martes, 26 de marzo de 2013

Mal de archivos


Hace algunos años, paseando con unos amigos por la Calle Toro de Salamanca, nos encontramos frente a una enorme manifestación que se nos venía encima desde el arco de la Plaza Mayor. Miles de salmantinos habían salido de sus casas para expresar su indignación porque el gobierno pretendía devolver a Cataluña ciertos documentos originales que habían sido expropiados por el ejército franquista y depositados e un archivo policial que terminó convirtiéndose en Archivo de la Guerra Civil. No me he repuesto desde entonces de la sorpresa causada porque una multitud reivindicase como seña de identidad la autenticidad de los objetos de un archivo contra la supuesta inautenticidad de las copias técnicamente reproducidas. El archivo de la Calle Gibraltar, rebautizada un poco más tarde como Calle del Expolio, para dejar constancia histórica de aquella reivindicación, había sido un lugar misterioso durante mi época de estudiante, un lugar de difícil acceso donde se guardaba un material no carente de aura entonces: cartas, carteles, certificados, registros oficiales de un tiempo y una cultura prohibidos que nos atraía con una fuerza simbólica nacida en la distancia que crea, sostiene Walter Benjamin, la continuidad de la tradición y la singularidad esencial de un objeto que se ha preservado desde el momento de su creación (“el aura es la aparición irrepetible de una lejanía por cercana que ésta pueda hallarse”). Quienes por entonces entraban en aquel templo lo hacían con muchas dificultades (eran tiempos de dictadura), siempre bajo vigilancia y sospecha, con aquel silencio que se reserva para los lugares y tiempos sacros. Era un lugar que la ciudad ignoraba o temía. Años después habría de convertirse en seña de identidad de la urbe, “por derecho de conquista”, había argumentado un conocido escritor e intelectual. La manifestación contra la disolución del archivo, me di cuenta más tarde, significó la conciencia de una ciudad de provincias de estar siendo empujada por la fuerza en un nuevo siglo que no acababa de entender y le producía tanta irritación como angustia.

“Todo archivo -sostiene Derrida- es a la vez instituyente y conservador. Revolucionario y tradicional. Archivo eco-nómico en este doble sentido: guarda, pone en reserva, ahorra, mas de un modo no natural, es decir, haciendo la ley (nomos) o haciendo respetar la ley. (…) tiene fuerza de ley, de una ley que es la de la casa (oikos) como lugar, domicilio, familia, linaje o institución” (Mal de Archivo, pg. 15). El aura del documento adquiere en esta economía la fuerza legitimadora de lo auténtico que preserva la identidad. Pues la cultura y memoria de archivo es esencialmente una cultura de identidad. Se archivan, preservan y recuerdan registros de un tiempo pasado que adquieren calidad de evidencia debido a su pretensión de autenticidad. Se convierten de este modo en el soporte jurídico y epistemológico de una trayectoria singular de la que se cuida la narrativa histórica respaldada por la objetividad que confiere la autenticidad del documento. El aura del documento archivado contribuye a legitimar la narrativa que, de este modo, se convierte en soporte de un reclamo de identidad. Corresponde a la Historia, como disciplina especializada en la división social del trabajo cognitivo, el ser garante y registrador de la propiedad de esta singularidad como reserva normativa de la comunidad.

La hermenéutica clásica representa la actitud y la metodología con la que el registrador y lector del archivo se enfrentan a su tarea de recuperador de la evidencia que ha de soportar la identidad. La hermenéutica busca la imposible fusión de dos horizontes en los que se entrecruzan ortogonalmente el eje de la distancia temporal y el eje de la distancia entre contextos. El registrador y lector de archivos sabe que se deposita sobre él una autoridad instituyente, que le ha sido conferida por la comunidad para administrar una economía informacional sin la que la identidad estaría en peligro. Pero su autoridad se sustenta sobre una base inestable. Es, por un lado, lector, y por ello recreador de textos o vestigios que existen sólo porque existen otros textos y vestigios en un espacio de confrontaciones. Por otro lado es lector de cierta clase de inscripciones que constituyen la memoria extendida de su comunidad. Habrá de poseer la habilidad de un técnico y no la de un intérprete. Pues “No hay archivo sin un lugar de consignación, sin una técnica de repetición y sin una cierta exterioridad. Ningún archivo sin afuera” (MA, pg.19). Este afuera es el que hace de la técnica un elemento constructor de identidades. La inscripción y registro y los dispositivos de conservación configuran tanto como el contenido que portan la fábrica de la identidad.

