermundismo, pero han resultado en poco más que otra versión socialdemócrata ahora abrazada con entusiasmo, por ejemplo, en el programa de Corbyn y en numerosas réplicas a lo largo y ancho del mundo, incluyendo Podemos e Izquierda Unida. Sorprendentemente también, las políticas neopopulistas que vienen del Adriático, asociadas a Salvini y defendidas teóricamente por Diego Fusaro expresan un acuerdo sustancial en el diagnóstico. En el otro extremo, el aceleracionismo, una suerte de optimismo tecnológico, se pone en brazos de la 4ª Revolución Industrial con la idea de que cabalgando la ola del tsunami informacional se llegará a la tierra prometida más allá del capitalismo.

El trasfondo común, como había avanzado, está en la convicción profunda de que el fin del capitalismo se produce necesariamente porque la invasión de las máquinas hace cada vez más barato el trabajo pero también la tasa de plusvalía. A veces se expresa esa creencia con una ansiedad de volver a la "economía real" (y las políticas de Trump y variantes expresan esa creciente angst) y otras veces en el sueño optimista de que la economía colaborativa es la alternativa natural al capitalismo y ya está presente. Se suele expresar esta ansiedad en una suerte de diagnóstico sobre la política actual que se acoge bajo el término de "postpolítica", que expresaría el sueño de la vuelta a lo material.

No es otro mi propósito aquí que el de llamar la atención hacia una modalidad de pensamiento crítico que resiste el determinismo. Aparece a veces con el título de "Nueva lectura de Marx", y la resumiría en la idea de englobar las categorías económicas en una crítica de la sociedad de forma alternativa al pensamiento socialdemócrata que enmarca las políticas para la sociedad desde una mirada económica. Marx, para esta escuela de pensamiento habría criticado en El Capital, su pensamiento más maduro, las categorías económicas como categorías fetichistas que ocultan el antagonismo social. Sin embargo, en fases previas a la redacción de los volúmenes, en los Grundisse, aún seguiría demasiado cercano a las teorías de Ricardo que llevaban a una concepción del valor como equivalencia de trabajo. Negri aprovecha los Grundisse para  desarrollar la tesis de que las máquinas están transformando la relación trabajo-capital. La corriente crítica abandona esta idea. Trabajo y capital se interdefinen: no son las horas de trabajo las que miden el valor, sino el trabajo social entendido como salario lo que debe considerarse como algo convertido en mercancía, independientemente de sus formas.




Esta escuela crítica, cuyos detalles animo a leer, pero que no desarrollaré aquí, invierte la fuente de la ansiedad contemporánea: donde se reclama la vuelta a lo material y lo económico, lo que estaría ocurriendo es una nueva forma de mistificación que termina ocultando el carácter histórico y social de las categorías económicas y sus formas, de donde se deriva la tesis contraria: muchas de las reivindicaciones de orden social serían por el contrario reclamos bien materiales de otra forma de existencia. Pues lo que se enfrenta no es capital y trabajo como categorías que se interdefinen mutuamente, sino la vida misma en sus múltiples manifestaciones frente a la forma actual de reproducción social que llamamos capitalismo.

Dejo aquí algunas sugerencias






En tiempos de ansiedad, pararse a pensar y mirar hacia dónde se quiere ir no es perder el tiempo, es todo lo contrario, ganar tiempo, pues en buena media la expropiación del tiempo de la vida es lo que está en cuestión.








domingo, 4 de agosto de 2019

Hegel el oscuro y nosotros






La historia de Hegel en la filosofía contemporánea es una historia triste. A pesar de estar en el Olimpo de la filosofía académica, a pesar de que su filosofía crea en cierto modo el canon de la gran filosofía y que sigue siendo una especie de piedra con la que miden sus fuerzas de quienes aspiran a hacer un trabajo “serio” en filosofía, ha sido también un filósofo tan denostado como poco leído por parte de grandes tradiciones filosóficas. Marx se quejaba de que había sido tratado como perro muerto por sus discípulos, lo que le había animado a declararse hegeliano, aunque “volviéndolo del revés”, tal como afirma en una carta a Engels el 15 de enero de 1858. Aunque el siglo XIX respetó aceptablemente a Hegel hasta el punto que tanto el pragmatismo americano como los idealistas de Cambridge y Oxford (McTaggart, Bradley) se declararon seguidores suyos, Bertrand Russell y George  Moore, al romper con el idealismo británico, dieron pie a uno de los mitos fundacionales de la filosofía analítica: el que tendría que ser radicalmente antihegeliana por algunos supuestos pecados mortales como el mantener una concepción relacional de la realidad, un holismo irrestricto y no captar la composicionalidad del lenguaje. 

