domingo, 31 de mayo de 2020

Lo que aprendemos en el arte






¿Quiénes son ellos? Algunas decenas, algunas centenas de proletarios que tenían 20 años alrededor de 1830 y que habían decidido, en ese tiempo, cada uno por su cuenta, no soportar más lo insoportable: no exactamente la miseria, los bajos salarios, los alojamientos nada confortables o el hambre siempre próximo, sino más fundamentalmente el dolor del tiempo robado cada día para trabajar la madera o el hierro, para coser trajes o para clavar zapatos, sin otro fin que el de conservar indefinidamente las fuerzas de la servidumbre junto a las de la dominación; […] La subversión del mundo comienza a esa hora en que los trabajadores normales deberían disfrutar del sueño apacible de aquellos cuyo oficio no obliga a pensar; por ejemplo, esa noche de octubre de 1839: a las 8 más exactamente, se les encontrará en casa del sastre Martin Rose para fundar un periódico de obreros. El fabricante de compases Vinçard, quien compone canciones para la goguette, ha invitado al carpintero Gauny cuyo humor taciturno se expresa sobre todo en dísticos vengadores. El pocero Ponty, poeta también, sin duda no estará allí. Este bohemio ha optado por trabajar de noche. Pero el carpintero podrá informarle de los resultados en una de esas cartas que él transcribe hacia la medianoche, luego de muchos borradores, para hablarle de sus infancias saqueadas y de sus vidas perdidas, de las fiebres plebeyas y de las otras existencias, más allá de la muerte, que quizá comiencen en ese momento mismo: en el esfuerzo para retardar hasta el límite extremo el ingreso en el sueño que repara las fuerzas de la máquina servil (Jacques Rancière, La noche de los proletarios)


Paradojas del aprender


Está ya planteada la pregunta de qué aprendemos de la praxis acerca de nuestra posición (personal, colectiva): ¿qué se puede aprender de la práctica en un espacio social generalmente opaco con respecto a los principales ejes de la opresión y el estigma? La Revolución Científica hizo nacer la conciencia de que la realidad física no es transparente y que las cosas no son a veces como aparecen. En lo que respecta al mundo de lo social y especialmente al mundo de la mente, la idea de que ambos son transparentes sobrevivió sin embargo hasta lo que llamamos la Escuela de la sospecha (Marx, Nietzsche, Freud) y, en general, a la emergencia de las ciencias sociales y cognitivas. Hoy sabemos que también en lo social y en lo personal las cosas no son como aparecen, que no hay que fiarse de las apariencias, ni siquiera, o sobre todo, de las apariencias propias.

La explicación que dio la modernidad acerca de la distinción entre apariencias y realidad se transmitió al mundo de lo social y lo mental. Las apariencias, en Galileo y Descartes, fueron eventos subjetivos, mentales, mientras que la realidad estaba hecha de fuerzas ocultas que producían esos sucesos sin ser de su misma naturaleza. Como ejemplo, los colores son sucesos mentales, mientras que la realidad está hecha de reflejos de fotones de frecuencias diversas que impactan en los receptores de la retina. La Escuela de la sospecha aplica una distinción similar a las apariencias sociales: el fetichismo de la mercancía, el resentimiento creativo o el poder del subconsciente operan de un modo parecido: algo más allá de la conciencia que produce un estado de apariencia: ideología, moral, cultura. ¿Cómo aprender sobre algo que está más allá de nuestra conciencia? En cierta forma esta pregunta conecta con una tradición de paradojas del aprendizaje, y especialmente con la paradoja del Menón: si no sabes, ¿cómo podrás saber que has aprendido algo?; si ya sabes, ¿para qué vas a aprender? En este caso, la distinción entre lo objetivo y lo subjetivo de la mente y la sociedad plantea la paradoja de qué podemos aprender en nuestra conciencia sobre nosotros mismos o nuestra posición en la sociedad si ese aprendizaje no es más que el fruto de fuerzas que están más allá de la conciencia.

Desde un punto de vista moral o normativo las cosas empeoran cuando consideramos con Primo Levi la inestabilidad moral y política de las posiciones en lo que llamó la zona gris. En los campos de exterminio, contaba, a veces las víctimas se comportan como si fuesen odiadores y enemigos de otras víctimas, como si víctima y victimario se confundiesen en los espacios de destrucción. La profesora de clásicas Mrs. Curren, en la Edad de Hierro de J.M. Coetzee, observando el paisaje de destrucción de la Suráfrica del apartheid, afirma “hay tiempos en que ser buena persona no es suficiente”. Tiempos y espacios en los que se alza del suelo una niebla moral que impide el juicio y la acción correctos. ¿Cómo saber en esas circunstancias si hemos aprendido las enseñanzas de la historia? En tiempos y espacios de dominación los sujetos personales y colectivos se descentran, su identidad no puede considerarse un origen sino, en todo caso, un producto de historias contingentes en las que se entrecruzan formas de poder que dan lugar a contradicciones extrañas que convierten a la víctima de unos contextos en opresor en otros. Cuando Schiller escribió sus Cartas sobre la educación estética de la humanidad, en las que proponía la educación de sensibilidad a través de la creación que se da en el juego, quizás no era consciente de las profundas contradicciones del sujeto, como si la educación fuese posible sin cambiar la sociedad y, de forma correspondiente, como si el cambio de sociedad fuese posible sin educación y aprendizaje de la sensibilidad.

No es posible, tal vez, que se despejen las nieblas que dificultan los aprendizajes de formas puramente individuales ni tampoco colectivas, cuando están bajo la condición de masa o multitud. Solo en los contextos de apoyo mutuo en fraternidades epistémicas el cuidado y la atención interpersonales pueden negociar las contradicciones, comprenderlas, hacerlas a un lado o escalonar su fuerza y su daño. Las fraternidades epistémicas son productos de una relación procomún, de redes a un tiempo cognitivas, emocionales y prácticas. En ellas no desaparecen las paradojas del aprendizaje y pese a todo dan lugar a procesos de reforzamiento mutuo, como los cordones de la bota que no sujetarían si se pasasen solamente por un orificio, pero que alternamente afirman el cuero al pie. Existen estas comunidades de aprendizaje por doquier, no sería posible la recreación de la cultura sin ellas, pero si se trata de educar la sensibilidad como mediación entre la pura reactividad emocional y la fría racionalidad, tal como proponía Schiller, cabe preguntarse dónde si no es en el arte podríamos encontrar un contexto social privilegiado para la educación de la sensibilidad. Y esto nos lleva a preguntarnos cómo el arte podría ayudar a moverse entre la niebla que opaca las posiciones sociales y los estados personales. Pues a veces, cuando faltan nombres y conceptos, son los relatos, el teatro, la música y danza, las artes plásticas los andamios sobre los que la experiencia puede reconstruirse a partir de vivencias oscuras y subjetividades descentradas.

Aprender en el arte


Décadas de crítica han estigmatizado el arte didáctico y lo han convertido en diana de las críticas formalistas. La didáctica sirve para convertir en artistas a amateurs, pero nunca debe ser una regla de medida de la calidad de una obra. Todo lo contrario. Mucho menos cuando es didáctica moral o política. Belén Gopegui recuerda con ironía el dicho de Balzac: “la política en el arte es como un pistoletazo en medio de un concierto”[1].  Pero hay algo extraño y contradictorio en la obsesión modernista y postmodernista por excluir la política del arte. Es extraño porque es como si toda una corriente cultural decidiese algo así como el ostracismo del sexo en las artes, como si ello fuese una zona de la realidad que debiera quedar, como en la Inglaterra victoriana, en el armario de las cosas de las que es de mal gusto hablar. Es contradictorio porque el arte siempre es político y didáctico. Lo fue en lo que Jacques Rancière ha llamado el régimen moral del arte, cuando estaba al servicio de la educación religiosa del pueblo y de la educación erótica y política de la aristocracia. Pero sobre todo lo ha sido en la época moderna, en lo que ha llamado el régimen estético del arte, cuando las diversas formas artísticas se convierten en el medio en el que se educan las sensibilidades, se crea el sentido y se distribuye lo visible.

