Colecciono imágenes de cuadros sobre un mismo tema (la bendición de la red). Uno de los temas que tengo pendientes de explorar, aunque ya tengo unas cuantas imágenes, es el de mujeres fatales: mujeres que matan y, en general, hacen lo que los hombres no se atreven a hacer. Claro: Artemisia Gentileschi con sus dos Judit y Holofernes, con otra representación más de Judit con su criada y la cabeza de Holofernes, más Yoel y Sisera. Estos días aprendí (mi ignorancia es abismal) que la Biblia protestante no recoge la historia de Judit. No la considera un texto religioso. Daría mucho el tema sobre qué se recoge y qué no como literatura o como religión o como ambas cosas y por qué. Lo dejaremos para otro día. Lo aprendí de Roland Barthes quien es siempre una fuente inagotable de sabiduría.
La historia de Yoel y Sisera, también recordada por Artemisia es aún más inquietante que la bien conocida de Judit: Sisera, el general cananita que fue derrotado bajo el mando de Baraq, a instancia de la jueza Débora, fue acogido en la tienda de Yoel, quien le alimentó y dejó dormir. Cuando descansaba en su derrota, Yoel tomó un clavo y un martillo y le atravesó la sien, hasta que la clavija penetró en la tierra. En Jueces 4, además de la historia, aparece un canto a Débora y Yoel que debería figurar en toda antología de poesía dramática. Un fragmento:
Pedía agua, le dio leche,
en la copa de honor le sirvió nata.
Tendió su mano a la clavija,
la diestra al martillo de los carpinteros.
Hirió a Sisara, le partió la cabeza,
le golpeó y le partió la sien;
a sus pies se desplomó, cayó, murió,
a sus pies se desplomó, cayó:
donde se desplomó, allí cayó, quedó tendido.
A la ventana se asoma y atisba
la madre de Sisara, por las celosías:
¿Por qué tarda tanto en llegar su carro?
...
Artemisia lo interpretó en clave feminista. Sus cuadros son ya iconos de rebeldía. Pero estos días los pienso como parte de otra larga iconografía del varón incapaz de hacer lo necesario que pide ayuda a la mujer. Y me lleva a recordar otro icono: La ventana indiscreta (un mejor título que el original, The rear window, la ventana trasera), que tradicionalmente ha sido interpretada como una metáfora del cine y del espectador que somos, asomados como mirones a un mundo del que nos separa una ventana. Pero entre las muchas interpretaciones posibles del film de Hitchcock se me ocurren otras dos. Una es una versión del mito que refleja esta iconografía de mujeres que hacen lo que los varones son incapaces. Otra, no inconsistente, sino una extensión, es una metáfora del modelo humano cartesiano: la mente impotente, mirona, masculina, que pide ayuda a la carne, (femenino en castellano): "díme que ves y qué significa", le dice James Stewart a Grace Kelly. En la mitología griega los humanos se formaron de un huevo que se dividió en masculino y femenino.
En fin, son intrigantes estos senderos veraniegos por el bosque de las representaciones.
En el tórrido julio madrileño, google me lleva al Amazonas
Reflexiones en las fronteras de la cultura y la ciencia, la filosofía y la literatura, la melancolía y la esperanza
lunes, 30 de junio de 2008
sábado, 28 de junio de 2008
Un cuaderno bajo la lluvia
¿Hay cura para esos senderos dañados de nuestra existencia entre el resentimiento y el amor a la vida? Es la pregunta que se plantea Aritmética Emocional, de Paolo Barzman (2007) sobre una homónima novela de Matt Cohen. Un drama otoñal sostenido sobre los complejos caracteres que logran crear Susan Sarandon, Max von Sydow, Gabriel Byrne, Christopher Plummer. Se cruzan dos resentimientos: el pasado representado por tres personajes supervivientes al Holocausto, que se juntan tras décadas, gracias a Melanie, que ha dedicado su vida a la memoria y así localiza al viejo poeta Jakob Bronsky a quien deben su vida ella y Christopher, entonces dos niños encerrados en el campo de Drancy, un centro de espera para la muerte en las proximidades de París; el presente está representado por la pareja formada por David y Melanie, "dos guerreros en el campo de batalla del matrimonio". Ambos sufren por el peso del trauma y la incapacidad de curarse del pasado. Melanie como víctima, David, como víctima de la convivencia con alguien fracturado por el horror. La película se desliza por varios territorios, pero se asienta sobre todo en ese lugar oscuro de la víctima que tiene que seguir viviendo con sus fantasmas y con sus seres familiares del presente. ¿Hasta dónde el resentimiento debe predominar sobre la esperanza? Los personajes no saben resolverlo. Tampoco el hijo, Benjamin, que asiste como espectador paciente a la cruz que agota a sus padres entre el recuerdo y el amor.
Es una película muy recomendable para quienes deseen reflexionar un rato sobre el poder de lo pasado sobre lo presente, particularmente cuando aquél está impulsado por el viento del horror. Se confrontan dos puertas de salida: la memoria como andamio de la identidad, que ha llevado a Melanie a una vida entre la depresión y el esfuerzo por vivir atada al esfuerzo por recordar, o el olvido, que ha permitido a Jakob sobrevivir a Auschwitz, al Gulag, y a su propio resentimiento. Un cuaderno, en el que Melanie ha anotado los nombres de víctimas durante su vida (cuántos números, cuántas caras, ..., a Jakob ya se le hacen insoportables), abandonado en la tormenta bajo la lluvia, hace materia esa tensión entre la memoria y el olvido, entre el resentimiento y la esperanza. Los nombres, fechas, lugares, van disolviéndose en el agua.
El drama denota la lectura y asimilación de las tesis de Hanna Arendt: cuando el perdón no es posible a veces el olvido permite seguir viviendo. La moral se asienta sobre una aritmética de emociones que no podría resolver una mera regla o precepto. Y eso es al final lo que somos, aritmética de emociones que van contando o descontando heridas, daños, sumando ilusiones y disolviendo amores. Pasar página es lo que pide David, mantener la contabilidad es lo que pide Melanie. Jakob desea vivir. Querríamos como Kafka en su aforismo salirnos de esa batalla entre el pasado y el futuro pero no hay geometría que nos salve de esta aritmética de pasiones.
Es una película muy recomendable para quienes deseen reflexionar un rato sobre el poder de lo pasado sobre lo presente, particularmente cuando aquél está impulsado por el viento del horror. Se confrontan dos puertas de salida: la memoria como andamio de la identidad, que ha llevado a Melanie a una vida entre la depresión y el esfuerzo por vivir atada al esfuerzo por recordar, o el olvido, que ha permitido a Jakob sobrevivir a Auschwitz, al Gulag, y a su propio resentimiento. Un cuaderno, en el que Melanie ha anotado los nombres de víctimas durante su vida (cuántos números, cuántas caras, ..., a Jakob ya se le hacen insoportables), abandonado en la tormenta bajo la lluvia, hace materia esa tensión entre la memoria y el olvido, entre el resentimiento y la esperanza. Los nombres, fechas, lugares, van disolviéndose en el agua.
El drama denota la lectura y asimilación de las tesis de Hanna Arendt: cuando el perdón no es posible a veces el olvido permite seguir viviendo. La moral se asienta sobre una aritmética de emociones que no podría resolver una mera regla o precepto. Y eso es al final lo que somos, aritmética de emociones que van contando o descontando heridas, daños, sumando ilusiones y disolviendo amores. Pasar página es lo que pide David, mantener la contabilidad es lo que pide Melanie. Jakob desea vivir. Querríamos como Kafka en su aforismo salirnos de esa batalla entre el pasado y el futuro pero no hay geometría que nos salve de esta aritmética de pasiones.
viernes, 27 de junio de 2008
conciencia (científica) dolorosa
El lunes comenzamos un curso de verano en el Círculo de Bellas Artes sobre el tema de de Arte y Ciencia. Gente que estamos en esta imposible batalla contra las dos culturas, contra las tres culturas,..., contra la falta de cultura. Es difícil, no sólo en España, convencer a quienes miran de reojo al otro lado de la cerca que nos divide. Una cerca que está hecha de lenguajes diferentes, pero también de historias diferentes. Mucha culpa tenemos todos, los filósofos también. Releo con pasión y nostalgia a Bachelard: La formación del espíritu científico. Eran tiempos en que los filósofos amaban la ciencia y la escritura. He aquí un botón de cómo Bachelard describe los ascensos en el camino del conocimiento, en lo que (pomposamente) llama la Ley de los tres estados del alma:
1) Alma pueril o mundana: animada por la curiosidad ingenua, llena de asombro ante el menor fenómeno instrumentado.
2)Alma profesoral: orgullosa de su dogmatismo, apoyada toda la vida en los éxitos de su juventud.
3) Alma en trance de abstraer, conciencia científica dolorosa.
Tres actitudes ante el conocimiento. Tres modos entre los que el filósofo debe moverse. Se pregunta si "¿podremos lograr la convergencia de intereses tan encontrados? En todo caso, la tarea de la filosofía científica está bien delineada: psicoanalizar el interés, destruir todo utilitarismo por disfrazado que esté y por elevado que pretenda ser, dirigir el espíritu de lo real a lo artificial, de lo natural a lo humano, de la representación a la abstracción. Nunca como en nuestra época el espíritu científico necesita ser defendido, ser ilustrado (...) Pero tal ilustración no puede limitarse a una sublimación de las aspiraciones comunes más diversas. Debe ser normativa y coherente. Debe tornar claramente consciente y activo el placer de la excitación espiritual en el descubrimiento de la verdad (...). En el estado de pureza logrado por un psicoanálisis del conocimiento objetivo, la ciencia es la estética de la inteligencia". Felices tiempos en los que no se había extendido el toque chic posmodernista de mostrar las ignorancias de la ciencia, ni el toque chic presuntuoso del desprecio a todo lo que se ignora en humanidades (que suele ser mucho).
Alcanzar esa conciencia dolorosa que nos lleva al conocimiento o al arte como formas de estar en y transformar el mundo. ¿Cuándo se jodió Perú?. Quizá tengamos tiempo en el CBA, mirando los tejados de Alcalá, de darle un par de vueltas.
Aquí un trocito del desierto de Nuevo México:
1) Alma pueril o mundana: animada por la curiosidad ingenua, llena de asombro ante el menor fenómeno instrumentado.
2)Alma profesoral: orgullosa de su dogmatismo, apoyada toda la vida en los éxitos de su juventud.
3) Alma en trance de abstraer, conciencia científica dolorosa.