A pesar de que Quine, Davidson y Wilfrid Sellars, en filosofía del lenguaje y de la mente, y Neurath e Imre Lakatos, en filosofía de la ciencia, defendieron tesis que se acercaban mucho al mundo conceptual hegeliano, generaciones enteras de filósofos analíticos simplemente lo ignoraron. Richard Berstein y Charles Taylor, en los años 70, volvieron la vista a Hegel en sendos libros muy influyentes, no obstante  ninguno de los dos fue considerado miembro del selecto club de la filosofía analítica pura. En los años 90 John McDowell y Robert Brandom intentaron rescatar a Hegel del infierno de los analíticos en una lectura muy cercana al pragmatismo americano. En epistemología, sin embargo, ha sido lamentablemente ignorado a pesar de que es sin la menor duda el creador de la epistemología histórica, social y política. En la rama “continental”, pese a que Hegel fue reivindicado por la filosofía crítica, principalmente por Bloch, Lukàcs, Adorno y Marcuse, en la era del estructuralismo, en los años finales sesenta, Althusser estigmatizó toda lectura hegeliana del marxismo, inaugurando una tradición no menos despreciativa que la analítica. 

Foucault, sin embargo, en una repetida cita en El orden del discurso, describe muy bien la situación y nos advierte que, tomemos el camino que tomemos, Hegel estará esperándonos al final de aquél:
(…) toda nuestra época, bien sea por la lógica o por la epistemología, bien sea por Marx o por Nietzsche, intenta escapar a Hegel (…) Pero escapar de verdad a Hegel supone apreciar exactamente lo que cuesta separarse de él; esto supone saber hasta qué punto Hegel, insidiosamente quizá, se ha aproximado a nosotros; esto supone saber lo que es todavía hegeliano en aquello que nos permite pensar contra Hegel; y medir hasta qué punto nuestro recurso contra él es quizá todavía una astucia suya al término de la cual nos espera, inmóvil y en otra parte.
Pese a esta larga historia, Foucault tiene razón. Al final, nos encontramos con las mismas preguntas que se hacía Hegel sobre cómo es posible la autonomía en una sociedad fracturada y cómo llegar a saber cuál es la posición propia en el mundo. Se ha querido separar el aspecto epistemológico de la filosofía crítica y el camino de la ontología del sujeto. En un lado quedarían las filosofías neokantianas y analíticas y en el otro una larga procesión desde Hegel a Foucault. Lo cierto es que no es posible separar en Hegel la cuestión epistemológica de la ontológica. Una ontología del sujeto supone un desenvolvimiento de la conciencia de la posición del sujeto en el mundo. Posición epistémica tanto como física y social.  En la otra dirección, no puede pensarse el conocimiento y la verdad sin la ontología de un sujeto que se sabe partícipe de una sociedad a la que debe y que le debe razones autorizadas.

Hay al menos tres lecciones que hemos aprendido de Hegel sobre las tensiones que soporta la constitución del sujeto (sea este la persona, el pueblo, la clase o el colectivo de acción):

Autonomía y dependencia


La autodeterminación respecto a qué se puede saber, que se debe hacer y qué cabe esperar es en lo que consiste la autonomía de los sujetos personales y colectivos. Mientras que el proyecto cartesiano fiaba esta autonomía a las puras capacidades de la razón, ­— por más que se sostuviese en la garantía de Dios o el mundo—, Kant supo que ese proyecto era insuficiente y no daba cuenta de la dependencia del sujeto respecto al mundo en la experiencia, que exigía un juego de pasividad y espontaneidad. Sin embargo, el propio Kant supo que eso era insuficiente. Hegel nos muestra que la autonomía está sometida a las transformaciones históricas. Los griegos sabían su lugar en el mundo, podían responder a las grandes preguntas sobre qué saber, qué hacer y qué esperar, pero solo en la medida en que su mundo definía una autonomía determinada por el orden de la polis. Cada época crea un orden tenso cuyos límites se expresan dramáticamente en un juego de tensiones entre las tensiones internas de la conciencia subjetiva y las externas de un espacio social fracturado. 

