sábado, 26 de abril de 2025

Contra la muerte

 



El tiempo y el espacio es lo que somos: el espacio interior, el espacio imaginario, el espacio del cuerpo y su entorno de intimidad, el espacio que habitamos y el espacio del planeta y el universo que nos intimida. Remedios Zafra ha diagnosticado muy certeramente el desgarro de nuestra conciencia espacial: soñamos un allí que siempre está lejos y vivimos en un aquí que cada vez nos cerca más[1]. El tiempo, por su parte, teje el espacio porque somos animales, máquinas termodinámicas que crecen y recrecen por metabolismo y viven entre metáforas y parábolas (los tres términos aluden al cambio (metabole) al desplazamiento (metáfora) a la distancia semántica (parábola). El cuerpo es movimiento continuo y el alma relato que quiere huir al pasado recordando o aprendiendo o al futuro abandonando la opresión de la existencia presente. Del espacio nacen las metáforas de liberación, nomadismo, cierre y apertura, muros, puentes y ventanas. El tiempo, a diferencia del espacio, impone unos límites (metáfora espacial) más concluyentes y perentorios: el tiempo se agota, la vida cansa y se acaba, el final no admite réplica y solo los relatos producidos por el pavor sueñan la inmortalidad.

En el origen está la lucha contra el tiempo que es la lucha contra la muerte, contra el cansancio. La persistente incapacidad para imaginar el fin del capitalismo tiene mucho que ver con la incapacidad de desearlo. No puede imaginarse lo que solo se ve bajo la categoría de catástrofe. Ese ha sido el gran triunfo de los imaginarios contemporáneos. Sea un colapso instantáneo, una revolución telúrica, sea bajo una lenta autodestrucción, como Mark Fisher nos recuerda con la película de Cuarón Hijos de los hombres, los escenarios de no futuro y simétricamente de nostalgia del pasado han dominado la cultura del siglo presente. Los significados y valores cambian históricamente con las transformaciones socioeconómicas y las hegemonías culturales, pero siempre están en dependencia de las topologías espaciotemporales que organizan la vida de las personas y sociedades.

Hägglund comienza observando un lugar común en el que, sin embargo, puede profundizarse para extraer consecuencias sobre la relación entre la temporalidad humana y el orden de lo normativo. La vida, afirma[2], es autoconservación, algo que permite explicar todos los aspectos de la existencia de los organismos: “estar vivo es estar ocupado en la actividad de mantener una vida”, sin ello nada tendría sentido. Pero este sentido nace del hecho biológico contingente de la fragilidad del cuerpo. La finitud de la vida no es solamente un hecho biológico:

“[…] incluso la forma más elevada de vida espiritual debe contar con su propia finitud. Para vivir una vida espiritual, tienes que ser el sujeto de lo que haces en lugar de estar meramente sometido a lo que hacer, lo que requiere que sostengas activamente tu identidad existencial. Esta actividad importa porque en ella se juega tu vida. Sostener tu identidad existencial es dirigir tu vida teniendo en cuenta lo que valoras, lo cual solo es posible porque te concibes finito. Solo un ser finito puede vivir una vida espiritual, ya que solo para un ser finito puede ser urgente hacer cualquier cosa y priorizar cualquier cosa, lo cual es una condición para valorar cualquier cosa[3].

Hägglund aclara que esta relación entre vida espiritual y conciencia de la finitud no es un mero hecho antropológico. Se trata de una correlación que adquiere la fuerza de la necesidad metafísica. En su anterior libro sobre la temporalidad en la literatura modernista del siglo XX (Proust, Woolf, Navokov) desarrolla una argumentación de forma más explícita que en Esta vida[4]. Se enfrenta allí a la razón metafísica que produce la desconexión entre finitud y valor. Se trata de un principio que recorre toda la metafísica no solo occidental sino también la asociada a varias religiones orientales: la que enlaza el deseo con la falta de completitud metafísica.

Hägglund señala este argumento de la falta en el discurso de Sócrates en El Banquete. Para Sócrates, es consistente que se desee la felicidad, incluso siendo felices, a causa de que el alma no ha logrado la compleción que la vida mortal no puede dar y que solo la vida inmortal puede conceder. El ser en vida vive una existencia no lograda por su propia condición material, corpórea, sensorial. Solo la contemplación de la belleza y perfección formal puede conceder esta compleción. La perspectiva platónica se extiende por toda la teología occidental. No es sorprendente dado que la formulación cristiana paulina le debe mucho al helenismo y en particular a esta idea de inmortalidad como compleción.

“Lo que hay que subrayar aquí es que Sócrates no dice que el hombre quiere trascender su condición de salud mortal. Por el contrario quiere seguir siendo lo que es. Y puesto que es mortal, quiere seguir viviendo como mortal. Como veremos, este deseo de supervivencia es incompatible con el deseo de inmortalidad. ya que quiere aferrarse a una vida que es esencialmente mortal e intrínsecamente dividida por el tiempo. La razón por la que el movimiento de supervivencia nunca alcanza la consumación de la eternidad no se debe a que ésta sea inalcanzable eternidad no es porque ésta sea inalcanzable, sino porque el movimiento de supervivencia no está orientado primariamente hacia esa consumación (2012, 19)

No se trata pues de un algún hecho de la vida sino de un argumento metafísico por el que Sócrates no considera la vida bien orientada hacia la plenitud sino que permanece en el lodazal de las apariencias. Platón se incluye aquí en la tradición dominante de lo que Stephen Mulhall ha llamado el mito de la caída o de la condición esencialmente caída e irredenta de lo humano[5]. La existencia de deseo genera una confusión completa respecto al valor que, en esta tradición, solo puede dar una transcendencia más allá de la muerte.

La tesis de fondo en esta mirada hacia el deseo en el tiempo Hägglund lo denomina “cronolibido” ⎼, es que valor y deseo se distancian por el carácter del deseo como muestra de la incompletitud humana. Esta desvalorización del deseo no solo forma parte de la tradición platónica. También de la epicúrea y estoica, en donde se trata de controlar e idealmente hacer desaparecer el miedo a la muerte y fundar el deseo en un cálculo. En el fondo, de un deseo del no deseo. La negación de la muerte en esta tradición (la muerte no puede pensarse ni se debe temer por lo mismo) convierte al deseo en una característica puramente contingente y sometida a un cálculo de placeres, sin conexión profunda con el valor.

Frente a estas dos tradiciones, la spinoziana, que tanto ha influido en la filosofía contemporánea, considera que el deseo es el motor de la vida en la forma de impulso. Deleuze y su larga escuela del devenir y la tradición psicoanalítica, especialmente en su orientación lacaniana, así lo consideran. Hägglund, por supuesto, valora esta nueva tradición mucho más positiva, pero observa que ni la tradición spinoziana ni el psicoanálisis logran superar la tesis del deseo como falta, especialmente Lacan, que considera central la imposibilidad de cumplimiento del deseo precisamente como resultado de la falta de compleción metafísica.

Pero, ¿por qué el deseo es signo de falta en la condición humana y no, por el contrario, signo del esfuerzo de supervivencia y sentido de vida, amor a la vida si se quiere expresar de una forma más solemne? Observemos la microfísica del deseo en un ejemplo tan simple y tonto como disfrutar de un helado en una tarde de verano. Es un placer que quienes lo experimentamos sabemos que es bien efímero y que la conciencia de tu transitividad aumenta exponencialmente a medida que nos aproximamos al final. Tanto para la tradición negativa como para la positiva, la experiencia de lo efímero indica la incompletitud del deseo, que inmediatamente se manifestará en una sensación de falta de logro, de nueva necesidad o nuevos deseos. Pero lo que ocurre es lo contrario: la conciencia de que no es un disfrute infinito, que va a terminar pronto es precisamente lo que causa el disfrute, que aumenta con esa evidencia de la cercanía de un final.

La experiencia de la temporalidad en cada uno de los actos y en el propio continuo de la vida contiene siempre un a priori de conciencia de la finitud, incluso o sobre todo en aquellas experiencias negativas como el dolor y la pérdida, en donde la conciencia de transitoriedad activa emociones como la ansiedad por el fin o, en algunos casos, la esperanza que se une al deseo de supervivencia.

Tiene Hägglund toda la razón de su lado, en su protesta contra el mito de la caída o el mito de la falta de plenitud metafísica de la condición humana, que aspira por ello a otro espacio, sea de inmortalidad o, en la forma estética y filosófica, de plenitud de verdad, belleza o habitación en lo sublime. Paradójicamente, esta convicción es la causante de la falta de comprensión del valor de la vida y de todo lo que queremos conservar y por ello cuidar. Paradójicamente, insisto, este deseo de trascendencia es el verdadero origen de la racionalidad instrumental que todo lo convierte en objeto transiente, por más que sea hacia una supuesta plenitud de ser.