Ciertamente, no es el arte algo didáctico al modo que lo es la escuela o la prensa. No ejerce una enseñanza asimétrica fruto de las intenciones didácticas del creador o intérprete. Es el proceso completo de la creación, interpretación, difusión, la obra en sí, la expectación de aquella, las transformaciones en la mente activa del lector o espectador, las metamorfosis que induce en la sociedad en la que circula, el trabajo de reflexión crítica. Hablo de “aprender en el arte” porque la preposición “en” es pertinente. Existe algo así como una dialéctica de estar dentro y fuera a un tiempo en cada uno de los momentos de la complejidad del proceso: el creador, la creadora están dentro y fuera de sí en la producción. Quizás Brecht y Benjamin desbarraron un poco al hablar del “autor como productor” tomando el modelo del proletario asalariado. A diferencia del proletario, el autor no está completamente fuera de sí, convertido en mercancía; está en el espacio liminal donde se elabora la experiencia construyendo mundos con trozos de mundo. Y lo mismo ocurre con el intérprete, la obra y el espectador o lector. Todos existen en un doble espacio de lo objetivo y lo subjetivo en donde nacen los significados en las prácticas de creación, interpretación, participación, lectura, expectación o crítica cultural. Y es precisamente esta doble existencia la que permite que el arte anticipe realidades y elabore los rincones más oscuros de la vida personal o común, es decir, abra posibilidades.

La entrada en el terreno liminal del arte significa el ingreso en un territorio que transforma a quien se adentra en él. La transformación es un subproducto del complejo social que introduce el arte en la sociedad, no una producción intencional del artista, el curador o la institución arte. Pero, además, en lo que respecta a la opacidad en la que discurre la existencia, la capacidad transformativa se incrementa cuando el acceso es entrelazado y comunitario, constituyendo una forma de acción y conciencia colectivas.

En los años sesenta del siglo pasado nació una nueva forma de vanguardia artística enfrentada al elitismo artístico y resuelta a romper las fronteras entre arte y vida: Josep Beuys, entre otros muchos artistas, el movimiento Fluxus y las diversas formas de situacionismo trataron de extender la conciencia de que el arte es de todos y no una forma de mercado de obras o de prestigios artísticos. La propuesta de Debord de que el arte debería crear “situaciones” -o la de su entonces amigo y mentor Henry Lefebvre de que debería crear “momentos” como espacios liminales en los que fuese posible la transformación a un tiempo de la conciencia y la sociedad-  recogían esta nueva estética de la resistencia que había sido anunciada por Walter Benjamin, cuando analizaba gozoso el poder de las primeras películas de dibujos animados de Walt Disney y las de Charlot para abrir ventanas a mundos diferentes. Jacques Rancière, en La noche de los proletarios. Archivos del sueño obrero, recordó las iniciativas de arte llevadas a cabo por obreros parisinos del siglo XIX después de su trabajo, en las que la representación de obras de teatro se convertía en la forma explícita de sus deseos de otra vida, de dejar de ser proletarios para ser personas. Las innumerables actividades culturales de los ateneos libertarios y de los grupos anarquistas en el campo andaluz fueron también ejemplos de creaciones de fraternidades estéticas y epistémicas. En la misma línea de la Pedagogía del oprimido de Paulo Freire, el “teatro del oprimido” del director teatral brasileño Augusto Boal difundió, también en los años sesenta por el mundo estrategias dramatúrgicas comunitarias y liberadoras. Gloria Anzaldúa, una de las madres del pensamiento interseccional, poeta y feminista, aconsejaba a todas las mujeres que comenzasen a escribir en un cuaderno todos los días, aún si apenas supieran hacerlo. Remedios Zafra, en nuestro tiempo y espacio, en Netianas, en (h)adas. Mujeres que crean, programan, prosumen, teclean y otros libros y escritos, ha promovido también la acción técnica y artista comunitaria como instrumento de emancipación. 

Lamentablemente, el impulso sesentero del situacionismo ha devenido en una versión light, como han denunciado Claire Bishop (“Antagonism and Relational Aesthetics”) y Alberto Santamaría (Alta cultura descafeinada. Situacionismo low cost y otras escenas del arte en el cambio de siglo), en una estrategia chic para comisariar eventos y dirigir museos de arte contemporáneo. Las iniciativas radicales no pueden ser confundidas con estas microtopías (el término es de Claire Bishop) que no son sino modos de acomodar productos en la industria del turismo cultural.

Hay muchas objeciones a las propuestas de un arte comunitario (no relacional) y deben ser tratadas con más cuidado del que pongo aquí. Está, por una parte, la cuestión de la calidad artística. Esta es una objeción seria, pero puede comenzar a responderse si atendemos a ciertas analogías con otros aspectos de la sociedad: es como si dijéramos que la medicina superespecializada es una crítica a la atención primaria y, sobre todo, a los hábitos de vida saludable de los ciudadanos, o que el fútbol de élite es una crítica al peloteo en los recreos de de los colegios de barrio. Una segunda crítica posible es la de que no hay por qué considerar revolucionario el que gente aburrida pase sus tardes aprendiendo a pintar o en grupos de teatro. Esta crítica es más dolorosa porque no proviene de las estrategias de distinción artísticas sino de un más peligroso elitismo estético basado en un imaginario de almas cercanas a lo sublime, sumillers de los aromas del arte muchos pisos por encima de los burdos bebedores del vino de garrafón artístico.

(CONTINUARÁ: “Hacer palabras con cosas”)




[1] Gopegui, Belén (2008) Un pistoletazo en medio de un concierto, Madrid: Editorial Universidad Complutense.



La fotografía es del Gramsci Monument de Thomas Hirschhorn

domingo, 24 de mayo de 2020

Estética para después de una peste




La estética es la rama de la filosofía que reflexiona sobre las sensibilidades, que son las reacciones de nuestro cuerpo y nuestra mente a las afecciones de la realidad, incluyendo las realidades intangibles de lo simbólico, lo expresado y lo imaginado. En esta deliberación se suelen considerar las grandes propiedades que diferenciarían el ámbito de la estética del de la moral y de la epistemología. Así, lo bello, lo sublime, lo ominoso, lo grotesco, lo frívolo, lo cómico, etcétera, definen valores más o menos centrales del espacio normativo de lo estético. Cada teoría estética elige los suyos y los convierte en modos de calificar la reacción sensible, que Kant situaba en esa forma extraña de cualidad que llamamos el “gusto”, un término que parece primar lo papilar sobre otras formas sensoriales. También podríamos decir “tiene buen oído” o “bien visto” pero el gusto se ha generalizado como paradigma de una estética que ha acompañado a toda una civilización en la que la burguesía ha sido hegemónica. Con algunos reparos, sin embargo, no es difícil estar de acuerdo con Kant en que los juicios sobre buen o mal gusto expresan formas de la sensibilidad común en ciertos momentos, espacios y grupos.

