sábado, 27 de junio de 2020

Resistencia en la palabra





Lo afirmaba el otro día Carlos Thiebaut: “no estoy dispuesto a regalar a los neoliberales ni la palabra libertad ni liberalismo”. Expresaba así una de las posibles formas de estar políticamente en el lenguaje: exiliarse o resistir. Con la perspectiva que dan más de cuatro décadas de ascenso y hegemonía de la cultura neoliberal ya podemos observar que sin duda se ha tratado (también) de un tsunami semántico que ha llenado de lodo, arrastrado y ocasionalmente vaciado de significado algunos conceptos en la historia de la emancipación humana.

Quizás todo empezó hace mucho, en aquel paseo por los bosques de Davos, el 29 de marzo de 1929, en el que Carnap y Heidegger discutieron sobre palabras, sobre si la expresión “Das Nichts selbst nichtet” (la nada nadea, se suele traducir) tiene algún significado. Heidegger acababa de publicar Ser y tiempo y Carnap La estructura lógica del mundo. Heidegger había tomado un camino que seguiría una gran parte de la filosofía del siguiente siglo, especialmente en la era que llamamos ahora “posmodernidad”: hay que abandonar el lenguaje dañado y exiliarse a un territorio nuevo habitado por una nueva jerga que resista la corrupción del lenguaje. Las filosofías francesa e italiana post-existencialistas tomaron la senda de Heidegger: las jergas lacaniana, deleuziana, foucaultiana, derridiana; las de sus epígonos italianos: Agamben, Espósito y tantos otros; las resonancias en la filosofía norteamericana: Spivak, Butler, … En el otro lado, la creencia de que el análisis lógico y/o conceptual podría restaurar el significado prístino de las palabras y eliminar la suciedad ideológica y metafísica. La filosofía analítica, en su búsqueda de herramientas para dotar de significado claro a las palabras, elaboró en las siguientes décadas un barroco y largo diccionario con su propia jerga metalingüística. Entre las dos sendas, Wittgenstein observó que ninguna de las dos llevaba a otro sitio que no fuese al escepticismo y a la lejanía de lo cotidiano. Los filósofos, pensaba, no son magos de las palabras, si acaso, deberían levantar acta de cómo evolucionan en las prácticas diarias o cómo cambian los significados al cambiar de barrio en esa infinita ciudad que es el lenguaje. Muy cercano a Wittgenstein en su reivindicación de lo cotidiano, Antonio Gramsci resistía en su celda al fascismo y a las derivas autoritarias del leninismo restaurando palabras comunes para referirse a realidades que estaban en el momento entreluces de lo viejo que muere y lo nuevo que no nace.

Un siglo después nos encontramos en encrucijadas que nos plantean similares opciones en lo que cabría llamar la filosofía política del lenguaje: exilio o rescate y resignificación.

La pérdida de “libertad” ha sido la más dolorosa. El neoliberalismo primero, los neoconservadores libertarianos y el neofascismo se han apoderado de la palabra como una insignia del newspeak: “libertad” significa luchar contra el estado protector y abogar por una economía sin restricciones con un estado fuerte que proteja a los fuertes. Es doloroso porque este cambio semántico ha calado profundamente en las conciencias. Tengo sobre mi mesa el libro editado por Julián Casanova Tierra y libertad, una historia de un siglo del anarquismo español y, mirando la portada con el lema ácrata y la fotografía de un niño vestido de miliciano con un gorro de la FAI, me asomo al abismo que la historia ha creado entre dos significados de la palabra.

Junto a “libertad” otra cadena de palabras han caído víctimas de la marea neoliberal: “autonomía”, que desde Kant significaba la capacidad de las personas y grupos para obedecer a las reglas y normas que ellos se habían dado a sí mismos, ha devenido en el nombre de una nueva forma de trabajo asalariado y precario que produce la ilusión de ser empresarios de sí mismos cuando no son sino trabajadores sin salario y por obra. No menos punzante ha sido la pérdida de “autogestión”. En otro tiempo fue una palabra que designaba una forma de propiedad y gestión de los medios de producción y distribución distinta a la propiedad privada o la propiedad y gestión estatal. Fue un tiempo de aspiraciones de colectividad, de apropiación por parte de los trabajadores, de cooperativas y de iniciativas sociales que creaban un horizonte de un socialismo, de formas de organizarse en todos los niveles de la vida, comenzando por las organizaciones políticas. Buscar hoy “autogestión” en Google (self-management) es llorar: una ristra de entradas que nos llevan al pantano del lenguaje de la autoayuda y el emprendimiento.

Las palabras, claro está, no cambian a voluntad del poder, como Humpty dumpty proclamaba. Cambian de significado porque, como bien intuía Wittgenstein, nombran formas de vida que siguen las curvas de la historia. No son las palabras sino la vida lo que tiene autonomía. Pero las palabras importan. Quienes, siguiendo la línea heideggeriana, optan por el exilio y la creación de jergas renuncian a las palabras, los conceptos y los regalan al adversario. Detrás de ciertas estrategias de estilo de pensamiento no hay sino un profundo nihilismo semántico como respuesta al simétrico cinismo semántico del poder. Se equivocan también quienes creen en la autonomía de los conceptos y pierden su vida estableciendo los límites de las condiciones necesarias y suficientes de aplicación de una palabra. En el mejor de los casos, dan simplemente nombre a nuevos usos. Carnap lo entendió bien al final de su vida, cuando volvió a Neurath, el radical, que pensaba que la enciclopedia y la historia eran lo mismo: que la humanidad escribía en su trayectoria la enciclopedia que la describía.