En la modernidad, la autonomía se constituye como resultado del saberse en un espacio social. ¿Cómo se puede ser autónomo bajo condiciones de dependencia de la segunda naturaleza que nos da el vivir en un lenguaje, en un espacio de relaciones de reconocimiento y exclusión, que nos sitúa en una red de relaciones que definen las posiciones epistémica y de poder de las personas? Ese conocimiento no produce reconciliación en las sociedades modernas, por cuanto en ellas se enfrentan dos formas complejas de socialidad: la de la sociedad civil y la del estado. Cada una tiene sus demandas y fuentes de legitimación. Lo que Hegel propone como horizonte normativo de la persona es llegar a ser uno consigo mismo, algo que, en las teorías de la agencia contemporáneas, en una tradición analítica como la de Harry Frankfurt y David Velleman, tiene que ver con una reconciliación del conocimiento de sí, del deseo y de la acción en una fusión de lo objetivo y lo subjetivo que Harry Frankfurt ha llamado “lo que nos preocupa”, o nos importa. Pero las lógicas de lo que importa pueden estar en tensión continua en un orden social como el contemporáneo. 

Hegel nadaba sobre las olas del liberalismo ilustrado, pero era consciente de que lo que importa puede estar sometido a una profunda tensión interna en la medida en que las fronteras entre lo privado y lo público no están bien definidas o cambian al cambiar el contexto de intereses. Si sustituimos las grandes preguntas kantianas sobre qué puedo saber, qué debo hacer y que me cabe esperar por qué importa saber, qué importa hacer y qué importa esperar, las tensiones que desgarran al sujeto que tiende a ser para sí, es decir, a ser uno consigo mismo, se desvelan e iluminan el espacio oscuro de la sociedad contemporánea. Hegel nos enseña que el mito faústico de pretender la independencia y autonomía ante todo es la forma más rápida de ser en otros. Sólo en una nueva forma de armonía y reconciliación de lo personal y lo social a través del reconocimiento se puede encontrar una respuesta a estas grandes preguntas o fines humanos. “Lo que nos importa”, nos diría Hegel, es el espacio donde lo objetivo y lo subjetivo, lo personal y lo social se interconstituyen.

Holismo y reconocimiento


Hegel hereda del romanticismo y de Schelling el impacto cultural de la biología y los estudios de los organismos y la embriología. La aparición de la biología fue una de las grandes rupturas epistemológicas de la modernidad, comparable o superior a la de la física galileano-newtoniana. Transformó radicalmente los conceptos básicos de la ontología. La investigación en biología impone la necesidad de considerar a la vez el todo y las partes, las propiedades internas, las relacionales y las emergentes en el sistema. La biología es la que introduce la mirada holística en el conocimiento. Y el holismo puede tener grados de intensidad cuando se aplica al estudio de los sistemas. Una forma extrema es el organicismo que considera que la relación entre órganos y sistema orgánico es perfecta y teleológicamente construida. Fue una de las metáforas más extendidas desde la biología a lo social. Pero no es la forma que adopta Hegel, para quien la relación del todo y las partes en el caso de la forma humana de vida en sociedad es mucho más dramática y tensa.

En lo que se refiere a la autonomía en el marco social, a la forma de vida humana que en la jerga hegeliana se llama espíritu, la lección es que, a diferencia de la relación entre órganos y organismo basada en la funcionalidad, la ontología social del ser humano es la de ser uno mismo en otro. Este principio se despliega en una dimensión ontológica: la de que el ser uno consigo mismo solamente se puede alcanzar por la mediación de otro y una dimensión epistémica, en donde la intencionalidad es la conciencia de uno mismo en la otredad. La relación ya no será, como en el caso de la biología y la vida animal la de la funcionalidad, e incluso en el caso de la forma protosocial de existencia, la de la instrumentalización de los otros o del miedo a los otros, relaciones básicas en el estado de naturaleza regido por la violencia, sino la de reconocimiento.