Los juicios de gusto son ciertamente productos culturales que cambian históricamente. Bourdieu, en La distinción, mostró cómo pueden convertirse en criterios y herramientas de clase. E. P. Thompson, en La formación de la clase obrera en Inglaterra, ilustró también cómo fueron modos de elevar un muro entre “ellos” y “nosotros”, refiriéndose a los extraños y tantas veces repugnantes gustos de los de arriba. Los juicios de gusto, sin embargo, son sólo indicadores de lo que es más significativo y está en el fondo, que no es otra cosa que las variaciones históricas y culturales de las sensibilidades. Estas transformaciones acompañan a las correlativas estructuras de sentimiento, un concepto con el que Raymond Williams quería captar las receptividades que caracterizan a las sociedades en cada contexto.

En el uso cotidiano “sensibilidad” es un término cargado de connotaciones normativas. Aplaudimos la sensibilidad de una persona porque observamos su capacidad para discriminar afecciones que a otros se nos hubiesen escapado. La capacidad discriminativa está en el territorio intermedio de lo conceptual y lo puramente sensitivo. Podemos estar afectados por algo para lo que ni siquiera tenemos nombre. El poder de la poesía y del arte reside precisamente en que ejercita una sensibilidad que va más allá del gusto común, e incluso lo desafía o niega. Esto ha hecho que tantas veces confundamos la estética con el gusto artístico o, como disciplina, con la teoría del arte.

Ciertamente, es en el arte donde podemos calibrar con más seguridad las transformaciones de la sensibilidad, sobre todo en lo que Rancière ha llamado la era estética del arte, es decir, la era en la que el arte se abre a la inclusión, educación y transformación de las sensibilidades. Sin embargo, la sensibilidad en el sentido estético está presente en todos los dominios de la cultura y de la acción humanas: en la ciencia, en la política, en nuestras relaciones íntimas y cotidianas. Cuando el arte se desenvuelve por las lógicas de la industria del arte le ocurre lo mismo que cuando lo hace la ciencia, la política y la vida cotidiana: las sensibilidades son conformadas por las lógicas del mercado en sus diversas manifestaciones.

Alberto Santamaría, en Alta cultura descafeinada, ha observado con mucha perspicacia como algunas estéticas contemporáneas, como la de Borriaud y su propuesta de estética relacional, no cumplen su función de análisis crítico de las sensibilidades, sino que se convierten en puros instrumentos de la industria cultural, al modo en que las empresas de refrescos y los bancos acuden a los sentimientos cotidianos para dar nombre a sus estrategias comerciales. La teoría estética tiene, por el contrario, funciones más importantes que las de vender cuadros o atraer masas a museos: está obligada a poner nombre a las nuevas sensibilidades que estructuran las experiencias históricas, en señalar normativamente aquellas que son capaces de discriminar posibilidades hasta entonces invisibles, de afinar los receptores humanos a los gozos y sufrimientos de los otros.  “¿Qué ocurriría – se pregunta Merleau-Ponty en Lo visible y lo invisible— si yo considerara no solo mis visiones sobre mí, sino también las visiones de otro sobre sí y sobre mí?” De este tipo de preguntas se debe ocupar la estética, que a la vez que reflexiona sobre la experiencia ayuda a transformarla del mismo modo que está determinada por ella.

Con toda seguridad será en las poetas y artistas en quienes resuenen más rápidamente las transformaciones en la estructura de sentimiento que están produciendo a lo largo y ancho del planeta el acontecimiento histórico de una pandemia que ha mostrado una crisis civilizatoria, una crisis que habría de manifestarse de una u otra forma en algún momento. Tras las mareas emocionales de los últimos meses y los sufrimientos que se entrevén en el futuro cercano, se producirán alteraciones de las sensibilidades y atención a zonas oscuras de la realidad que serán representadas en las intuiciones poéticas del arte. Ocurrirán también en la vida cotidiana y en nuestras reacciones sentimentales, pero tal vez necesitemos aún muchos relatos, imágenes y sonidos para hacerlas visibles.

Nos faltan conceptos. Muchas de las reflexiones que hemos hecho estos días la gente de filosofía carecen de la sensibilidad suficiente para captar las transformaciones profundas. Estamos demasiados limitados por conceptos que fueron elaborados para experiencias muy diferentes. Demasiado determinados por las controversias del modernismo y posmodernismo, cuando se debatía sobre relatos que ya son historia. En qué medida las sensibilidades que constituyen la experiencia de un acontecimiento como este discriminan posibilidades de lo real que no habían sido notadas es algo que, por el momento se escapa a la filosofía, cuyo trabajo, como ya sabemos desde Hegel está en el turno de noche. La estética para después de una peste será quizás una de las tareas más urgentes en los tiempos que nos esperan.  

domingo, 17 de mayo de 2020

Fraternidades epistémicas




La cuestión de cuándo un grupo social marginado, oprimido o excluido, con problemas serios para interpretar y comprender el marco social que produce su marginación, es capaz de generar los recursos hermenéuticos necesarios para ello no puede responderse proponiendo alguna mejor distribución de los recursos disponibles en el común, puesto que, como han puesto de manifiesto algunas teóricas, esos recursos comunes puede que distorsionen aún más la experiencia de exclusión y las dificultades de comprensión. La Ilustración y aún más el Romanticismo hicieron bandera de la educación como herramienta básica de la emancipación humana. Es difícil discrepar de la idea de que una mente ilustrada es una mente más libre pero el problema es si la educación, considerada en abstracto y referida a la compartición de los recursos epistémicos comunes, es suficiente para que quienes sufren injusticias graves y sistémicas puedan interpretar y explicar las causas sociales que las producen y cuáles son los daños que tales injusticias producen en su propio autoconocimiento.


La insuficiencia de los recursos hermenéuticos comunes para entender la propia realidad tiene una densidad mayor que la mera carencia producida por la falta de acceso. Tiene, por el contrario, dos aspectos diferenciados y de distinta generalidad. A veces faltan los conceptos que necesitaríamos para entender una parte de la realidad que ya sabemos que está en la penumbra. En esta primera faz, la cuestión de la insuficiencia nos lleva a la mucho más general de cómo nacen los conceptos. Esta es una vieja pregunta de la filosofía que no puede resolver el racionalismo que afirma que los conceptos no nacen porque son innatos y todo lo más que pueden ocurrir son recombinaciones, ni tampoco el empirismo entendido como generalización de experiencias, porque las experiencias sin conceptos, como sabemos desde Kant, son ciegas. En este sentido, oprimidos y opresores pueden sentir a veces que los recursos comunes son insuficientes para entender zonas también comunes de la realidad. Más allá, está el segundo aspecto del problema, el que me interesa tratar aquí: los recursos comunes puede que sean comunes, pero no son neutros. No pocas veces, la interpretación de la realidad se realiza bajo la luz de conceptos cargados de valor y desgraciadamente de los valores dominantes orientados a dejar en la ignorancia las experiencias de los grupos dominados. 

La cuestión de cómo superar las limitaciones a la interpretación de la realidad deviene en un conjunto de preguntas sobre dónde y cómo pueden emerger los recursos hermenéuticos necesarios para entender y transformar las situaciones límite en las que se encuentran tantas veces los grupos subalternos. La hipótesis que quiero proponer a discusión es que la cuestión general de cómo se puede aprender de la práctica, desarrollar recursos hermenéuticos e interpretar las situaciones propias de marginación, subordinación u opresión entraña, en primer lugar, la formación de nichos o entornos cognitivos singulares que hagan probable y verosímil la creación de conceptos adecuados. Estos entornos implican espacios sociales y, sobre todo, redes de cooperación epistémica y práctica. En segundo lugar, en lo que respecta al cómo, la elaboración de recursos hermenéuticos comunes entraña que estas unidades de formación desarrollen prácticas epistémicas colaborativas en las que se examinen las particularidades de las experiencias y se desarrollen relatos comunes. Usaré como referencia en relación con la sociogénesis de entornos de aprendizaje la idea de “comunidad epistémica”; en cuanto a las características diferenciadoras del cómo circula la información y el conocimiento en ellas, propondré el término y el concepto de “fraternidad epistémica”.

