Tenía que debatir este viernes con los alumnos y una compañera de departamento el libro de Zena Hitz Lost in Thought. The Hidden Pleasures of an Intellectual Life en el que reivindica la profesión intelectual como una vida de contemplación y distancia del "opinionismo", contra el intelectual a la europea y a favor de la vita contemplativa en aquel ideal que promovieron San Juan de la Cruz, Fray Luis de León y que formó parte de la autojustificación de la vida académica y dio argumentos también a quienes sostuvieron tantas veces la autonomía del arte basada en la dedicación de la vida a un tiempo de silencio aislado.
La controversia sobre la autonomía del arte no es menos larga ni tediosa que la controversia sobre el enfrentamiento entre la vita activa y la vita contemplativa. Ambas constituyen la columna vertebral del libro que encuentra en la reivindicación de las virtudes de la vida intelectual una justificación actual para las humanidades, otra controversia que produce cansancio cuando se reduce simplemente a la defensa corporativa de una profesión.
La oposición de lo profesional y lo aficionado suele acompañar a la oposición de la dedicación al trabajo frente al ocasional compromiso intelectual o práctica con alguna causa, y en particular y de forma despreciativa si ese compromiso tiene que ver con la política y aún mucho más si tiene que ver con alguna política crítica del sistema dominante. El profesional, la profesional, se dice, tiene sus opiniones pero las guarda para el momento del voto. Su trabajo es neutral respecto a sus tendencias, y sus resultados deben huir de lo didáctico, lo expresivo, el realismo torpe o la repetición de estereotipos.
"Profesión". Porque es lo que desde Weber y mucho antes desde el romanticismo (que permanece en él mucho más de lo que pudiese parecer) está en cuestión. Lo profesional, en una de sus connotaciones, se opone a lo aficionado o amateur. El profesional se distingue del diletante, de quien se ha formado a sí mismo en el cultivo a tiempo parcial de un arte, escritura o dedicación al pensamiento. El profesional ha dedicado su vida a una actividad en la que es entendido, conocedor, competente. El aficionado deja entrever rápidamente sus carencias en cualquier obra que presente, es una persona torpe en sus vanos intentos de imitación, desmañada en sus producciones, alguien que ser mirado con cierta comprensión e incluso simpatía pero no valorada. No ha dedicado su tiempo a la vita contemplativa, no ha profesado la religión del arte o la vida intelectual.
En muchas de estas discusiones, que acogen en la misma habitación altas controversias como las que se enfrentaron en las guerras de la cultura contra el posmodernismo o charlas de café contra la colega comprometida, se mezclan de forma no siempre consciente, no siempre desinteresada, dos tipos de bases argumentales en cuya mezcla encuentro considerables dosis de mala fe, en el sentido sartriano de autoengaño. Se enturbia, para decirlo rápidamente, la cuestión del valor (estético, intelectual) de las obras con el valor del tiempo dedicado a producirlas, del tiempo de silencio y retiro de la vida diaria para pensar, leer, escribir, pintar, esculpir, danzar o tocar una sonata.
El profesional que desprecia la dedicación amateur y aún más la no dedicación completa a la profesión suele confundir el valor de su tiempo y el valor de su producto. El valor de las obras, lo sabemos bien, nace en fuentes muy dispersas que convergen en el río de la historia de la cultura. Obras que fueron bestsellers en su tiempo por sus cualidades cómicas, como El Quijote, se convierten con el tiempo en sublimes expresiones de la creación humana. El profesional suele confundir lo artesano de su trabajo, el innegable placer de quien hace algo con habilidad experta y lo sublime de su producto. Pero esa confusión es inquietantemente engañosa. Suele nacer en otras fuentes oscuras donde el resentimiento ensucia las aguas. Cuando escucho a colegas entrar en discusiones de este tipo, en las que suelo asentir y darlas por perdidas de antemano, no puedo dejar de preguntarme si acaso quien tantas invectivas produce por minuto se ve a sí mismo bajo la condición de eternidad y está convencido de que su obra tiene la calidad inmortal de los modelos que usa como ejemplo.