 La religión y el estado fueron en algún momento herederas del registro del libro. Los cuerpos de legislación y de doctrina, el registro de bienes y fieles, fueron encomendados a los dispositivos de archivo, registro e interpretación y rodeados de estrictas leyes para su lectura. La primera fuente de la autoridad es la del lector de archivos. No podemos olvidad que la guerra civil europea del XVI nació de un desacuerdo sustancial sobre la autoridad del lector de archivos. Quién puede leer, traducir e interpretar el libro es algo que la sociedad guardará como sustrato sobre el que crece su identidad. De aquí la importancia nueva del derecho de acceso, de lectura, de apertura del archivo para la apertura de la sociedad. 

sábado, 16 de marzo de 2013

Del amor y del deseo





Me dejó ensimismado ayer Michael Haneke por su dramatización del Cosi fan tutte, que lleva varias semanas de notable y legítimo éxito. Haneke ha convertido la ópera en una invitación a pensar en el drama giocoso que es la construcción sentimental de nuestras existencias. Ha subrayado el poder destructivo y constructivo del deseo y la contingencia de las trayectorias amorosas con una profundidad que uno no esperaría encontrar en la ópera, pero que, sí, a veces se encuentra con una claridad que ningún otro espectáculo podría ofrecer. Sigue siendo la promesa de un arte total que convoca a todos los sentidos y facultades.
La cuestión es que Lorenzo Da Ponte, Wolfgang Amadé Mozart y Michael Haneke se han embarcado en un diálogo y meditación sobre el entretejido de emociones que presenta eso que llamamos amor como  una historia tan enrevesada como estructurante en la identidad humana. Su maravillosa oferta es mostrar, sin juzgar, esa extraña cocina emocional en la que se transmutan tantos afectos y afecciones.
Me quedé pensando en la poca importancia que se le ha dado en la filosofía a la contribución de las emociones a la condición humana. El seminario de lecturas que estamos realizando sobre el libro de Peter Goldie, The mess inside, nos ha llevado a pensar en las dificultades que aún tenemos para pensar en estas caras del poliedro humano, como si estuviesen tan ocultas como la misteriosa cara de la Luna.
Del Mozart de Haneke uno extrae, además de tres horas de felicidad, una conclusión que quiero compartir en este rápido esbozo: se ha pensado el amor como alguna forma de sentimiento, afecto e incluso estado. Pero es falso. No se explicaría entonces el poderoso efecto que tiene en nuestras vidas. Las emociones y sentimientos tienen mucho poder pero solamente en tanto que dejan de serlo y nos hacen hacer cosas.
El amor no es un sentimiento ni un estado, sino un proceso complejo en el que intervienen muchas emociones enredadas, tejidas, a veces transmutadas, pero también y sobre todo trayectorias de vida en las que las decisiones, la reflexión, la expectativas, normas, planes y promesas desarrollan sendas contingentes e irreversibles de identidad.
Si el amor es química lo es de numerosos ingredientes en donde el deseo, el pensamiento y la acción se funden sin que ningún análisis pueda recobrar sus estados iniciales. Es por ello algo tan difícil de pensar y tan alejado de lo que el sentido común, tan construido por fáciles narrativas, nos hace creer. Sólo las grandes obras de la literatura nos permiten asomarnos y aprender de esta complejidad.
Ha sido el amor uno de los inventos culturales más recientes. Con razón, pues es un nombre que damos a trayectorias nuevas de relación entre humanos en las que el deseo, la intimidad y la amistad se entrelazan con otras muchas relaciones sociales que están en la base de la cultura desde que el control del sexo y del poder instauraron la sociedad en la especie. Está por escribir aún la historia del amor, a pesar de que tanto se haya escrito sobre la historia de sus formas culturales. Quizá porque no sabemos dónde mirar, quizá porque no hay ningún lugar donde mirar que no sea a un conjunto de historias que difícilmente conseguimos clasificar como una clase. El amor es uno de los fondos donde la pala de nuestro pensamiento se dobla y no nos deja seguir excavando. Pertenece a lo que Dewey llamaba experiencia  (degradada en pálidos fantasmas por la filosofía, convertida en humo de subjetividad, cuando Dewey la consideraba un trozo de existencia en donde lo intencional y lo biológico se funden).
Si es una zona oscura, un blind spot para la filosofía, es por esta resistencia al análisis, por el carácter químico y no físico de su naturaleza. Después de Morzart y Haneke se refuerza mi convicción cartesiana de que, si midiéramos el tiempo de nuestra dedicación a la lectura y el cultivo, la filosofía debería de ocupar unos minutos en muchas horas de ciencia, arte y literatura. En muchos años de amor y deseo.