Tres actitudes ante el conocimiento. Tres modos entre los que el filósofo debe moverse. Se pregunta si "¿podremos lograr la convergencia de intereses tan encontrados? En todo caso, la tarea de la filosofía científica está bien delineada: psicoanalizar el interés, destruir todo utilitarismo por disfrazado que esté y por elevado que pretenda ser, dirigir el espíritu de lo real a lo artificial, de lo natural a lo humano, de la representación a la abstracción. Nunca como en nuestra época el espíritu científico necesita ser defendido, ser ilustrado (...) Pero tal ilustración no puede limitarse a una sublimación de las aspiraciones comunes más diversas. Debe ser normativa y coherente. Debe tornar claramente consciente y activo el placer de la excitación espiritual en el descubrimiento de la verdad (...). En el estado de pureza logrado por un psicoanálisis del conocimiento objetivo, la ciencia es la estética de la inteligencia". Felices tiempos en los que no se había extendido el toque chic posmodernista de mostrar las ignorancias de la ciencia, ni el toque chic presuntuoso del desprecio a todo lo que se ignora en humanidades (que suele ser mucho).
Alcanzar esa conciencia dolorosa que nos lleva al conocimiento o al arte como formas de estar en y transformar el mundo. ¿Cuándo se jodió Perú?. Quizá tengamos tiempo en el CBA, mirando los tejados de Alcalá, de darle un par de vueltas.
Aquí un trocito del desierto de Nuevo México:
jueves, 26 de junio de 2008
Espejos en la niebla
"No consigo recordar otras voces, otros sonidos, pero recuerdo, sí, aquella voz, las cosas no son como eran, quizá no sean ahora tampoco como son, da igual, pero existieron. Tuvieron que existir porque las recordamos": voz-texto de Canciones para después de una guerra, la película de Basilio Martín Patino, que ahora rememoro hojeando el catálogo de la exposición y ciclo de cine que esta primavera le dedicó el Círculo de Bellas Artes, editado por Aurora Fernández Polanco, que ayer nos lo regaló (gracias). Asistí a unas cuantas películas del ciclo y apenas pude soportar la commoción del recuerdo. Especialmente Nueve cartas a Berta, (1967) esa película que significa la Nouvelle Vague española, pero que es el retrato de una parte de la generación a la que pertenezco: la que languidecíamos entre una provincia (la Salamanca de Basilio y la mía) y un imaginario imposible de fuga, las cartas a Berta, la chica en el extranjero que era nuestro anclaje en la esperanza. Nueve cartas: seguimos languideciendo por no haber sido capaces de escribir la décima. La enfermedad del sueño se curaba con intensas dosis de realidad.
¡Qué difícil es elaborar la memoria!: administrar la compasión y el resentimiento, el recuerdo de lo que fue y de lo que pudo haber sido, de lo que tendría que haber sido. Como Basilio Martín Patino, mi memoria está hecha de voces, melodías, imágenes y olores de aquella Salamanca ciudad y de sus pueblos. Recuerda Basilio en el catálogo, en un artículo que con sarcasmo titula "The salmantican way of life", una frase del Unamuno de comienzos del XX que captura con precisión esa permanente niebla que cubre Salamanca, metáfora de todas nuestras cavernas:
"Es un espectáculo deprimente el del estado mental y moral de nuestra sociedad. Pesa sobre nosotros una atmósfera de bochorno. Debajo de una dura costra de gravedad formal se extiende una ramplonería, una trivialidad y vulgaridad. Esto es un pantano de agua estancada, no corriente de manantial. Bajo una atmósfera soporífera se extiende un páramo espiritual de una aridez que espanta."
Cuánto ha cambiado el mundo. Berta ya no está lejana en Londres: los erasmus, interrailes, academias de idiomas, vuelings, han conseguido una generación de viajeros, políglotas, limpios, guapos, esperanzados. Ya no hay cartas a Berta.
Y, no sé por qué, me quejo de no haber sabido elaborar esa memoria, de que nadie aún nos ha dejado a nuestra generación elaborarla, perdidos en los mitos tan falsos de la transición, perdidos en una españa imaginada que no ha cerrado aún sus duelos. Y se me ocurre que puede que algunas modernidades sean por ello más superficiales de lo que parece y que la niebla no se haya despejado. Tal vez crea que aún están por llegar esos nietos que pregunten, como ocurrió en Alemania; tal vez la mirada de Patino aún no haya encontrado su momento. Qué envidia de un país que tuvo a Sebald.
Recordar las voces hasta que dejen de ser hirientes. No es casual que haya sido Salamanca el lugar de todos los combates contra la memoria en los últimos años. Qué difícil es situar los espejos en la niebla.
Google me deja ver algunas huellas. Ahí (colinas de Morille), ésas son las huellas, estaba la estación de radio de la Legión Cóndor que dirigía los bombarderos que salían de Matacán y llegaban, por ejemplo, a Guernica y Madrid.
¡Qué difícil es elaborar la memoria!: administrar la compasión y el resentimiento, el recuerdo de lo que fue y de lo que pudo haber sido, de lo que tendría que haber sido. Como Basilio Martín Patino, mi memoria está hecha de voces, melodías, imágenes y olores de aquella Salamanca ciudad y de sus pueblos. Recuerda Basilio en el catálogo, en un artículo que con sarcasmo titula "The salmantican way of life", una frase del Unamuno de comienzos del XX que captura con precisión esa permanente niebla que cubre Salamanca, metáfora de todas nuestras cavernas:
"Es un espectáculo deprimente el del estado mental y moral de nuestra sociedad. Pesa sobre nosotros una atmósfera de bochorno. Debajo de una dura costra de gravedad formal se extiende una ramplonería, una trivialidad y vulgaridad. Esto es un pantano de agua estancada, no corriente de manantial. Bajo una atmósfera soporífera se extiende un páramo espiritual de una aridez que espanta."
Cuánto ha cambiado el mundo. Berta ya no está lejana en Londres: los erasmus, interrailes, academias de idiomas, vuelings, han conseguido una generación de viajeros, políglotas, limpios, guapos, esperanzados. Ya no hay cartas a Berta.
Y, no sé por qué, me quejo de no haber sabido elaborar esa memoria, de que nadie aún nos ha dejado a nuestra generación elaborarla, perdidos en los mitos tan falsos de la transición, perdidos en una españa imaginada que no ha cerrado aún sus duelos. Y se me ocurre que puede que algunas modernidades sean por ello más superficiales de lo que parece y que la niebla no se haya despejado. Tal vez crea que aún están por llegar esos nietos que pregunten, como ocurrió en Alemania; tal vez la mirada de Patino aún no haya encontrado su momento. Qué envidia de un país que tuvo a Sebald.
Recordar las voces hasta que dejen de ser hirientes. No es casual que haya sido Salamanca el lugar de todos los combates contra la memoria en los últimos años. Qué difícil es situar los espejos en la niebla.
Google me deja ver algunas huellas. Ahí (colinas de Morille), ésas son las huellas, estaba la estación de radio de la Legión Cóndor que dirigía los bombarderos que salían de Matacán y llegaban, por ejemplo, a Guernica y Madrid.
miércoles, 25 de junio de 2008
Todos los brutos
Ayer Abelardo Gil-Fournier me hizo el maravilloso regalo de prestarme el libro de Sven Lindqvist Exterminad a todos los brutos (está editado en Turner, 2004, aunque la versión que me prestó es de la Universidad de Buenos Aires). No pude dejar de leer hasta acabarlo. El título hace referencia al famoso informe de El corazón de las tinieblas redactado por Kurtz para justificar sus asesinatos y explotación, explicando la superioridad dela cultura europea, en fin ..., un informe que acaba, cuenta Conrad, con una frase manuscrita de Kurtz: ¡Exterminad a todos los brutos!. Lindqvist reflexiona cómo Europa se construyó desde el XIX convirtiendo en ideología el derecho al exterminio de las razas inferiores. Mirad sólo una muestra del tono del libro, donde Lindqvist cuenta una de sus lecturas de niño, un relato de 1887 sobre tres oficiales suecos al servicio del rey Leopoldo en Congo:
"Esto puede sonar desalmado a los oidos europeos", decía Pagels, pero él sabía , por experiencia, que era cierto. Especialmente importante era actuar con frialdad impasible, mientras se estaba azotando. "Si tienes que imponer a un salvaje un castigo físico, ejecútalo de tal manera que ni un sólo músculo de tu cara traicione tus sentimientos".
El teniente Gleerup relataba en su informe que él azotaba a sus changadores hasta que él mismo caía vencido por un ataque de fiebre y cómo, y con cuánta ternura los recientemente azotados lo cuidaban, cómo tendían sus blancos trozos de tela sobre él y lo cuidaban como si hubiese sido una criatura y de cómo yacía, mientras otro de ellos se lanzaba , saltando, hacia un valle profundo para traerle agua, de tal modo que él, pronto, pudiera ponerse en pie y otra vez hacer silbar el látigo" (pg. 19)
La identidad europea se construyó en este imaginario. Paul Preston en su última obra Franco, ese manipulador subraya cómo ese ideal del sportman que dispara al moro al que considera un ser inferior obligado a servir conformó la mentalidad de franco y la trama ideológica del franquismo. Dice Lindqvuist que la solución final fue una solución a gran escala a un problema que ya se había planteado numerosas veces en la expansión europea. Por cierto: el término "campos de concentración" se popularizó por la traducción al inglés que hicieron los americanos del término y concepto español ensayado en Cuba en 1896. Todos estamos en ello.
Linqvist no tiene piedad con nosotros: cuénta cómo iba con su madre en silencio a cortar varas de mimbre al bosque, que él debía llevar de vuelta a casa, para esperar que su padre le azotara por la falta que su madre le reprochaba a lo largo del día. Era su madre la que excitaba a su padre para que infligiera el castigo, ante toda la familia y sin mover un músculo. Puedo relatar sucesos parecidos de mi infancia (no con mis padres, por suerte). Castigar el pecado y exterminar al bruto. De ahí venimos. Sólo nos falta elaborarlo: las políticas de la memoria tienen todavía que excavar más profundamente hasta estratos de nuestra identidad que siguen operando.
Google no me deja ver las vallas de Melilla. Hoy no hay regalo.
"Esto puede sonar desalmado a los oidos europeos", decía Pagels, pero él sabía , por experiencia, que era cierto. Especialmente importante era actuar con frialdad impasible, mientras se estaba azotando. "Si tienes que imponer a un salvaje un castigo físico, ejecútalo de tal manera que ni un sólo músculo de tu cara traicione tus sentimientos".