Hace unas décadas apareció el concepto de “comunidades epistémicas” que comenzó a popularizar el profesor de ciencia política Peter M. Haas aplicado a las relaciones internacionales. A medida que la globalización se fue extendiendo en sus múltiples facetas, creció la importancia de muchas instituciones transnacionales que tienen una poderosa influencia en las políticas públicas de economía, salud, medio ambiente, etc. Haas comenzó estudiando las políticas públicas medioambientales de protección contra la polución en el Mediterráneo y encontró que las instituciones gubernamentales y trans-gubernamentales se encontraban cada vez más mediatizadas por la necesidad de ideas y conocimientos a la hora de tomar decisiones entre políticas públicas alternativas. Partiendo de la perspectiva constructivista que se había desarrollado en los ochenta y noventa en el campo de los estudios de ciencia, tecnología y sociedad (CTS), se fijó en la emergencia de una nueva clase de actores que intervenían como agentes intermedios entre la sociedad y los policy-makers creando ideas, tratando problemas complejos y suministrando recomendaciones a los gobiernos. Eran lo que llamó “comunidades epistémicas”, grupos y redes de expertos en diversas disciplinas y áreas, no siempre visibles, sobre los que recaía la función de inyectar conocimiento en las políticas, leyes y decisiones.

No me interesan aquí las connotaciones tecnocráticas, del término, ni que se haya aplicado a la creación de una trama a veces nada transparente de burocracias intermedias que, bajo el término de “paneles de expertos” terminan hurtando al debate público muchas cuestiones que son del mayor interés público. Lo que importa de la idea es que capta procesos reales de formación de redes que se mueven entre la reflexión y la performatividad y que se justifican porque la complejidad de los problemas que tratan no puede ser abordada por las unidades de pensamiento o acción tradicionales, paradigmáticamente, las disciplinas y los partidos. Las cuestiones del cambio climático, o la actual pandemia, activan la constitución de lazos que conectan gente con saberes teóricos y prácticos a veces comunes y casi siempre heterogéneos y los organizan para buscar soluciones y enfrentarse a problemas que oscurecen de pronto el horizonte. Las comunidades epistémicas se instituyen porque los recursos epistémicos disponibles no son suficientes para hacerse cargo de la complejidad de muchos de estas dificultades. Las comunidades epistémicas se caracterizan por reclutar capacidades y ponerlas en contacto con la idea de que a la complejidad del problema le responda la complejidad de la red.

No hay que pensar en las comunidades epistémicas simplemente como grupos de expertos. La idea, por el contrario, es que estos nuevos actores sociales surgen precisamente porque los expertos tradicionales y las redes existentes disciplinares no se han enfrentado al problema, lo han subvalorado o carecen de la amplitud y heterogeneidad de perspectivas que son necesarias para definir un plan de acción. La línea de estudios denominada “Undone Science” ha analizado los movimientos sociales que han presionado para el estudio de problemas que habían sido abandonados por la ciencia y la tecnología bien por negligencia o por falta de interés económico de los grandes poderes de la investigación. Así, enfermedades como el SIDA, el autismo y otras varias fueron la razón de la creación de movimientos que hizo que muchos legos, pero concernidos con el problema, diseñaran líneas de investigación y presionaran para responder a lo que las comunidades disciplinarias y políticas tradicionales habían dejado a un lado. De hecho, podemos pensar en comunidades epistémicas formadas precisamente con el objetivo de resolver la penuria de información y las dificultades que un grupo puede tener para alcanzar una explicación individualmente. Los movimientos sociales ocasionalmente crean redes informales que tienen como objetivo la producción de conocimiento: grupos de discusión, clubes de lectura, universidades populares y otras muchas iniciativas que a lo largo de la historia han contribuido a iluminar las zonas sociales y temáticas oscurecidas por los intereses presentes en la cultura dominante.

Una comunidad epistémica puede definirse, pues, como un grupo de heterogénea composición y capital cultural cuyo objetivo es encontrar los recursos necesarios para tratar problemas complejos que no son abordados por las instituciones y disciplinas existentes, bien por razones de interés activo, bien por desidia e indolencia epistémica. Estos grupos pueden tener un grado de formación y experticia muy alto, muy bajo o muy heterogéneo. Lo esencial es que se articulen como acciones colectivas de creación de recursos hermenéuticos y explicativos comunes orientados a problemas específicos. Como tal, la idea de comunidad epistémica es neutra respecto a la división social entre grupos dominantes y subordinados, se trata por el contrario de una intervención en el eje de los recursos comunes respecto a la disponibilidad de recursos hermenéuticos y explicativos necesarios para entender y hacerse cargo de un problema común.

La constitución de comunidades epistémicas es un instrumento, pero puede ser insuficiente para disolver la injusticia hermenéutica que sufren muchos grupos. Paulo Freire, en Pedagogía del oprimido, siguiendo en cierta forma a Frantz Fanon, quien, a su vez, se inspira en la mauvaise foi sartriana para hablar de la doble conciencia del oprimido, esclarece las dificultades que plantea la injusticia hermenéutica. Cuando nos situamos en el eje de la desigualdad de poder, las dificultades no son solamente de carencia de recursos epistémicos sino de muros internos para acceder a ellos:

El gran problema radica en cómo podrán los oprimidos, como seres duales, inauténticos, que «alojan» al opresor en sí, participar de la elaboración de la pedagogía para su liberación. Sólo en la medida en que descubran que «alojan» al opresor podrán contribuir a la construcción de su pedagogía liberadora. Mientras vivan la dualidad en la cual ser es parecer y parecer es parecerse con el opresor, es imposible hacerlo. La pedagogía del oprimido, que no puede ser elaborada por los opresores, es un instrumento para este descubrimiento crítico: el de los oprimidos por sí mismos y el de los opresores por los oprimidos, como manifestación de la deshumanización.

Las dificultades al conocimiento entrelazan lo interno y lo externo, la respuesta emocional y la percepción de las dificultades objetivas para cambiar las cosas. Belén Gopegui, en su tesis doctoral Ficción narrativa, autoayuda y antagonismo, ha estudiado el sufrimiento de tanta gente que acude a la literatura de autoayuda, un género que ha crecido explosivamente en las últimas décadas y que por una parte reconoce las ansiedades y amarguras que nos afecta, aunque suele reducir las causas y culpabilidades, así como los posibles remedios, al plano subjetivo e individual. Ciertamente son muchas las causas del sufrimiento subjetivo, y también es cierto que quienes acuden a la literatura de autoayuda puede que sea ya un sector social con ciertos recursos epistémicos y hermenéuticos, pero Belén Gopegui toma la extensión de la literatura de autoayuda como un dato objetivo de una necesidad social de análisis de la realidad, de auto-interpretación y de resolución de problemas. Su propuesta, lejos de ejercer una crítica superficial y barata a un género que posiblemente sea uno de los pocos recursos disponibles para mucha gente, es, por el contrario, la de reinventar el género bajo una modalidad que la autora denomina “confabulación”. El término recoge bien la polisemia de significados que abre la etimología de “cum-fabulare”, relatar juntos, en colaboración y quizás por debajo de las miradas del poder constituido.

