sábado, 22 de marzo de 2025

La desmoralización programada

 



¿Qué hacer en la era del capitalismo de la vigilancia? Este es el tema que Belén Gopegui explora en su reciente novela Te siguen. Aunque "qué hacer" es una cuestión que nos conduce a la lista completa de las  famosas preguntas de Kant; "¿qué podemos saber?, ¿qué debemos hacer?, ¿qué nos cabe esperar?, que se resumen en (parafraseémos a Kant): ¿qué es un ser humano decente en un tiempo en que ser decente ya no es suficiente? En Lo real afirmaba Belén que la mayoría entendemos los dilemas de la práctica como disyunciones (hacer esto o lo otro) cuando en realidad deberíamos entenderlas como divisiones: en cada decisión que tomamos nos sentimos partidos por algo y en algo. Sartre lo había explicado en su tesis sobre la libertad humana y el compromiso (¿por qué se ha abandonado esta palabra?): quedarse a cuidar de la madre o entrar en la resistencia. Ser decente no basta para tomar una u otra senda, hay que sentirse partido, es decir, hay que activar las emociones morales y vivir con ellas. Y arrepentirse cuando se ha tomado la decisión incorrecta. Y ser capaces de indignarse por la culpa ajena cuando el daño provocado por las malas conductas intencionales de otros nos piden una respuesta.

Los personajes centrales de la novela, Casilda y Jonás no solo son personas decentes. Son también personas morales: Jonás se ha arrepentido y su arrepentimiento ha sido efectivo porque le ha llevado a decisiones radicales en su vida. Casilda está enojada por la culpa ajena y está implicada en acciones colectivas (una funcionaria de un servicio de protección civil que se toma en serio la protección civil). Son seres normales, decentes y, más que decentes. Son seres morales. Y por ello peligrosos. Deben ser vigilados. 

La novela metamorfosea el género de detectives y nos traslada a un tiempo en que la vigilancia ya no la ejerce solamente el estado sino grandes, enormes, descomunales, empresas de vigilancia que toman en sus manos el control del estatus quo. Como la Agencia Pinkerton que se encarga en Estados Unidos desde el siglo XIX hasta ahora de controlar a los huelguistas y a los sindicatos. Dos empleados de sendas compañías han emprendido la tarea de explorar la vida de nuestros dos personajes para prevenir lo que más temen: que sus emociones morales conduzcan a entretejerse y llevar a una más peligrosa emoción moral para los poderosos: el rencor y la indignación de los de abajo, del 99%. 

Planteada así, parecería que la novela explorará la omnipotencia de los poderosos, la debilidad de dos personas decentes ante la fuerza desbordante de las grandes plataformas (pues ahora son las plataformas digitales las que tienen la fuerza y el poder de la vigilancia y el control). Pero no, Belén Gopegui, también en la línea de las mejores novelas de detectives, explora las chapuzas, incompetencias y contradicciones del poder. 

El capitalismo de la vigilancia es ahora un conjunto de dispositivos extractivos de datos (también de energía y materias primas) que usa instrumentos de inteligencia artificial para reforzar su poder de control. Y en la novela, junto a los dos detectives, León y Minerva, aparece la voz de IG3, una suerte de IA que pretente ser omnisciente y todopoderosa, especializada en inferir líneas represivas tomadas de los informes de los informantes León y Minerva. Este es el hilo de la intriga del thriller que es la novela: ¿se impondrá esta máquina híbrida de humanos e inteligencias artificiales sobre el poder recalcitrante de las gentes morales, ("recalcitrantes" en la novela)?

Hay una hipótesis de fondo en el marco social que describe el relato con el que estoy completamente de acuerdo, y que me parece luminoso (la luz es un agente moral en el texto): todo el aparato hipertecnológico que parece dirigirse a nosotros en persona, tratándonos como seres singulares, que nos ofrece un mundo customizado no es sino un proyecto de desmoralización programada. 

La técnica es una producción que produce sujetos, sostuvo Marx en los Manuscritos y el capitalismo de la vigilancia con todo su barroco arsenal de dispositivos no es un sistema pasivo sino un programa de subjetivación, de generación de yoes que en su carrera (en su currículum vitae) ya no tienen tiempo no para el arrepentimiento (una emoción antieconómica (sunk costs se denomina en la jerga) ni mucho menos para sentirse interpelados por la culpa ajena. 

Desactivar las emociones morales es la primera de las prioridades del poder. Edgar Strahele en su calrificador libro Los pasados de la revolución sostiene que la actitud reaccionaria y contrarrevolucionaria no es una simple reacción a una revolución fracasada (casi todas lo han sido) sino un miedo creciente a que pueda ocurrir una que no fracase. El poder trata de infundir miedo. La ideología del determinismo, de que todo ya está escrito y programado es la nueva ideología que expande el miedo y la impotencia. Pero la realidad es que el poder está hecho también de miedo. Al 99% que es el objeto de su programación y que sabe que su futuro no está domado y que puede activar el rencor y la resolución. 