El teniente Gleerup relataba en su informe que él azotaba a sus changadores hasta que él mismo caía vencido por un ataque de fiebre y cómo, y con cuánta ternura los recientemente azotados lo cuidaban, cómo tendían sus blancos trozos de tela sobre él y lo cuidaban como si hubiese sido una criatura y de cómo yacía, mientras otro de ellos se lanzaba , saltando, hacia un valle profundo para traerle agua, de tal modo que él, pronto, pudiera ponerse en pie y otra vez hacer silbar el látigo" (pg. 19)
La identidad europea se construyó en este imaginario. Paul Preston en su última obra Franco, ese manipulador subraya cómo ese ideal del sportman que dispara al moro al que considera un ser inferior obligado a servir conformó la mentalidad de franco y la trama ideológica del franquismo. Dice Lindqvuist que la solución final fue una solución a gran escala a un problema que ya se había planteado numerosas veces en la expansión europea. Por cierto: el término "campos de concentración" se popularizó por la traducción al inglés que hicieron los americanos del término y concepto español ensayado en Cuba en 1896. Todos estamos en ello.
Linqvist no tiene piedad con nosotros: cuénta cómo iba con su madre en silencio a cortar varas de mimbre al bosque, que él debía llevar de vuelta a casa, para esperar que su padre le azotara por la falta que su madre le reprochaba a lo largo del día. Era su madre la que excitaba a su padre para que infligiera el castigo, ante toda la familia y sin mover un músculo. Puedo relatar sucesos parecidos de mi infancia (no con mis padres, por suerte). Castigar el pecado y exterminar al bruto. De ahí venimos. Sólo nos falta elaborarlo: las políticas de la memoria tienen todavía que excavar más profundamente hasta estratos de nuestra identidad que siguen operando.
Google no me deja ver las vallas de Melilla. Hoy no hay regalo.
martes, 24 de junio de 2008
La violencia y lo sagrado
Estas semanas prevacacionales se prestan a ajustar cuentas con lecturas o relecturas pendientes. Una de ellas, relectura, es La violencia y lo sagrado de René Girard tan lejana y discutida como necesaria. No tengo una opinión bien formada sobre la hipótesis de Girard de que todas las sociedades transfiguran su paso de la naturaleza a la cultura sobre un mito-fundante en el que está presente el sacrificio de una víctima, pero me permite especular. Lo leo de pasada ensimismado en algo que me preocupa más, que es separar la tensión entre lo sagrado y lo profano de lo religioso/no religioso: me parece que es una urgente tarea separar esos aspectos de la cultura en la que estamos. La tensión entre lo sagrado y lo profano tiene que ver con esas cosas/hechos/lugares/momentos/personas que consideramos intocables, fuente de misterio, a diferencia de lo profano y profanable, que es lo accesible. Lo sagrado es (si aquí se oyen melodías de Agamben no importa) un estrato de la cultura más profundo que su manifestación religiosa. Para quienes somos deterministas y creemos que la trama de lo real está hecha de azar y necesidad (lo posible está en esas zonas fronterizas, fractales, en las que conviven el azar y la necesidad, en las que está la vida y estamos nosotros), la experiencia de lo sagrado tiene que ver mucho con la experiencia del azar y el temor al futuro desconocido.
En Master and Commander, esa magnífica película de mares y navegantes, recordaréis, hay una versión de la historia de Jonás que habla de la permanencia de ese mito: después de una serie de tempestades, calmas interminables, accidentes, ..., la marinería comienza a murmurar "hay un Jonás entre nosotros". Como sabéis, Jonás fué el elegido a suertes como víctima sacrificial por los marineros aterrorizados por la tormenta y arrojado por la borda. El miedo produjo una experiencia de sacralización que condujo a la violencia sobre una víctima. La tesis de Girard es que la experiencia del azar, la violencia, lo sagrado y la víctima van en un mismo paquete. Se conjura al azar eligiendo una víctima. Es un principio estable en la historia, más cuando la fuente del azar es el poder: el miedo al poder y el poder del miedo están en el origen de esa versión de lo sagrado que es la violencia originaria. Es la forma en la que se muestra el miedo a la libertad.
Observo desde hace años con menos distancia práctica de la que quisiera, pero con la suficiente distancia teórica, la microfísica del poder en las microcomunidades (las académicas entre ellas, pero también otras muchas, por ejemplo las políticas: un día podríamos hablar de Izquierda Unida). A medida que la fuente del poder se hace más lejana el azar se hace más presente; las tensiones sobre lo que cabe esperar se hacen más intensas y los más débiles reaccionan con una violencia inusitada que se muestra en esos contubernios, capillas, teorías-de-la-conspiración, etc., que son síntomas de lo que la lejanía del poder hace con las comunidades naturales. Los acosos y víctimas propiciatorias son habituales en esas reacciones patológicas a la indeterminación del futuro. El poder se hace sagrado y la violencia (primero verbal después en otras manifestaciones) se hace presente bajo las formas religiosas de las que habla Girard. Muchos que se declaran ateos manifiestan sin saberlo comportamientos religiosos que adoptan el modelo de los rituales del sacrificio expiatorio.
Quienes nos resistimos a esa forma de vivir lo mitológico querríamos invertir los términos: lo sagrado no está en el poder sino en la víctima. El poder y los poderosos no tienen aura ni misterio: no hay más que trivialidad y fuerzas ciegas de acción-reacción. El victimario siempre es banal, a diferencia de la víctima, cuyo silencio es la fuente real de misterio.
No es el azar sino la destrucción que causa el poder la única fuente de lo sagrado. Para pensarlo así hay que pensar como los paganos moralistas romanos, que no veían contradicción entre aceptar el azar y la necesidad y la profunda piedad hacia lo humano.
Con estos calores necesitaba visitar el Ártico. Os dejo un recuerdo del breve viaje en Google:
En Master and Commander, esa magnífica película de mares y navegantes, recordaréis, hay una versión de la historia de Jonás que habla de la permanencia de ese mito: después de una serie de tempestades, calmas interminables, accidentes, ..., la marinería comienza a murmurar "hay un Jonás entre nosotros". Como sabéis, Jonás fué el elegido a suertes como víctima sacrificial por los marineros aterrorizados por la tormenta y arrojado por la borda. El miedo produjo una experiencia de sacralización que condujo a la violencia sobre una víctima. La tesis de Girard es que la experiencia del azar, la violencia, lo sagrado y la víctima van en un mismo paquete. Se conjura al azar eligiendo una víctima. Es un principio estable en la historia, más cuando la fuente del azar es el poder: el miedo al poder y el poder del miedo están en el origen de esa versión de lo sagrado que es la violencia originaria. Es la forma en la que se muestra el miedo a la libertad.
Observo desde hace años con menos distancia práctica de la que quisiera, pero con la suficiente distancia teórica, la microfísica del poder en las microcomunidades (las académicas entre ellas, pero también otras muchas, por ejemplo las políticas: un día podríamos hablar de Izquierda Unida). A medida que la fuente del poder se hace más lejana el azar se hace más presente; las tensiones sobre lo que cabe esperar se hacen más intensas y los más débiles reaccionan con una violencia inusitada que se muestra en esos contubernios, capillas, teorías-de-la-conspiración, etc., que son síntomas de lo que la lejanía del poder hace con las comunidades naturales. Los acosos y víctimas propiciatorias son habituales en esas reacciones patológicas a la indeterminación del futuro. El poder se hace sagrado y la violencia (primero verbal después en otras manifestaciones) se hace presente bajo las formas religiosas de las que habla Girard. Muchos que se declaran ateos manifiestan sin saberlo comportamientos religiosos que adoptan el modelo de los rituales del sacrificio expiatorio.
Quienes nos resistimos a esa forma de vivir lo mitológico querríamos invertir los términos: lo sagrado no está en el poder sino en la víctima. El poder y los poderosos no tienen aura ni misterio: no hay más que trivialidad y fuerzas ciegas de acción-reacción. El victimario siempre es banal, a diferencia de la víctima, cuyo silencio es la fuente real de misterio.
No es el azar sino la destrucción que causa el poder la única fuente de lo sagrado. Para pensarlo así hay que pensar como los paganos moralistas romanos, que no veían contradicción entre aceptar el azar y la necesidad y la profunda piedad hacia lo humano.
Con estos calores necesitaba visitar el Ártico. Os dejo un recuerdo del breve viaje en Google:
lunes, 23 de junio de 2008
Caer de pie
En principio era una respuesta a Josep Corbí en el texto anterior, pero me vienen a la cabeza algunos matices que tendría que elaborar más. Dice Schopenhauer en "El mundo como voluntad" (Libro IV de El mundo como voluntad y representación, LXVI) "La virtud no puede nacer sino del conocimiento intuitivo que nos revela en los demás la misma esencia que en nosotros". Se me ocurre que éste es el mejor ejemplo de lo que he calificado una visión especular del mundo y de los otros. Incluso en concepciones abiertas a la otreidad se desliza a veces esta concepción del otro como espejo de nuestro yo. No es pues casual que Schopenhauer tenga que reconocer que toda moral consistente debe conducir al suicidio: aunque solo sea por el tedio de la repetición. Pero no: no somos así. La experiencia que le contaba a Pepo, que me parece la experiencia fundante de lo humano es la que adquieren los niños hacia los dieciocho meses, cuando son capaces de arrojarse en brazos de su madre superando el miedo al abismo, innato en todos los mamíferos. Arrojarse al vacío sabiendo que los otros están ahí para recogernos. Jugarse la vida no por los otros sino en los otros. Una forma de heroísmo muy humana.
Se aducirá que la experiencia humana a lo largo de la vida es la experiencia de los golpes que uno se da porque los otros no estaban ahí cuando esperábamos. Y se dirá que quizá lo que aprendemos, como el perro golpeado que somos, es la desconfianza y el miedo a los otros. Creo que ahí está en parte la raíz del mal.
Sería una ingenuidad negar los golpes y la experiencia de la injusticia: no, el resentimiento por lo que los demás deberían habernos dado es también una experiencia primaria, que nunca debe abandonarse bajo pena de no saber de qué está hecho el poder. Pero la experiencia no da por sí misma conocimiento. La desconfianza no es aún conocimiento, es simple existencia herida. El conocimiento, sospecho, es aprender a caer de pie. Somos como volatineros que esperamos la mano de los otros en el trapecio de la vida. Todos los días, en sesión de tarde y noche. Podríamos quedarnos abajo y no subir: no hay red. Pero el buen volatinero aprende a caer de pie y a volver a subir al trapecio. No subir allí significa que el otro tampoco encontrará las manos que esperaba.