Pero cabe la resistencia wittgensteiniana y gramsciana en el lenguaje: la resistencia que recuerda que los usos son lo principal y que mientras que haya luchas por la liberación la libertad tendrá significado, que mientras haya luchas por la reapropiación la autogestión tendrá significado y que mientras haya resistencias a la sumisión voluntaria la autonomía tendrá significado.

sábado, 20 de junio de 2020

El silencio de la gente buena






Se adscribe a Gandi y a Martin Luther King  la frase “lo más malo de las cosas malas es el silencio de la gente buena”. La famosa carta que Luther King escribió desde la cárcel de la ciudad estadounidense de Birmingham alude indirectamente a la conciencia del “blanco moderado” con la esperanza (llena de escepticismo) de que entienda la acción directa que estaban llevando a cabo los activistas por los derechos sociales de los negros y que muchas veces desbordaban los estrechos marcos de las leyes vigentes. Luther King apela a la conciencia de la buena gente, pero de hecho a algo más: a su solidaridad. Ahora bien, ¿de qué hablamos cuando hablamos de solidaridad? En anteriores textos he propuesto la idea de fraternidades epistémicas como parte necesaria para el aprendizaje colectivo bajo condiciones de dominación, opresión y exclusión sociales. Es necesario, sin embargo, distinguir entre fraternidad, solidaridad y sentido y conciencia de la injusticia. La teoría liberal, la teoría de la buena gente y el blanco moderado, tiende a considerar suficientes la aspiración a una cierta justicia razonable y el sentido de las injusticias flagrantes. Estos dos valores bastarían, conforme a esta concepción generalizada, para construir una sociedad vivible, digna y suficientemente igualitaria y justa.

En un interesantísimo libro, que inspira estos párrafos, A moral theory of solidarity, Avery Kolers despliega un análisis sugestivo del concepto de solidaridad. El libro contrapone que el imperativo de solidaridad con una concepción liberal de la sociedad y la justicia.  No es difícil encontrar esta actitud, que se sustenta sobre una cierta conciencia social unida a un sentido de la justicia, y que es compartida por buena parte de la población, desde luego, por la inmensa mayoría de las tribus académicas relacionadas con el estudio de la sociedad y la cultura. La actitud liberal admite que en la sociedad hay gente desaventajada, e incluso que su condición es producto de injusticias ocasionales, y que conviene ayudarles dentro de lo posible, y en los casos más sangrantes, resolver las injusticias, visto siempre el paisaje desde la plataforma elevada de un concepto de sociedad al margen de toda fractura y antagonismo.

Kolers rastrea el origen de esta concepción liberal en las disputas sobre la Conquista de América que tuvieron lugar en los primeros momentos tras el Descubrimiento. En primer lugar, Francisco de Vitoria y la Escuela de Salamanca, que debatieron la legitimidad de la Conquista, basándose en una nueva concepción del derecho de gentes; en segundo lugar, Bartolomé de las Casas, en su controversia con Juan Ginés de Sepúlveda acerca del derecho a nuevas conquistas y a esclavizar indígenas en las encomiendas (que fueron el modelo para las grandes posesiones de esclavos que habrían de asentarse en todas las américas). Tanto los teóricos de la Escuela de Salamanca como Bartolomé de las casas defienden la condición de personas de los indígenas, su no esclavización y su capacidad para ser evangelizados, que por otra parte era la justificación moral del Imperio para las guerras de conquista. Son suficientemente atrevidos como para discutir si el proyecto entero de conquista era legítimo o no y, en el caso de Bartolomé de las Casas, es apreciable su arrepentimiento de haber sido hacendado poseedor de esclavos en la Española, aunque luego los liberó. El propio emperador Carlos ordenó parar toda nueva conquista mientras se desarrollaba en Valladolid la polémica entre Sepúlveda y Las Casas en 1550-51. Todo esta controversia inaugura lo que será sin duda el punto de vista de Occidente en su teoría social y en su práctica real en los próximos siglos. Es, sin duda una aportación valiosa, significa el nacimiento de una nueva conciencia ciudadana orientada por la idea de justicia (sea cual sea el concepto que se tenga de esta) y por la compasión por los de abajo. El estado de derecho nace en estas discusiones y muchos de los temas que se originan en esta controversia llegarán hasta la filosofía contemporánea y a clásicos como John Rawls.

La conciencia de la injusticia es, ciertamente, un paso, pero, advierte con perspicacia Kolers, tal como aparece en estos primeros atisbos y como se reproduce ilimitadamente en formas de conciencia distantes y “neutrales”, es una conciencia que no toma en cuenta el punto de vista de los que sufren la opresión. Es una apelación a principios generales que articulan la buena conciencia occidental pero que no solo permiten, sino que de hecho subrepticiamente reproducen la comisión de nuevas injusticias. La solidaridad, sostiene Kolers, está y debe estar antes que la conciencia de la justicia y la injusticia. Es una actitud teórica y práctica que nace de la comprensión del punto de vista de los oprimidos y de una suerte de adhesión práctica incluso si no se comparte con ellos objetivos y medios de acción.

