Uno de los libros menos conocidos, y sin embargo más profundos, del antropólogo activista David Graeber fue el que escribió sobre el concepto de valor:
“Hoy en día, cuando los antropólogos hablan de
"valor", sobre todo “valor" en singular, cuando hace veinte años
se hablaba de "valores" en plural, están dando a entender, como
mínimo, que el hecho de que todas estas cosas deban llamarse con la misma
palabra no es una coincidencia. Que, en definitiva, son refracciones de lo
mismo. Pero si se reflexiona sobre ello, se trata de una noción muy
provocadora. Significaría, por ejemplo, que cuando hablamos del
"significado" de una palabra, y cuando hablamos del "significado
de la vida", no estamos hablando de cosas totalmente distintas. Y que
ambas tienen algo en común con el precio de venta de un frigorífico”
Graeber sostiene su teoría antropológica del valor en este
sentido generalizado que une valores y significados sobre dos puntales.
- El
primero es considerar que el valor nace de la importancia de las acciones más
que de los objetos (o fines, u objetivos).
- El segundo es una teoría dialéctica o dinámica de cómo las
acciones forman tanto las personas como las colectividades y el mundo.
La
hipótesis de Graeber tiene un fondo marxiano que atiende a no separar el
espacio de los valores de los resultados de las acciones sociales que conducen a
su producción. Si fuera posible hacer un mapa de los objetos que una sociedad
valora (personas, bienes, estatus, riqueza, etc.) tendríamos también un mapa de
la importancia de las acciones en esa sociedad. En su teoría resuenan dos ideas
de Marx: la de que los humanos producen intencionalmente un mundo y al tiempo
se producen a sí mismos, y la de que los objetos que producen tienden a adoptar
una forma autónoma y borrar las huellas del origen social de las acciones que
condujeron a su producción. El objetivo de la teoría del valor sería mostrar el
continuo proceso por el que una sociedad se produce y reproduce como resultado
del conjunto de actos de producción y circulación que generan el mundo que la
sostiene.
Graeber comienza resucitando (con todo merecimiento) la idea
piagetiana de los orígenes del mundo mental y moral en el niño. Como sabemos,
Piaget sostenía que los niños aprenden el mundo, en el sentido de producir las
estructuras básicas de representación a través de una continua interacción
práctica con él. La forma de esas acciones en el juego no se limita a producir
cambios en el mundo sino que produce estructuras mentales de orden lógico o, en
nuestro caso, normativo. En un sentido muy literal, el niño se produce como
persona capaz de acciones intencionales en un entorno social a la vez y por el
proceso de producir transformaciones. Por supuesto esta idea descarnada de
Piaget hay que complementarla con todo lo que nos enseñó Vigotski sobre los
entornos próximos: el niño llega a producir el conjunto de estructuras y
capacidades que caracterizan a un adulto en una comunidad debido a que su
entorno es inteligente y reacciona a sus acciones de formas ordenadas. Pero
esta extensión es ya parte de una teoría más amplia del valor en el contexto
social. Graeber piensa las sociedades que estudian los antropólogos
prototípicamente
como inmensos sistemas de producción y reproducción continua que al tiempo que
generan y distribuyen los productos reproducen la sociedad.
En el ritual del moka en el área de Mount Hagen de Papúa en
Nueva Guinea, los varones intercambian cerdos y en ese intercambio acceden a
estatus sociales de más categoría. Esos cerdos han sido criados por las
mujeres, que a su vez, crían a los niños hasta que llegan a la edad de
incorporarse a la comunidad. Hay aquí un sistema de acciones que producen
bienes (cerdos, en este caso, u hortalizas, que cultivan los varones, o
canoas,…) que circulan reproduciendo un complejo sistema de parentesco y de
estatus que constituye la estructura de la sociedad. Observa Graeber que no
deberíamos despreciar la inteligencia de estas sociedades porque su tecnología
sea menos sofisticada que la contemporánea. Lo que producen con esa tecnología
son sistemas de parentesco y de sociedad increíblemente complejos, de modo que
a los antropólogos les lleva generaciones entenderlos. El valor de las acciones
en ese sistema de producción de personas y comunidad depende de las
contribuciones a esa producción y reproducción.