A la luz de las tesis de Hägglund podemos pensar las ideas de valor y acción libre.  Los valores se originan en la importancia de las acciones que producen y reproducen la vida personal y colectiva. Se entiende bien que valores y deseos se relacionan sin ser lo mismo. Los valores nacen del orden que instaura la cultura, que es el modo en que una sociedad se reproduce, transforma el mundo y produce y cuida a sus miembros. No hay cultura ni sociedad sin orden: el que se establece en la triple dimensión del sentido, de lo normativo y de lo funcional, es decir, de los significados, valores y artefactos. Los valores son los que instauran lo que podríamos llamar políticas y economías del deseo, es decir, órdenes en el sentido del cuidado y del amor por las cosas de la vida. Somos verdaderamente libres cuando nos identificamos plenamente con lo que hacemos. Incluso cuando no tenemos alternativa. Por ello, el deseo puede ser un componente, aunque no necesario ni suficiente de la libertad. Por ejemplo, el adicto al fentanilo desea tomar una nueva dosis, pero en realidad desearía no tener ese deseo. La identificación con nuestra acción es la conciencia de que eso que vamos a hacer es lo que importa, o que lo hacemos porque nos importa y nos cuidamos de ello.

Vivir la vida en condiciones de dignidad y libertad es, pues, el producto de una clara conciencia de que la finitud y transitoriedad de nuestras cosas, afectos y salud generan órdenes de importancia en nuestras acciones y, por ende, políticas del deseo. Solo la finitud nos da la libertad que proviene del amor a esta vida, a las vidas de la gente, todas y cada una de ellas imprescindibles e insustituibles, y al amor de la vida en general.



[1] Zafra, Remedios (2012) Despacio, Madrid: Caballo de Troya.

[2] Hägglund, 2022 Esta vida, Capitán Swing,  246

[3] Hägglund 2022, o.c., 246-7

[4] Hägglund, Martin (2012) Dying for Time. Proust, Woolf, Navokov, Cambridge MA: Harvard University Press

[5] Mulhall, Stephen (2005) Philosophical Myths of de Fall, Princeton: Princeton University Press.


sábado, 19 de abril de 2025

La mente reaccionaria

 


En la calificación  de "reaccionario" resuenan las grandes transformaciones en las escalas superiores de la historia: de un lado, las revoluciones y movimientos sociales que nacen del jacobinismo republicano, el movimiento obrero, el feminismo, el socialismo, el abolicionismo y antirracismo, el anticolonialismo, los movimientos LGTBI, ecologista, medioambientalista, alterglobalista  animalista y otros de mayor o menor calado histórico que han caracterizado los malestares de la modernización en  la modernidad avanzada. En reacción a estos cambios se desarrollan formas de autoritarismo, fundamentalismos e integrismos religiosos, fascismos, liberalismos neoconservadores, supremacismos raciales, militarismos y otras formas de manifestaciones de la lucha por lo que Corey Robin llama la “vida privada del poder”[1]. Elon Musk y el complejo neoconservador llamaría a esta confrontación “guerra cultural”; por su parte, Raymond Williams la llamó la “larga revolución” (y la no menos larga contrarrevolución), connotando sus extensas temporalidades.

Muchas veces pensamos la modernización bajo estereotipos que olvidan los matices del lento cambio en lo cotidiano. Recuerdo solo algunos ejemplos de las disparidades entre cambios económicos y culturales y sociales en los que se muestra la “vida privada del poder”: la violación intramatrimonial no fue considerada crimen legalmente en los países occidentales hasta el último tercio del siglo pasado y sigue sin serlo en los países musulmanes, India, China y otros países asiáticos y africanos. La lista de estados que persiguen la homosexualidad es enorme y la de sociedades donde la homofobia persiste en la vida cotidiana recorre la superficie terrestre. El supremacismo y la racialización no han disminuido sino que se expresan con creciente violencia en los países occidentales. Las condiciones de trabajo han mejorado en muchos aspectos en algunos países a cambio de la transformación de la disciplina desde el orden de los movimientos corporales al desbordamiento mental y el miedo a la pérdida de empleo. La vida privada del poder contrasta con la experiencia diaria de la impotencia, la vulnerabilidad y la incertidumbre.

Permítaseme esta cita de Corey Robin sobre las causas que explican las actitudes reaccionarias en medio del progresismo económico del capitalismo, es decir, la aparente disparidad y desconexión entre lo que ocurre en las escalas y esferas de lo grande y lo pequeño:

Una de las razones por las que el ejercicio de agencia política por parte del subordinado agita de tal modo la imaginación conservadora es que se produce en un escenario íntimo. Cada gran estallido político —la toma del Palacio de Invierno, la marcha sobre Washington— es puesto en acción por un estímulo privado: la lucha por los derechos y la posición en la familia, la fábrica y el campo. Los políticos y los partidos hablan de constitución y enmiendas, de derechos naturales y privilegios heredados. Pero el tema real de sus deliberaciones es la vida privada del poder. «Este es el secreto de las oposiciones a la igualdad de la mujer en el Estado», escribió Elizabeth Cady Stanton. «Los hombres no están preparados para reconocerlo en casa». Tras el altercado en la calle o el debate en el Parlamento, la criada le responde a su ama y el trabajador desobedece a su patrón. Por eso nuestros debates políticos —no solo sobre la familia, sino también sobre el estado de bienestar, los derechos civiles y muchas otras cosas— pueden ser tan explosivos: afectan a las relaciones más personales del poder (p.10)

“El conservadurismo es la voz teórica de la animadversión contra la agencia de las clases subalternas” resume Corey Robin[2] para explicar la reacción. La tesis es que esta animadversión se siente en los tejidos de la vida privada, de la familia y las relaciones cercanas, como si cualquier conquista o transformación de poder en los grupos subordinados amenazase con cambiar la vida propia interpelando sus costumbres. Desde el esclavista que lamenta que la abolición ha roto las “relaciones cercanas” con los esclavos a las reacciones de miedo al feminismo por una parte de los varones, los cambios sociales abajo se sienten como conmociones en el edificio de la casa personal. Así pues, la actitud conservadora de la experiencia del cambio social percibido bajo la categoría de miedo a la pérdida de mundo[3].

Las revoluciones no ocurren solamente en los cortos periodos que identifican los historiadores. Por el contrario, estos acontecimientos son puntos desencadenantes de otros cambios más profundos en las estructuras de sentimiento y, en el caso de la reacción conservadora, de transformaciones afectivas que dan sentido a modos de escepticismo existencial, de pesimismo esencial sobre la naturaleza humana que Hobbes detectó con lucidez y que se repiten bajo expresiones distintas en los diversos estadios de la modernización capitalista que constituyen toda una antropología política de la actitud reaccionaria:

  •           El mito de la violencia originaria y la necesidad de orden piramidal como condición de posibilidad de la instauración de lo cotidiano. Este principio es básico en el pesimismo antropológico. Pese a que todos los datos paleontológicos nos hablan de la centralidad de la cooperación en la evolución cultural y la antropogénesis, pese a todas las observaciones sobre los comportamientos solidarios en catástrofes varias, el mito hobbesiano del caos primigenio se ha instalado en las genealogías reaccionarias.
  •           La construcción ubicua e imaginaria de enemigos internos que actúan socavando lo cotidiano y sobre los que recaen los resentimientos y miedos difusos a los cambios que se han instalado en las conciencias del poder.
  •           La apelación a una trascendencia supranatural para que la cotidianeidad no se haga insoportable y búsqueda de consuelo en el sueño de la inmortalidad. Martin Hägglund ha argumentado persuasivamente sobre la relación profunda entre la apelación a la inmortalidad y la negación de la libertad espiritual en una vida conscientemente finita y vulnerable[4]
  •          El imaginario de una comunidad ideal formada por la familia y la vecindad que acompaña a un no menos imaginario orden social meritocrático al que se apela para justificar las diferencias y explicar los odios a los que han quedado atrás[5].