Lo más atrayente del análisis del concepto de solidaridad de Kolers es precisamente esta propuesta de entender la solidaridad como un compromiso con los movimientos de emancipación, solamente por el hecho de que se comprende su situación y punto de vista, y esta comprensión es una razón suficiente para apoyarlos. La solidaridad es, así, un compromiso moral basado en razones. No es fruto de la empatía. La empatía puede estar o no, pero no es necesaria. En esto se diferencia de la fraternidad, de la que hablaré más abajo. La solidaridad es un efecto del despertar epistémico que implica resolver los puntos ciegos que genera el encontrarse en una mejor posición social que otros y, pese a ello, entender su perspectiva epistémica y, por ello, formar una razón para apoyarles.

Encontramos solidaridad entre los abolicionistas norteamericanos que tanto ayudaron a los esclavos huidos desde el Sur, entre los burgueses y aristócratas como Kropotkin que se comprometieron con los movimientos obreros, entre los activistas blancos de derechos civiles en la lucha contra el racismo en Norteamérica y Suráfrica, entre los pacifistas de Israel que se ponen del lado de las reivindicaciones palestinas, entre los igualitaristas varones que apoyan el feminismo. La solidaridad, a diferencia de la buena conciencia implica siempre una actitud práctica no exenta de costos personales, entraña sumarse a la perspectiva y acción de otros con quienes posiblemente tengan experiencias y objetivos distintos, pero con quienes se quiere estar básicamente por la razón de que necesitan la colaboración de todos. Después del Holocausto, el gobierno israelí aplico el término Jasidei Umot Ha-Olam (justos entre las naciones) a quienes fueron lo suficientemente altruistas como para proteger a personas perseguidas con el riesgo que ello conllevaba. Es un buen nombre para un comportamiento solidario.

La solidaridad es una exigencia moral en una sociedad sociedad transida por desigualdades de posición social y por diversidades de formas de opresión, dominación y exclusión. Implica estar con otros aunque la situación propia sea distinta: el heterosexual que entiende y apoya los movimientos LGTBI, aunque no participe de los mismos objetivos, el varón que se implica en la lucha feminista a pesar de estar por su condición de género en el lado dominante, el pequeño burgués asentado que compromete su tiempo en las luchas contra la precariedad, en la defensa de los sinpapeles, ya componentes estructurales de los países ricos, en las acciones contra los desahucios, en las reivindicaciones por una salario digno o en la petición de una renta básica incondicional.  La solidaridad es una forma particular de vivir la experiencia de ciudadanía: una inserción en la vida común que tiene un triple componente epistémico, moral y práctico.

En las sociedades modernas los antagonismos son cruzados y variopintos. La clase, la raza, el género, la cultura, la sexualidad, son todas modalidades de poder asimétrico que estructuran la sociedad y están en la base de los puntos ciegos e ignorancias voluntarias. Estas formas de opresión generan intersecciones en las que, para quienes las sufren múltiplemente su sufrimiento aumenta de modo no lineal, a veces multiplicando los sufrimientos y a veces rehaciéndolos. Por ejemplo, para muchas personas significa en unos casos estar en situación de penuria y en otros en posición dominante, como el gay que sufre exclusión, pero su condición blanca, ciudadana de un país rico y con medios económicos suficientes le sitúa en la parte de arriba de la sociedad respecto a otros ejes. Esta es la razón básica por la que en las sociedades heterogéneamente injustas la solidaridad sea una exigencia moral de ciudadanía que debe ir más allá de la buena conciencia liberal. En los paisajes de injusticia no basta con ser buena persona. No basta el sentido de la injusticia: hay un imperativo de solidaridad para no ser cómplices de la injusticia.

La Revolución francesa instauró los ideales republicanos de libertad, igualdad, fraternidad como principios regulativos de una sociedad bien ordenada. Toni Domènech, en su importante libro El eclipse de la fraternidad. Una revisión republicana de la tradición socialista (Crítica, 2004, Akal, 2019) observa desolado como el ideal de fraternidad que había unido a los varios componentes de la revuelta contra el estado estamental, pero sobre todo a los miembros del cuarto estado, la parte más plebeya de la revolución, fue progresivamente disolviéndose. Nos recuerda Domènech:

Pues «emanciparse» –librarse de la tutela paterna– es «hermanarse»: emancipado de la tutela de mi señor no sólo podré ser hermano de todos los «menores» que compartían ya cotidianidad conmigo bajo la misma tutela señorial; podré ser, además, hermano emancipado de todos aquellos que estaban bajo la tutela y la dominación –dominación viene de domus: de nuevo, ¡una metáfora familiar!– de otros patriarcas. La parcelación señorial de la vida social en el Antiguo Régimen impide el contacto con ellos; caído ese régimen, todas las «clases domésticas», antes segmentadas verticalmente en jurisdicciones y protectorados señoriales y patriarcales, se unirían, se fundirían horizontalmente como hermanas emancipadas que sólo reconocerían un progenitor: la nación, la «patria» (¡otra metáfora conceptual familiar!).

Este hermanarse que Toni Domènech relata en esta revisión filológica va un paso más allá del que exige la solidaridad. La solidaridad es una actitud moral que nace de una actitud epistémica y genera una razón para el compromiso. La fraternidad es algo más: implica vínculos que son a la vez objetivos (estar bajo el dominio, el domus del patriarca) y subjetivos: lazos de apego que nacen del compartir la condición de subyugación al paterfamilias. Aparecen aquí emociones necesarias que desbordan la pura actitud epistémica de reconocimiento del otro. Es un reconocimiento bajo una descripción: la de pertenencia, filiación, familia. Un reconocimiento que despierta los lazos que Aristóteles agrupaba con el término de filía, pero incluso si no se da el reconocimiento, el vínculo es objetivo pues está unido a una misma condición social.

