sábado, 21 de agosto de 2021

Interpelar a la interpelación

 



En los tiempos en que la izquierda europea comenzaba a atender a Gramsci, Althusser elaboró su teoría de la reproducción, conocida por su mecanismo de la interpelación: el poder, ejemplificado en cualquiera de sus voces, se dirige a una persona en particular en la forma de una llamada, causando que esta vuelva su atención sobre sí misma a modo de examen de conciencia ignaciano, temerosa de haber ofendido a dicho poder. Se produce entonces una dialéctica entre conciencia y sumisión que lleva la formación de la identidad de esa persona como componente de la sociedad en reproducción.

El texto althusseriano es metafórico y no especifica demasiado acerca de la naturaleza de esa llamada. La abstracción se debe a que en Althusser está operando una red bastante explícita de connotaciones evangélicas y religiosas en las que la interpelación del Dios produce la conversión o transformación. Nadie educado en los territorios cristianos puede no activar internamente todos esos hilos de significado sobre la vocación, el llegar a ser lo que eres y toda la larga historia de una filosofía secularizada que forma el trasfondo de la modernidad. Aquí reside la fuerza de la metáfora del pensador francés.

Sin embargo, ¿cuáles son los intereses, las necesidades, los conocimientos y planes de ese policía que Althusser personifica en su relato?, ¿es acaso él mismo un producto de otra llamada? Es sorprendente que en este mecanismo de formación de identidades no se haga ninguna referencia a lo material. No se nos habla de cuerpos, ni de sus relaciones con el entorno y con otros cuerpos, de si ese cuerpo interpelado tenía hambre o estaba escuchando su lista de reproducción preferida de Spotify o tal vez estaba entonces ante una pantalla de un portátil barato enviando su enésimo currículo que iría inmediatamente al almacén de spam de la empresa a cuyas puertas llamaba sin la contundencia del policía.

El carácter abstracto de la interpelación pretende captar la esencia del papel formador de los dispositivos ideológicos del estado, especialmente de la educación y las religiones, precisamente aquellos que Gramsci había considerado fuerzas esenciales de la historia. Ahora bien, incluso entendiendo que el término “interpelación” alude a una función educativa compleja por parte de las agencias del poder, caben muchas dudas sobre el funcionamiento real del mecanismo, sobre la intencionalidad estratégica de las voces interpelantes y, sobre todo, sobre su eficacia práctica real en las sociedades hiperconectadas que caracterizan la modernidad tardía.

Foucault habría respondido a estas dudas remitiéndonos a sus muchos trabajos en donde desgrana la génesis y desarrollo de los dispositivos en los que piensa Althusser: museos, clínicas, prisiones, escuelas, …, toda una trama de instituciones orientadas a cimentar la gubernamentalidad, a producir consciencias gobernadas. Sin embargo, cabe seguir sospechando que esta parte del pensamiento francés sigue sin ser muy convincente respecto a cómo se han formado las identidades ciudadanas contemporáneas: ¿cómo entró el mercado en todo este proceso?, y, sobre todo, ¿cómo actuó el flujo de mercancías que transporta el mercado desde los momentos primigenios del mundo moderno?

Parece subyacer a esta explicación de la reproducción social un cierto mito de la división del trabajo reproductivo: el mercado reproduciría la infraestructura de la sociedad mientras que los dispositivos ideológicos del estado lo harían en la superestructura y las conciencias. Este mito deja muchas lagunas sin llenar . La más importante es la falta de explicación del lugar del consumo en todo el proceso, como si las mercancías tuviesen una simple y única función, la de servir de puente instrumental en el ciclo C-M-M (capital-mercancía-capital) que rige el capitalismo.

Esta no presencia de las cosas en las bases explicativas del pensamiento contemporáneo indica que la huella romántica que concede toda la fuerza reproductiva a los componentes intelectuales de la cultura no han desaparecido del todo. Las prácticas foucaltianas que se realizan a instancias de los nuevos dispositivos no parecen tener artefactos o que su papel formativo sea de alguna importancia. O, lo que es peor, parece que aún sige vigente la concepción instrumental y neutra de la técnica y sus productos artefactuales, respetando la columna vertebral de la explicación filosófica de la modernidad desde sus orígenes modernistas en Weber: el mito de la “racionalidad instrumental” de los entornos técnicos. Como si estos entornos no tuviesen moral, política y capacidad formativa y educativa.

Estas consideraciones me venían a la cabeza mientras abríamos estos días de verano unas cajas familiares que contenían, separadas, sendas colecciones de muñecas Barbie y muñecos “Másters del Universo”, que contribuyeron a formar los imaginarios de una o varias generaciones y que compitieron con una superioridad indiscutible con todos los aparatos ideológicos althusserianos en la formación de conciencias, haciéndolo a través de un poder hermenéutico que la escuela y otros aparatos represivos ya habían perdido en tiempos de Altuhsser.





miércoles, 11 de agosto de 2021

El error de Latour

 