El miedo es constitutivo de la irrupción de lo cósmico en lo cotidiano[6]. Es la reacción afectiva básica ante la incertidumbre: el miedo es una forma de escepticismo (o el escepticismo una forma de miedo), tiene una ambivalencia constitutiva. Ese miedo reaccionario mutado en escepticismo se abre en dos trayectorias: en una, es miedo a tener que revisar la vida cotidiana, ahora contada por otros ya enemigos, en otra, miedo que sean los otros quienes reordenen los significados y valores. No se trata de que los otros sean impíos, sino que sean lo suficientemente capaces como para cambiar las creencias y comportamientos propios.

La actitud reaccionaria no es un simple modo de vida conservador, una vida regida por valores conservadores. Una parte sustancial de las sociedades occidentales se guía por valores conservadores en lo cotidiano sin ser abiertamente reaccionarios. Haidt[7] ha estudiado algunos marcadores que indican la proximidad o lejanía de los polos conservador/ progresista. Consisten en los sentidos que se dan a los cuidados, la libertad, la igualdad, la lealtad, la seguridad, etc. La forma de vida conservadora comienza a ser reaccionaria cuando el miedo a la pérdida de mundo asciende al control de la vida cotidiana y la persona conservadora lo teoriza como una cosmovisión de los valores privados. No pocas veces, esta reacción se asocia con ordenamientos del entorno material: la Asociación del Rifle en Estados Unidos tiene el poder que tiene por el imaginario que convierte la posesión de armas en un alivio a la ansiedad de la invasión del otro o la proximidad del apocalipsis. La elección de barrio, tipo de vivienda o tipo de automóvil tiene que ver también con estas formas de ansiedad. Un automóvil que sobreviva a los roces o golpes producidos por jóvenes conductores inconscientes, una casa en un entorno seguro y vigilado, en un barrio de gente como la propia gente, una vestimenta cuyos signos de logo indiquen a las claras el orden de la vida cotidiana. La vida religiosa puede ser parte de esta reacción, aunque no necesariamente: no, por ejemplo, si asistir a la misa dominical implica escuchar las homilías de un cura algo progre que predique contra el lujo o las formas de vida tan queridas.

El reaccionario no es conservador en un sentido estricto del término, sino revolucionario de la propia condición para impedir el avance de la otra revolución temida. La moral comienza, sostenía Nietzsche, cuando el resentimiento se vuelve creativo. Y esto es precisamente lo que convierte al conservador en reaccionario: entra en el campo del activismo y adopta las estrategias del otro. No es sorprendente que los activistas más prominentes del campo contrarrevolucionario hayan sido en su juventud parte de los movimientos de la izquierda. Sienten que la revolución ya fue hecha, que los cambios que hubo que aceptar fueron suficientes y que ahora es cuando el peligro es mayor, cuando el otro amenaza los límites últimos del orden de lo cotidiano.

La reacción es reacción porque hay una sensación de que el cómodo presente en el que se ha vivido ya no existe o está en grave peligro. Bourdieu estudió algunas formas de esta reacción en el campo intelectual, cuando, por ejemplo, el grupo de autores que han sido hasta el momento seguidos por grandes masas de lectores y han sido favoritos de los medios de comunicación repara que en que ni sus nombres, ni sus temas, ni siquiera su estilo son ya del favor general, o al menos son ya disputados por nuevos nombres que antes no eran visibles y ocupan lugares que eran hasta ahora su privilegio. Esta reacción es comprensible en lo que tiene de ansiedad, pero se convierte en un activismo teórico cuando se modela todo un complejo de ideas ordenado a propagar el miedo a lo que parece estar en el horizonte y se diseñan planes de acción sistemáticos para resistir. Robin recuerda la tesis de Oakeshott de que el conservadurismo no es un credo ni una doctrina sino una disposición en la vida cotidiana.



[1] Robin, C.(2018) The Reactionary Mind. Conservatism from Burke to Trump, 2ª ed. Oxford: Oxford University Press.

[2] O.c. p 7

[3] Sobre el conservadurismo hay una enorme literatura a la que habría que referirse para enmarcar con más precision histórica las tesis de Corey Robin: George H. Nash, The Conservative Intellectual Movement in America since 1945  (Wilmington, Del.: Intercollegiate Studies Institute), xiv; Roger Scruton, The Meaning of Conservatism (London: Macmillan, 1980, 1984), 11. John Ramsden, An Appetite for Power: A History of the Conservative Party since 1830 (New York: Harper Collins, 1999);  John Ramsden, An Appetite for Power: A History of the Conservative Party since 1830 (New York: Harper Collins, 1999); David Farber, The Rise and Fall of Modern American Conservatism: A Short History (Princeton, N.J.: rinceton University Press, 2010); Milton Friedman, Capitalism and Freedom (Chicago: University of Chicago Press, 1962, 1982, 2002); Richard A. Epstein, “Libertarianism and Character,” in Varieties of Conservatism in America, ed. Peter Berkowitz (Stanford, Calif.: Hoover Institution Press, 2004); William Graham Sumner, What the Social Classes Owe to Each Other (Caldwell, Idaho: Caxton Press, 2003); ed. Frank O’Gorman British Conservatism: Conservative Thought from Burke to Thatcher, (London: Longman, 1986); Conservatism: An Anthology of Social and Political Thought from David Hume to the Present, ed. Jerry Muller (Princeton, N.J.: Princeton University Press, 1997); Rick Perlstein, Before the Storm: Barry Goldwater and the Unmaking of the American Consensus (New York: Hill & Wang, 2001); Lisa McGirr, Suburban Warriors: The Origins of the New American Right (Princeton, N.J.: Princeton University Press, 2001); Donald Critchlow, Phyllis Schlafly  and Grassroots Conservatism: A Woman’s Crusade (Princeton, N.J.: Princeton University Press, 2005); Kevin Kruse, White Flight: Atlanta and the Making of Modern Conservatism (Princeton, N.J.: Princeton University Press, 2005); Jason Sokol, There Goes My Everything: White Southerners in the Age of Civil Rights, 1945–1975 (New York: Vintage, 2006);  Matthew Lassiter, The Silent Majority: Suburban Politics in the Sunbelt South (Princeton, N.J.: Princeton University Press, 2006); Joseph Lowndes, From the New Deal to the New Right: Race and the Southern Origins of Modern Conservatism (New Haven, Conn.: Yale University Press, 2008); Allan J. Lichtman, White Protestant Nation: The Rise of the American Conservative Movement (New York: Grove Press, 2008); Mattson, Rebels All!; Steven Teles, The Rise of the Conservative Legal Movement: The Battle for Control of the Law (Princeton, N.J.: Princeton University Press, 2008); Bethany Moreton, To Serve God and Wal-Mart: The Making of Christian Free Enterprise (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 2009); Phillips-Fein, Invisible Hands. Also see Julian Zelizer,  “Reflections: Rethinking the History of American Conservatism,” Reviews in American History 38 (June 2010), 367–392; Kim Phillips-Fein, “Conservatism: A State of the Field,” Journal of American History 98 (December 2011), 723–743.

[4] Hägglund (2022) o.c.

[5] Melinda Cooper ha realizado un ilustrativo estudio histórico de la relación entre las políticas de la familia y la evolución de las culturas neoliberal y neoconservadora en Cooper, M. (2022) Los valores de la familia. Entre el neoliberalismo y el nuevo social-neoconservadurismo, trad. Elena Fernández-Renau, Madrid: Traficantes de Sueños.

[6] Robin, C(2004) Fear. The History of a Political Idea, Oxford: Oxford University Press

[7] Haidt, J. (2019) La mente de los justos: Por qué la política y la religión dividen a la gente sensata, Barcelona: Grupo Planeta. Edición de Kindle.

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domingo, 13 de abril de 2025

La vida humana en la zona crítica

 






En décadas anteriores hemos asistido a la difusión de ideas sobre la “construcción” social o cultural del mundo, y no hay nada equivocado en ello, pues ciertamente el mundo en tanto que entorno significante de lo humano de lo vivo en general es también una construcción de los modos en que los humanos lo habitan, organizados socialmente y formados por la cultura. Este “también” entraña, en la dirección opuesta, que hay “también” una geofísica de la sociedad y la cultura. Pablo Neruda escribe en Canto General

Como la copa de la arcilla era
la raza mineral, el hombre
hecho de piedras y de atmósfera,
limpio como los cántaros, sonoro.

Totalizar nuestro pensamiento sobre el mundo nos lleva a los minerales, a la energía telúrica que los forma y mueve, a la luz del sol y a las plantas que fotosintetizan nutrientes y a las culturas que extraen, despedazan y metamorfosean. La geofísica de la cultura y la sociedad se extiende a los confines del universo cuando el Big Bang formó los átomos primigenios, a las galaxias y estrellas cuyas cenizas formaron los minerales, a las derivas continentales y erosiones que conformaron los estratos y a la violencia de volcanes y terremotos, a los que se suman los no menos violentos, vertiginosos procesos de extracción y transformación del planeta por la civilización industrial. Un metabolismo interminable de minerales e ideas, de nutrientes y sentimientos, de tiempos largos y de acontecimientos.

