En los tiempos en que la izquierda europea comenzaba a atender
a Gramsci, Althusser elaboró su teoría de la reproducción, conocida por su
mecanismo de la interpelación: el poder, ejemplificado en cualquiera de sus
voces, se dirige a una persona en particular en la forma de una llamada,
causando que esta vuelva su atención sobre sí misma a modo de examen de
conciencia ignaciano, temerosa de haber ofendido a dicho poder. Se produce entonces
una dialéctica entre conciencia y sumisión que lleva la formación de la
identidad de esa persona como componente de la sociedad en reproducción.
El texto althusseriano es metafórico y no especifica
demasiado acerca de la naturaleza de esa llamada. La abstracción se debe a que
en Althusser está operando una red bastante explícita de connotaciones
evangélicas y religiosas en las que la interpelación del Dios produce la
conversión o transformación. Nadie educado en los territorios cristianos puede
no activar internamente todos esos hilos de significado sobre la vocación, el
llegar a ser lo que eres y toda la larga historia de una filosofía secularizada
que forma el trasfondo de la modernidad. Aquí reside la fuerza de la metáfora
del pensador francés.
Sin embargo, ¿cuáles son los intereses, las necesidades, los
conocimientos y planes de ese policía que Althusser personifica en su relato?,
¿es acaso él mismo un producto de otra llamada? Es sorprendente que en este
mecanismo de formación de identidades no se haga ninguna referencia a lo
material. No se nos habla de cuerpos, ni de sus relaciones con el entorno y con
otros cuerpos, de si ese cuerpo interpelado tenía hambre o estaba escuchando su
lista de reproducción preferida de Spotify o tal vez estaba entonces ante una
pantalla de un portátil barato enviando su enésimo currículo que iría inmediatamente
al almacén de spam de la empresa a cuyas puertas llamaba sin la contundencia
del policía.
El carácter abstracto de la interpelación pretende captar la
esencia del papel formador de los dispositivos ideológicos del estado,
especialmente de la educación y las religiones, precisamente aquellos que
Gramsci había considerado fuerzas esenciales de la historia. Ahora bien,
incluso entendiendo que el término “interpelación” alude a una función
educativa compleja por parte de las agencias del poder, caben muchas dudas
sobre el funcionamiento real del mecanismo, sobre la intencionalidad
estratégica de las voces interpelantes y, sobre todo, sobre su eficacia
práctica real en las sociedades hiperconectadas que caracterizan la modernidad
tardía.
Foucault habría respondido a estas dudas remitiéndonos a sus
muchos trabajos en donde desgrana la génesis y desarrollo de los dispositivos
en los que piensa Althusser: museos, clínicas, prisiones, escuelas, …, toda una
trama de instituciones orientadas a cimentar la gubernamentalidad, a producir
consciencias gobernadas. Sin embargo, cabe seguir sospechando que esta parte
del pensamiento francés sigue sin ser muy convincente respecto a cómo se han formado
las identidades ciudadanas contemporáneas: ¿cómo entró el mercado en todo este
proceso?, y, sobre todo, ¿cómo actuó el flujo de mercancías que transporta el
mercado desde los momentos primigenios del mundo moderno?
Parece subyacer a esta explicación de la reproducción social
un cierto mito de la división del trabajo reproductivo: el mercado reproduciría
la infraestructura de la sociedad mientras que los dispositivos ideológicos del
estado lo harían en la superestructura y las conciencias. Este mito deja muchas
lagunas sin llenar . La más importante es la falta de explicación del lugar del
consumo en todo el proceso, como si las mercancías tuviesen una simple y única
función, la de servir de puente instrumental en el ciclo C-M-M
(capital-mercancía-capital) que rige el capitalismo.
Esta no presencia de las cosas en las bases explicativas del
pensamiento contemporáneo indica que la huella romántica que concede toda la
fuerza reproductiva a los componentes intelectuales de la cultura no han
desaparecido del todo. Las prácticas foucaltianas que se realizan a instancias
de los nuevos dispositivos no parecen tener artefactos o que su papel formativo
sea de alguna importancia. O, lo que es peor, parece que aún sige vigente la
concepción instrumental y neutra de la técnica y sus productos artefactuales,
respetando la columna vertebral de la explicación filosófica de la modernidad
desde sus orígenes modernistas en Weber: el mito de la “racionalidad instrumental”
de los entornos técnicos. Como si estos entornos no tuviesen moral, política y
capacidad formativa y educativa.
Estas consideraciones me venían a la cabeza mientras
abríamos estos días de verano unas cajas familiares que contenían, separadas,
sendas colecciones de muñecas Barbie y muñecos “Másters del Universo”, que contribuyeron
a formar los imaginarios de una o varias generaciones y que compitieron con una
superioridad indiscutible con todos los aparatos ideológicos althusserianos en
la formación de conciencias, haciéndolo a través de un poder hermenéutico que
la escuela y otros aparatos represivos ya habían perdido en tiempos de
Altuhsser.