En esta figura Graeber representa este circuito de
producción de gente y cosas a través de una esfera de circulación y acción. El
marco temporal es el de un complejo de ritmos y repeticiones que tienen a veces
la forma de técnicas de producción y a veces la de rituales de reproducción,
pero en toda su diversidad generan un sistema de valores que reafirma y
reproduce el valor social de las acciones, incluso, o a la vez que, las
finalidades aparentes de las acciones se orienten solamente a la producción de
estatus o la reproducción del sistema familiar.
Las sociedades modernas se basan en una red de acciones
generadas por la división social del trabajo en todos sus niveles, en la
constitución de modos abstractos de intercambio en la forma dinero que
convierte a productos y tiempos de las personas en mercancías,

En nuestras sociedades, apunta Graeber, la división del
trabajo divide las sociedades entre espacios familiares y espacios de
producción, o entre tiempos de vida y tiempos de trabajo, y la esfera de
circulación que es el mercado convierte todo en un sistema de precios que hace
olvidar el origen y la importancia de las acciones:
En un sistema capitalista, por tanto, hay dos conjuntos de
unidades mínimas: las factorías (o, para ser más realistas, los lugares de
trabajo) y los hogares ⎼con el mercado mediando las
relaciones entre ambos. Uno se ocupa principalmente de la la creación de
mercancías; el otro, de la creación (cuidado y alimentación, socialización,
desarrollo personal, etc.) de seres humanos. Ninguno puede existir sin el otro.
Pero el mercado que los conecta también actúa como una vasta fuerza de amnesia
social: el anonimato de las transacciones económicas garantiza que que, en lo
que respecta a productos concretos, cada esfera sea invisible para la otra. El
resultado es un doble proceso de fetichización. Desde el punto de vista de los
que se dedican a sus negocios en el ámbito doméstico, utilizando mercancías, la
historia de cómo se produjeron estas mercancías es invisible
Lo que a Marx le interesaba al estudiar este proceso, que
había descrito la economía política de su tiempo no era dar lugar a una teoría
de los precios, sino, por el contrario a explicar el proceso de ocultamiento de
los valores de las acciones debido a cómo se estructuran los tiempos de lo
humano: el trabajo abstracto que dará lugar a la producción y circulación de
mercancías se estructura por la cronología pública de relojes y calendarios.
Fuera del sistema de trabajo asalariado quedan los ritmos y tiempos
heterogéneos de producción y reproducción de la vida cotidiana, y con ellos
formas de valor más explícitos que los que indica el sistema de precios. Para
los padres, un niño es invaluable y las acciones de cuidado y cariño que llevan
a la crianza o “producción” de un futuro adulto adquieren una visibilidad
normativa de una especie que parece distinta de las técnicas que emplean los
mismos padres en sus lugares de trabajo cuando se “ganan la vida” con el fin de
producir vida.
Arjun Apppadurai e
Igor Kopytoff en su conocida propuesta
de la circulación de las cosas mostraron convincentemente que el valor de las
cosas incluso bajo el capitalismo no puede ser reducido a mercancía. Los
objetos, en su vida social, tal como ellos analizan, pueden pasar por fases de
mercancías, como por ejemplo cuando los novios compran los anillos y fases de
objetos no vendibles ni mercantilizables, como ocurre en el momento en que se
intercambian esos anillos en el acto de la boda. Tienen razón Appadurai y
Kopytoff en su crítica a quienes entienden el mundo de los bienes solamente
desde la esfera del mercado. En este sentido, sus observaciones son coherentes
con las de los antropólogos que han estudiado sociedades ancestrales, al igual
que con el también fundamental texto de la antropóloga Mary Douglas
que observa que el espacio de los bienes y del consumo crea un significativo
mapa de lo que valora una sociedad y qué considera que puede venderse y
comprarse. Así, por ejemplo, no se considera propio de ser convertidas en
mercancías las personas, o tampoco las evaluaciones de exámenes, por poner otro
caso. Graeber observa, sin embargo, que esta división entre mercancías y no
mercancías de Appadurai (y Douglas, aunque no la cita) tienen un carácter
neoliberal que sigue ocultando el valor que ahora se deposita en los objetos y
no en las acciones que los producen.