La cultura y sociedad humana está hecha de tiempo en diversas escalas: el trabajo de producción y reproducción de las generaciones y sociedades, los procesos de difusión y ósmosis entre culturas. En las sociedades sin escritura, estos procesos están sostenidos por la conversación, la imitación y los rituales. En sociedades con documentaciones y memorias, emerge la temporalidad histórica, en la que la cultura evoluciona por sendas que están entre la evolución biológica y la creación de nichos materiales técnicos e irreversibilidades sociales que estabilizan los cambios de un modo contingente. Los nichos bio-técnicos son entornos nuevos en la dinámica de la Tierra, los materiales y artefactos crean condiciones nuevas de evolución y de posibilidad y con ellas una temporalidad propia.

Emerge así una escala de tiempo larga en la que las culturas se desarrollan en marcos amplios o civilizaciones, o eras, o como queramos llamar a sus particiones. Una temporalidad que se inserta en escalas aun mayores, las del tiempo profundo donde se constituyen las condiciones de posibilidad de la existencia misma de la cultura humana. Dinámicas geológicas y climáticas que producen las fuerzas endógenas y exógenas del planeta: energías solares, telúricas, erosiones. Dinámicas en cuyos intersticios se crean los nichos bio-técnicos explotados por las culturas.

Estos juegos de escala son necesarios para entender la materia de lo humano, aunque siempre hay una escala sin la que todas las demás dejan de tener sentido. La escala de lo cotidiano, lo ordinario, el tiempo de la vida.

“Entre la cuna y la tumba”, “entre el suelo y el cielo” son dichos que señalan las fronteras de las vidas humanas. Cada término recoge un caudal propio de connotaciones.  “Suelo” es el término de la estabilidad, de la confianza, del asentamiento y la habitación en el mundo. “Suelo” es lo que se pierde cuando se pierde el mundo por traumas o catástrofes. “Suelo” es, sobre todo, la membrana donde se conecta lo mineral y lo emocional, cognitivo, cultural.

Debemos al último Bruno Latour la reivindicación, y en cierto modo redescubrimiento, de la potencia política y cultural de la idea de la Zona Crítica. Nos informa Wikipedia acerca de lo que en Geología se denomina Zona Crítica en estos términos: “La zona crítica de la Tierra es el entorno heterogéneo, cercano a la superficie, en el que complejas interacciones en las que intervienen roca, suelo, agua, aire y organismos vivos regulan el hábitat natural y determinan la disponibilidad de recursos que sustentan la vida. La zona crítica, entorno superficial y cercano a la superficie, sustenta casi toda la vida terrestre. La zona crítica es un campo de investigación interdisciplinar que explora las interacciones entre la superficie terrestre, la vegetación y las masas de agua, y se extiende a través de la pedosfera (la capa del suelo bajo la vegetal), la zona vadosa no saturada y la zona saturada de aguas subterráneas. La ciencia de la zona crítica es la integración de los procesos de la superficie terrestre (como la evolución del paisaje, la meteorización, la hidrología, la geoquímica y la ecología) a múltiples escalas espaciales y temporales y a través de gradientes antropogénicos. Estos procesos influyen en el intercambio de masa y energía necesario para la productividad de la biomasa, el ciclo químico y el almacenamiento de agua”[1]. Las reacciones químicas, y los gradientes ambientales que resultan de la interacción de las rocas con los fluidos de la superficie nutren la vida y la preservan[2]. A cada uno de los casi siete mil millones de humanos que habitamos ahora esta zona, les correspondería aproximadamente 0,23 hectáreas, el doble si tenemos en cuenta los cuenta los nutrientes para una vida saludable.  La degradación del suelo y la desertificación, junto al aumento de la población estresan la capacidad de la zona crítica para sostener nuestra existencia[3].  

Una buena metáfora de la zona crítica es la de un inmenso reactor en el que se producen cambios continuos: rocas que se fracturan, disuelven y son metabolizadas por los seres vivos que, a su vez, vuelven a la tierra en forma de nutrientes; una suerte de motor movido por la energía solar. Comprender estos movimientos entraña atravesar disciplinas que, por su parte, atraviesan escalas de tiempos y espacios, del tiempo profundo a los ciclos climáticos anuales, de los grandes espacios a los microscópicos donde tienen lugar las reacciones de la vida.

De entre las múltiples escalas, nos fijamos en una especialmente: la del tiempo de la historia y la vida de los humanos, en los espacios que ocupan y en los movimientos a través de ellos. Y, de esta escala, seleccionamos particularmente la del tiempo presente, cada vez más enfocado a los futuros donde se guardan las profecías, promesas y amenazas.  Desde el punto de vista, si tal cosa hubiera, de la Tierra, de Gaia, o de cualquiera de sus otros fragmentos, esta escala no tiene mayor privilegio que la deriva de las placas, los ciclos del carbono o la evolución biológica. Pero a quienes miramos el mundo con los ojos humanos esta escala sí es significativa. Es la escala de lo cotidiano, un estrato espacial y un intervalo temporal que forma parte de la zona crítica y, a su vez, contiene también su zona crítica de supervivencia creada por la cultura técnica, que ha construido edificios, carreteras, automóviles, barcos y aeroplanos, cableado los fondos marinos, extraído minerales y arado los suelos. Una creación que introduce una dialéctica permanente entre la parte y el todo, un conflicto y, ocasionalmente, una reparación y un cuidado de alguna de las partes más dañadas.



[1] https://en.wikipedia.org/wiki/Earth%27s_critical_zone

[2] Parsekian, A. D., K. Singha, B. J. Minsley,W. S. Holbrook, and L. Slater (2015),Multiscale geophysical imaging of thecritical zone, Rev. Geophys., 53, 1–26, doi:10.1002/2014RG000465 recuperado en https://agupubs.onlinelibrary.wiley.com/doi/full/10.1002/2014RG000465.

[3]  Brantley, Susan,Martin B. Goldhaber, K. Vala Ragnarsdottir (2007) “Crossing Disciplines and Scales to Understand the Critical Zone” Elements: 3, 307-314


sábado, 22 de marzo de 2025

La desmoralización programada

 



¿Qué hacer en la era del capitalismo de la vigilancia? Este es el tema que Belén Gopegui explora en su reciente novela Te siguen. Aunque "qué hacer" es una cuestión que nos conduce a la lista completa de las  famosas preguntas de Kant; "¿qué podemos saber?, ¿qué debemos hacer?, ¿qué nos cabe esperar?, que se resumen en (parafraseémos a Kant): ¿qué es un ser humano decente en un tiempo en que ser decente ya no es suficiente? En Lo real afirmaba Belén que la mayoría entendemos los dilemas de la práctica como disyunciones (hacer esto o lo otro) cuando en realidad deberíamos entenderlas como divisiones: en cada decisión que tomamos nos sentimos partidos por algo y en algo. Sartre lo había explicado en su tesis sobre la libertad humana y el compromiso (¿por qué se ha abandonado esta palabra?): quedarse a cuidar de la madre o entrar en la resistencia. Ser decente no basta para tomar una u otra senda, hay que sentirse partido, es decir, hay que activar las emociones morales y vivir con ellas. Y arrepentirse cuando se ha tomado la decisión incorrecta. Y ser capaces de indignarse por la culpa ajena cuando el daño provocado por las malas conductas intencionales de otros nos piden una respuesta.

Los personajes centrales de la novela, Casilda y Jonás no solo son personas decentes. Son también personas morales: Jonás se ha arrepentido y su arrepentimiento ha sido efectivo porque le ha llevado a decisiones radicales en su vida. Casilda está enojada por la culpa ajena y está implicada en acciones colectivas (una funcionaria de un servicio de protección civil que se toma en serio la protección civil). Son seres normales, decentes y, más que decentes. Son seres morales. Y por ello peligrosos. Deben ser vigilados. 