Mientras tomaba el café de la mañana visité por un momento el desierto de Arabia: ahí os dejo un recuerdo:
Se aducirá que la experiencia humana a lo largo de la vida es la experiencia de los golpes que uno se da porque los otros no estaban ahí cuando esperábamos. Y se dirá que quizá lo que aprendemos, como el perro golpeado que somos, es la desconfianza y el miedo a los otros. Creo que ahí está en parte la raíz del mal.
Sería una ingenuidad negar los golpes y la experiencia de la injusticia: no, el resentimiento por lo que los demás deberían habernos dado es también una experiencia primaria, que nunca debe abandonarse bajo pena de no saber de qué está hecho el poder. Pero la experiencia no da por sí misma conocimiento. La desconfianza no es aún conocimiento, es simple existencia herida. El conocimiento, sospecho, es aprender a caer de pie. Somos como volatineros que esperamos la mano de los otros en el trapecio de la vida. Todos los días, en sesión de tarde y noche. Podríamos quedarnos abajo y no subir: no hay red. Pero el buen volatinero aprende a caer de pie y a volver a subir al trapecio. No subir allí significa que el otro tampoco encontrará las manos que esperaba.
Mientras tomaba el café de la mañana visité por un momento el desierto de Arabia: ahí os dejo un recuerdo:
domingo, 22 de junio de 2008
Cuidar de uno mismo
¿Hemos aprendido algo después de Nietzsche sobre la fábrica de la moral? Me temo que no mucho. Aún seguimos considerando las normas morales en términos de principios que deben domesticar al un yo salvaje. Pura doctrina ignaciana: examínate para encontrar en tí mismo la fuente del pecado. Esa aspiración ascética a una disolución del yo tan barroca y tan peligrosa. Es la fuente de alguna de las formas más malignas de autoengaño. Lo más difícil no es autoexaminarse: puro discurso que se impone sobre un magma de emociones al que no nos atrevemos a mirar. No es el autoexamen, sino el autorreconocimiento lo más difícil de lograr. Conseguir reconocerse a uno mismo: "no me reconozco en esta contestación que acabo de dar..."; pero también más profundamente, reconocerse en un sentido de saber qué valor tiene uno más allá de los miedos a los miedos de los otros.
El cuidado de sí, del que nos habla Foucault como necesaria preparación para estar en sociedad. Se le olvida a Foucault, sin embargo, mucho del cuidado de uno que queda en manos de los otros. Cuidar de sí es también y sobre todo dejar que los otros cuiden de uno. Es tan difícil,..., mucho más que esa caridad cristiana que nace del orgullo de ser y de estar en la verdad.
Se me ocurren estas ideas pensando en cuánto debo a tantos que no sabría siquiera enunciar en una lista. Y sin embargo cuánto cuesta dejarse cuidar: es el miedo a autorreconocerse en la mirada de los otros. Seguimos teniendo un prejuicio egotista contra los ojos de los otros; pensamos que toda percepción nace de unos ojos limpios y creemos que miramos a los otros como miramos a las cosas. Ese prejuicio es terrible: al final, el mundo se convierte en un espejo, sólo vemos en él una piel, cada vez más arrugada, de un yo en el que no nos reconocemos. El mundo se ha convertido en nuestro retrato de Dorian Grey.
Dejarse cuidar como escalera para autorreconocerse es dejar las puertas abiertas a la mirada ajena. Demasiado para esa metafísica varonil que ha conformado nuestra historia moral. Nietzsche nos habría enseñado cuánta cobardía y resentimiento hay en esa historia.
Os dejo una pequeña mirada al desierto de Libia desde GoogleEarth, una metáfora del examen de conciencia
El cuidado de sí, del que nos habla Foucault como necesaria preparación para estar en sociedad. Se le olvida a Foucault, sin embargo, mucho del cuidado de uno que queda en manos de los otros. Cuidar de sí es también y sobre todo dejar que los otros cuiden de uno. Es tan difícil,..., mucho más que esa caridad cristiana que nace del orgullo de ser y de estar en la verdad.
Se me ocurren estas ideas pensando en cuánto debo a tantos que no sabría siquiera enunciar en una lista. Y sin embargo cuánto cuesta dejarse cuidar: es el miedo a autorreconocerse en la mirada de los otros. Seguimos teniendo un prejuicio egotista contra los ojos de los otros; pensamos que toda percepción nace de unos ojos limpios y creemos que miramos a los otros como miramos a las cosas. Ese prejuicio es terrible: al final, el mundo se convierte en un espejo, sólo vemos en él una piel, cada vez más arrugada, de un yo en el que no nos reconocemos. El mundo se ha convertido en nuestro retrato de Dorian Grey.
Dejarse cuidar como escalera para autorreconocerse es dejar las puertas abiertas a la mirada ajena. Demasiado para esa metafísica varonil que ha conformado nuestra historia moral. Nietzsche nos habría enseñado cuánta cobardía y resentimiento hay en esa historia.
Os dejo una pequeña mirada al desierto de Libia desde GoogleEarth, una metáfora del examen de conciencia
sábado, 21 de junio de 2008
El fantasma de Freud
No. Nada de Lacan. Ocurre que este año el cine americano nos ha inundado con una catarata de películas sobre las tensas relaciones en la familia (últimamente: Los Savage, Mil años de oración...). La última de ayer: Margot at the wedding, (mal traducida como Margot y la boda, cuando aclararía mucho más el literal Margot en la boda), de Noah Baumbach (The Squid and the Whale) con unas más que espléndidas Nicole Kidman y Jeniffer Jason Leigh como dos hermanas, Margot y Pauline que se aman-odian y que se hacen confidencias y ácidos comentarios a lo largo de toda la película. Es, como las otras películas, un ejercicio de voyerismo al interior de una familia que se reúne después de años de separación y en los tensos diálogos deja asomar los fantasmas escondidos en el armario: el autoritarismo, el desprecio, los precios que se han pagado en la lucha por el éxito. Nada que sea nuevo para nadie, salvo la nada casual coincidencia de Hollywood en el tema. Digo de Hollywood, pero los guiones tienen un aroma narrativo muy del New Yorker. En este caso, el personaje de Margot está construido casi sobre la imagen de Carson McCullers (una escritora que había quedado relegada y que tan lúcidamente ha comentado en su edición Rodrigo Fresán, y que recomendaría entusiastamente): una cuentista de emociones cambiantes, de lengua ácida, que hace continuo daño y pide continuamente cariño, un producto típicamente literario.
Hay mucha autobiografía de escritor en esta nueva ola de obras, y mucha moda literaria newyorkina, cierto. Pero también, me pregunto, si no estamos asistiendo a una revisión de la familia parecida a la que la literatura y sobre todo el cine americano emprendió en los años cuarenta y cincuenta, bajo el impacto cultural de Freud, pero intuyendo ya un cambio que la generación beat y los años hippies harían manifiesto una década y pico más tarde. Y comparo esta cuidadosa, matizada, llena de facetas, literatura con el costumbrismo y sociologismo del cine europeo, del español y francés sobre todo, con esos personajes de intelectual seco, incapaz de examinarse más que en la superficie de la palabrería. Y tengo envidia. Intuyen que no deberíamos haber enterrado tan rápidamente a Freud, que el pobre estaba muy vivo, y que tendríamos que volver a considerar las distancias cortas, los enredos de la emoción y la palabra, del odio y del amor, de la tensión que crea vivir juntos. Nada que ver con esos discursos episcopales sobre la familia (que son tan transparentes cuando los examinamos con ojos freudianos), ni con la locura de los lacan, deleuzes, etc., que necesitarían una revisión freudiana ellos mismos. La clara mirada de los newyorkinos apunta muy hondo a lo que nos pasa.
Hay mucha autobiografía de escritor en esta nueva ola de obras, y mucha moda literaria newyorkina, cierto. Pero también, me pregunto, si no estamos asistiendo a una revisión de la familia parecida a la que la literatura y sobre todo el cine americano emprendió en los años cuarenta y cincuenta, bajo el impacto cultural de Freud, pero intuyendo ya un cambio que la generación beat y los años hippies harían manifiesto una década y pico más tarde. Y comparo esta cuidadosa, matizada, llena de facetas, literatura con el costumbrismo y sociologismo del cine europeo, del español y francés sobre todo, con esos personajes de intelectual seco, incapaz de examinarse más que en la superficie de la palabrería. Y tengo envidia. Intuyen que no deberíamos haber enterrado tan rápidamente a Freud, que el pobre estaba muy vivo, y que tendríamos que volver a considerar las distancias cortas, los enredos de la emoción y la palabra, del odio y del amor, de la tensión que crea vivir juntos. Nada que ver con esos discursos episcopales sobre la familia (que son tan transparentes cuando los examinamos con ojos freudianos), ni con la locura de los lacan, deleuzes, etc., que necesitarían una revisión freudiana ellos mismos. La clara mirada de los newyorkinos apunta muy hondo a lo que nos pasa.
jueves, 19 de junio de 2008
Toccata et fugue pour l'étranger
"Vivir el odio": el extranjero se formula a veces así su existencia, aunque se le escapa el doble sentido de la expresión. Sentir constantemente el odio de los otros, no estar en otro medio que en este odio. Como la mujer que se pliega, complaciente y cómplice, al rechazo que le muestra su marido ya en el esbozo del menor gesto, palabra, propósito; como el niño que se esconde, temeroso y culpable, convencido ya de merecer la cólera de sus padres"... son palabras de "Tocata y fuga para el extranjero", primer capítulo de Étrangers à nous-memes, un memorable libro de Julia Kristeva de 1988 (seguro que está traducido, pero no sé donde), escrito cuando los franceses comenzaron a pensar en serio sobre su experiencia de receptores de emigración. Han pasado muchos años, han pasado muchas revueltas en París. Y ayer el Parlamento europeo aprobó las durísimas medidas contra la emigración. Sumemos las medidas de extensión de la jornada a 65 horas semanales: no son independientes.
No sé que puede decir uno desde su puesto privilegiado de trabajo estable en su tierra. Pero hoy he recordado mi experiencia de sinpapeles en Suiza, en los años previos a la transición, cuando los estudiantes (también) emigrábamos. El paso de la frontera a las seis de la mañana: dormidos, asustados, apretados en una larga cola, vigilados por gendarmes, pasándonos bajo mano un fajo de francos para justificar un hipócrita visado de turista; la búsqueda de esa dirección de un emigrante amigo de un amigo de un amigo que nos acogería a una docena en el suelo del comedor de su casa por unos días; la cola de la empresa de trabajo temporal; la salida del trabajo a las tres de la mañana y aguantar los ocasionales controles y golpes de la policía: "vosotros los árabes..." (los morenos nos parecemos todos. Hubiera sido peor contestarles que era español, qué más le daría a ellos, los flics son así); la angustiosa espera a la policía porque el tonto de J. había escondido unos calcetines en el supermercado y una vieja nos había seguido y denunciado al vigilante; los grupos de gente que nos reunimos en el parque el domingo por la tarde; el paso de la frontera de vuelta, aterrorizados por el control de la guardia civil, que a lo mejor registraba precisamente tu maleta donde estaban los libros prohibidos.
