El tiempo y el espacio es lo que somos: el espacio interior, el espacio imaginario, el espacio del cuerpo y su entorno de intimidad, el espacio que habitamos y el espacio del planeta y el universo que nos intimida. Remedios Zafra ha diagnosticado muy certeramente el desgarro de nuestra conciencia espacial: soñamos un allí que siempre está lejos y vivimos en un aquí que cada vez nos cerca más[1]. El tiempo, por su parte, teje el espacio porque somos animales, máquinas termodinámicas que crecen y recrecen por metabolismo y viven entre metáforas y parábolas (los tres términos aluden al cambio (metabole) al desplazamiento (metáfora) a la distancia semántica (parábola). El cuerpo es movimiento continuo y el alma relato que quiere huir al pasado recordando o aprendiendo o al futuro abandonando la opresión de la existencia presente. Del espacio nacen las metáforas de liberación, nomadismo, cierre y apertura, muros, puentes y ventanas. El tiempo, a diferencia del espacio, impone unos límites (metáfora espacial) más concluyentes y perentorios: el tiempo se agota, la vida cansa y se acaba, el final no admite réplica y solo los relatos producidos por el pavor sueñan la inmortalidad.
En el origen está la lucha contra el tiempo que es la lucha
contra la muerte, contra el cansancio. La persistente incapacidad para imaginar
el fin del capitalismo tiene mucho que ver con la incapacidad de desearlo. No
puede imaginarse lo que solo se ve bajo la categoría de catástrofe. Ese ha sido
el gran triunfo de los imaginarios contemporáneos. Sea un colapso instantáneo,
una revolución telúrica, sea bajo una lenta autodestrucción, como Mark Fisher
nos recuerda con la película de Cuarón Hijos de los hombres, los
escenarios de no futuro y simétricamente de nostalgia del pasado han dominado
la cultura del siglo presente. Los significados y valores cambian
históricamente con las transformaciones socioeconómicas y las hegemonías
culturales, pero siempre están en dependencia de las topologías
espaciotemporales que organizan la vida de las personas y sociedades.
Hägglund comienza observando un lugar común en el que, sin
embargo, puede profundizarse para extraer consecuencias sobre la relación entre
la temporalidad humana y el orden de lo normativo. La vida, afirma[2],
es autoconservación, algo que permite explicar todos los aspectos de la
existencia de los organismos: “estar vivo es estar ocupado en la actividad de
mantener una vida”, sin ello nada tendría sentido. Pero este sentido nace del
hecho biológico contingente de la fragilidad del cuerpo. La finitud de la vida
no es solamente un hecho biológico:
“[…] incluso la forma más elevada de vida espiritual debe contar con su propia finitud. Para vivir una vida espiritual, tienes que ser el sujeto de lo que haces ⎼en lugar de estar meramente sometido a lo que hacer⎼, lo que requiere que sostengas activamente tu identidad existencial. Esta actividad importa porque en ella se juega tu vida. Sostener tu identidad existencial es dirigir tu vida teniendo en cuenta lo que valoras, lo cual solo es posible porque te concibes finito. Solo un ser finito puede vivir una vida espiritual, ya que solo para un ser finito puede ser urgente hacer cualquier cosa y priorizar cualquier cosa, lo cual es una condición para valorar cualquier cosa[3].
Hägglund aclara que esta relación entre vida espiritual y
conciencia de la finitud no es un mero hecho antropológico. Se trata de una
correlación que adquiere la fuerza de la necesidad metafísica. En su anterior
libro sobre la temporalidad en la literatura modernista del siglo XX (Proust,
Woolf, Navokov) desarrolla una argumentación de forma más explícita que en Esta
vida[4].
Se enfrenta allí a la razón metafísica que produce la desconexión entre finitud
y valor. Se trata de un principio que recorre toda la metafísica no solo
occidental sino también la asociada a varias religiones orientales: la que
enlaza el deseo con la falta de completitud metafísica.
Hägglund señala este argumento de la falta en el
discurso de Sócrates en El Banquete. Para Sócrates, es consistente que
se desee la felicidad, incluso siendo felices, a causa de que el alma no ha
logrado la compleción que la vida mortal no puede dar y que solo la vida
inmortal puede conceder. El ser en vida vive una existencia no lograda por su
propia condición material, corpórea, sensorial. Solo la contemplación de la
belleza y perfección formal puede conceder esta compleción. La perspectiva
platónica se extiende por toda la teología occidental. No es sorprendente dado
que la formulación cristiana paulina le debe mucho al helenismo y en particular
a esta idea de inmortalidad como compleción.
“Lo que hay que subrayar aquí es que Sócrates no dice que el hombre quiere trascender su condición de salud mortal. Por el contrario quiere seguir siendo lo que es. Y puesto que es mortal, quiere seguir viviendo como mortal. Como veremos, este deseo de supervivencia es incompatible con el deseo de inmortalidad. ya que quiere aferrarse a una vida que es esencialmente mortal e intrínsecamente dividida por el tiempo. La razón por la que el movimiento de supervivencia nunca alcanza la consumación de la eternidad no se debe a que ésta sea inalcanzable eternidad no es porque ésta sea inalcanzable, sino porque el movimiento de supervivencia no está orientado primariamente hacia esa consumación (2012, 19)
No se trata pues de un algún hecho de la vida sino de un
argumento metafísico por el que Sócrates no considera la vida bien orientada
hacia la plenitud sino que permanece en el lodazal de las apariencias. Platón
se incluye aquí en la tradición dominante de lo que Stephen Mulhall ha llamado
el mito de la caída o de la condición esencialmente caída e irredenta de
lo humano[5].