La novela metamorfosea el género de detectives y nos traslada a un tiempo en que la vigilancia ya no la ejerce solamente el estado sino grandes, enormes, descomunales, empresas de vigilancia que toman en sus manos el control del estatus quo. Como la Agencia Pinkerton que se encarga en Estados Unidos desde el siglo XIX hasta ahora de controlar a los huelguistas y a los sindicatos. Dos empleados de sendas compañías han emprendido la tarea de explorar la vida de nuestros dos personajes para prevenir lo que más temen: que sus emociones morales conduzcan a entretejerse y llevar a una más peligrosa emoción moral para los poderosos: el rencor y la indignación de los de abajo, del 99%. 

Planteada así, parecería que la novela explorará la omnipotencia de los poderosos, la debilidad de dos personas decentes ante la fuerza desbordante de las grandes plataformas (pues ahora son las plataformas digitales las que tienen la fuerza y el poder de la vigilancia y el control). Pero no, Belén Gopegui, también en la línea de las mejores novelas de detectives, explora las chapuzas, incompetencias y contradicciones del poder. 

El capitalismo de la vigilancia es ahora un conjunto de dispositivos extractivos de datos (también de energía y materias primas) que usa instrumentos de inteligencia artificial para reforzar su poder de control. Y en la novela, junto a los dos detectives, León y Minerva, aparece la voz de IG3, una suerte de IA que pretente ser omnisciente y todopoderosa, especializada en inferir líneas represivas tomadas de los informes de los informantes León y Minerva. Este es el hilo de la intriga del thriller que es la novela: ¿se impondrá esta máquina híbrida de humanos e inteligencias artificiales sobre el poder recalcitrante de las gentes morales, ("recalcitrantes" en la novela)?

Hay una hipótesis de fondo en el marco social que describe el relato con el que estoy completamente de acuerdo, y que me parece luminoso (la luz es un agente moral en el texto): todo el aparato hipertecnológico que parece dirigirse a nosotros en persona, tratándonos como seres singulares, que nos ofrece un mundo customizado no es sino un proyecto de desmoralización programada. 

La técnica es una producción que produce sujetos, sostuvo Marx en los Manuscritos y el capitalismo de la vigilancia con todo su barroco arsenal de dispositivos no es un sistema pasivo sino un programa de subjetivación, de generación de yoes que en su carrera (en su currículum vitae) ya no tienen tiempo no para el arrepentimiento (una emoción antieconómica (sunk costs se denomina en la jerga) ni mucho menos para sentirse interpelados por la culpa ajena. 

Desactivar las emociones morales es la primera de las prioridades del poder. Edgar Strahele en su calrificador libro Los pasados de la revolución sostiene que la actitud reaccionaria y contrarrevolucionaria no es una simple reacción a una revolución fracasada (casi todas lo han sido) sino un miedo creciente a que pueda ocurrir una que no fracase. El poder trata de infundir miedo. La ideología del determinismo, de que todo ya está escrito y programado es la nueva ideología que expande el miedo y la impotencia. Pero la realidad es que el poder está hecho también de miedo. Al 99% que es el objeto de su programación y que sabe que su futuro no está domado y que puede activar el rencor y la resolución. 

Este conflicto épico se juega en los espacios cotidianos, en las contradiciones de las almas partidas de los personajes, vigilados y vigilantes, en las estrategias de saber y poder, en las fuerzas de los lazos débiles (el poder sabe por teoría de juegos que los lazos débiles pueden desencadenar la masa crítica que produzca la acción colectiva. Granovetter escribió en los años 70 teoremas sobre ello). Este foco en lo cotidiano hace de la novela también una novela donde las subjetividades se interpelan, se aman o se separan, se inquietan por los otros y desarrollan, entretejen, redes que multiplican el poder recalcitrante. 

He leído la novela como una afirmación positiva, lúcida, esperanzadora sobre como resistir en las mareas bajas, sobre como saber que las conspiraciones del poder (esta es la tesis de Julian Assange) tienen demasiadas fugas, leaks, son mucho más chapuceras de lo que parece (permítaseme traer aquí el espectáculo que está dando uno de los oligarcas de esta desmoralización programada Elon Musk, con su DOGE (departamento de eficiencia gubernamental) que está sumiendo al gobierno de US en un pantano de ineficacia.)

La leo como una novela de esperanza lúcida. Mejor, de fe (secular) en la fuerza de los lazos humanos para cuya protección nacieron las emociones morales de la vergüenza, la culpa, la indignación y el rencor.

 

domingo, 16 de marzo de 2025

Economía de la experiencia

 



Un año antes del fin del milenio, dos divulgadores de escuelas de negocios, Joseph Pine y James Gilmore escribieron Economía de la experiencia, un libro dirigido a los gestores de empresas para señalarles la importancia que tenía el su producción y estrategias de venta la incorporación de la promesa de una experiencia. Su tesis era que la experiencia de la compra de un producto (o su uso) era un componente del valor que podía ser explotado.

No era una idea novedosa. Walt Disney la llevaba practicando desde que en 1955 fundó su primer parque temático Disneylandia, ofreciendo a los padres una experiencia inolvidable para sus hijos. Recuerdo un artículo de Vázquez Montalbán (pero no la cita, disculpas) en el que confesaba haber visitado uno de los parques temáticos y lo había disfrutado como un niño, aconsejando al futuro visitante de izquierdas que dejase colgada la ideología a la entrada. Y yo confieso haberlo hecho también por aquellos años en el parque de Orlando, en Florida. La promesa de la experiencia tiene un poder de atractivo tan fuerte como para haber transformado la economía del capitalismo avanzado.

Los estudios críticos de la sociedad de consumo y del consumismo, desde Marcuse y Baudrillard a Zygmunt Bauman han ido señalando las distintas fases por las que el artefacto de consumo se ha convertido en una fuerza de opresión. Marcuse señalaba el empobrecimiento de la vida y la alienación que producía el consumo. Baudrillard abría una senda novedosa de estudios del consumo al indicar que el objeto de consumo se había convertido en algo más que un objeto de uso, en un signo que entraba en las vidas del consumidor como una máscara de estatus. Este plus semántico del objeto estaba en la base de las tesis del autor francés sobre la sociedad del simulacro. Bauman, por su parte, pensando en el consumo adolescente de aparatos electrónicos de la ultimísima generación exponía que lo que convierte a una persona en consumidor es que sus compras están orientadas a que ella misma se convierta en producto, en mercancía del mercado de apariencias.

Hemos internalizado todas esas críticas y nadie quiere ser acusado de consumista o de haberse convertido en “consumidor”, por más que ya no sea una cuestión personal sino una forma estructural de los ciclos de producción y reproducción contemporáneos. No es infrecuente que el rechazo al consumo masivo sea un indicador de que se opta por un “consumo” razonable que generalmente se orienta hacia productos auténticos, en los que se aprecia una experiencia genuina alejada de la artificialidad de los artefactos y comidas ultraprocesadas.

El sistema entiende muy bien estos sentimientos y diversifica sus productos para que el “no-consumidor” pueda disfrutar de una experiencia de las afueras del consumismo mediante el acceso a productos que no parecen haber sido tocados aún por esa deriva civilizatoria.

Ocurrió primero, como puede imaginarse, en los sectores de la hostelería y el turismo. La experiencia de saborear vinos auténticos y bien criados transformó con rapidez la producción vinícola del mundo, extendiendo los procedimientos franceses a otras regiones como Napa Valley, Rioja, Ribera del Duero, Australia, Suráfrica, … etc. Algunos restaurantes comenzaron a servir carne de buey japonés para que el comensal sintiera la experiencia de comer lo que solo la familia imperial había comido hasta entonces. Y la Guía Michelín se convirtió en un mapa de experiencias sensoriales. El urbanismo de los años ochenta fue convirtiendo las ciudades y aldeas en parques temáticos de nostalgia para atraer los deseos de experiencias de autenticidad lejos de la masa que acudía a las playas. O las playas se reorganizaron para prometer una experiencia de exotismo y vida salvaje.

Apple fue la empresa que captó desde el principio el poder de la experiencia como aura del objeto. El diseño de sus productos no solo prometía lo último en tecnología, sino la sensualidad del tacto y la vista de sus artefactos y con ello el sentido de distinción que promovían. Desde los viejos Mac a los Iphone de nueva generación, vivir en el mundo-Apple ha sido la marca de distinción de generaciones de consumidores deseosos de mostrar que su elección obedecía a la búsqueda de la experiencia de calidad. La chica rebelde de Millenium cambiaba de mac pro para sus hackeos de la red, y sus clientes de la revista los usaban igualmente como muestra de su modernidad.