Durante décadas me resistí a volver a Ginebra, había internalizado el odio y no supe resolverlo en mucho tiempo, hasta que hace poco volví a comprobar que a los "visitantes" españoles, desbordantes de euros, se les trataba con obsequio y deferencia. Voilà.
No sé que decir, ..., qué sentido tendría cualquier cosa que dijera. Hoy me siento extranjero de mí mismo.
No sé que puede decir uno desde su puesto privilegiado de trabajo estable en su tierra. Pero hoy he recordado mi experiencia de sinpapeles en Suiza, en los años previos a la transición, cuando los estudiantes (también) emigrábamos. El paso de la frontera a las seis de la mañana: dormidos, asustados, apretados en una larga cola, vigilados por gendarmes, pasándonos bajo mano un fajo de francos para justificar un hipócrita visado de turista; la búsqueda de esa dirección de un emigrante amigo de un amigo de un amigo que nos acogería a una docena en el suelo del comedor de su casa por unos días; la cola de la empresa de trabajo temporal; la salida del trabajo a las tres de la mañana y aguantar los ocasionales controles y golpes de la policía: "vosotros los árabes..." (los morenos nos parecemos todos. Hubiera sido peor contestarles que era español, qué más le daría a ellos, los flics son así); la angustiosa espera a la policía porque el tonto de J. había escondido unos calcetines en el supermercado y una vieja nos había seguido y denunciado al vigilante; los grupos de gente que nos reunimos en el parque el domingo por la tarde; el paso de la frontera de vuelta, aterrorizados por el control de la guardia civil, que a lo mejor registraba precisamente tu maleta donde estaban los libros prohibidos.
Durante décadas me resistí a volver a Ginebra, había internalizado el odio y no supe resolverlo en mucho tiempo, hasta que hace poco volví a comprobar que a los "visitantes" españoles, desbordantes de euros, se les trataba con obsequio y deferencia. Voilà.
No sé que decir, ..., qué sentido tendría cualquier cosa que dijera. Hoy me siento extranjero de mí mismo.
miércoles, 18 de junio de 2008
Res publicae
Estos días le ha tocado ya el turno al libro de Latour/Weibel Making Things Public (MIT Press, 2005) que estaba muerto de risa desde hace un año en la estantería. Con razón, son 1070 páginas de papel cuché que dan miedo. No lo he leído, claro, lo he hojeado con detalle. Es el catálogo de una exposición en el Centro de Arte y Media de Karlsruhe sobre la intersección de lo público/político y los objetos/cosas (la discusión de cómo los objetos devienen cosas es uno de los temas del volumen: discuten desde la etimología greco-latina a la indoeuropea-sajona: da/Ding/Thing, lo que separa, lo componible...) En fin, interesante, irónico, libre, como suelen ser las cosas de Latour; irritantes para los que se irritan fácilmente: su anterior catálogo Iconoclash sobre los hábitos de destruir las imágenes del otro en las culturas humanas es muy recomendable para curarse las irritaciones. En fin, el caso es que hay mucho para pensar sobre lo público, que generalmente lo llevamos siempre al terreno de la norma escrita, del precepto. Pero lo público es también (sobre todo) materialidad de cosas que nos unen/separan.
Están las soledades del monte, pero también los espacios de encuentro y soledad: me gusta pasear por los centros comerciales, la última invención de la arquitectura contemporánea que ha tenido realmente una influencia determinante sobre los hábitos sociales. Su éxito no se debe solamente a las nuevas formas de capitalismo, sino que éste ha sabido explotar algunas de las tendencias/debilidades de los humanos. Son lugares particularmente visuales. La gente acude a relacionarse con los objetos que masivamente le exponen los nuevos regímenes escópicos de la simultaneidad: todo está a la vista, todo al alcance del deseo. Pero al acudir masivamente crea nuevos ritos de movimiento y paseo, de mirarse/no mirarse, de cubrirse del frio y del calor. Es en los centros comerciales donde mejor se aprecia la diversidad de la cultura urbana, la distancia de generaciones, de imaginarios, de formas de estar. Los Pasajes de Benjamin, me parece, es lo único que se ha hecho en nuestro pasado cultural acerca de estos nuevos espacios. Se lee ahora religiosamente a Benjamin, cuando lo que deberíamos hacer es irnos a pasear como flaneurs a estos lugares de todos/nadie.
Tiene razón Latour y compañía en que lo público se constituye primeramente de espacios/tiempos que nos componen/descomponen. La república soñada está hecha también de espacios que están aún por diseñar. En la ilustración, Boullée y otros arquitectos ilustrados diseñaron los parlamentos como esferas de los cielos hechas arquitectura. Tiene que ver mucho con una cierta imagen de las democracias trascendentes y quizá trascendidas. Me preocupa cómo deberían ser las nuevas res publicae.
Están las soledades del monte, pero también los espacios de encuentro y soledad: me gusta pasear por los centros comerciales, la última invención de la arquitectura contemporánea que ha tenido realmente una influencia determinante sobre los hábitos sociales. Su éxito no se debe solamente a las nuevas formas de capitalismo, sino que éste ha sabido explotar algunas de las tendencias/debilidades de los humanos. Son lugares particularmente visuales. La gente acude a relacionarse con los objetos que masivamente le exponen los nuevos regímenes escópicos de la simultaneidad: todo está a la vista, todo al alcance del deseo. Pero al acudir masivamente crea nuevos ritos de movimiento y paseo, de mirarse/no mirarse, de cubrirse del frio y del calor. Es en los centros comerciales donde mejor se aprecia la diversidad de la cultura urbana, la distancia de generaciones, de imaginarios, de formas de estar. Los Pasajes de Benjamin, me parece, es lo único que se ha hecho en nuestro pasado cultural acerca de estos nuevos espacios. Se lee ahora religiosamente a Benjamin, cuando lo que deberíamos hacer es irnos a pasear como flaneurs a estos lugares de todos/nadie.
Tiene razón Latour y compañía en que lo público se constituye primeramente de espacios/tiempos que nos componen/descomponen. La república soñada está hecha también de espacios que están aún por diseñar. En la ilustración, Boullée y otros arquitectos ilustrados diseñaron los parlamentos como esferas de los cielos hechas arquitectura. Tiene que ver mucho con una cierta imagen de las democracias trascendentes y quizá trascendidas. Me preocupa cómo deberían ser las nuevas res publicae.
lunes, 16 de junio de 2008
Todas las mañanas del mundo
Uno de los géneros más fatigados por el costumbrismo español contemporáneo el de la mofa y escarnio del viejo progre ya canoso, opulento de carnes, pelmazo en sus consignas, asentado en sus poderes, gozoso en sus pequeños o grandes privilegios alcanzados por su cara bonita. No hay mucho que añadir al respecto: es la nueva figura de nuestro familiar hidalgo enfangado en una historia sin futuro. No voy a quejarme de la injusticia de este o aquél estereotipo, tan sobrado de ejemplos por lo demás. Me asusta más la filosofía de la historia que subyace a esta forma tan cazurra y perenne de reflexión sobre nuestra identidad generacional. La comparo con el amplio debate que ha suscitado en la prensa europea (París, Ginebra, es la que consulté en su momento) el aniversario de las revueltas de mayo del 68. Un debate sobre pros y contras, matizado, lleno de aristas y tensiones. La prensa del pais, (éste), en general, ha subrayado sólo los aspectos anecdóticos que merecieron las portadas de los periódicos. Y más costumbrismo cazurro.
Esta reflexión me la ha suscitado la lectura de unas páginas del penúltimo curso que dio Foucault en el Collège de France, (1982-83), (por lo demás, el último tomo publicado de aquellos cursos: Le gouvernement de soi et des autres, Gallimard, 2008). Observa MF cómo Kant hace una inquietante reflexión sobre el significado de la revolución francesa en su disertación sobre el conflicto con la facultad de derecho, en El conflicto de las Facultades. Nota MF que a Kant no le importaba tanto el fracaso o éxito de la revolución, no le importaban tampoco los hechos grandiosos, ni siquiera los desastres, el terror revolucionario, todo lo que en 1794 ya se sabía sobre la revolución francesa. Lo que a Kant le impresionó eran las pequeñas cosas de la historia: el entusiasmo que unos pocos días, unas pocas mañanas, mostró el pueblo de París, que por unos momentos creyó que era posible darse a sí mismo una ley. Y se me ocurre que Kant tiene razón en que lo importante no son ni los triunfos ni los fracasos, ni los héroes ni los villanos, ni siquiera esas miserias que nos van a acompañar siempre, sino aquellos breves instantes en los que Sísifo se pregunta por lo que es posible imaginar. La lección de Kant se refiere a las revoluciones, pero tiene que ver más allá con la materia de la que estamos hechos: somos un registro de fracasos que una mañana acaso nos atrevimos a imaginar que otro mundo es posible. Cuando uno mira en el espejo ese cuerpo devastado que uno es, ese archivo de caídas, esos mapas de cicatrices del alma que conforman ya nuestro carácter, no es difícil resbalar al estereotipo del hijodalgo en su cueva. Pero no somos eso sólo: también somos todas las mañanas en las que el mundo tuvo colores de novedad. Cuando desaparezcamos, el haber preguntado al destino, si nos atrevimos a hacerlo, habrá dado un sentido a nuestras vidas: haber añadido al universo una pregunta más, una estrella en la constelación de posibilidades que sólo existen porque nosotros fuimos.