Este conflicto épico se juega en los espacios cotidianos, en las contradiciones de las almas partidas de los personajes, vigilados y vigilantes, en las estrategias de saber y poder, en las fuerzas de los lazos débiles (el poder sabe por teoría de juegos que los lazos débiles pueden desencadenar la masa crítica que produzca la acción colectiva. Granovetter escribió en los años 70 teoremas sobre ello). Este foco en lo cotidiano hace de la novela también una novela donde las subjetividades se interpelan, se aman o se separan, se inquietan por los otros y desarrollan, entretejen, redes que multiplican el poder recalcitrante. 

He leído la novela como una afirmación positiva, lúcida, esperanzadora sobre como resistir en las mareas bajas, sobre como saber que las conspiraciones del poder (esta es la tesis de Julian Assange) tienen demasiadas fugas, leaks, son mucho más chapuceras de lo que parece (permítaseme traer aquí el espectáculo que está dando uno de los oligarcas de esta desmoralización programada Elon Musk, con su DOGE (departamento de eficiencia gubernamental) que está sumiendo al gobierno de US en un pantano de ineficacia.)

La leo como una novela de esperanza lúcida. Mejor, de fe (secular) en la fuerza de los lazos humanos para cuya protección nacieron las emociones morales de la vergüenza, la culpa, la indignación y el rencor.

 

domingo, 16 de marzo de 2025

Economía de la experiencia

 



Un año antes del fin del milenio, dos divulgadores de escuelas de negocios, Joseph Pine y James Gilmore escribieron Economía de la experiencia, un libro dirigido a los gestores de empresas para señalarles la importancia que tenía el su producción y estrategias de venta la incorporación de la promesa de una experiencia. Su tesis era que la experiencia de la compra de un producto (o su uso) era un componente del valor que podía ser explotado.

No era una idea novedosa. Walt Disney la llevaba practicando desde que en 1955 fundó su primer parque temático Disneylandia, ofreciendo a los padres una experiencia inolvidable para sus hijos. Recuerdo un artículo de Vázquez Montalbán (pero no la cita, disculpas) en el que confesaba haber visitado uno de los parques temáticos y lo había disfrutado como un niño, aconsejando al futuro visitante de izquierdas que dejase colgada la ideología a la entrada. Y yo confieso haberlo hecho también por aquellos años en el parque de Orlando, en Florida. La promesa de la experiencia tiene un poder de atractivo tan fuerte como para haber transformado la economía del capitalismo avanzado.

Los estudios críticos de la sociedad de consumo y del consumismo, desde Marcuse y Baudrillard a Zygmunt Bauman han ido señalando las distintas fases por las que el artefacto de consumo se ha convertido en una fuerza de opresión. Marcuse señalaba el empobrecimiento de la vida y la alienación que producía el consumo. Baudrillard abría una senda novedosa de estudios del consumo al indicar que el objeto de consumo se había convertido en algo más que un objeto de uso, en un signo que entraba en las vidas del consumidor como una máscara de estatus. Este plus semántico del objeto estaba en la base de las tesis del autor francés sobre la sociedad del simulacro. Bauman, por su parte, pensando en el consumo adolescente de aparatos electrónicos de la ultimísima generación exponía que lo que convierte a una persona en consumidor es que sus compras están orientadas a que ella misma se convierta en producto, en mercancía del mercado de apariencias.

Hemos internalizado todas esas críticas y nadie quiere ser acusado de consumista o de haberse convertido en “consumidor”, por más que ya no sea una cuestión personal sino una forma estructural de los ciclos de producción y reproducción contemporáneos. No es infrecuente que el rechazo al consumo masivo sea un indicador de que se opta por un “consumo” razonable que generalmente se orienta hacia productos auténticos, en los que se aprecia una experiencia genuina alejada de la artificialidad de los artefactos y comidas ultraprocesadas.

El sistema entiende muy bien estos sentimientos y diversifica sus productos para que el “no-consumidor” pueda disfrutar de una experiencia de las afueras del consumismo mediante el acceso a productos que no parecen haber sido tocados aún por esa deriva civilizatoria.

Ocurrió primero, como puede imaginarse, en los sectores de la hostelería y el turismo. La experiencia de saborear vinos auténticos y bien criados transformó con rapidez la producción vinícola del mundo, extendiendo los procedimientos franceses a otras regiones como Napa Valley, Rioja, Ribera del Duero, Australia, Suráfrica, … etc. Algunos restaurantes comenzaron a servir carne de buey japonés para que el comensal sintiera la experiencia de comer lo que solo la familia imperial había comido hasta entonces. Y la Guía Michelín se convirtió en un mapa de experiencias sensoriales. El urbanismo de los años ochenta fue convirtiendo las ciudades y aldeas en parques temáticos de nostalgia para atraer los deseos de experiencias de autenticidad lejos de la masa que acudía a las playas. O las playas se reorganizaron para prometer una experiencia de exotismo y vida salvaje.