El mundo de la moda, sin duda, fue el territorio que se adaptó con mayor tranquilidad a la economía de la experiencia. Las viejas marcas que ofrecían productos sofisticados de diseños imposibles de llevar en la vida cotidiana mutaron a ofrecer productos auténticos: lanas frías, cahsmeres y algodones de supercalidad sin añadidos sintéticos para sentir que el cuerpo se vestía de una forma auténtica, sin productos degenerados.

Los supermercados tardaron un poco más, pero poco a poco aprendieron a ofrecer líneas que recordasen a los compradores los viejos mercados genuinos (cada vez más convertidos en remedos de sí mismos y centros comerciales para turistas buscando autenticidad) y comenzaron a ofrecer estanterías de productos orgánicos, de cercanías, etc., a los precios adecuados a estos productos tan cuidados de producción.

La experiencia visual, claro. El gran negocio del siglo: ¿cómo la necesidad de distracción de los ojos y la mente podría quedar al margen? No se trata solo de los videojuegos, que prometen la experiencia de calmar la ansiedad de violencia o lo que sea, es la ansiedad cotidiana la que ha sido colonizada por las pantallas de los smartphones, que abrimos cada vez que deseamos aislarnos de los de al lado.

Lejos de mi intención repetir las críticas que ya se han hecho tantas veces. Si el mercado ha usado la producción de experiencia para aumentar las ventas de productos es porque el consumo no es solo un acto de uso instrumental de objetos. Es una mala concepción de los artefactos el pensarlos así. La producción de objetos, mercancías o no, siempre tuvo un componente de producción de experiencias, de llenar el mundo y el entorno, lejano o cercano, de objetos que produjeran experiencias del más diverso tipo.

Hay un debate intenso sobre si se puede evitar el capitalismo depredador y destructor del Planeta y el consumo está en el centro de estos debates. El decrecimiento de un lado, la transformación del consumo en un consumo responsable de otro. Sea cual sea la línea que tenga la razón, la producción de experiencia será ya un componente estratégico de las economías futuras con más o menos sensibilidad ecológica. Porque la ecología humana incluye la construcción de entornos de experiencia: entender el territorio como paisaje, el alimento como cocina, el ruido como música, la piel y el tacto como caricia.


domingo, 9 de marzo de 2025

Epistemologías de la protesta

 



Qué difícil es cambiar el mundo cuando ni siquiera puedes entenderlo. Se te acumulan en los telediarios y en las pantallas solo accedes a los titulares, cada vez es más caro acceder al artículo entero noticias de aquí y de allá que mezclan temas de importancia geoestratégica con sucesos de corruptelas del día a día de la política; palizas o asesinatos de mujeres con desahucios, generalmente también de mujeres, ancianas o emigrantes; guerras en Centroeuropa y África con subidas y bajadas de la bolsa en China. No es solo que tu cabeza no sea capaz de asimilar este desbarajuste, es que el mundo está desordenado. El nuevo entorno comunicacional muestra un desorden que siempre estuvo, pero que ahora ha llegado a las capas más profundas, se ha extendido por cada punto conectado del Planeta por las cadenas de dependencias de poder o economía. Cuanto más conocemos sobre las cosas que ocurren menos entendemos lo que ocurre. La transparencia parece ofrecer un espectáculo de caos bajo los fractales de noticias que llenan los medios de comunicación.

La filosofía francesa de finales del siglo pasado avanzó la hipótesis de que habíamos entrado en una era de la sociedad del control, en la que la forma en que el poder se ejerce es a través de dispositivos de vigilancia y control activo o pasivo de las posibles expectativas de acción por parte de personas o grupos. La autora Shoshana Zuboff escribió en 2020 un texto ampliamente leído, “La era del capitalismo de la vigilancia” en el que se desarrollaba conceptos como los de “excedente conductual” o “poder instrumentario” para explicar cómo la economía basada en la extracción de datos refuerza la creciente desigualdad en el mundo y lo que se ha llamado “neofeudalismo” o “tecnofeudalismo”, un término que también ha popularizado Yanis Varoufakis, por el que poderosas élites vuelven a situar el patrimonio o la creación de patrimonio como el objeto de la economía, que termina derrotando a los ideales liberales de la sociedad del mérito.

Una segunda línea de interpretación de las derivas del mundo contemporáneo comenzó en los años ochenta y noventa del siglo pasado con la idea de la sociedad del riesgo. En la definición y explicación de este calificativo participaron Ulrich Beck, padre del término, en un texto homónimo que se convirtió rápidamente en un clásico, y el más tradicional Niklas Luhmann, discípulo del funcionalista Talcott Parsons, quien dedicó también un texto al riesgo. La idea de Beck era que nuestra sociedad habría mutado desde una modernidad basada en la seguridad que prometía la diferenciación en esferas autónomas: economía, política, instituciones de políticas públicas, educación, ciencia, etc., hacia una sociedad que estaba basada en la percepción de riesgos causados precisamente por esas instituciones, especialmente por la civilización científico-tecnológica. A Beck se le criticó el que no acababa de definir entre riesgo percibido y riesgo real y el que, desde el punto de vista histórico, los riesgos reales de la humanidad siempre fueron un horizonte próximo e incluso mucho más peligrosos que los presentidos actualmente, incluyendo el cambio climático (pensemos, solo por citar un caso, los cientos de millones de personas víctimas de las guerras del siglo XX, anteriores a la constitución de lo que Beck considera que es la sociedad del riesgo). Sin negar la importancia que tiene su diagnóstico y las zonas de la realidad que ilumina, me parece más revelador el proyecto de Niklas Luhmann. Para Luhmann, todas las sociedades crean sus propios dispositivos para hacerse cargo del riesgo: los seguros, bancos, etc., son formas tradicionales de negociar con el riesgo, que forman parte del proceso de diferenciación de instancias sociales como formas de seguridad contra el riesgo. Por ejemplo, la empresa tradicional fordista era una promesa de estabilidad de empleo no solamente para sus empleados sino en parte también para sus hijos, de los que se esperaba que se incorporasen al trabajo con mejores cualificaciones que sus padres.

Lo que detecta Luhmann es que el riesgo es algo más que una posibilidad real, es también y sobre todo en las nuevas formas sociales un modo estructural de observar la realidad, un modo de entender la toma de decisiones bajo condiciones de incertidumbre. Desde que la probabilidad se convirtió en la base representacional matemática de las decisiones sociales, el riesgo formó parte de todas las representaciones previas a los programas y decisiones, incorporando un cálculo de riesgos (menos de costos) y beneficios de cualquier decisión. Una característica de esta forma de racionalidad moderna sería pues la incorporación de la incertidumbre medida o esperada al proceso de toma de decisiones. Desde comienzos del siglo pasado, la economía primero y mucho más tarde todas las decisiones operativas de las instituciones fueron tomando la forma de decisiones bajo riesgo, creando toda una serie de instituciones de “consulting” para tratar de domesticar el riesgo.

El problema que detecta Luhmann es que a medida que se ha desarrollado esta forma de entender la acción humana también lo ha hecho una sociedad en la que la progresiva interacción entre sistemas hace imposible el cálculo real de riesgos. Es prácticamente imposible calcular cuáles son los riesgos ecológicos, políticos o económicos de cualquier proyecto. De este modo, la ignorancia se incorpora a la vida cotidiana y se extiende como una suerte de niebla que parece dañar la misma idea de futuro en la que se basa el conjunto de la cultura, la política y la economía que constituyen una suerte de cadena de promesas de futuro. Así, esta contradicción básica del capitalismo y la cultura contemporánea se comporta como una atmósfera que afecta a las estructuras de sentimiento tanto de los grupos dominantes y hegemónicos como de los dominados o subalternos. El lema de “No Future” parece acompañar como bajo continuo afectivo al conjunto de las acciones colectivas bajo condición de conflicto que conforman el panorama social. Se explica muy bien de esta forma el que la sociedad de control sea una especie de aspiración permanente por parte de las élites y sus grandes plataformas tecnológicas, al tiempo que el supuesto control que parecen ofrecer es cada vez menor a medida que incorporan ingentes y descomunales conjuntos de datos que contribuirían a diseñar políticas de control. No es pues extraño que se produzcan refugios en la acumulación de patrimonio y en los imaginarios de reclusión en zonas seguras económica, política y militarmente por parte de los nuevos poderes mundiales.