Esta reflexión me la ha suscitado la lectura de unas páginas del penúltimo curso que dio Foucault en el Collège de France, (1982-83), (por lo demás, el último tomo publicado de aquellos cursos: Le gouvernement de soi et des autres, Gallimard, 2008). Observa MF cómo Kant hace una inquietante reflexión sobre el significado de la revolución francesa en su disertación sobre el conflicto con la facultad de derecho, en El conflicto de las Facultades. Nota MF que a Kant no le importaba tanto el fracaso o éxito de la revolución, no le importaban tampoco los hechos grandiosos, ni siquiera los desastres, el terror revolucionario, todo lo que en 1794 ya se sabía sobre la revolución francesa. Lo que a Kant le impresionó eran las pequeñas cosas de la historia: el entusiasmo que unos pocos días, unas pocas mañanas, mostró el pueblo de París, que por unos momentos creyó que era posible darse a sí mismo una ley. Y se me ocurre que Kant tiene razón en que lo importante no son ni los triunfos ni los fracasos, ni los héroes ni los villanos, ni siquiera esas miserias que nos van a acompañar siempre, sino aquellos breves instantes en los que Sísifo se pregunta por lo que es posible imaginar. La lección de Kant se refiere a las revoluciones, pero tiene que ver más allá con la materia de la que estamos hechos: somos un registro de fracasos que una mañana acaso nos atrevimos a imaginar que otro mundo es posible. Cuando uno mira en el espejo ese cuerpo devastado que uno es, ese archivo de caídas, esos mapas de cicatrices del alma que conforman ya nuestro carácter, no es difícil resbalar al estereotipo del hijodalgo en su cueva. Pero no somos eso sólo: también somos todas las mañanas en las que el mundo tuvo colores de novedad. Cuando desaparezcamos, el haber preguntado al destino, si nos atrevimos a hacerlo, habrá dado un sentido a nuestras vidas: haber añadido al universo una pregunta más, una estrella en la constelación de posibilidades que sólo existen porque nosotros fuimos.
domingo, 15 de junio de 2008
El sendero de las peonías
El fin de semana me ha permitido recorrer uno de esos senderos que en la Castilla semidesierta ya solo recorremos los adictos al campo sin coches, quads, multitudes,...: entre Rinconada y el Cerbero, por la cuerda de la Sierra de las Quilamas, en las estribaciones del Sistema Central que encadenan esas entresierras que se extienden hasta la Raya de Portugal. Este final de primavera llovido lo exigía. El sendero recorre un sotobosque de roble negro, achaparrado y resistente, bordeado de una inusitada variedad de arbustos: carquesas, jarillas, aulagas, jaramagos, retamas, espinos albares, rosal silvestre, ..., entre los que ahora puedo recordar. Y las lluvias han traído una espectacular floración de herbáceas de todo tipo; de gamonitas, gordolobos, hinojo, cardo, cantueso, entre las más humildes; y sobre todo, de las peonías en el tapiz del suelo, breves en su existencia como los replicantes de Blade Runner, que brillan con luz intensa antes de extinguirse;de flores blancas o pintas de la jara, que también duran apenas un día, pero que continuamente se renuevan, de la retama amarilla,...: el mundo como recién hecho.
Por suerte los viejos caminos se están recuperando gracias a esos programas para senderismo. Hace unos años, los lugareños ya los habían olvidado pues ya sólo acuden al ganado en furgonetas y han perdido no menos que los habitantes de la ciudad el sentido del paisaje y de los lugares con significado. Muchas veces he tenido que recordar a algunos viejos del lugar que aquél sendero de herradura, que creían desaparecido, está allí aunque ya nadie haga el trabajo de limpia, de mantenimiento de las cercas, de esa forma de honrar a los senderos que es recorrerlos en silencio. Algunos muestran huellas de tiempos ancestrales: piedras medievales, romanas o prerromanas; se fueron haciendo con los pasos de innumerables generaciones olvidadas; ahora quedan para turistas, que, por cierto, tampoco: los turistas prefieren los todoterrenos y los merenderos. Temen la soledad.
Son estos senderos emblemas de la pérdida de aura de los lugares. Nos gustan los espacios, pero hemos perdido el hábito de señalar los lugares. En la noche del sentido que llama Juan de la Cruz, lo temeroso es esa pérdida de señales de referencia que sólo los habitantes dan a los lugares. Un viejo canto de la transición, hablando de los Monegros como metáfora, soñaba en estos términos que la memoria me trae confusos:
De esta tierra, madre,
dura y salvaje,
haremos un lugar
y un paisaje.
¿Se han perdido esos sueños? Estos días se inaugura, cerca de los Monegros, la exposición universal de Zaragoza: la conversión del paisaje en espacio abstracto y comercial. Quiera el destino que no perdamos la memoria de los lugares: el camino de la civilización sería el de la barbarie.
Aquí os dejo un par de recuerdos del bosque:
Por suerte los viejos caminos se están recuperando gracias a esos programas para senderismo. Hace unos años, los lugareños ya los habían olvidado pues ya sólo acuden al ganado en furgonetas y han perdido no menos que los habitantes de la ciudad el sentido del paisaje y de los lugares con significado. Muchas veces he tenido que recordar a algunos viejos del lugar que aquél sendero de herradura, que creían desaparecido, está allí aunque ya nadie haga el trabajo de limpia, de mantenimiento de las cercas, de esa forma de honrar a los senderos que es recorrerlos en silencio. Algunos muestran huellas de tiempos ancestrales: piedras medievales, romanas o prerromanas; se fueron haciendo con los pasos de innumerables generaciones olvidadas; ahora quedan para turistas, que, por cierto, tampoco: los turistas prefieren los todoterrenos y los merenderos. Temen la soledad.
Son estos senderos emblemas de la pérdida de aura de los lugares. Nos gustan los espacios, pero hemos perdido el hábito de señalar los lugares. En la noche del sentido que llama Juan de la Cruz, lo temeroso es esa pérdida de señales de referencia que sólo los habitantes dan a los lugares. Un viejo canto de la transición, hablando de los Monegros como metáfora, soñaba en estos términos que la memoria me trae confusos:
De esta tierra, madre,
dura y salvaje,
haremos un lugar
y un paisaje.
¿Se han perdido esos sueños? Estos días se inaugura, cerca de los Monegros, la exposición universal de Zaragoza: la conversión del paisaje en espacio abstracto y comercial. Quiera el destino que no perdamos la memoria de los lugares: el camino de la civilización sería el de la barbarie.
Aquí os dejo un par de recuerdos del bosque:
viernes, 13 de junio de 2008
Géneros de violencia
Identidad y violencia se comunican por los retorcidos senderos de la historia. Mi compañero y maestro en las tareas de pensamiento, Carlos Thiebaut, escribe estos días para una mesa sobre violencia de género y hace un certero diagnóstico: muchos casos de violencia machista se explican, dice, por un efecto de anomia, son formas de violencia anómica. El violento no sabe ya situarse en el espacio público, no es capaz de asumir las decisiones de la mujer, descubre que su identidad personal está en peligro y se refugia en una imaginaria identidad de género, en lo que sueña como lugar y papel del varón: "la violencia del agresor se dispara porque no quiere reconocer la fragilidad de su identidad social y personal y se protege de ese reconocimiento por medio de una identidad de género" -afirma Carlos. Ese varón se cree incuestionable en su capacidad de dominación y cree también que esa capacidad es poseída especialmente por él debida a su sexo. Ciertísimo. Es un mecanismo que explica otros muchos géneros de violencia y no solamente la violencia de género, pero ilumina zonas oscuras de lo que está pasando. Los hombres (género masculino), en ciertos ámbitos, se sienten agredidos por la creciente demanda de igualdad jurídica y social entre mujeres y hombres. Se sienten mucho más agredidos cuando el discurso público entra en los espacios de las distancias cercanas y una de las formas en las que se manifiesta es en un sentido de desorientación, de miedo a la igualdad que no es sino una de las formas de miedo a la libertad. La libertad del otro (otra) produce miedo: es una de las fuentes de terror más universales y no manifiesta sino un miedo más profundo a la libertad personal. La larga marcha de la reivindicación de la igualdad está dejando abiertas esas heridas de identidad que muestran hasta qué punto se confunde poder con libertad.
Uno, que vive en esos privilegiados lugares de los campus, no se da cuenta hasta qué que punto las tramas sociales conservan residuos no sólo profundos sino también superficiales de violencia de género, pero en cuanto oye hablar a los varones en los espacios protegidos de la corrección política, las barras del bar por ejemplo, se da cuenta de cuál es la realidad real. Las políticas de igualdad van cambiando poco a poco ciertas normas de comportamiento en ámbitos jurídicos y profesionales, pero no sabemos cuánto cala en las relaciones reales entre hombres y mujeres. Se me ocurre que a los varones nos falta conocer mucho sobre el género masculino. No sabemos qué es, cuáles son sus señas de identidad, y los estereotipos de masculinidad que uno aprende de adolescente (en la mili, los que pertenecen a mi generación) ni siquiera sirven ya para explicar lo que ocurre: los prototipos de masculinidad en el sentido físico ya sólo se encuentran en los barrios de mayoría gay (la cultura gay, por cierto, a veces preserva el machismo de otras nuevas formas). Lo más difícil ahora para los varones es la conquista del lenguaje: podrán (podremos) obedecer normas, pero no son (somos) capaces de hablar de lo que somos. Envidio esa capacidad de verbalizar la vida que tienen las mujeres, y me parece que ese pudor por lo personal y por los temas delicados que tienen los varones no es tanto un problema de sexo sino de la construcción de lo masculino. La conquista del lenguaje es la primera forma de lucha por la identidad y, curiosamente, lo masculino está tanto o más lejano de aquélla que la mujer. Quizá faltan estudios sobre lo masculino, quizá nos falte hablar sobre lo que nos pasa, quizá falte saber reconocer emociones y reacciones a las que no sabemos dar nombre y que por ello se transmutan en miedo y violencia. Quizá estemos empezando a necesitar ser reconocidos por las mujeres y no simplemente ser vistos (como varones). Darse cuenta de ello es necesario para superar el miedo a la libertad.