Se confunde el valor de la obra con el valor del tiempo de obrar, del tiempo de silencio en la lectura, en la escritura, en la pintura o partitura. Esa es una cuestión absolutamente distinta. El valor de lo desmañado, de un tiempo que no produce resultados sublimes sino simplemente tiempo de silencio está en otra parte, en otra lógica, no en la de la producción sino en la lógica de la autoconstrucción y autonomía. Quien escribe un diario, emborrona con dibujos cuadernos o agarra la guitarra no entra ni quiere hacerlo en la lonja inmortal de la cultura sino en la mucho más difícil tarea de organizar su vida.
Suele ocurrir, por el contrario, que en un sistema de mercado como el que habitamos, la visión romántica o weberiana del profesional se confunda con la artesanía de la publicación, de la venta en galerías, de la oportunidad de haber entrado en la cuadra intelectual de una editorial dedicada a las formas de moda. No es que todo eso no tenga valor, que lo tiene, como toda artesanía. Frente a la producción industrial de bestsellers, que se aprende en muchas escuelas de escritura, hay que valorar sin la menor duda el trabajo artesano, más por lo que tiene de producción de valores de uso que de valores de cambio, más por lo que tiene de no dejarse llevar por la máquina de la industria cultural. Pero lo que hace valioso este tiempo es precisamente lo que tiene en común con el trabajo aficionado que no opera por el valor de cambio de su obra sino por la resistencia a la alienación que significan esos tiempos de silencio.
La imprenta y el libro, se ha dicho muchas veces, llenó el mundo de escritoras y escritores más que de lectores, o más bien de gente que al leer se ponía inmediatamente a escribir. Y es sin la menor duda ese subproducto en donde encontramos el gran valor de la gran literatura y del arte, en que abre posibilidades de afición, de exploraciones personales de autoconocimiento, de autoconstrucción y autoformación. Por el contrario, la pose elitista de los despreciadores profesionales produce lo contrario, que quienes podrían usar los instrumentos de la producción artesana para retirarse del tiempo de producción y consumo a un tiempo de autocreación, desesperen de su valor y se vuelvan hacia otras tareas que no les servirán de otra cosa que de distracción. El valor de la afición es el valor que tiene la apropiación del tiempo frente a la expropiación. Virginia Woolf lo sabía bien cuando hablaba de los tiempos y espacios propios. Anzaldúa también cuando recomendaba a las mujeres que si querían comenzar su propia vida se comprasen un cuaderno y empezasen a escribir.
Hay muchas cosas feas en el mundo que nos rodean, pero hay otras que llenan de esperanza como es la proliferación de grupos de lectura, de talleres de escritura (no dedicados a enseñar bestsellers), de clases de danza,.. Peter Weiss en su monumental La estética de la resistencia, y Rancière en La noche de los proletarios han recordado esos tiempos de resistencia en la práctica de la lectura en común, del teatro en común, aficionado, imperfecto, desmañado y, sin embargo, imprescindible para la conquista de la cultura, imprescindible incluso para que algunos profesionales abstraídos vivan de su profesión de malos o buenos artesanos pero discutibles dialécticos.
Un esquema de argumento
La Ley de Lotka, una variedad de la ley de Zipp nos informa de que en un intervalo de tiempo dado el número de contribuciones de singular importancia (calidad artística, filosófica,..., científica) es una función del número total de contribuciones en ese tiempo aproximándose a la forma de donde a se aproxima a 2, lo que nos lleva a comprobar que solo una minoría de contribuciones son realmente valiosas.
Por otro lado, muchos informes experimentales nos dicen que en contextos profesionales, especialmente en los académicos, el 90% de las personas consideran de sí mismas que están entre el 10% de los más inteligentes de su área profesional.
El resultado es una función de carácter inverso del elitismo de la autoimagen frente a la probabilidad de que esa persona haya hecho una contribución realmente original y relevante a su tiempo.
CONCLUSIÓN
De hecho, la inmensa mayoría de quienes se consideran a sí mismos profesionales no pasan del estadio de artesanos y, diría más, del de simples amateurs comparados con quienes realmente aportan algo.