La era del neoliberalismo se basó con todo entusiasmo en estas políticas de incertidumbre, y creó formas de socializar el riesgo como las tristemente recordados paquetes subprime (que significaban créditos que ya se sabían impagables, pero que se suponían cancelables por un aumento continuo de los precios de la vivienda). La idea de Hayek y con él del neoliberalismo es que el mercado es un mecanismo de información basado en la ignorancia generalizada de los agentes que participan en él. Es el juego generalizado del mercado el que resuelve los riesgos y los lleva a un equilibrio más o menos aceptable. La era de los riesgos aceptables y de las compañías gestoras de ellos parece haber entrado en crisis. No es mal indicativo el que Trump haya cancelado los contrato del estado con las grandes empresas de consulting, como si creyera que su intuición vale tanto o más que los barrocos cálculos probabilísticos de aquellas.

Una parte de la izquierda, la que ahora siente nostalgia de la era de esplendor de la socialdemocracia y sus pactos sociales, también confiaba en que los riesgos asumibles podían ser cancelados por los equilibrios de las grandes fuerzas corporativas de empresas, estado y sindicatos. Los frágiles consensos podían ser más o menos formas de actuación arriesgada, pero que la necesidad histórica del capitalismo controlado podría llevar a una cierta forma de progreso y redistribución social de la riqueza.

Ese mundo parece haberse perdido con las desregulaciones financieras, la globalización de las comunicaciones, las dependencias de las cadenas de suministros y de las volátiles decisiones económicas que operan como bandadas de estorninos buscando nichos de rentabilidad por encima de todo. El mundo se ha vuelto mucho más incierto, y mucho más cuando estamos en un proceso de transición técnica hacia formas de producción y de fuentes de energía menos emisoras de carbono y más cercanas a la economía circular. La percepción de riesgos en esta situación de incertidumbre desborda los límites de todos los dispositivos y métodos de decisión racional de las últimas décadas.

No es pues, extraño que las estructuras de sentimiento produzcan miedos reaccionarios y melancolías de izquierda simétricas en su incapacidad de gestionar la incertidumbre.

Pero la idea de Luhmann de que el riesgo es un modo de observar la realidad tiene una cara positiva que es poco notada. Me refiero a todo lo que han detectado quienes se ocupan del poder de los movimientos sociales, del interseccionalismo y en general de las nuevas formas de alianzas improbables que la cultura dominante ha denominado “wokismo”. Se echa de menos la Guerra Fría y las políticas antisocialistas porque era un tiempo en que los sindicatos tenían fuerza. Ese tiempo se disolvió con la economía de la globalización, la externalización, el autoempleo, ..., y todo lo demás. Mucha izquierda se ha quedado anclada en esa nostalgia. También mucha derecha por razones inversas. Echan de menos la familia-familia, el municipio y sus pequeñas comunidades religiosas de fin de semana. D. J. Vance representa esta nostalgia reaccionaria.

La pregunta de ahora es por qué en todo el mundo suben al poder pequeños dictadorzuelos aupados por el antifeminismo (el antiwokismo lo llaman). Sería inexplicable si fuera algo que concierne a cuatro locas estropeafiestas. Algo ha cambiado en el mundo y la desubicación que siente mucha gente progre tiene que ver con la incapacidad de entender estos cambios. Donna Haraway y Bruno Latour lo explican muy bien: una, con su política de crochet, de entrelazar hilos. Latour, con su teoría de los ensamblajes heterogéneos e improbables. Un grupo se mueve contra la destrucción del Mar Menor, se encuentran en locales que usan otros grupos feministas de lecturas, se abre una librería que convoca a otra gente con intereses y demandas varias,..., Lo que a los trumps, putins, modis, abascales, mileis les ha llevado al poder es precisamente la fuerza de esos lazos débiles. La sociología de los ochenta lo trataba de teorizar: Granovetter y otra gente que reflexionaba sobre las condiciones en que se crea la masa crítica que resuelve los dilemas de la acción colectiva.

En estos procesos se generan formas de conocimiento que no se producirían bajo las condiciones tradicionales de diferenciación de esferas e identidades producidas por ellas: si la clase, el género, la raza, las afectividades, culturas y otras formas de identidad han devenido en hibridaciones, devenires y subdivisiones fractales que hacen prácticamente imposible las viejas políticas de identidad, por el contrario no han disminuido sino que han crecido las formas no visibles de entrelazamiento de deseos, actividades y cadenas de dependencia entre numerosas y distintas formas de protesta, que han producido precisamente esta reacción amedrentada por parte de las élites mundiales.

Y en estos movimientos se generar nuevos conocimientos sobre el mundo que nacen precisamente de las condiciones en las que crece la incertidumbre. Son epistemologías de la protesta, tal como ha teorizado José Medina (Epistemology of Protest Oxford UP, 2023), que desvelan estructuras básicas del mundo que subyacen a la niebla de incertidumbres. Puede que muchos de estos movimientos estén plagados de ecoansiedades, disforias, resentimientos y rencores puramente reactivos que creen imaginarios posapocalípticos poco utópicos, pero lo cierto es que la práctica real de las pequeñas protestas, conquistas, entrelazadas unas con otras, crean transformaciones en la conciencia general que desbordan incluso las propias expectativas de los activismos. Que estas epistemologías sean poco visibles, y que solo lo sean los climas y formas sociales que producen es quizás una de sus fortalezas más importantes, tal como estudiaron teóricos como James Scott en Las armas de los débiles.

Son formas de conocimiento menos basadas en los miedos, ansiedades y nostalgias que en la fe que nace de las continuas transformaciones que producen las acciones colectivas por minoritarias que parezcan. El problema de las masas críticas es uno de los factores de riesgo e incertidumbre que más acosa a los grupos dominantes y que, como señalo, explica estas reacciones desbordadas de autoritarismo que, como la historia ha comprobado, pueden producir daños mil, pero que entre sus consecuencias no queridas está el propiciar lo contrario de lo que se proponen.


sábado, 1 de marzo de 2025

Lo que importa

 


Hay días en que nos preguntamos como Hannah Arendt qué pudo haber ocurrido para que hayamos llegado a estas situaciones donde se permite que la insolencia reine por todas partes y en los que las gentes que sufren las amenazas sin cuento de los poderosos, y con ella se preguntan qué ha podido faltar para que se alcen hasta las cúpulas de la dominación personas tan funestas. Ella, la filósofa cuya mirada fue la más penetrante de su siglo, respondía que faltó la capacidad de juicio. Kant había llegado a conclusiones similares en una época no menos convulsa en la que se estaban produciendo rápidas curvas en las siempre azarosas sendas de la historia.

La facultad de juicio parece haber sido siempre el objetivo de la exploración del Kant maduro cuyo proyecto filosófico era responder a las preguntas fundamentales: ¿qué podemos saber?, ¿qué debemos hacer?, ¿qué nos cabe esperar?, ¿qué es el ser humano? Comenzó delimitando las posibilidades de las capacidades de conocer, estableciendo así las fronteras de la agencia epistémica, del juicio cognitivo; siguió inquiriendo la lógica del “deber”, del saber y poder práctico, de la agencia práctica si queremos llamarla así, una de cuyas vertientes básicas la forman la agencia y la identidad morales, lo que nos constituye como seres en el reino de los proyectos y los fines y nos enfrenta a las cuestiones básicas de con qué acciones y omisiones somos capaces de vivir y cargar.

Kant tenía claro que todo lo que había hecho aún no rozaba la cuestión básica, la de qué hacer cuando no hay principios claros que guíen la conducta, por ello emprendió la redacción de la obra que, al menos desde mi punto de vista, es la más grande de toda su impagable contribución al saber humano, la aproximación crítica a la capacidad de juzgar bajo condiciones de incertidumbre. En esta obra, Kant comienza mirando hacia abajo, uniendo lo humano al reino de la vida en donde nacen la fuerza y el impulso de continuar. Sin citarlo, Kant parece estar más cerca que nunca de Spinoza. Y sobre estas bases tan materialistas, tan fundadas en lo teleológico, Kant reconoce que nuestro juicio es vulnerable y acude a dos agarraderos no menos frágiles pero también no menos necesarios: el juicio de lo común, lo que llama el “gusto”, pero podría y debería haber nombrado con un concepto más amplio, y el juicio reflexionante, la auténtica capacidad de juicio.

Esta capacidad de juicio no es necesariamente moral, no puede confundirse con la moral ni es una capacidad ética. Tampoco, como parecía extenderse en la posmodernidad, es una capacidad estética, ni siquiera en la forma más aceptable de la capacidad estética que es lo que llamamos sensibilidad. Es la capacidad para delimitar lo que importa, lo que de verdad nos preocupa, lo que nos constituye como humanos y como seres cuyas vidas tienen sentido.