Aunque Domènech cita al comienzo de su libro la reivindicación que hizo Ralws de la fraternidad en su Teoría de la justicia, la verdad es que Rawls devalúa mucho el contenido del término. Para el filósofo político la fraternidad sería una actitud que estaría contenida en su principio de diferencia, según el cual, otras cosas iguales, debe favorecerse a los más perjudicados en la sociedad, y que se llevaría a una especie de mirada socialdemócrata con ciertos elementos de discriminación positiva, que es lo que postula este principio. La fraternidad es, sin embargo, un vínculo que nace de proyectos comunes de emancipación.

La fraternidad obedece a la lógica de la acción conjunta, en la que, según nos explica Margaret Gilbert, hay una conciencia de compartir fines comunes (bueno, la discusión técnica entre varios autores que trabajan en la noción de acción conjunta y formación de grupos, se dividen las posiciones entre quienes exigen una conciencia clara de los objetivos comunes y el simple hecho de compartirlos) y por ello de una cierta reciprocidad de derechos y deberes que nacen del compromiso conjunto. Si en la solidaridad la fuente básica de la actitud es el ponerse en el lugar del otro, haciendo así un ejercicio de trascendencia epistémica, en la fraternidad la base son los sentimientos de lealtad y pertenencia que nacen de reconocer al otro como alguien con el que se comparte la situación.

El hilo de la hermandad ha cosido la historia de los iguales en la opresión a lo largo del tiempo, ha formado su memoria de resistencia frente a las alianzas de los poderosos, (¡ay!) también fraternales en su dominio y odio de clase. La hegemonía de los patricios es una fraternidad sin solidaridad, es pura política de exclusión. Por eso, fraternidad y solidaridad no se excluyen sino que se complementan y necesitan. Durante la gran huelga de las Unions de mineros entre 1984 y 1985 en el Reino Unido, cuando el movimiento se sintió bastante aislado, fue importante la reacción de la LGSM (Lesbians and Gays Support the Miners). Esta improbable conjunción produjo importantes cambios: los mineros comenzaron a participar en los siguientes años en las fiestas del Orgullo y el apoyo sirvió para que el Partido Laborista apoyase las luchas de este movimiento. Es importante entender las dos lógicas de la fraternidad y la solidaridad: uno imagina a los mineros de Durham participando en las festivas manifestaciones del Orgullo sin entender quizás muy bien de qué iba aquello, pero entendiendo que tenían razones para quejarse y poniéndose de su lado. En las intersecciones de movimientos sociales contra la opresión, las fraternidades y sororidades pueden descubrir en sus historias de resistencia el punto de vista de los otros oprimidos bajo otras injusticias y desarrollar solidaridades improbables. La solidaridad sería, pues, la materia de la que están hechos los eslabones de eso que el populismo de izquierdas llama “cadena de equivalencias”, que no es sino una suerte de desvelamiento o descubrimiento colectivo de la necesidad de cambiar el sistema.




domingo, 14 de junio de 2020

Sensibilidades y antagonismos




La historia humana es una historia de cooperación en un marco de antagonismos. Dos fuerzas de atracción y repulsión que construyen en frágiles equilibrios inestables las instituciones humanas desde la familia al estado pasando por la propiedad de bienes, espacio, tiempo y personas. En los paisajes de amor y violencia que definen la historia, la sensibilidad evolucionó desde la mera reactividad a las formas complejas de emoción con las que se constituye la experiencia. Amar el desierto o las estepas como se ama lo sublime del misterio de lo común en los ritos de paso, reconocer lo siniestro en la atracción por el abismo de la muerte, enseñar al cuerpo a acompasarse a los ritmos de otro cuerpo y al oído al canto de la tarde.

 La sensibilidad que creció en la dialéctica de cooperación y antagonismo lo hizo en el contexto de las prácticas de la comunidad, donde sensibilidades emociones y aparatos conceptuales se fueron modelando en interacción, al compás de cómo las distintas formaciones sociales desarrollaban sus variadas modalidades de distribución de poder. La sensibilidad es la capacidad reactiva a la realidad física y social. No es una capacidad pasiva sino enactiva, producto de la interacción ente la espontaneidad anticipativa de la mente y los estímulos presentes en una realidad estructurada. Como todos los animales con un sistema neuronal avanzado, los humanos accedemos al mundo explotando las estructuras físicas y sociales en la forma de posibilidades de acción. Las palomas explotan el campo magnético terrestre para orientarse en sus viajes del mismo modo que el político avezado explota la reactividad moral de las personas mayores para generar polarización interesada. La sensibilidad es una capacidad compleja que abarca los sistemas sensoriales, pero está conectada con la reactividad emocional y con los mapas internos espaciotemporales y corporales. La fisiología de los sistemas sensoriales varía poco a través de la historia, pero su capacidad de sintonía sí lo hace a través de las culturas. La educación sentimental, la inmersión en prácticas como el arte, orientadas a modificar la sensibilidad, junto a la dimensión de técnicas y habilidades en los distintos trabajos influyen en la discriminación de posibles cursos de acción en las situaciones particulares. Pero, sobre todo, la sensibilidad se educa en la historia dialéctica de cooperación y antagonismo.