domingo, 10 de marzo de 2013

El entredós del pensamiento


Hace unos días asistí a una mesa redonda en la que muy conocidos filósofos de mi país discurrían en maneras informales sobre amistad y pensamiento. El tono general era el de no hacer mucho caso a la amistad y mostrar el profundo amor por la filosofía que, se dejaba caer, era lo importante y en todo caso la causa de la amistad. Alguno creía sentir una profunda amistad por Platón o Hegel, o ambos, no recuerdo. Discrepé un poco, quizás también un poco impertinentemente, porque me parecía que la amistad es una parte de la vida tan seria o mucho más que la filosofía y que no tomarla en cuenta es vivir bajo un imaginario de filósofo ensimismado en un continuo repetirse "amicus Plato, sed magis amica veritas". Creía y creo que, aunque ser buena persona y hacer buena filosofía son cosas muy independientes, al menos para mí, hacer filosofía debe ser un medio de ser buena persona. En fin, no convencí a nadie ni lo pretendo.

He recordado este intercambio cortesano leyendo el viejo relato de Susan Buck-Morss sobre Theodor Adorno y sus relaciones con Walter Benjamin, Origen de la dialéctica negativa. Lo he leído para refrescar mis conocimientos sobre los orígenes de la Escuela de Frankfurt, pero he terminado leyéndolo como un relato agonístico entre amistad y filosofía.

Poco tenían en común Adorno y Benjamin, que fueron amigos hasta que Benjamin, cansado de vivir en tiempos oscuros, decidió acabar con su vida y con ella la amistad.

Adorno admiraba a Benjamin pero tenían dos visiones muy distintas de qué hace un filósofo en el mundo. Benjamin miraba las cosas, estrictamente las cosas, los escaparates, las películas, las fotografías, los vestidos de moda, como depositarios de una eterna lucha entre el deseo y la realidad, como devastadas ruinas de un sueño de ser de otra manera. Se encontraba muy cerca del proletariado cuando se emocionaba y reía con Charlie Chaplin y paseaba por París buscando en sus pasajes los signos de aquello que podría haber sido posible. Para él la historia se manifestaba menos en la voluntad que en el sueño y en la forma inintencionada de vagar por la ciudad.

Adorno no creía que el proletariado tuviese alguna conciencia de la historia y sus derivas. Era una clase, para él, sometida más aún en lo psicológico que en lo económico. Se pensaba a sí mismo contribuyendo a la desintegración de la burguesía mediante la desintegración final de su concepción del mundo, es decir, mediante la realización de su filosofía en una especie de desastre final. Nunca le importó la acción política, y cuando se confrontó con estudiantes que, siguiendo sus ideas, se levantaban contra el estado, se asustó y horrorizó, y se puso de parte del estado.

Pero eran amigos. Benjamin escribió "La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica" con el entusiasmo de quien cree haber hecho un hallazgo del pensamiento. Se lo envió a sus amigos expectante, con alguna dilación, con mucho miedo por su opinión. Adorno y Horkheimer se horrorizaron de sus ideas, parecía que Benjamin no era consciente de la dominación ideológica y del fetichismo de la mercancía y que se dejaba llevar del embrujo de las cosas. Scholem, su amigo estudioso de la cábala, consideró que el texto era demasiado marxista, demasiado ortodoxo. Brecht, su amigo más integrado en la política, lo leyó con mucha distancia e ironía considerándolo un ejercicio de misticismo.

No hay duda de que el escrito significó para Benjamin una de sus muchas derrotas en la vida. Eran tiempos oscuros. Adorno le apremiaba para dejar cuanto antes Paris e incorporarse al Instituto en Nueva York. Scholem le animaba a ir a Palestina. El respondía que no podía dejar la Bibliothèque Nationale de France y abandonar lo que ya únicamente le ataba a la existencia, su trabajo sobre los pasajes del París del XIX.

Benjamin nunca entendió por qué sus amigos no le entendían. Sus amigos nunca entendieron a Benjamin.