Los sistemas de valores, sostiene Graeber están unidos a la
imaginación de qué es una sociedad y una vida digna, de ahí la diversidad de
sistemas de valor que son antagónicas y luchan por una concepción del valor que
también lo es de la sociedad y del sentido de la vida:
En cualquier situación social real, es probable que haya un
número totalidades imaginarias, organizadas en torno a diferentes concepciones
del valor. Pueden ser fragmentarias, efímeras, o pueden existir simplemente
como proyectos soñados, o a medio realizar, proclamados desafiantemente por
sectarios o revolucionarios. Cómo se entretejan -o no- no se puede predecir de
antemano. Lo único seguro es que nunca encajarán a la perfección. Volvemos,
pues, a una política del valor", pero muy diferente de la versión neoliberal
de Appadurai. Lo que está en juego en última instancia en la política, según
Turner, ni siquiera es la lucha por apropiarse del valor; es la lucha por
establecer qué es el valor. Del mismo modo, la libertad última no es la
libertad de crear o acumular valor, sino la libertad de decidir (colectiva o
individualmente) qué es lo que hace que la vida merezca la pena ser vivida. En
definitiva, la política trata del sentido de la vida. Cualquier proyecto de
construcción de significados implica necesariamente imaginar totalidades (ya
que esto es lo que da sentido), aunque ningún proyecto de este tipo pueda
traducirse completamente en la realidad ya que la realidad es, por definición,
siempre más complicada que cualquier construcción que podamos hacer de ella.
Para Graeber el estudio de los valores, o la lucha por una
teoría del valor, debe huir de la frialdad cínica que considera toda apelación
a valores como sentimentalidad burguesa, ciega a las estructuras de poder que
configuran la ideología, así como de la ingenuidad que considera los valores
como un reino autónomo respecto a las acciones. La dificultad de este camino
está, sostiene Graeber, en lo elusivo que es el modo en que lo que llamamos
“estructura” social, que no es un principio estático sino el modo en que se
pautan los cambios en la sociedad, es decir, las acciones, porque se suele
perder de vista el modo en que las acciones contribuyen a reproducir (o
producir imaginativamente en algunos casos) la sociedad, sino porque la acción
suele considerarse lograda precisamente cuando esconde esos orígenes (en la
mercancía, por ejemplo, pero también en el arte). Y, así, añade, se produce la
transmutación de la importancia de las acciones en objetos de deseo:
[…] esas plantillas o esquemas tienden a reaparecer bajo la
forma espectral dislocada de totalidades imaginarias, y esas totalidades
tienden a acabar inscritas en una serie de objetos que, en la medida en que se
convierten en medios de valor, se convierten también en objetos de deseo. El
objeto en cuestión puede ser casi cualquier cosa: una representación ritual, un
tesoro heredado, un juego, un título con sus galas asociadas. Lo importante es
que, sea lo que sea, puede decirse que lo contiene todo. Dichos objetos
implican en su propia estructura todos aquellos principios de movimiento que
conforman el campo en el que adquieren significado, de la misma manera como,
por ejemplo, un hogar contiene todas las formas elementales de relación en
juego en un sistema de parentesco más amplio, aunque a veces en extrañas formas
invertidas. (p 259).