En la segunda parte de su tesis doctoral, adopta la forma de una propuesta de contramanual de autoayuda puesto que es una exploración de la ayuda mutua tomando como posible audiencia unos cuantos casos ficticios en los que la intersección de las opresiones configura formas de sufrimiento comunes en sus resultados, aunque heterogéneas en sus causas. En esta resignificación del género, Gopegui reconoce y repasa las dificultades que objetivamente tiene su propuesta: la paradójica adhesión que los sujetos aún encuentran en el mensaje que les culpabiliza de su situación porque abre la pequeña esperanza de que ellos por sí mismos puedan salir de sus aprietos; el miedo que siempre suscita el encuentro con otras personas; la falta de esperanza y la dureza de emprender algo aún contra la falta de esperanza… En definitiva, los pasos que hay que dar para encontrar en el grupo una respuesta que permita pasar del mero estado de depresión a la comprensión de sus causas son movimientos que cuesta realizar como ejercicios de rehabilitación.
De nuevo, Paulo Freire diagnostica la raíz de esta inhabilitación:

[…] en cierto momento de su experiencia existencial, los oprimidos asumen una postura que llamamos de «adherencia» al opresor. En estas circunstancias, no llegan a «ad-mirarlo», lo que los llevaría a objetivarlo, a descubrirlo fuera de sí. Al hacer esta afirmación, no queremos decir que los oprimidos, en este caso, no se sepan oprimidos. Su conocimiento de sí mismos, como oprimidos, sin embargo, se encuentra perjudicado por su inmersión en la realidad opresora. «Reconocerse», en antagonismo al opresor, en aquella forma, no significa aún luchar por la superación de la contradicción. De ahí esta casi aberración: uno de los polos de la contradicción pretende, en vez de la liberación, la identificación con su contrario.

La confabulación que propone Belén Gopegui entraña por ello algo más que lo que exigirían las comunidades epistémicas, que parecen nacer de sujetos no demasiado dañados aún en sus capacidades de análisis y en el hecho de que no sufren de metacegueras y son consciente de sus ignorancias y de la necesidad de encontrar nuevos conceptos y diseños de acción.
Llamaré “fraternidades epistémicas” a estas iniciativas que nacen de la conciencia vulnerada y de la ansiedad por la falta de ayuda colectiva para salir adelante girando la mirada hacia la situación compleja en que están sumidos, con la idea de situarla en una topografía de la opresión. A diferencia de las comunidades epistémicas, en las fraternidades epistémicas hay una conciencia mucho más intensa de la fragilidad y de la penuria cognitiva por parte de los miembros del grupo. La agrupación tiende a ser un subproducto de las necesidades de encuentro, muchas veces formadas de manera contingente aprovechando espacios comunes de asociaciones o instituciones públicas, otras veces a instancias de activistas dentro de movimientos sociales más amplios, o como derivas de otros grupos ya constituidos.

Lo que hace de estos grupos fraternidades es, en primer lugar, la fuerza de los lazos afectivos que subyacen a la agrupación. Son lazos de reconocimientos mutuos en la condición de necesidad, de mezclas complejas de miedo, ansiedad, desesperanza y deseo de apoyo y compañía, a veces el compartir pasiones reactivas comunes como el resentimiento, la indignación e incluso el odio, y, en todo caso reacciones de confianza que solamente se producen como resultado de la percepción de los otros como iguales en la subalternidad. En segundo lugar, está la formación de lo que podríamos llamar proto-virtudes epistémicas, en particular las que dirigen la atención hacia los problemas comunes que, por su propia historia, saben desatendidos por el resto de la sociedad. La atención no implica necesariamente que haya garantías de formar una estructura conceptual suficiente para entender las situaciones, pero ciertamente moviliza y focaliza las capacidades personales e interpersonales del grupo en una misma dirección. Junto a la atención, está la activación de imaginaciones resistentes, tal como las ha denominado José Medina en su magnífico trabajo The epistemology of resistance. Las imaginaciones resistentes son un primer paso para sobrepasar la doble conciencia y la internalización del punto de vista del dominador, tal como lo han descrito Frantz Fanon y Paulo Freire. Se trata de un cambio emocional que tiende a inhibir el punto de vista del dominador como punto de vista propio.  En este sentido, existe una asimetría de poder entre grupos dominadores y dominados. El varón sexista, por defecto, tiene ya una resistencia inmediata a ponerse en el lugar de la mujer en, por ejemplo, el miedo a ser agredida, o el rechazo a las insinuaciones sexuales. Muchas mujeres, por el contrario, puede que hayan llegado a aceptar estos hechos como algo natural en los hombres y sin justificarlo puedan comprenderlo. Las imaginaciones resistentes lo que hacen es poner una barrera, por ello, liberan ya por principio la imaginación propia para generar nuevos imaginarios de vida.

La confabulación en un grupo, por la propia asunción de la posición epistémica vulnerable que comparten, convierte a este en una nueva clase de sujeto cognoscente, un agente colectivo que no se basa en asimetrías entre expertos y legos sino que adopta formas de aprendizaje interactivo. De nuevo Paulo Freire: “La educación auténtica, repetimos, no se hace de A para B o de A sobre B, sino A con B, con la mediación del mundo. Mundo que impresiona y desafía a unos y a otros originando visiones y puntos de vista en torno de él. Visiones impregnadas de anhelos, de dudas, de esperanzas o desesperanzas que implican temas significativos, en base a los cuales se constituirá el contenido programático de la educación.”.

La idea de fraternidades epistémicas podría suscitar una rápida objeción de si acaso es una especie de fantasía utópica o, en caso contrario, de si existen y se encuentran de forma habitual en las diferentes culturas y sociedades. La respuesta a esta pregunta no es conceptual sino empírica. Lo que he tratado de hacer es dar nombre y proponer exploratoriamente algunas características que una investigación sociológica más cuidadosa tendría que llevar a cabo. Sin embargo, el hecho de que formen parte de una microdinámica de distribución y producción de conocimiento hace que sean normalmente invisibles a la investigación cuantitativa al uso. Son una suerte de “colegios invisibles”. Las fraternidades epistémicas son componentes de los movimientos sociales sin necesariamente identificarse con ellos. Si un grupo de mujeres constituyen un club de lectura por razones muy heterogéneas, seguramente no serán detectables en el marco de los grandes movimientos feministas, pero la inversa también es cierta: sin la existencia veteada, inconexa de miles de grupos como este seguramente tampoco existirían lo que llamamos movimientos sociales.

domingo, 10 de mayo de 2020

Lo que aprendemos en la práctica (I)





La expresión “learning by doing” se ha convertido en uno de los clichés de la jerga del coaching y de los circuitos de “formación” que ornamentan la nueva cultura del capitalismo neoliberal. Parecería que realizar algún comentario distante sería ir contra el sentido común, como si la alternativa no fuese otra que el intelectualismo más rancio y cartesiano. Pese al giro de las prácticas y pese a que el pragmatismo se ha convertido en una filosofía hegemónica desde la posmodernidad, hay muchas zonas oscuras en lo que se refiere a la epistemología y a la comprensión de cómo funciona el conocimiento en el terreno práctico. Todavía están vivos los rescoldos de la polémica entre intelectualistas y anti-intelectualistas respecto a la naturaleza del conocimiento práctico o conocimiento de cómo hacer algo. Quizás conocer prácticamente algo es tener la habilidad de hacerlo, como montar en bicicleta, aunque por razones físicas uno lleve años sin poder subirse al aparato, quizás el hacedor conozca algo que no conoce el teórico, como el físico que fuese capaz de desarrollar todas las ecuaciones de la dinámica del cuerpo sobre una bicicleta, pero fuese incapaz de recorrer un metro en ella sin caerse. Quizás todo nuestro conocimiento explícito, declarativo y verbalizable solamente exista sobre un trasfondo de disposiciones, habilidades, esquemas sensoriomotores y articulaciones neurofisiológicas. Eso es muy posible sin que se iluminen todas las sombras y oscuridades del laberinto del conocimiento práctico, sobre todo cuando tratamos de encontrar una respuesta convincente a la pregunta de qué aprendemos en la práctica.