No hay que pensar que la dicotomía entre cooperación y antagonismo coincide con alguna división entre lo bueno y lo malo. La calificación moral de las relaciones y comportamientos comienza cuando la cooperación y el antagonismo se observan con la mirada sensible de nuestro sentido de la injusticia. Cuando se inflige un daño que no tendría que haber ocurrido y cuando ese daño no es simplemente individual ni puramente circunstancial sino colectivo y estructural la cooperación y el altruismo aparecen con tintes morales además de los epistémicos y estéticos. Así, cuando observamos que para que una parte de la población disfrute de ciertos bienes es necesario que otra quede desposeída de ellos y sufran en las dimensiones más básicas de la existencia: en la posibilidad de hacer planes de vida y llevarlos a cabo, en la posibilidad de tener una biografía y no un simple diario de supervivencia. Es entonces cuando la cooperación y el antagonismo, en la intersección con el daño y la injusticia, adquieren tintes morales y políticos.

A veces la cooperación es buena y a veces dañina; a veces el antagonismo es violento y destructivo y a veces creativo y beneficioso. Depende de cómo intersequen con la distribución del poder y qué posibilidades abran o cierren: quienes sufren cooperan para cambiar las cosas; quienes dominan en la sociedad cooperan para preservar su estatus. Por sí mismo, el antagonismo no es necesariamente pernicioso. Por el contrario, es una condición natural de la existencia humana. Quizás su forma más fructuosa sea la del antagonismo en el espacio interior, el “yo estoy en paz con los hombres/ y en guerra con mis entrañas” de Machado, ese antagonismo que nace al descubrirse enfrentado a Otro dentro de sí, un yo que oprime al tiempo que invita a la imitación, la máscara blanca de la piel negra o el marrano que lleva dentro el cristiano nuevo, el burgués que habita en el revolucionario, el padre impositivo en los deseos de libertad del adolescente. Por oscuros laberintos el deseo y el antagonismo caminan juntos y se entrecruzan y constituyen. Su tensión está antes o después de la moral.

El antagonismo presenta siempre su relato en un modo dramático que nace en la escisión de identidades: “tú tienes lo que yo deseo”, “tienes lo que me pertenece o tendría que pertenecerme”, “tú deseas lo que yo no puedo concederte”, “tú deseas lo que no quiero concederte”; o, en su forma sartriana: “no soy lo que quiero ser/ no quiero ser lo que soy”. En este espacio de conflicto el antagonismo construye una historia de protagonistas y antagonistas que diseñan formas y distribuciones de la sensibilidad: la interior, que atiende a las fracturas internas de la identidad, la exterior, que atiende a la exclusión y falta de reconocimiento. Los antagonismos educan la sensibilidad.

La sensibilidad también se reparte siguiendo la topología del poder. Simone Weil trabajó algunos meses en una factoría para entender la sensibilidad proletaria: el dolor de las piernas y espalda a lo largo de una jornada de diez horas, la espera para que el capataz te permita ir al baño, el cansancio y hastío con el que se llega a casa al final de la jornada… Hay una sensibilidad de género que capta las formas sutiles de sexismo allí donde el varón cree que sus palabras son formas naturales y espontáneas, nada dañinas, piensa, como si su interlocutora tuviese la piel demasiado fina. Hay una insensibilidad al color y la raza en quienes no han sufrido nunca la exclusión y siguen pensando de sí mismo que no son racistas. En cada conflicto histórico las sensibilidades se dividen en modos de ver, escuchar y hablar. Los antagonismos de clase, género, raza, cultura, sexualidad, corporeidad dibujan topografías de lo visible que reflejan las topologías del poder.

No existen identidades al margen de los conflictos: son los antagonismos los que van definiendo el camino de agravios y resentimientos que conduce a una identificación, es decir a la creación de una propiedad que se impone como una piel no querida en los cuerpos, en adelante calificados antes que comprendidos. Sin los conflictos, cada individuo sería un particular definido por sus relaciones cercanas o lejanas, pero no un ser cuya existencia la ordene un rol social definido por su lugar en un inmenso espacio de dominación. La identificación, el proceso por el que una persona adquiere una identidad social invade su cuerpo como el de los actores que interpretan un drama: abandonan su condición de personas para hacerse personajes. No es pues extraño que el teatro sea el mejor modelo de la acción humana. Se ha recordado numerosas veces que la palabra persona tiene su origen en el espectáculo dramatúrgico, en la máscara con que los actores se cubrían “per-sonare”, para ser comprendidos por el auditorio.

En la literatura dramática, en las artes escénicas, en la audición de conflictos y debates nos purificamos, sostenía Aristóteles: nuestras emociones se enervan y llegan a un punto de inflexión que nos deja exhaustos como lo hacen los dramas cotidianos. Son artes de construcción de personas, así como la educación en las ciencias y letras son artes de construcción de ciudadanos. En una democracia como la ateniense, que intentaba sobrevivir a una humillante derrota en las guerras del Peloponeso, a una peste y a una dictadura, Platón, que intentaba reeducar a la juventud, se encontró con el problema de que la prosa no servía como instrumento y adoptó la dramaturgia como modo de explicar filosofía. Sus diálogos reproducen dramas internos de la razón que eran a un tiempo los dramas de la democracia ateniense. Lope, Calderón, Tirso, Shakespeare, Corneille, Molière, Racine, la Camerata florentina y tantos otros elaboraron el espíritu de lo que habría de ser el nuevo ciudadano, el civites que habitaba las ciudades bajo la forma de estados modernos. En La noche de los proletarios, Rancière rehízo la documentación de los primeros proletarios que tras sus jornadas de trabajo escribían o representaban dramas en los que soñaban con dejar de ser obreros para ser simplemente las personas que representaban sus personajes.