El reconocimiento es una mediación interpersonal sin la que no se alcanza el estadio de autonomía o libertad. Entraña un complejo de relaciones afectivas con el otro que abarcan desde la confianza y el respeto a la fraternidad y el amor, pero es sobre todo una relación epistémica: la perspectiva propia sobre el mundo necesita ser reconocida y reconocer la perspectiva del otro. Saber es siempre saber en los ojos de los otros. Actuar es siempre actuar ante los otros. De ahí que la inteligibilidad sea una precondición de conocimiento y de acción. Wittgenstein lo explicitó con otras palabras en su argumento contra el lenguaje privado, pero junto a esta condición del reconocimiento como base del significado, está una dimensión normativa más fuerte que es la co-autoridad e incluso co-autoría. Conocer el mundo entraña necesariamente hacerlo bajo la condición de co-legislar tomando a los otros como autoridades en las afirmaciones sobre la realidad. Si lo que uno afirma no se entiende ni acepta por otros no puede existir un estado de éxito como el que llamamos conocimiento o acción.
Si pensamos el holismo como una pura relacionalidad del todo y las partes, se aplica mal a lo característico de la forma humana de vida en sociedad. Sin embargo, lo que Hegel muestra es que desde el nivel epistémico al moral y a la praxis, la relacionalidad está mediada por el reconocimiento que exige la libertad, autoridad y autonomía del otro como mediación e indicador fiable de la corrección propia en el pensamiento y la acción.

Historicidad


En 1932, Herbert Marcuse escribió para su tesis de habilitación en Frankfurt La ontología de Hegel y la teoría de la historicidad. Fue una lectura de la filosofía de Hegel influida por Dilthey y el Heidegger de Ser y tiempo, que trataba de construir algo así como un marxismo hegeliano-heideggeriano. No está claro si Heidegger rechazó el texto por diferencias políticas, o si Marcuse nunca llegó a someterlo a consideración pues se marchó de Alemania el año anterior a la llegada de Hitler al poder. Marcuse, junto con Karl Korsch y Gyorgi Lukàcs hegelianizan a Marx por esos años. En el caso de Marcuse, lo más significativo está en haberse centrado en la historicidad como propiedad definitoria del ser social. Propone convincentemente leer a Hegel y la Lógica y la Fenomenología del Espíritu como sendas obras que establecen una teoría de la historicidad como marca definitoria de la forma humana de existencia. La historicidad en Hegel está unida a la dialéctica y al tan difícil de traducir término Aufhebung que recoge en parte la idea de superación, pero que contiene al menos tres momentos: uno negativo, uno de conservación de lo negado y uno de elevación a un nuevo nivel donde se cancela lo anterior. Es un concepto que se relaciona mucho con el de experiencia, no en el sentido simple de las afecciones producidas por el mundo, sino en la capacidad de entender lo que ocurre e incorporarlo a la propia historia como transiciones significativas del ser. 

La historicidad, así, contiene dos dimensiones que definen lo anómalo de la existencia humana. La primera es la contingencia. La historia implica cierta indeterminación con respecto a los cursos y procesos regulares. Es histórico el cauce de un río y la forma de un paisaje, por más que los procesos ocultos que hayan producido esos objetos sean leyes deterministas. La contingencia y situacionalidad, así, se convierten en una característica esencial del universo así como de la vida y la evolución. Sin embargo, en la forma histórica de vida que es la humana, la historicidad es algo diferente. Implica una irreversibilidad que no es hija de la irreversibilidad que explica la segunda ley de la Termodinámica ni las más contemporáneas descripciones del universo como una secuencia de accidentes congelados. La irreversibilidad del ser social humano la confiere la experiencia. El conocimiento induce irreversibilidades insoslayables. El saber induce nuevas trayectorias en la existencia y su negación, el “no querer saber” como intención de que las cosas sigan igual no es otra cosa que negacionismo, una de los túneles de la mente más dañinos en la historia de la formación del sujeto.