Harry Frankfurt ha ofrecido luminosas palabras sobre esta capacidad, que no puede reducirse ni al deseo ni a los principios ni conductas morales. Pues, aunque nuestras vidas estén dominadas por el deseo, o regidas por principios categóricos, puede que las sigamos considerando vidas sin sentido, pues nuestra capacidad de juicio nos indica que desearíamos no tener ni seguir esos deseos, o que esos principios no son los que nos hacen sentir vivos.

Esta tercera forma de agencia, que se añade a la agencia epistémica y la agencia práctica, cabría llamarla “agencia evaluativa”, sabiendo como Kant nos enseñó, que valorar no depende ya de códigos ni de “valores” en el sentido trivial del término, sino de otra forma de determinación más profunda, de nuestra capacidad para decidir lo que importa, de entender claramente qué es aquello que tenemos que cuidar.

Esta agencia está implicada, sin dominarlas, en la agencia epistémica y en la agencia práctica, que tienen sus propios espacios de autonomía, pero interactúa continuamente con ellas, como ellas lo hacen con la capacidad de juicio evaluativo. Así mismo, la agencia evaluativa supone una madurez epistémica y moral suficientes como para tener tanto grado de autoconocimiento y de sensibilidad moral como para formar parte de una colectividad de la que depende el futuro de la humanidad, y en buena medida, la preservación de la vida misma.

A veces, en ciertas épocas, la capacidad de juicio se degrada y las más oscuras nubes amenazan en el horizonte.

sábado, 22 de febrero de 2025

Antes del perdón

 


Me pidieron el lunes pasado en el programa de la SER “Hoy por Hoy”, conducido por Ángels Barceló, que hiciese algunos comentarios a propósito de las dificultades que se tienen para pedir disculpas y perdón, especialmente en casos de mucha relevancia mediática. No se citaron explícitamente estos casos, pero algunos de ellos habían ocupado las pantallas y portadas de los últimas semanas y  esa misma semana (esta) otro caso de acoso sexual volvía a la atención pública. Estas líneas recogen un poco más elaborado lo que pensé y dije en aquella ocasión.

Pedir disculpas y pedir perdón. No creo que sean lo mismo. Pedimos disculpas cuando hemos causado un inconveniente por nuestra torpeza, desidia o por accidente. Ponemos algunas excusas por ello y esperamos que la otra persona las acepte. A veces decimos “perdón” cuando la palabra adecuada era “disculpe”, pero eso no implica que los dos rituales y actos performativos sean equivalentes. John L. Austin, el filósofo británico que pensó y popularizó la idea de “actos de habla”, escribió un ensayo titulado “Un alegato en pro de las excusas” en el que discurre sobre algunas ocasiones de la vida cotidiana en las que se pregunta cuándo hay que pedir disculpas y cuándo no. Así, por ejemplo, si en una velada, quizás en la que el invitado ya ha tomado dos copas, se levanta del sofá y pisa la muñeca en el suelo, es correcto pedir disculpas. Pero si nuestro infortunado personaje pisa el bebé y le fractura un brazo no son disculpas lo que tiene que pedir. En las disculpas está el reconocimiento de un inconveniente. En el perdón hay un daño y lo que está en juego es mucho más serio y afecta a la misma trama de la relación social. “Tendría que haber mirado mejor”, “tendría que haberse dado cuenta”, “no puedo entender que hiciese eso”, “no tiene disculpa”,…, son expresiones cotidianas con las que señalamos ese punto de inflexión entre las disculpas y el perdón.

Los rituales o micro-rituales son actos normativos que reproducen los vínculos sociales o, en su caso, los restauran. Saludar, dar un beso por la mañana a nuestra pareja, preguntar “¿cómo estás?” a nuestros conocidos en el encuentro ocasional o diario en el trabajo, son micro-rituales que hacen saber a la otra persona que “todo está bien entre nosotros”, que el vínculo social no ha sido afectado. No implicarse en ellos cuando habría que hacerlo exige pedir disculpas, no perdón.

¿Cuándo entró el perdón en la historia como un ritual necesario de reparación? Mi amigo (no le olvido) el filólogo norteamericano David Konstan, se hizo esa pregunta e investigó exhaustivamente el mundo clásico y el tardo-romano, de donde salió este luminoso libro: Before Forgiveness: The Origins of a Moral Idea, en el que sostiene que en la Antigüedad no se contemplaba la exigencia de arrepentimiento antes de pedir perdón, sino que el acto similar trataba más bien de apaciguar la ira de la persona afectada, de pedirle olvido o al menos que no respondiese con una venganza esperada. Las oraciones a Jahvé o los ruegos a los poderes terrenales tenían esa esperanza de que el olvido o la generosidad hiciese menos probable o costoso el castigo.

Para bien o para mal, el arrepentimiento y la obligación de pedir perdón es uno de los componentes de la subjetividad moderna, que nace con el cristianismo pero que en realidad es fruto de una transformación de fondo en las pasiones que sostienen el yo de la modernidad. La petición de perdón entraña complejidades intersubjetivas de orden moral y político que articulan (de nuevo, sí, para bien o para mal) la estructura de lo cívico.

El acto de pedir perdón tiene un componente cognitivo, otro emocional y un tercero de orden social y moral. En primer lugar entraña el reconocimiento por parte del ofensor de que ha causado un daño real, no un simple inconveniente, del que es responsable porque tendría que haberse dado cuenta de lo que estaba en juego. Cuando el ofensor o victimario reacciona diciendo o pensando “no es para tanto”, “si te has sentido ofendido, disculpas”, etc., sabemos que hay un déficit cognitivo, una ignorancia voluntaria o estructural que añade un cierto grado de violencia al daño ya causado.

El componente emocional, lo que el catecismo llamaba arrepentimiento, es un ejercicio afectivo que llamamos “vergüenza”, por la que, como ha estudiado mi colega Alba Montes, el yo se siente expuesto, frágil, vulnerable, inferior y todo su ser está afectado por un miedo a ser mirado por la comunidad. El Génesis lo explicaba muy bien con la historia del ocultamiento de Caín después de su crimen. Sentir vergüenza es lo que de forma natural despierta el reconocimiento del daño. Y llamamos “sinvergüenzas” o “desvergonzados” a quienes padecen un déficit emocional y sociópata cuando infligen daño a otros.

El arrepentimiento es la parte sustancial de la fábrica del perdón. Entraña algo más que el reconocimiento y la vergüenza, entraña una transformación moral del yo, una suerte de nueva norma interna que refleja un “nunca más” en el comportamiento. Por eso Hannah Arendt sostenía que el perdón reinicia la historia, porque, en algún sentido bastante literal, implica una transformación del yo del victimario.

El catecismo católico tradicional exigía además “decir los pecados al confesor y cumplir la penitencia”.  Tenía razón Foucault en que esa condición de la emergencia del yo moderno contenía un ejercicio de poder. Pero no tenía razón en dejar su comentario en esta constatación de los cambios de nuestras relaciones. En realidad lo que significa el nuevo discurso del perdón como exigencia moral y política es “decir el daño a la víctima y ante toda la sociedad” y aceptar las consecuencias del acto.

Solo la víctima puede perdonar si considera que las condiciones del mundo, del victimario y de la sociedad han cambiado lo suficiente. En otro caso, su resentimiento le estará avisando de que algo aún no ha restaurado la vida cotidiana. Y la sociedad debe preguntarse si es así o no.

Bajo todas estas condiciones, el perdón, sí, puede retejer, al menos en parte, los lazos fracturados. No entraña olvido, todo lo contrario, exige una vigilancia para que el “nunca más” sea real y permanente. Pero es una condición de socialidad entre personas que mutuamente se reconocen como tales.

Ahora es más fácil responder a la pregunta de ¿por qué es tan difícil pedir perdón? Hay una resistencia explicable a pedir perdón. El yo del victimario necesita una revisión completa de su manera de estar en el mundo, de su propia trayectoria y cambiar hasta un punto bastante hondo su identidad narrativa. Y tiene que pasar vergüenza y sentirse expuesto y frágil. Pocos son lo suficientemente lúcidos y valientes para hacerlo. Prefieren que la historia siga y que sus víctimas sigan siendo unas resentidas y ofendiditas.

Pero hay un nuevo daño en esta incapacidad. Un daño que ya no es solo individual sino colectivo. El no pedir perdón no solo ha roto los lazos implícitos y explícitos con la víctima, ha debilitado también todos los lazos sociales y ha cooperado en la estructura de poder y dominación. El daño a una víctima entraña un daño colectivo pocas veces notado. La víctima sí lo hace, pero no siempre es escuchada.