Uno, que vive en esos privilegiados lugares de los campus, no se da cuenta hasta qué que punto las tramas sociales conservan residuos no sólo profundos sino también superficiales de violencia de género, pero en cuanto oye hablar a los varones en los espacios protegidos de la corrección política, las barras del bar por ejemplo, se da cuenta de cuál es la realidad real. Las políticas de igualdad van cambiando poco a poco ciertas normas de comportamiento en ámbitos jurídicos y profesionales, pero no sabemos cuánto cala en las relaciones reales entre hombres y mujeres. Se me ocurre que a los varones nos falta conocer mucho sobre el género masculino. No sabemos qué es, cuáles son sus señas de identidad, y los estereotipos de masculinidad que uno aprende de adolescente (en la mili, los que pertenecen a mi generación) ni siquiera sirven ya para explicar lo que ocurre: los prototipos de masculinidad en el sentido físico ya sólo se encuentran en los barrios de mayoría gay (la cultura gay, por cierto, a veces preserva el machismo de otras nuevas formas). Lo más difícil ahora para los varones es la conquista del lenguaje: podrán (podremos) obedecer normas, pero no son (somos) capaces de hablar de lo que somos. Envidio esa capacidad de verbalizar la vida que tienen las mujeres, y me parece que ese pudor por lo personal y por los temas delicados que tienen los varones no es tanto un problema de sexo sino de la construcción de lo masculino. La conquista del lenguaje es la primera forma de lucha por la identidad y, curiosamente, lo masculino está tanto o más lejano de aquélla que la mujer. Quizá faltan estudios sobre lo masculino, quizá nos falte hablar sobre lo que nos pasa, quizá falte saber reconocer emociones y reacciones a las que no sabemos dar nombre y que por ello se transmutan en miedo y violencia. Quizá estemos empezando a necesitar ser reconocidos por las mujeres y no simplemente ser vistos (como varones). Darse cuenta de ello es necesario para superar el miedo a la libertad.
jueves, 12 de junio de 2008
Los pliegues de la soledad
Copio esta entrada de los Cuadernos de Hanna Arendt, el 19 de julio de 1954, acerca de La muerte de Iván Illich de Tolstoi: "la muerte descubre la mentira y la nulidad de la vida social bajo el modo del desamparo, no de la soledad. El moribundo está arrojado a la sociedad, que no está erigida de cara a la muerte, pues ella misma siempre va más lejos. La soledad cae sobre él cuando comienza a ocuparse de su vida pasada. Puesto que ésta "no" es, el moribundo cae en el agujero de la nulidad. Lo que comprende es que esta esta vida no era merecedora de morir por ella, y, por tanto, no era merecedora de que la viviera". En el Barroco, la meditación sobre la muerte fue, en la literatura y el pensamiento contrarreformista, el modo de protestar contra la vida. Calderón, Quevedo, todos ellos, sabían de esa forma de soledad que nace de la memoria más que de la imaginación: saber que la vida no merece morir por ella. Es el modo absoluto de la melancolía barroca, cercano a esta época neobarroca en que ya no hay paraísos pero tampoco fragmentos, sólo pura conciencia de la desorientación. He pensado numerosas veces en los espectadores que miraban aterrados a los que se arrojaban de las Torres Gemelas; en nosotros, espectadores accidentales de aquellos cuerpos y de aquellas miradas. Allí acabó lo que se llamaba entonces posmodernidad, la cultura de lo fragmentario, la frivolidad de la mezcla. Estos años nos han dejado en ese páramo que los neofundamentalismos (también neobarrocos) han querido llenar con morales "sin complejos", otra manifestación del vacío en el que nos hemos instalado. Primero las utopías se hicieron distopías; más tarde los proyectos eslóganes; después la cultura se instaló en el culto a los textos y a las imágenes; finalmente, un desastre (no peor que otros) hizo patente lo que estaba ocurriendo: el cinismo se había transfigurado en desamparo.
martes, 10 de junio de 2008
Aprender de la experiencia
En los últimos tiempos me he sentido inclinado y aún obligado a pensar mucho sobre el lugar de lo que llamamos humanidades, y sobre esa actitud que también llamamos humanismo. Después de un siglo de tensiones entre ciencias y humanidades, entre modernos y posmodernos, analíticos y continentales y tanto humo académico, nada está bien definido en los tiempos que corren. A lo largo de varias décadas las humanidades disputaron el terreno del conocimiento a las ciencias, y eso ha derivado, lógicamente, en un lamentable estatus social para las humanidades. Por no citar esa vergonzante trayectoria de denigración permanente del trabajo científico, a ver si ampliando las fronteras se podían constituir como "ciencias del espíritu" o cosas así. Wishful thinking, nacido de la desesperada lucha por los fondos públicos y el estatus académico. No es ese el reino de las humanidades. Desde mi punto de vista, llamamos humanidades a un complejo sistema de reflexión y elaboración de la experiencia humana. La experiencia no es siempre conocimiento, a veces es lo contrario. La experiencia es la transformación que hace la realidad en nosotros cuando resonamos con ella y a ella. La experiencia implica siempre un punto de vista subjetivo. Sólo los humanos son seres de experiencia: abiertos a la realidad en un modo que no es el de mero intercambio energético o metabólico, sino en esa irreversible trayectoria que es la de construir un relato, hacer una historia. El campo de la experiencia es complejo y difuso: hay que nombrar la experiencia, hacerla concepto, pensarla, elaborarla, criticarla y a veces curarla. No hay que competir con los científicos, hay que elaborar también la experiencia de la ciencia, como elaboramos la experiencia del arte o la experiencia de la guerra o de la tortura. Elaborar es convertir el pasado en identidad, hacer del espacio paisaje, del futuro deseo. Me resulta cercana la imagen del terapeuta que logra convertir en voz el sueño, el deseo inconfesable, el trauma que ha fracturado la existencia, la vivencia del poeta. Ser humanista es una forma de ser humano.
lunes, 9 de junio de 2008
Universidad para mayores
No es sencillo en estos días formar parte de un claustro universitario. Uno observa un cierto desfondamiento de la moral entre los colegas, alumnos y, mucho más claramente, en la opinión pública general sobre la universidad. Prolifera el desasosiego, crecen las disputas de pasillo y disminuye la autoestima: algo parecido a lo que ocurrió con la enseñanza secundaria en los años ochenta y por similares razones. Ahora la universidad forma parte de la sociedad del bienestar y es una institución de "servicio público", y por ello frontera de las mismas tensiones que atraviesan todas las instituciones del estado del bienestar. No me quejo, sólo levanto constancia. Lo hago hoy, en un estado de cierto ensimismamiento a causa de que vuelvo de un acto solemne académico, la lección de clausura de los cursos de mayores o de la universidad de mayores, para usar el término un tanto excesivo que la nombra. Los alumnos tienen un entusiasmo y dedicación que uno añora en los alumnos jóvenes en ciertos momentos (no mucho: yo aprecio más la rebeldía, distancia y crítica de los jóvenes, me gusta que miren al techo con esa cara de tedio desafiante y pillar de pronto su interés cuando no se dan cuenta). Pero dado que estamos entrando en una senda nueva, y la universidad está dejando de ser lo que era y será algo que aún no sabemos muy bien que será, me vienen algunas ideas a la cabeza:
Algunos colegas han iniciado o apoyado movimientos de protesta bajo el lema "La universidad europea nació en Bolonia y morirá en Bolonia". Bueno, no sé: ¿qué universidad?, seguro que la universidad medieval nació en Bolonia, pero no sé cuánto perdura aún de ella (quizá lo que no nos gustaría que perdurase). La universidad moderna nació más bien de una rebelión contra la universidad de Bolonia: primero en Oxford, donde echaron a los catedráticos y dejaron entrar los nuevos aires del pensamiento moderno. Luego en lo que llamamos la universidad humboldtiana que introdujo la idea de universidad docente e investigadora (la universidad medieval solamente concedía la "venia docendi et interpretandi"), que no se construyó sin traumas, pues el conflicto de facultades, y las pretensiones de dominio general de unas u otras disciplinas fue la regla. En los años sesenta, en todo el mundo desarrollado (en los setenta en España), se extendió la universidad de masas, la incorporación general de la mujer y la incorporación de las clases mediobajas: la universidad sufrió una inflación de profesorado y alumnado muchas veces sin vocación ni demasiado entusiasmo, la profesión se proletarizó y la universidad acogió un espectro de capacidades que recordaba más a la curva general de Gauss en su totalidad que a las colas de capacidades superiores. Después entraron las politécnicas, que se incorporaron a la universidad: ellas se "academizaron" y la universidad se hizo cada vez más sensible a cuestiones como la investigación aplicada, la formación en empresas, etc. Esas cosas que ahora empiezan a ser los nuevos lemas de los nuevos proyectos.
¿Hay alguna esencia de la que seamos depositarios y que estemos llamados a defender los que nos ganamos el pan como profesores e investigadores en ella? Probablemente, pero yo no sé cuál es más allá de ciertas reglas que pretendo seguir pero que no convierto en catecismo para nadie: a) nos paga la sociedad bastante bien (todo es discutible) y debemos ofrecer lo mejor de nuestro trabajo: dar buenas clases y publicar buenos trabajos; b) no debemos quejarnos de que no elegimos a los alumnos cuando los alumnos no nos eligen a nosotros: mantengamos hacia ellos una actitud de respeto y cuidado; c) no escondamos las propias debilidades con un maquillaje de prepotencia o pesadez académica: somos lo menos malo que ha podido procurarse este país para educar a sus miembros, ¡qué le vamos a hacer!, ojalá vengan pronto mejores profesores e investigadores que nosotros, mientras tanto mantengamos la universidad en buen uso.
En fin, no sé que universidad nos espera: me gustaría solamente que fuera una universidad para mayores, en cuyos claustros encontrase también personas mayores.
Algunos colegas han iniciado o apoyado movimientos de protesta bajo el lema "La universidad europea nació en Bolonia y morirá en Bolonia". Bueno, no sé: ¿qué universidad?, seguro que la universidad medieval nació en Bolonia, pero no sé cuánto perdura aún de ella (quizá lo que no nos gustaría que perdurase). La universidad moderna nació más bien de una rebelión contra la universidad de Bolonia: primero en Oxford, donde echaron a los catedráticos y dejaron entrar los nuevos aires del pensamiento moderno. Luego en lo que llamamos la universidad humboldtiana que introdujo la idea de universidad docente e investigadora (la universidad medieval solamente concedía la "venia docendi et interpretandi"), que no se construyó sin traumas, pues el conflicto de facultades, y las pretensiones de dominio general de unas u otras disciplinas fue la regla. En los años sesenta, en todo el mundo desarrollado (en los setenta en España), se extendió la universidad de masas, la incorporación general de la mujer y la incorporación de las clases mediobajas: la universidad sufrió una inflación de profesorado y alumnado muchas veces sin vocación ni demasiado entusiasmo, la profesión se proletarizó y la universidad acogió un espectro de capacidades que recordaba más a la curva general de Gauss en su totalidad que a las colas de capacidades superiores. Después entraron las politécnicas, que se incorporaron a la universidad: ellas se "academizaron" y la universidad se hizo cada vez más sensible a cuestiones como la investigación aplicada, la formación en empresas, etc. Esas cosas que ahora empiezan a ser los nuevos lemas de los nuevos proyectos.