Debo comenzar reconociendo mi admiración largo tiempo sostenida por Bruno Latour, antropólogo que prefirió el estudio de los ambientes humanos a los negocios de su familia, productora de vinos míticos y fuera del alcance de las clases populares. Me reconozco también en el mismo error que le achaco: el haber creído que la filosofía moderna era la culpable de la incomprensión de la cultura y de sus variedades, y de no haber entendido que los actores y agentes son entidades complejas. Su libro Nunca fuimos modernos me fascinó como a tanta gente y me convenció de la importancia de la relación material en la cultura. En una entrada anterior de este blog, Nunca fuimos posmodernos,  avancé la idea de que el posmodernismo, también el de Latour, quizás uno de los autores más característicos de la segunda ola de posmodernismo, no era sino una forma renovada de modernismo, de inquietud por la cultura urbana. Ahora estoy convencido más que nunca de que la teoría del actor red (ANT, en las siglas en inglés, un término fórmico, en su doble acepción de ácido y relativo a las hormigas) es una versión renovada de los mismos impulsos modernistas que llevaron a Heidegger a sus preocupaciones por las cosas y a los artistas plásticos a su obsesión por los objetos. Tienen razón, tenían razón, Latour y Heidegger, en su preocupación por las cosas, pero es más que posible que su obsesión adamita por comenzar la filosofía allí donde la habían dejado los premodernos sea otra forma de filosofía moderna, demasiado optimista respecto al papel salvífico y transformador de las ideas. 

Latour nos pide "Hacer públicas las cosas", como si no lo fuesen. La nueva corriente de la cultura material, en la que nadan  Latour, Miller, Haraway, Braidotti Ingold, y con la que simpatizo de corazón, sostiene que las cosas y las personas siempre formaron entidades complejas que coevolucionaron, y que en su variedad cultural, dieron lugar a las diferentes identidades a lo largo de la historia y la geografía. La filosofía moderna crítica, de Descartes al marxismo y la Escuela de Frankfurt, pasando por Kant, no habría entendido esta composicionalidad (sí, al considerar que lo que define la cultura moderna es una suerte de racionalidad, y no una composición de cosas y gente, y que no hay racionalidad sin actuación de las cosas).

Es dudoso que este juicio taxativo corresponda a la realidad de la filosofía moderna. Habermas, por ejemplo, da una extraordinaria importancia a los espacios materiales y al consumo de café en el origen de la esfera pública, principal agente revolucionario de la burguesía ilustrada. Adorno y Benjamin, por su parte, entienden muy bien el poder de la fascinación de la mercancía. Y si nos remontamos a Descartes, pocos filósofos como él fueron más conscientes del nuevo mundo de objetos que constituía la cultura. Sus obras están llenas de objetos y de figuras de objetos, comenzando por los autómatas, que él consideraba la gran irrupción metafísica que explicaba la naturaleza de las cosas. 

Tienen razón Latour & Cia. en señalar la co-construcción de cosas y personas, de cosas y sociedades. Pero la historia no acaba ahí, sino que comienza. Observemos, por ejemplo, la gran transformación del mundo que produjo la Edad Moderna debida al complejo de comercio, consumo y producción de nuevos alimentos-droga como el té, el café, el azúcar, el chocolate y las bebidas alcohólicas de destilación como el ron y la ginebra o el cambio en las formas de vestir que causó la progresiva dominación del algodón sobre la lana, el lino y la seda. Muchos historiadores han señalado que estos alimentos y vestidos están relacionados causalmente con el imperialismo colonial y el esclavismo. No hay la menor duda de que la colonización de la India y el esclavismo en América están relacionados con el cultivo de la caña de azúcar y el tintado del algodón. Pero también es cierto que estos procesos sobre los que se ha construido el mundo contemporáneo están también relacionados con una transformación profunda del gusto en las sociedades occidentales que llevaron a cabo la globalización, colonización y esclavización. El té, el café y el chocolate se convirtieron en bebidas asociadas a la nueva sociabilidad urbana, lo mismo que el alcohol destilado. No fueron simples transformaciones del paladar, sino de formas de vida: las casas se llenaron de vajillas ex profeso para estos consumos, con nuevos espacios para ello (el salón), las ciudades se llenaron de cafeterías y clubs de consumo alcohólico. El algodón produjo una transformación general en la forma de vestir (curiosamente, observa atinadamente el historiador del consumo Frank Trentmann en The empire of  Things, las clases más pobres cambiaban más a menudo de vestido debido a las dificultades para cuidarlos o lavarlos, de ahí la extensión del algodón). Todo ello hubiera sido imposible sin una profunda transformación emocional en el deseo. El deseo, al igual que el poder, tiene una realización material muy clara en la conformación del cerebro y la identidad neurofisiológica de la gente. 

El problema no es reconocer estas relaciones, sino explicar las causalidades y, sobre todo, delinear modelos de cambio. El comercio y el deseo de nuevos consumos fueron juntos, pero no es fácil separar las causalidades, como no lo es diseñar formas críticas. No sorprendentemente, Latour, Haraway y Braidotti hacen magníficos diagnósticos en sus últimas obras de los desastres del mundo contemporáneo al tiempo que dan como alternativas de cambio recetas bien modernas: un cambio de cultura, una nueva metafísica, nuevas prácticas de relación (hacer croché, lo llama Haraway). No estoy en desacuerdo, no podría estarlo, pero al mismo tiempo debemos reconocer que en eso ha consistido el programa de la cultura humanística desde sus comienzos: confiar en la cultura en tiempos de barbarie. Sabiendo que tenemos mejores diagnósticos que soluciones.