No me interesa ahora el conocimiento práctico que está asociado a los esquemas corporales y a patrones de conducta como nadar o dibujar en perspectiva un paisaje. ¿Qué es lo que conocemos y lo que desconocemos en nuestra experiencia diaria, la que no se reduce a un empirismo ocasional sino la que agrupa vivencias complejas en tiempos largos de nuestra existencia? ¿Es posible vivir experiencias sin saberse ubicado, sin tener los recursos necesarios para darles nombre, sin construir un relato que les dé sentido y que, ocasionalmente, permita resistencias a una realidad dañina e injusta? Lukàcs pensaba que el proletariado, por la misma constitución de su identidad social en la cadena de la mercancía-dinero-mercancía que sostenía el capitalismo, estaba en mejores condiciones para conocer lo que ocurría en la sociedad que otras clases, y especialmente las clases explotadoras burguesas, cegadas por su confusión de lo social como si fuese un proceso natural. En los años setenta, Nancy Harstsock aplicó el mismo esquema al universo femenino: las mujeres, como clase oprimida, están en mejor situación para saber qué es la institución patriarcal de la sociedad que los hombres que disfrutan de sus ventajas. La experiencia práctica de vivir bajo la sumisión de un régimen capitalista o patriarcal resulta en un privilegio epistémico para conocer la realidad social. Ahora bien, ¿cualquier proletario o mujer, por el hecho de serlo se encuentran en esta posición privilegiada epistémica privilegiada que sería inversa de su posición social desaventajada? Ni siquiera Lukàcs o Hartsock lo llegaron a formular de esta manera. Para ellos, no es el proletariado como tal o la identidad “mujer” lo que concede este privilegio, sino la conciencia proletaria, en el caso del filósofo húngaro, o el feminismo, en el caso de la profesora y activista norteamericana.

La experiencia de clase o género, como tal, sería ortogonal a la cuestión de la dicotomía teórico/práctico en relación con el conocimiento dado que puede ser categorizada simplemente como una forma pasiva de experiencia, en tanto que es algo que le sucede a una posición de la humanidad por el hecho de ocupar una posición subordinada, es decir, como existencia bajo la condición obrera o de mujer. Si, por el contrario, nos situamos en el plano de las subjetividades, como son los que definen la conciencia proletaria o el feminismo entramos ya en un nivel en el que se expresa la espontaneidad del espíritu, y en tal estrato se forman ya relatos que hacen de una mera vivencia formas complejas de experiencia y en los que se encarna un conocimiento efectivo de la sociedad en la que se vive. Tanto Lukács como Hartsock y otras mujeres partidarias del “standpoint” feminista, sostienen que este paso de lo pasivo a la conciencia proactiva nace en la “práctica”, pero ¿cómo es posible que la “práctica” haga surgir una conciencia y con ella un conocimiento encarnado en la experiencia compleja?

Hay dos objeciones que han nacido ambas en los territorios aledaños al feminismo contra la idea de que exista sin más un privilegio epistémico conferido por una identidad social sea de forma pasiva o sea de forma activa, bajo la forma genérica de prácticas que expresen la queja por los agravios sufridos por agravio a dicha identidad y las demandas sociales en pro de su desaparición.

La primera se encuentra en el análisis que Miranda Ficker hizo de la injusticia epistémica en su libro homónimo, en particular en su concepto de “injusticia hermenéutica”. Recuerda Fricker la historia de Carmita Wood, una ayudante de laboratorio en Cornell, a cargo de dos hijos, que sufrió todo tipo de insinuaciones de su jefe hasta que, deprimida, abandonó su trabajo y no pudo acceder a la prestación por desempleo por su incapacidad para explicar la razón por la que se fue del trabajo. Un grupo de abogadas feministas, estudiando su caso dio un nombre a la conducta del jefe: “acoso sexual”.  El término se convirtió en un concepto categorizador y explicativo que se extendió por todo el mundo rápidamente. Observa nuestra autora que esta es

una historia en la que se aprecia el extremo hasta el cual puede haber en los recursos hermenéuticos colectivos una laguna en la que debería estar el nombre de una experiencia social diferenciada. Así expuesta, apreciamos que mujeres como Carmita Wood sufrieron (entre otras cosas) una desventaja cognitiva aguda derivada de un vacío en los recursos hermenéuticos colectivos. Pero esta narración apenas lo recoge, pues, aunque el agravio epistémico causado a Carmita Wood está construido como una simple cuestión de mera desventaja cognitiva, no queda claro por qué el agravio epistémico solo lo sufre ella y no también el acosador. Pues la falta de comprensión adecuada de la experiencia del acoso sexual de las mujeres era una desventaja colectiva más o menos compartida por todos. Antes del reconocimiento colectivo del acoso sexual como tal, la ausencia de una interpretación adecuada de lo que los hombres hacían a las mujeres cuando las trataban así era bastante general según las hipótesis. Diferentes grupos pueden sufrir desventaja hermenéutica por infinidad de razones, ya que el cambiante mundo social genera con mucha frecuencia nuevos tipos de experiencia de las que nuestra comprensión se ilumina a menudo solo de forma muy paulatina; pero solo algunas de esas desventajas cognitivas nos parecerán injustas. Para que algo sea una injusticia, debe ser perjudicial, pero también arbitrario, ya sea porque es discriminatorio o porque es desigual en otro aspecto. En el presente ejemplo, acosador y acosada están cognitivamente incapacitados por igual a causa de la laguna hermenéutica (ninguno de los dos comprende correctamente cómo él la trata a ella), pero la incapacidad cognitiva del acosador no representa una desventaja significativa para él. (Injusticia hermenéutica, pg. 132)

La injusticia hermenéutica es pues una condición de desvalimiento en lo que respecta a la comprensión de la propia situación que llamamos injusta cuando además de la falta de recursos se está produciendo un daño sistémico. Cuando se está en una condición de desventaja social y se pertenece a grupos subalternos, la experiencia carece de recursos para ser narrada, conceptualizada, explicada y transmitida como parte de la experiencia del grupo o de la humanidad. Carmita necesitó de un trabajo teórico de discusión y deliberación que formó parte de otra mucha ayuda que recibió de las personas que la acogieron en el grupo. La conciencia, así, no nace espontáneamente de la “práctica” incondicionada, sino de un complejo de acciones muchas de las cuales son teóricas, hipotéticas, conceptuales.

