Las redes sociales tienen la ventaja de los espejos deformantes: no te devuelven una copia correcta de tu imagen pero no equivocan las relaciones básicas de tu figura. No es poca la gente que te dice "yo no entro en FaceBook, ni en cosas parecidas". Lo dice y hace por buenas razones: no sentirse vigilado, no someterse a los monopolios de la red, no perder el tiempo ni gastar su atención en trivialidades de cotilleo, ... No seré yo quien les critique ni quien vaya a desgranar razones que nunca serán convincentes salvo para los convencidos. Me parece una discusión cansina, como la que te suscitan a veces en tu provincia, "¿cómo te has ido a vivir a Madrid, con lo agobiante que es esa ciudad y lo tranquilo que se vive aquí? Te gustaría responder "para no volver a oír lo bien que se vive aquí y lo mal que están allí". Remedios Zafra ha dedicado uno de sus más profundos libros, Despacio, justo a este entrecruce de desubicaciones entre la geografía física y la digital, entre la pertenencia y el exilio.
Porque de eso se trata. Desde la persona adolescente (cuán poco precisa es la palabra adolescente cuando se refiere a una edad de transición, de huida, y cuánto más apropiada sería para describir la condición humana que es un adolecer continuo, un depender de los otros) hasta la madura (y qué pesada es esta metáfora biológica, que te obliga a cierta edad a considerarte como un tomate empocheciente), el migrar, o simplemente visitar o habitar como nómada en otros territorios, o tal vez siquiera el soñar en estar allí en lugar de aquí, significa entrar en una carretera sin fin de ninguna parte a ninguna parte, como en esa en la que River Phoenix comienza y acaba su trayectoria vulnerada en Mi Idaho privado. Las redes sociales son otro (más) de los territorios liminales en los que moramos cuando nos sentimos incómodos, molestos, encerrados, en la apacible y acolchada existencia de nuestra comunidad de referencia.
Son dos fuerzas que nos empujan en direcciones contrarias. De un lado está el viento de la necesidad de pertenencia, de ubicación clara y de referencia a nombres, caras e historias con las que se sienten los vínculos emocionales que conforman nuestra identidad. De otro lado está el huracán de las diferencias que nos distancian de lo familiar y que cuando son sentidas en carne propia lo hacen como una suerte de estigma que se nos fija en la frente y nos cataloga como el extraño. Es entonces cuando el más leve desbalance te lleva a quedarte donde no querrías o a huir sin saber a dónde y buscar otras lealtades y pertenencias en tribus que aún son desconocidas.
Allí, en ese allí esencial, en el que uno cree que es posible construir un perfil, hacerse una personalidad, elaborarse una máscara defensiva y al mismo tiempo transparente para lo que que uno querría dejar pasar de sí a través de la ventana, resulta que los lazos que conectan la red se convierten en caminos de ida y vuelta que te traen una imagen en la que no reconoces tus rasgos, o, peor aún, los reconoces pero bajo la categoría de una deformación que ha sido producida por miradas que no reconoces como familiares, aunque sabes que están ahí como espejos oscuros de tu identidad fingida. Y es en este momento cuando la tensión de las dos fuerzas se te hace presente como si fuera el cartel de carretera que indica con tu nombre el lugar de ninguna parte donde habitas.
En el limen, en el inmenso territorio de frontera que media entre las lealtades que se han desdibujado y la imagen deformada de un clan que aún no es tuyo, o simplemente de un desierto en el que todavía no has encontrado más vínculos que los de la incomprensión y el no reconocimiento, te encuentras en un allí que se ha nombrado de muchas formas: la herejía o simple heterodoxia, la disidencia, el puro malestar o la indignación. Allí se vuelve entonces un territorio inexplorado, vacío de referencias y lleno de vínculos emocionales inestables y casi siempre opacos e incomprensibles. La indecisión es entonces la regla de conducta. Querrías volver, pero ya no hay un dónde, querrías seguir, pero tus trayectorias están dirigidas por la imagen que te devuelve el espejo deformante, querrías descansar en la cuneta, pero sabes que nunca llegará la camioneta que te rescate.
¿Por qué las redes y no otro tipo de lugares? Por nada. Una generación nueva de emigrantes me respondería con toda la razón: porque estás bien donde estás, porque nosotros hemos tenido que irnos a donde nos quisieran, que no nos quieren. Pero también es cierto que en la nueva división social de los espacios, el espacio virtual se ha transmutado en una red de afectos y afiliaciones donde se construyen nuevas identidades y nuevas lealtades, donde los ritos de paso terminan en una aldea nueva que no es la que te envió, como adolescente, a encontrar las señas de identidad de las que adolecías y que ahora has hallado en otra parte.