La existencia de deseo genera una confusión completa respecto al valor que, en
esta tradición, solo puede dar una transcendencia más allá de la muerte.
La tesis de fondo en esta mirada hacia el deseo en el tiempo
⎼ Hägglund lo denomina “cronolibido” ⎼, es que valor y deseo se distancian
por el carácter del deseo como muestra de la incompletitud humana. Esta
desvalorización del deseo no solo forma parte de la tradición platónica.
También de la epicúrea y estoica, en donde se trata de controlar e idealmente
hacer desaparecer el miedo a la muerte y fundar el deseo en un cálculo. En el
fondo, de un deseo del no deseo. La negación de la muerte en esta tradición (la
muerte no puede pensarse ni se debe temer por lo mismo) convierte al deseo en
una característica puramente contingente y sometida a un cálculo de placeres,
sin conexión profunda con el valor.
Frente a
estas dos tradiciones, la spinoziana, que tanto ha influido en la filosofía
contemporánea, considera que el deseo es el motor de la vida en la forma de
impulso. Deleuze y su larga escuela del devenir y la tradición psicoanalítica,
especialmente en su orientación lacaniana, así lo consideran. Hägglund, por
supuesto, valora esta nueva tradición mucho más positiva, pero observa que ni
la tradición spinoziana ni el psicoanálisis logran superar la tesis del deseo
como falta, especialmente Lacan, que considera central la imposibilidad de
cumplimiento del deseo precisamente como resultado de la falta de compleción
metafísica.
Pero, ¿por qué el deseo es signo de falta en la condición
humana y no, por el contrario, signo del esfuerzo de supervivencia y sentido de
vida, amor a la vida si se quiere expresar de una forma más solemne? Observemos
la microfísica del deseo en un ejemplo tan simple y tonto como disfrutar de un
helado en una tarde de verano. Es un placer que quienes lo experimentamos
sabemos que es bien efímero y que la conciencia de tu transitividad aumenta
exponencialmente a medida que nos aproximamos al final. Tanto para la tradición
negativa como para la positiva, la experiencia de lo efímero indica la
incompletitud del deseo, que inmediatamente se manifestará en una sensación de
falta de logro, de nueva necesidad o nuevos deseos. Pero lo que ocurre es lo
contrario: la conciencia de que no es un disfrute infinito, que va a terminar
pronto es precisamente lo que causa el disfrute, que aumenta con esa evidencia
de la cercanía de un final.
La experiencia de la temporalidad en cada uno de los actos y
en el propio continuo de la vida contiene siempre un a priori de conciencia de
la finitud, incluso o sobre todo en aquellas experiencias negativas como el
dolor y la pérdida, en donde la conciencia de transitoriedad activa emociones
como la ansiedad por el fin o, en algunos casos, la esperanza que se une al
deseo de supervivencia.
Tiene Hägglund toda la razón de su lado, en su protesta contra el mito de la caída o
el mito de la falta de plenitud metafísica de la condición humana, que aspira
por ello a otro espacio, sea de inmortalidad o, en la forma estética y
filosófica, de plenitud de verdad, belleza o habitación en lo sublime.
Paradójicamente, esta convicción es la causante de la falta de comprensión del
valor de la vida y de todo lo que queremos conservar y por ello cuidar.
Paradójicamente, insisto, este deseo de trascendencia es el verdadero origen de
la racionalidad instrumental que todo lo convierte en objeto transiente, por
más que sea hacia una supuesta plenitud de ser.
A la luz de las tesis de Hägglund podemos pensar las ideas
de valor y acción libre. Los valores se
originan en la importancia de las acciones que producen y reproducen la vida
personal y colectiva. Se entiende bien que valores y deseos se relacionan sin
ser lo mismo. Los valores nacen del orden que instaura la cultura, que es el
modo en que una sociedad se reproduce, transforma el mundo y produce y cuida a
sus miembros. No hay cultura ni sociedad sin orden: el que se establece en la
triple dimensión del sentido, de lo normativo y de lo funcional, es decir, de
los significados, valores y artefactos. Los valores son los que instauran lo
que podríamos llamar políticas y economías del deseo, es decir, órdenes en el
sentido del cuidado y del amor por las cosas de la vida. Somos verdaderamente
libres cuando nos identificamos plenamente con lo que hacemos. Incluso cuando
no tenemos alternativa. Por ello, el deseo puede ser un componente, aunque no
necesario ni suficiente de la libertad. Por ejemplo, el adicto al fentanilo
desea tomar una nueva dosis, pero en realidad desearía no tener ese deseo. La
identificación con nuestra acción es la conciencia de que eso que vamos a hacer
es lo que importa, o que lo hacemos porque nos importa y nos cuidamos de ello.
Vivir la vida en condiciones de dignidad y libertad es,
pues, el producto de una clara conciencia de que la finitud y transitoriedad de
nuestras cosas, afectos y salud generan órdenes de importancia en nuestras
acciones y, por ende, políticas del deseo. Solo la finitud nos da la libertad
que proviene del amor a esta vida, a las vidas de la gente, todas y cada una de
ellas imprescindibles e insustituibles, y al amor de la vida en general.
[1]
Zafra, Remedios (2012) Despacio, Madrid: Caballo de Troya.
[2]
Hägglund, 2022 Esta vida, Capitán Swing,
246
[3] Hägglund 2022, o.c., 246-7
[4] Hägglund, Martin (2012) Dying
for Time. Proust, Woolf, Navokov, Cambridge MA: Harvard University Press
[5] Mulhall, Stephen (2005) Philosophical
Myths of de Fall, Princeton: Princeton University Press.