La segunda objeción proviene del pensamiento interseccional, “Interseccionalidad” es un término que nació en los movimientos de resistencia cultural a las políticas identitarias tradicionales: el feminismo negro, los movimientos culturales de la liminalidad chicana, el pensamiento queer, la perspectiva decolonial, la teoría crítica de la raza, el transhumanismo crítico, o los movimientos sociales como el indigenismo zapatista y el neolibertarismo altermundista. Son perspectivas, movimientos y pensamientos heterogéneos que nacen de experiencias históricas de agravio o demanda, de intereses y de subjetividades muy distintos y muchas veces contrapuestos. Pese a que se mueven en el reino de la diferencia tienen un aire de familia teórica y una convergencia práctica que ha sido categorizada en los últimos años bajo la etiqueta de “interseccionalidad”.  En la diversidad de estas ramas de la cultura crítica hay algunas convicciones transversales que son enriquecedoras y bastante innovativas como recursos hermenéuticos para entender los nuevos horizontes políticos que produce la emergencia de los movimientos sociales como actores de cambio:

La tesis más relevante, que da nombre por otro lado a la teoría es que las formas de opresión, marginación, estigma o explotación no solamente son diversas y fenomenológicamente inconmensurables, sino que interactúan entre ellas amplificando la experiencia de exclusión, a veces, otras tensando las características identitarias de quienes las sufre y, paradójicamente, disminuyendo la capacidad de comprensión de la posición social del sujeto. Las subjetividades de personas y grupos sociales y las posiciones sociales pueden correr suertes desparejas. Por ejemplo, una mujer puede sufrir discriminación en su trabajo y opresión en su vida doméstica pero estar en una posición de poder sobre sus empleadas latinas; un homosexual puede sufrir en su armario y al mismo tiempo ejercer como un implacable y nada empático gestor de recursos humanos en una empresa; una indígena puede ser expulsada o marginada de su comunidad por sus afectos y elecciones sexuales de lesbiana; un trabajador autónomo puede no estar reconocido por ningún sindicato como proletario a pesar de que sus ingresos apenas llegan, cuando lo hacen, al salario mínimo. Estas son experiencias de tensión, en unos casos distorsionadora, en otros amplificadora del sufrimiento. Se ha usado para entender la interseccionalidad el cubo de Rubik como metáfora. Si asignamos un color a las diferentes identidades, las políticas de identidad nos ofrecerían una imagen de la sociedad muy similar a un cubo resuelto en el que las seis caras representarían las identidades relevantes. Tal vez la idea de articulación, aunque distante de la reducción de todas las formas de opresión a la opresión de clase, no esté sin embargo suficientemente distante de una forma idealizada de composición como la que expresa la metáfora de un cubo construido. La interseccionalidad, por el contrario, describe las modalidades de la opresión a través de la riqueza de las diversas intersecciones de sus formas originadas en las mezclas de identidades oprimidas. Patricia Hill Collins, una de las más importantes teóricas de la interseccionalidad, propone analizar la desigualdad y la opresión desde dos ejes o dimensiones: en uno de ellos está la variedad de formas de opresión producidas por la intersección, que impide reducirla a un tipo fundamental puesto que las formas de opresión interactúan de formas complejas al situarse en las distintas intersecciones. En el otro eje, que ella denomina “matrices de opresión” estarían las dinámicas históricas que sitúan las intersecciones en contextos concretos de instituciones, leyes o sistemas sociales.

La posición de los sujetos, atrapados en una red heterogénea de relaciones de poder, es una posición inestable, que solamente puede ser formulada en términos de identidad fuerte al precio de despreciar modalidades de la opresión relevantes e imponiendo una normatividad excluyente. La intersección de formas de opresión, además de producir inestabilidad en la posición social, también genera déficits graves en el autoconocimiento. La formación de subjetividades bajo tensiones de pertenencia conlleva dificultades para delimitar la propia posición en el mundo dado que los discursos del otro, base donde las identidades se forman y se construyen las actitudes básicas de pertenencia, están cruzados y múltiples veces son contradictorios. Esta auto-opacidad no es solo un problema psicológico, es también un problema político. Pensemos en un ejemplo extremo como la disforia de género, una experiencia que el colectivo transexual han explicado tantas veces como una etapa y a veces condición de existencia. Sólo después de largos años de malestar y reivindicaciones, de movilizaciones y creación de grupos de ayuda mutua, esa experiencia puede comenzar a ser narrable e incluso ser un apoyo para compromisos con el movimiento trans. En cierto modo, desde luego con el mayor de los cuidados, se puede generalizar este estado de disforia a la mucho más extensa condición nómada de la existencia contemporánea. Las dificultades de auto-ubicación generan dificultades correlativas en las pertenencias y lealtades.

Si atendemos a estas dos dificultades que existen en la relación entre posición social y posición epistémica dañada, nos encontramos con que la respuesta a qué aprendemos de la práctica no es sencilla. Si “práctica” se refiere a un dominio muy amplio, por ejemplo, cuando la filosofía se refiere a las “prácticas” como origen de los significados, encontramos que estas prácticas son todavía demasiado abstractas como para resolver el problema de cómo adquirimos conciencia de la situación social a través de ellas. Por supuesto que toda práctica implica conceptos que operan en ella y que generan reconocimientos por parte de los observadores parte de la comunidad de hablantes o agentes. Si alguien pasea por la calle con una máquina que expulsa aire y hace mucho ruido, enfocando al suelo, y además va vestido con una suerte de uniforme, pensamos que esa persona está al cargo de la limpieza de las calles en otoño. Es una práctica que reconocemos como tal. Si esa persona usase su máquina para enfocar a la gente y asustarla, probablemente consideraríamos que padece algún trastorno. Este concepto de práctica no nos resuelve nada bajo condiciones de marginación hermenéutica o de opresión social y epistémica. Como la funcionaria de la prestación social de desempleo, escuchando a Carmita Wood contando su odisea, las prácticas sociales también están sometidas a distorsiones de hegemonía y posiblemente la falta de recursos conceptuales implica que las acciones y palabras de gente oprimida no van a ser reconocidas como tales, sino interpretadas como contingencias naturales.

Por otra parte, ocurre que los movimientos sociales que se enmarcan en identidades sociales tan amplias como el proletariado o las mujeres puede que no dispongan tampoco de los recursos conceptuales suficientes para discriminar las múltiples modalidades de la opresión y acudan a clichés y esquemas que produzcan nuevas cegueras sobre los daños producidos en zonas sociales no prototípicas. Audre Lorde, la poeta y feminista negra norteamericana lo señalaba en una breve conferencia crítica, en un congreso feminista al que fue invitada como persona famosa, pero en el que no había más que teóricas blancas y bien situadas. Su conferencia tiene un título explícitamente significativo, que evoca un dicho de los tiempos de la esclavitud: “Las herramientas del amo no desmantelan la casa del amo”. En las intersecciones de las formas de injusticia se producen sombras que no son fácilmente desveladas por luces que no sean las adecuadas para estos rincones.

¿Cómo es entonces que se producen estas eventuales iluminaciones que logran reconstruir experiencias marginadas y enriquecen nuestros mapas del poder y la opresión? No cabe por supuesto una respuesta al estilo romántico en la que el espíritu se desarrolla mediante alguna dinámica de autodespliegue intelectual. La tesis de que se aprende en la práctica tiene mucho sentido, pero debe ser repensada con cuidado para no hacer de ella un nuevo cliché tan vacío como el culturalismo. En el otro polo, no cabe tampoco alguna suerte de pensamiento mágico que haga de las prácticas cotidianas estereotípicas de resistencia un resorte seguro de creación conceptual. La idea es encontrar un mecanismo de articulación de la resistencia práctica y del trabajo conceptual que haga posibles prácticas iluminadoras y transformadoras en las que se hagan posibles relatos de experiencia y reconocimientos de los daños y las formas de opresión que levanten nuevos mapas de lo social. La hipótesis que propongo es lo que llamaré fraternidades epistémicas como nichos de discriminación (de la experiencia) y reconocimiento. Queda para una próxima entrada.

domingo, 3 de mayo de 2020

El miedo a la libertad






 

Una pregunta de Sergio Fanjul para un artículo en El País sobre el posible síndrome de enclaustramiento y el miedo a salir del confinamiento me obligó a revisar recuerdos pasados en los que me encontré varias veces con esta clase de ansiedad, en particular cuando un horizonte de libertad se abría ante quienes habían vivido sometidos a un régimen y organización de la vida bien definido.  Me hallé atrapado pensando en binomios que me parecían excluyentes en una primera mirada. Dos en particular: la oposición entre soledad y socialidad y la que existe entre sometimiento y libertad.  Y entre estos ejes me encontré en una enorme zona gris en la que nos movemos y en la que habitamos, generalmente no de un modo apacible sino más bien bajo una persistente nostalgia por otra vida que querríamos imaginar pero que al mismo tiempo nos aterra.