También los conceptos nacen del antagonismo. El concipere latino, el cum-capere que habría de ser el medio del pensamiento cuando en la cultura se impusiese la prosa escrita sobre la poesía representada, las cosas se unen (eso es lo que significa en el origen: “capturar y unir”, como la madre “concibe” cuando óvulo y esperma se unen) y sólo entonces son reconocidas o discriminadas bajo una descripción, bajo una categoría, que, al unir, separa de otras cosas, de otras propiedades que también definirían a la cosa, la hacen visible solamente bajo una luz que oscurece todas las demás propiedades, con las que está en contradicción y otras formas de conflicto. La misma lógica nace en el antagonismo: es la operación de negación la que crea la contradicción fundamental de la que nacen las demás. 

No hay conflicto ni antagonismo sin cooperación (CONTINUARÁ)

La ilustración es La batalla de los centauros, de Miguel Ángel

domingo, 7 de junio de 2020

Hacer mundos con cosas







Cosas que hacen


Cuando el antropólogo Alfred Gell (1945-1997) murió tempranamente de cáncer, apurando sus últimos días para terminar su libro Arte y agencia que su mujer habría de publicar al año siguiente, no podía saber que estaba produciendo a la vez un giro en la antropología y en la estética. A la antropología no había que enseñarle que la cultura material es una parte esencial de la cultura pues ya estaba en el corazón de su proyecto como ciencia. Los estudios sobre el intercambio kula de Malinowsly, sobre el potlatch y la economía del don de Marcel Mauss se encuentra entre los orígenes de la atención antropológica hacia el entrelazamiento entre objetos y prácticas en las diversas culturas. La antropología contemporánea de Bruno Latour, Tim Ingold y Daniel Miller ha extendido con éxito y capacidad de renovación la idea de cultura material al estudio de las culturas de nuestro tiempo. Aun así, quedaba (y queda) mucho por escribir en letra pequeña sobre las relaciones entre prácticas, objetos y subjetividades y experiencias; mucho por estudiar sobre cuál es la cultura material de la epistemología y la estética, del conocimiento y el arte; un océano de ignorancia sobre cómo el cuerpo extendido, la mente extendida, el cuerpo y la mente distribuidos producen subjetividades, identidades, cultura, resistencia. El libro de Gell es uno de los más iluminadores pasos en este largo camino.

La Teoría del Actor Red de Latour y Callon es una aproximación simétrica a la idea de agencia, en donde la simetría consiste en el emborronamiento de personas y artefactos referente a la capacidad de cambiar las cosas. Latour usó el término actante, tomado de la teoría literaria para expresar esta simetría. El concepto de Latour es demasiado general, demasiado poco iluminador, demasiado posmoderno y “francés” para permitirnos entender por qué y cómo aprendemos de la práctica, por qué y cómo las cosas que hacemos nos transforman. La teoría de Gell es bastante más sofisticada y abre posibilidades que se extienden desde el arte, que era su objetivo, hacia otros campos como el conocimiento y, en particular, las epistemologías de la resistencia social a la dominación.

La teoría de Alfred Gell se resume básicamente en que el arte pertenece a una familia de prácticas en las que hacemos cosas para hacer cosas con la gente. La religión, una región de la cultura muy cercana al arte, de la que el arte en su concepción occidental puede considerarse como su sucesor natural, agrupa un conjunto variado de prácticas que producen cosas que producen subjetividades, acciones, formas de vida: se fabrica un templo para dividir los espacios y tiempos en sagrados y profanos; se fabrican imágenes para producir piedad; se escriben libros para generar plegarias y sentidos de culpa, … Los objetos, en un sentido amplio que acoge lo físico y lo informacional, median las relaciones sociales, son parte de las relaciones sociales y por ello del orden que constituye las sociedades.

Los objetos de arte son teorizados por Gell como un tipo muy particular de significados: son índices en el sentido peirceano, al modo en que el humo es un índice de fuego. Un objeto de arte es un índice de agencia, un productor de inferencias de que aquello está producido de forma agencial para, a su vez, producir efectos agenciales. Como en el viejo y mal chiste sobre arte contemporáneo, si encontramos una fregona en una sala de un museo, ese objeto se convierte en arte si produce inferencias sobre la agencia compleja del artista, del comisario, de los espectadores, de la forma “instalación” que hace que ese objeto haya suspendido su humilde función como herramienta de limpieza.

Los objetos/índices se articulan en una taxonomía de cuatro elementos que delimitan la teoría del arte de Gell: artistas, índices (objetos), prototipos y destinatarios. Los artistas son lo que usualmente entendemos por tales, desde los artesanos a los intérpretes o autores. Los destinatarios pueden ser tanto el público espectador como los mecenas o coleccionistas. Por último, los prototipos son esquemas de significado que permiten situar el objeto en un marco de interpretación artística. Son prototipos, por ejemplo, los géneros en pintura, literatura, música o cine.  A su vez, las relaciones entre estos cuatro componentes se ordenan asimétricamente en agentes y pacientes.