Es una de las historias más trágicas de la filosofía y una clave profunda del drama de vivir y pensar. Un drama que podemos vivirlo como tragedia o comedia, pero difícilmente escapar de él

domingo, 3 de marzo de 2013

El limen y el ritual


El etnógrafo francés Arnold van Gennep conceptualizó los ritos de paso en su libro homónimo de 1909. Allí distinguía tres momentos característicos en tales ritos: la separación, la liminalidad y la reintegración. Cincuenta años más tarde, el antropólogo escocés Victor Turner, a quien estoy descubriendo y leyendo con fruición, desarrolló esta tripartición como parte de una mucho más compleja teoría sobre las acciones simbólicas y lo que llamó los dramas sociales. La teoría de Turner es que cualquier violación de una norma social desencadena un "drama", una situación agonística en la que se enfrentan las personas con la sociedad, o las personas entre sí, o tal vez consigo mismas. Estos microdramas (o macrodramas) generan trayectorias posibles de salida que van desde el conflicto abierto interminable, la ruptura a, en ciertos casos, la reintegración y absorción del conflicto. En estos conflictos, la ritualización es uno de los instrumentos más ancestrales de la comunidad para manejarse con las amenazas de ruptura. El mundo de Turner es desgraciadamente un mundo perdido que merece la pena redescubrir y repensar. Muchas veces la voracidad cultural y académica termina enterrando en el limo de la historia joyas que tardan décadas en ser encontradas o que no lo serán nunca.
Solamente querría dibujar un rápido apunte de una de sus ideas que tiene una inquietante fuerza de atracción. Me refiero a su teoría de la liminalidad. En los ritos tradicionales de paso, la liminalidad es el estado en el que se encuentra quien ha sido separado de la familia o el hogar pero aún no se ha reintegrado. La idea de un viaje o prueba es el modo tradicional de enviar a la liminalidad a quienes deben luego llegar a ser miembros de la comunidad.
En este territorio, en este tiempo de incertidumbre, discurre una trayectoria de vida en donde se bifurcan las opciones y algunos (algunas) vuelven a la tribu con las tareas cumplidas y se integran en las normas y otros (otras) exploran, a veces descubren, sendas desconocidas en los páramos donde se les ha exiliado. La creación, sostiene Turner, ocurre siempre en el espacio y tiempo liminal, en la tierra de nadie donde la angustia es la emoción que oscurece esa condición de alejamiento.
Trato de explicar (explicarme, sobre todo) el lugar de los rituales en nuestras vidas como estrategias para encontrar sentidos cuando los sentidos están amenazados y me encuentro con esta luminosa idea de Turner que contaré mañana a mis alumnos. Mientras preparo la clase e intento imaginar sin éxito cuáles pueden ser los rituales que den sentido a una generación ya lejana para mí, recuerdo que en un tiempo (muy lejano), cuando yo era estudiante, revoltoso como era la norma, alguien de mi grupo me encargó redactar algo así como una historia del movimiento estudiantil reciente, una especie de informe de intervención inmediata en un año tan complicado en España como fue 1976, el año en el que se confrontaron muchas cosas y mucha gente.
Fracasé completamente. Al principio me sentí halagado y me puse a la tarea. Como ya era filósofo en ciernes, fui incapaz de atenerme a los datos y a los documentos y comencé a darle vueltas a la condición de estudiante, a mi propia condición en aquel momento. ¿Cuál puede ser el movimiento de gente que no es ciudadana aún, que no tiene ingresos ni contratos, que ya no pertenece a la familia, que no tiene aún casa, que ni siquiera tiene un lugar donde hacer el amor (eran tiempos duros), que no vive más que en un estado de imaginario permanente, con miedo a acabar y encontrarse en un vacío sin sentido? ¿Cómo puede un movimiento así tener algún sentido que no sea su propio conflicto como seres en ningún lugar?
Le dije a quien me lo había encargado que no encontraba suficientes materiales y me dediqué a redactar mi tesina y dejé para un tiempo que nunca llegó el pensar sobre el problema.
Lo he recordado estos días, en estos tiempos, pensando en cuál pudiera ser el imaginario y el ritual constituyente de las existencias de los alumnos a los que tengo que hablarles de los rituales, y vuelvo a mi angustia de no tener nada que decir, de volver a encontrarme en un limen interminable. Quizá es lo único que puedo compartir con ellos.