¿Hay alguna esencia de la que seamos depositarios y que estemos llamados a defender los que nos ganamos el pan como profesores e investigadores en ella? Probablemente, pero yo no sé cuál es más allá de ciertas reglas que pretendo seguir pero que no convierto en catecismo para nadie: a) nos paga la sociedad bastante bien (todo es discutible) y debemos ofrecer lo mejor de nuestro trabajo: dar buenas clases y publicar buenos trabajos; b) no debemos quejarnos de que no elegimos a los alumnos cuando los alumnos no nos eligen a nosotros: mantengamos hacia ellos una actitud de respeto y cuidado; c) no escondamos las propias debilidades con un maquillaje de prepotencia o pesadez académica: somos lo menos malo que ha podido procurarse este país para educar a sus miembros, ¡qué le vamos a hacer!, ojalá vengan pronto mejores profesores e investigadores que nosotros, mientras tanto mantengamos la universidad en buen uso.
En fin, no sé que universidad nos espera: me gustaría solamente que fuera una universidad para mayores, en cuyos claustros encontrase también personas mayores.
domingo, 8 de junio de 2008
Composición de lugar
Los fines de semana permiten al ocioso madrileño comprobar la intrincada visualidad de la topografía madrileña. Estos días vuelve PhotoEspaña, ese festival de la fotografía que se dispersa por múltiples centros e invita a un irregular paseo curioso, sorprendido, inquietante, por las colecciones de imágenes de los maestros contemporáneos. He visitado sólo unas pocas salas, cinco para ser precisos, y lo he hecho con una sola idea en la cabeza que me ha resultado muy productiva para ver, interpretar, leer y escuchar las imágenes expuestas: el fotógrafo construye lugares, hace composiciones de lugar. El encuadre como enmarcamiento de un trozo de mundo sobre el que ha dirigido su atención. La cámara no actúa como mera representación sino com artefacto de constitución de lugares. Me aislo del fotógrafo como testigo del acontecimiento y me asomo a su capacidad topopoiética. El alemán Thomas Demand expone imágenes frías de lugares silenciosos: edificios, habitaciones, escaleras, pasadizos. La plástica insiste en lo geométrico y en el despojamiento de las calidades matéricas, pero sus cuadros tienen historia: son historia. Fotografía lugares en los que ocurrieron robos, asesinatos, muertes, crímenes. Ocuparon a la prensa que los fotografió, narró e imaginó innumerables veces. Ahora vuelve a ellos con la mirada congelada para dar testimonio de que el lugar ha quedado marcado por la atención humana. Cristina García Rodero acumula imágenes de ritos del culto sincrético venezolano de María Lizonda, un culto que ejerce sus ceremonias en lugares del agua: cascadas, arroyos, fuentes en la selva. Cada vez que veo fotografías suyas siento encontrados sentimientos: atención a la fuerza plástica de la figura humana que expresan y malestar por su insistencia en los temas de lo folclórico, lo supersticioso, la presencia de lo ancestral en un mundo (por oposición) moderno. Hubiera deseado que sus imágenes fuesen más plurales en el tiempo y las culturas. Pese a todo, la copiosa exposición impresiona por los rostros desencajados, los cuerpos en éxtasis y, sobre todo, la presencia de la naturaleza y la voluntad de presentarse en la naturaleza. Me asombra que todos los ritos se acompañen de cerramientos geométricos en el suelo; figuras simbólicas que repiten curvas, cruces, círculos, en un ejercicio de semiosis que parece confirmar a Jung en esa idea de que lo geométrico es para los humanos algo muy ligado a lo ritual. Quizá el arquetipo sea un modo de composición de lugares. El belga David Claerbaut muestra una secuencia de diapositivas de una sola escena congelada: una familia china observa a dos de sus niños jugar con una pelota, que aparece suspendida en el aire. El marco en una plaza urbana desolada y falta de significados; numerosos puntos de vista representan la escena, que se convierte en esta múltiple mirada, expuesta secuencialmente en las diapositivas en un relato de la presencia humana en un entorno urbano. La newyorkina Roni Horn fotografía pequeños pedazos de Islandia: agujeros en el barro, corrientes de agua, hierbas. Construye paisajes con lo mínimo. En el ICO, varios autores representan paisajes de diverso cariz: pistas de esquí, edificios abandonados, minas al aire libre, las islas Azores en el instante en que aterrizaron Bush, Blair, Aznar.
Nos constituimos en espacios conformados por las leyes del mundo o la sociedad, pero vivimos en paisajes. Nuestra experiencia es la experiencia del lugar conformado por nuestras prácticas, ritos, conmemoraciones o terrores. El acto de enmarcar mediante el foco de la cámara es un acto iluminador, que crea sabiduría y riqueza en nuestra habitación en el espacio.
Nos constituimos en espacios conformados por las leyes del mundo o la sociedad, pero vivimos en paisajes. Nuestra experiencia es la experiencia del lugar conformado por nuestras prácticas, ritos, conmemoraciones o terrores. El acto de enmarcar mediante el foco de la cámara es un acto iluminador, que crea sabiduría y riqueza en nuestra habitación en el espacio.
sábado, 7 de junio de 2008
El corazón de las tinieblas
El relato de Conrad lo leo como un relato de formación: de su personaje, el ingenuo marinero de agua dulce Marlowe, y sobre todo de Europa. Hoy, que se mezclan en los periódicos las reuniones de la FAO sobre el hambre, las reuniones para restringir la emigracióny expulsar a los emigrantes como delincuentes, etc., he recordado a Marlowe. Las identidades colectivas se forman sobre comunidades imaginadas: algunas son historias de perseguidos que buscan una tierra prometida, otras son historias de pecadores que huyen de su crimen. Este es nuestro caso: África es nuestro pecado original. Como a Macbeth y a Lady Macbeth, no se nos borra la mancha de sangre. Hanna Arendt lo explicó con claridad en Los orígenes del totalitarismo. Escrita bajo el recuerdo del horror de los campos, es una obra que comienza, no por casualidad, hablando de África. Pues el imperialismo que se desarrolló en África, nos explica, no fue colonialismo: el colonialista reconoce a otra comunidad, otro estado, a los que considera inferiores y dignos de ser dominados y transformados. En África no se reconocieron ni estados ni comunidades, sólo había monstruos, seres inferiores, parias. Todo estaba permitido, incluso, y sobre todo, ese deporte de disparar al elefante, al negro, que tanto fascinó a las clases altas y que conformó su imaginario de nuevos héroes deportistas. En África (Congo) se ensayaron los primeros genocidios. Allí se probaron las armas de destrucción masiva: los rifles Einfeld de repetición, que en el XIX sirvieron para borrar del mapa las últimas reliquias de estados africanos. Allí se conformó la ideología fascista. Paul Preston nos ha contado con lúcido sarcasmo cómo el imaginario que Franco inventa sobre sí mismo,una imagen de héroe de opereta matando magrebíes, nace en una historia muy real de delincuencia-deporte. Allí probó nuestro ejército africanista los gases de la muerte que habían sido empleados y prohibidos en la Primera Guerra. Primera Guerra, decimos, pero en el siglo pasado sólo hubo una en dos actos, con el intermezzo de la Guerra Civil española, que es parte de lo mismo. Y en ella se dilucidó, se quiso dilucidar, el futuro, el no-futuro, de África. Nos explica Preston que Franco sí quería entrar en la segunda guerra, que Hitler consideró que era un lastre, sobre todo por lo que Franco pedía a cambio: el Magreb francés, que ponía en peligro sus relaciones con Vichy (y España no le aportaba prácticamente ningún beneficio, una nación exhausta y un ejército que sólo sabía matar a sus conciudadanos). África es también nuestro pecado: la Guerra Civil la inició un ejército de pequeños héroes imperialistas, deportistas del disparo al africano. En las reuniones europeas nadie está libre de pecado. Todos, además seguimos cometiendo el segundo crimen: el olvido.
En Alien II la niña le dice a la teniente Ripley: "mis papás decían que los monstruos no existen, pero sí existen". África son nuestros monstruos. Así seguimos imaginándolos: seres sucios, malolientes e ignorantes que nos imvaden en pateras. Pero lo que nos invaden son los monstruos de nuestra memoria.
Es difícil saber qué hacer y qué grado de responsabilidad hay con los crímenes cometidos. Pero al menos deberíamos repensar ese periodo en el que un continente entero desapareció de la geografía y de la historia. Sobre todo porque las nuevas guerras que asuelan África siguen continúan lo que siempre hubo allí, rapiña y mal en estado puro: el horror, el horror que asusta a Kurtz, metáfora de Europa, en sus últimos momentos.
En Alien II la niña le dice a la teniente Ripley: "mis papás decían que los monstruos no existen, pero sí existen". África son nuestros monstruos. Así seguimos imaginándolos: seres sucios, malolientes e ignorantes que nos imvaden en pateras. Pero lo que nos invaden son los monstruos de nuestra memoria.
Es difícil saber qué hacer y qué grado de responsabilidad hay con los crímenes cometidos. Pero al menos deberíamos repensar ese periodo en el que un continente entero desapareció de la geografía y de la historia. Sobre todo porque las nuevas guerras que asuelan África siguen continúan lo que siempre hubo allí, rapiña y mal en estado puro: el horror, el horror que asusta a Kurtz, metáfora de Europa, en sus últimos momentos.
viernes, 6 de junio de 2008
Passing
En 1929 Nella Larsen, una escritora de Nueva York, vinculada al barrio de Harlem, publicó Passing (New York, Modern Library, 2002), un relato de dos amigas de color, mulatas, una de las cuales, Clare "pasa por" blanca en los círculos selectos newyorkinos (de ahí el título), su amiga del colegio Irene, lleva una vida apacible, familiar, de gente de color asentada, en el Harlem. Cada una observa a la otra sintiendo que algo de la vida ajena falta en la propia. Passing se ha convertido en un relato discutido en ámbitos de los estudios culturales que tratan de la identidad. En este caso, identidad étnica en una sociedad racista. Por lo que cito esta obra, en esta primera entrada de este blog que aún tiene una vida balbuceante, es porque el concepto de "pasar por" no define solamente a quienes se encuentran en una situación de identidad no reconocida, sometida a desprecio o cargada de estigma, sino que se encuentra en el núcleo de nuestras estrategias cotidianas para presentarnos en los espacios públicos bajo una cierta identidad con la que queremos ser reconocidos. Este blog, los blogs en general, son ejemplos de "pasar por", signos de identidad, artefactos que nos ayudan, andamios a los que nos subimos, para construirnos una imagen. Pasar por blanca era (es) una estrategia muy arriesgada para Clare, el precio de la pérdida de referentes es quizá tan algo como los privilegios adquiridos de ser como la etnia dominante. De ahí su nostalgia. En esa nostalgia estamos todos cuando emprendemos un sendero por los paisajes sociales.
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