Cualquiera de los elementos puede ocupar en algún momento el rol de agente o el de paciente: el artista, en el sentido más intuitivo es agente respecto al objeto cuando lo elabora, pero puede ser paciente respecto al prototipo cuando tiene que amoldarse a las normas del género; los destinatarios pueden ser pacientes cuando son meros espectadores pasivos, pero agentes, por ejemplo, cuando son mecenas o demandan un cierto prototipo. Esta doble mirada como elementos y como roles produce complejas formas de agencia. Así, podemos pensar en Caravaggio como un gran artesano que produce un cuadro de la muerte de la Virgen como un cuadro de género ordenado por Laerzo Cherubini para su capilla en la iglesia Santa María della Scala en el Trastévere, y por ello destinado a producir piedad en los fieles. Este esquema lineal de agencia en el vértice tenemos al artista, aunque también al mecenas que hace con su dinero que Caravaggio se ponga a trabajar, pero también con su intención de que obedezca a un prototipo. Caravaggio, a su vez, paciente como artesano al servicio de la nobleza, puede actuar como agente no solo como pintor sino como revolucionario que se niega a seguir las normas del prototipo y representa en el cuadro a una mujer muy normal en su lecho de muerte.

El rol de agente/paciente puede ir cambiando a lo largo del proceso de creación y difusión del arte de manera que la historia de un objeto de arte se ramifica en situaciones y momentos variantes en los que cada elemento se activa o se acompasa. Pensemos en los avatares de La Venus del espejo de Velázquez, desde su nacimiento de las manos del pintor a los múltiples gabinetes de la nobleza que ocupó con el tiempo hasta terminar en la National Gallery, en donde el 10 de marzo de 1914 la sufragista Mary Richardson la acuchilló en un acto a la vez político y estético en protesta por la detención el día anterior de su compañera de luchas Emmeline Panhurst.

En estos circuitos de agencia caminamos desde el espacio oscuro de lo inexistente a los significados que suscitan las obras de arte, como iluminaciones y operadores de posibilidad que no pueden ser sustituidos por ningún otro componente cultural en la producción de sentido. Artes plásticas, escritura, artes escénicas, música, artesanías varias, como ejercicios de agencia que producen y son producidas, como articuladoras de una historia de cultura, sociedad e identidad.  

Quienes defienden las «experiencias estéticas» dirán que una imagen como fuente de poder, salvación y exaltación religiosos no se aprecia por su «belleza», sino por motivos muy distintos, pero yo considero falaz tal posición por dos razones. Ante todo, no puedo diferenciar entre la exaltación religiosa y la estética; yo diría que los amantes del arte sí adoran las imágenes en los sentidos principales de la palabra, aunque racionalicen su idolatría de facto como un asombro estético. Por tanto, escribir de arte, sea lo que sea, es escribir o de religión, o del sustituto con el que se satisfacen quienes han abandonados las formas públicas de las religiones comunes. La herencia puritana protestante en comunión con cierto sofisma en la teoría del arte ha fraguado una mala fe sobre el «poder de las imágenes» en el mundo occidental contemporáneo, como ha demostrado […] Hemos neutralizado nuestros ídolos al reclasificarlos como arte, pero seguimos venerándolos con tanta intensidad como el idólatra más devoto ante su dios de madera, y específicamente me incluyo en esta descripción. En segundo lugar, desde el punto de vista antropológico, hemos de reconocer que la «actitud estética» es un producto histórico de la crisis religiosa causada por la Iluminación y el ascenso de la ciencia occidental que en absoluto resulta práctico en las civilizaciones que no han asimilado la perspectiva iluminada, a diferencia de nosotros.  (Arte y agencia, p. 138)

Dramas y tramoyas


El modelo de Alfred Gell es incuestionablemente valioso e iluminador. No hay duda. Es una teoría del arte y la cultura material que no solamente debe ser conocida sino aprendida y ejercitada. Pero aún es insuficiente para responder a las preguntas sobre cómo aprendemos de la práctica y en particular del arte. Las variedades del arte atraviesan en su diversidad de roles las distintas culturas, tiempos y espacios. A veces su agencia es parte de la violencia, como las decoraciones de los escudos que ilustra Gell, cuya función es asustar al enemigo; a veces, como la arquitectura del Vaticano, está orientada a aplastar al visitante de aquel espacio y reducirle a un tamaño mínimo frente al poder celestial y de sus representantes en la Tierra. Pero a veces, también, puede ser liberador como el friso de las guerras entre lapitas y centauros expoliado en Berlín y narrado como un ejemplo de la lucha de clases por el obrero de La estética de la resistencia de Peter Weis. El ensamblamiento de esta novela y de la gigantomaquia que abruma en el hall del Museo de Pérgamo produce, al igual que la agresión a La Venus del espejo, una resignificación que puede que irreversiblemente nos lleve a ser otro tipo de espectadores de la obra.

Alfred Gell centró su teoría en las artes visuales plásticas, la escultura y la pintura, pero el teatro es una metáfora y metonimia mucho más iluminadora de la capacidad del arte para transformar colectivamente a la sociedad. En el teatro, el objeto producido, la representación, adopta una forma material compleja que nos sirve de andamio para explorar la transfiguración estética colectiva. Se produce lo que Guy Debord llamaba una “situación”, una clausura espacio-temporal en donde ocurre el acontecimiento. Henry Lefebvre usó más el término cronológico de “momentos”. El arte produce situaciones o momentos. En ellos se ensamblan estructuras materiales como es el espacio teatral, el escenario y el lugar del espectador, la tramoya y al mismo tiempo se ensamblan cuerpos y almas: las de los actores y los espectadores, cada uno en posiciones distintas y en una suerte de división social del trabajo emocional.