Por un sesgo sistemático de sobreconfianza, tendemos a pensarnos a nosotros mismos bajo una descripción más benevolente que al resto. Nos pensamos libres de ideología, a diferencia de la mayoría que consideramos como una masa adocenada; más compasivos, no como la masa egoísta que constituye las sociedades; más frugales y menos consumistas; más sensatos y nada energúmenos como lo que habitualmente uno encuentra en las redes; cívicos y comprensivos con el bien común, no como los egoístas, trepas y aprovechados que ocupan los mejores puestos en la sociedad. Pero en el territorio mal iluminado y lleno de sombras de la zona gris nuestros pasos en la vida son menos rectos y más erráticos, atraídos a un tiempo por fuerzas contradictorias.

Erich Fromm fue uno de los autores que entendió bien la ambivalencia de las energías básicas que impulsan tanto a la persona como a la sociedad. Es un autor que hoy ya es menos leído que otras veces. Como Bertrand Russell y como Albert Camus, disfrutó del éxito popular y del desprecio de los intelectuales de su tiempo, que tendieron y tienden a situarles en los escalones de la superficialidad y de la falta de radicalidad. Marcuse, entre otros, fue muy crítico con Fromm, pero este tipo de invectivas son demasiado contingentes y no hay que atenderlas demasiado. Con la perspectiva de la historia, estas olas de desprecio terminan autoaplicándose pronto o tarde a quienes las practican. Fromm, como les ocurre también a Camus y a Russell, tiene la desgracia de tener un estilo claro de redacción y un carácter poco amante de los alineamientos y un compromiso radical con el humanismo, lo que contribuye posiblemente a estas acusaciones de superficialidad y falta de disciplina política. Pero lo cierto es que en Fromm encontramos páginas luminosas que nos explican mucho sobre las derivas personal y social autoritarias.

Fromm se sitúa en el marco del freudo-marxismo, una tradición que explica las carencias de Marx en lo que respecta al examen de la personalidad, pues su reacción contra Hegel y el programa romántico, que situaba en la formación personal uno de los motores de la historia, deja en el olvido todo lo psicológico, y que explica las carencias de Freud y con él de toda la escuela psicoanalítica por su olvido de las fuerzas sociales que configuran la personalidad.  Su programa intelectual se resume en una pregunta por las condiciones de posibilidad de los grandes desastres históricos. Como judío exiliado de Alemania, su pregunta comienza por el nazismo pero se aplica igualmente a todos los grandes crímenes contra la humanidad: ¿acaso Hitler, Stalin, los Jóvenes Turcos, Franco, Videla, Pinochet, Pol Pot y tantos otros actuaron solos? No, su violencia asesina contó con el apoyo explícito o silencioso de la población sumisa. En el caso alemán, nos explica Fromm, la movilización activa de la clase media, de los artesanos, autónomos y pequeños empresarios y de las zonas marginales de la sociedad, y de la sumisión más o menos voluntaria del proletariado hizo posible el Holocausto.  No hubiera sido posible sin una trayectoria social que condujo a la extensión de una pandemia de construcción autoritaria de la personalidad que afectó a una mayoría de la sociedad.

¿Cómo son posibles estas sendas erradas de la humanidad? Fromm lo explica por la ambivalencia de las fuerzas básicas que constituyen el tronco emocional sobre el que se desarrolla el carácter y la personalidad. Son fuerzas que caminan sobre el filo de la posibilidad. Pueden orientarse al amor o al miedo a la libertad, al cuidado y la responsabilidad (que es como define Fromm el amor, contra toda línea romántica y emocional) o a la crueldad y violencia.  En la base de este árbol de posibilidades, Fromm encuentra que la fuerza más poderosa del desarrollo psicológico es el deseo de evitar la soledad. Bajo circunstancias históricas apropiadas, la huida de la soledad produce también una escapada de la libertad y una caída en la sumisión.

Los deseos de pertenencia, de reconocimiento del grupo, de un marco definido de conducta, son aspiraciones esenciales en esa tensión emocional contra la soledad. Pero son deseos ambivalentes que una y otra vez producen sumisión voluntaria y autoritarismo, dos polos que se necesitan. Este lado oscuro de la fuerza es ubicuo y omnipresente. Se encuentra en la parte conservadora de la sociedad y en la parte progresista, en los de arriba y en los de abajo, en la derecha y en la izquierda, entre expertos y legos, entre ilustrados y entre poco sofisticados culturalmente. La personalidad autoritaria se encuentra en quienes se someten a las reglas del grupo y encuentran en ellas orientación clara para toda su vida. He encontrado esta sumisión voluntaria, entusiasta e incondicional en la academia y en la sociedad. Quienes se entregan a las normas de su disciplina o área de conocimiento, y desprecian o castigan a quienes perpetran alguna regla de estilo o pensamiento; quienes anteponen la línea del partido a toda crítica que consideran como amenaza y traición; quienes juzgan que toda aspiración a un reparto justo de la riqueza amenaza su forma de vida y propiedad y exigen del estado que reprima con la mayor de las fuerzas cualquier crítica o actividad contra la libertad del mercado y la propiedad; quienes educan a sus hijos en colegios que les garanticen un marco claro de enseñanzas y una orientación estricta de valores y aborrecen toda enseñanza orientada a la autonomía y el descubrimiento personal de formas de vida aceptables.

No caeré en la tentación de excluirme de esos impulsos. He sentido como todos la seguridad de la vida en sumisión, de la experiencia del orden que garantiza la claridad de las normas y el comportamiento. También como mucha gente he sentido la vaciedad de esta forma de autoridad y cómo resuelve de forma engañosa el temor a la soledad, cómo de hecho nos sumerge en una forma más profunda de ensimismamiento y egotismo. He sentido también, como casi todos, el miedo a la libertad, a tomar decisiones de irme de aquellos lugares bien organizados, el miedo al ostracismo y al abandono del grupo. Pero también, como tanta gente, he sentido el viento refrescante de la libertad que llena el rostro el día que cierras las puertas tras de ti y te vas al otro lado, en donde pensabas que solo había vacío y soledad y encuentras por el contrario multitud de gente que también ha cerrado tras de sí las puertas de sus celdas. Nuestra vida, como los andares del borracho, caminan erráticamente entre el miedo y la experiencia de la libertad. En esa zona gris donde se desenvuelve nuestra vida, aspirar a que, aún a trompicones, nuestro relato se acerque a una historia de trascendencia, de insumisión a la sumisión, de cuidado, respeto y responsabilidad, de paz con la gente y guerra con las entrañas, de miedo al autoengaño y al miedo, es, sin más, la aspiración a una vida decente que merece ser vivida.





La ilustración es un cuadro es de Paul Rebeyrolle