El esquema dramatúrgico contiene más densidad en las relaciones agenciales y por ello ejemplifica mucho mejor el poder del arte en la educación estética de la humanidad (dominada). El objeto, la situación, el momento, es la presentación de un drama bajo prototipos diversos: puede ser una tragedia, melodrama, comedia, teatro posdramático, pero siempre bajo la idea general de que hay algún antagonismo presente en la sala: alguien tiene lo que otro desea. Autores e intérpretes se transforman para producir un efecto en los espectadores, quienes, a su vez, como espectadores emancipados, se reúnen en algo así como una asamblea en la que la voz la tienen los intérpretes, pero en la que los contenidos son parte de los recursos comunes para entender situaciones complejas.

El teatro tiene en sus variedades (la emocional de la línea Artaud, la distancia reflexiva de la línea Brecht) el poder de hacer presente en un lugar y contexto concreto la complejidad de la agencia personal y colectiva. Aristóteles nos recordaba que el teatro gusta porque no es sino una representación de la acción humana. Tiene el poder del relato, y por ello una fuerza elemental que está antes que los conceptos. Podemos aprender de un relato aunque no tengamos aún conceptos para nombrar lo que ocurre. Asistimos a una representación del poema de Shakespeare, “La violación de Lucrecia” y escuchamos una de las estrofas:

¿Por qué invade el gusano el virginal capullo?
¿O incuban los cuclillos en nido de gorrión?
 ¿O envenenan con fango los sapos a las fuentes?
¿O el dictador se oculta en el pecho más noble?
¿Por qué violan los reyes sus propias ordenanzas?
Será que lo perfecto nunca es tan absoluto
que no admita impurezas o algo lo contamine.

Un lamento de Lucrecia que no entiende qué ha podido causar su mal han sido escritas para la audiencia en ese preciso momento de la interpretación. No conocemos cuáles fueron los motivos de Shakespeare al escribir el poema, no sabemos tampoco qué resuena en las mentes de la actriz que recita los versos; no sabemos qué está pensando el señor de la butaca de al lado, pero sabemos que esos versos fueron escritos para nosotros, cada uno en particular, para que fueran escuchados precisamente en este instante en que nos reunimos con otros en esta suerte de asamblea que es una representación.

No conocemos tampoco la respuesta correcta a estas preguntas que alguien nos recita. Estamos en la zona gris donde muchos, la mayoría, no se sitúan en el lugar de Lucrecia pero tampoco en el de Tarquino y sin embargo sí se saben interpelados por estas palabras a las que responder con otras palabras como “injusticia” o “mal” resulta una pobre respuesta. En ese momento o situación de la representación todos los antagonismos que recorren la sociedad también nos atraviesan y aparecen como carteles de propaganda que desde cada edificio nos preguntasen “¿y tú qué haces ante esto?” al modo en que los anuncios de They live de John Carpenter, 1988 se vuelven órdenes de obediencia al ser vistos con unas gafas especiales. La situación, las voces de los intérpretes, el objeto en sí de la asamblea del escenario, la tramoya y el patio de butacas adquiere la naturaleza de un médium, de una mediación que produce palabras en nuestra mente, que tal vez nunca nos habíamos dicho o escuchado decir a nosotros mismos.

¿Qué tipo de transformación generan las obras de arte de un modo distinto a las herramientas, artefactos de función predominantemente técnica o de los objetos y artefactos de función exclusivamente epistémica (como, por ejemplo, un termómetro, un analizador de proteínas asociadas a un virus o una regla para resolver ecuaciones lineales)? Alfred Gell, de nuevo, observa los ídolos e imágenes religiosas, cuya función básica es movilizar las emociones y conductas de los fieles. Pensemos en los cristos articulados que fueron tan usuales en el barroco que Fernando Rodríguez de la Flor ha estudiado[1] y que generaron toda una suerte de rituales en la Semana Santa como el Descendimiento o el Santo entierro, en los que personas elegidas de la cofradía ejercían roles de personajes evangélicos. En algún sentido, considera Gell, no hay distinción entre la compleja agencia de los cofrades sobre el Cristo y la de la agencia de esta sobre los fieles y el juego de una niña con su muñeca arreglándola y dándole de comer. Hay una suerte de distribución de la agencia entre las personas y las imágenes que cambian el modo en que ambas se comportan. Los cofrades, como la niña, viven en una realidad transcendente en la que prestan a la obra sus propias emociones y pensamientos como un modo de generar una situación particular definidamente distinta a la de otros momentos de la cotidianidad. Aquí es donde se produce la transformación que genera el arte.
Rancière ha especificado dos formas en las que el arte nos transforma: en un primer sentido,  transforma las sensibilidades en tanto que admite como agencia, como contenidos o prototipos parte de las experiencias de la gente que en otros momentos quedaron simplemente en lo inapreciable e irrelevante. Es lo que llama el “reparto de lo sensible”. En otro sentido, las obras de arte crean estas realidades en suspensión que tienen algo de juego y de piedad religiosa, pero que en una sociedad basada en la dominación producen una transcendencia muy real y un deseo de otra vida.

CONTINUARÁ (Sensibilidades y antagonismos)



[1] Rodríguez de la Flor (2012) El cuerpo del fantasta. Sobre mitología literaria hispana y progreso tecnológico”, en Fernando Broncano, David Hernández de la Fuente (eds) De Prometeo a Frankenstein. Autómatas, ciborgs y otras creaciones más que humanas, Madrid: Ediciones Evohé