Apple fue la empresa que captó desde el principio el poder de la experiencia como aura del objeto. El diseño de sus productos no solo prometía lo último en tecnología, sino la sensualidad del tacto y la vista de sus artefactos y con ello el sentido de distinción que promovían. Desde los viejos Mac a los Iphone de nueva generación, vivir en el mundo-Apple ha sido la marca de distinción de generaciones de consumidores deseosos de mostrar que su elección obedecía a la búsqueda de la experiencia de calidad. La chica rebelde de Millenium cambiaba de mac pro para sus hackeos de la red, y sus clientes de la revista los usaban igualmente como muestra de su modernidad.

El mundo de la moda, sin duda, fue el territorio que se adaptó con mayor tranquilidad a la economía de la experiencia. Las viejas marcas que ofrecían productos sofisticados de diseños imposibles de llevar en la vida cotidiana mutaron a ofrecer productos auténticos: lanas frías, cahsmeres y algodones de supercalidad sin añadidos sintéticos para sentir que el cuerpo se vestía de una forma auténtica, sin productos degenerados.

Los supermercados tardaron un poco más, pero poco a poco aprendieron a ofrecer líneas que recordasen a los compradores los viejos mercados genuinos (cada vez más convertidos en remedos de sí mismos y centros comerciales para turistas buscando autenticidad) y comenzaron a ofrecer estanterías de productos orgánicos, de cercanías, etc., a los precios adecuados a estos productos tan cuidados de producción.

La experiencia visual, claro. El gran negocio del siglo: ¿cómo la necesidad de distracción de los ojos y la mente podría quedar al margen? No se trata solo de los videojuegos, que prometen la experiencia de calmar la ansiedad de violencia o lo que sea, es la ansiedad cotidiana la que ha sido colonizada por las pantallas de los smartphones, que abrimos cada vez que deseamos aislarnos de los de al lado.

Lejos de mi intención repetir las críticas que ya se han hecho tantas veces. Si el mercado ha usado la producción de experiencia para aumentar las ventas de productos es porque el consumo no es solo un acto de uso instrumental de objetos. Es una mala concepción de los artefactos el pensarlos así. La producción de objetos, mercancías o no, siempre tuvo un componente de producción de experiencias, de llenar el mundo y el entorno, lejano o cercano, de objetos que produjeran experiencias del más diverso tipo.

Hay un debate intenso sobre si se puede evitar el capitalismo depredador y destructor del Planeta y el consumo está en el centro de estos debates. El decrecimiento de un lado, la transformación del consumo en un consumo responsable de otro. Sea cual sea la línea que tenga la razón, la producción de experiencia será ya un componente estratégico de las economías futuras con más o menos sensibilidad ecológica. Porque la ecología humana incluye la construcción de entornos de experiencia: entender el territorio como paisaje, el alimento como cocina, el ruido como música, la piel y el tacto como caricia.


domingo, 9 de marzo de 2025

Epistemologías de la protesta

 



Qué difícil es cambiar el mundo cuando ni siquiera puedes entenderlo. Se te acumulan en los telediarios y en las pantallas solo accedes a los titulares, cada vez es más caro acceder al artículo entero noticias de aquí y de allá que mezclan temas de importancia geoestratégica con sucesos de corruptelas del día a día de la política; palizas o asesinatos de mujeres con desahucios, generalmente también de mujeres, ancianas o emigrantes; guerras en Centroeuropa y África con subidas y bajadas de la bolsa en China. No es solo que tu cabeza no sea capaz de asimilar este desbarajuste, es que el mundo está desordenado. El nuevo entorno comunicacional muestra un desorden que siempre estuvo, pero que ahora ha llegado a las capas más profundas, se ha extendido por cada punto conectado del Planeta por las cadenas de dependencias de poder o economía. Cuanto más conocemos sobre las cosas que ocurren menos entendemos lo que ocurre. La transparencia parece ofrecer un espectáculo de caos bajo los fractales de noticias que llenan los medios de comunicación.

La filosofía francesa de finales del siglo pasado avanzó la hipótesis de que habíamos entrado en una era de la sociedad del control, en la que la forma en que el poder se ejerce es a través de dispositivos de vigilancia y control activo o pasivo de las posibles expectativas de acción por parte de personas o grupos. La autora Shoshana Zuboff escribió en 2020 un texto ampliamente leído, “La era del capitalismo de la vigilancia” en el que se desarrollaba conceptos como los de “excedente conductual” o “poder instrumentario” para explicar cómo la economía basada en la extracción de datos refuerza la creciente desigualdad en el mundo y lo que se ha llamado “neofeudalismo” o “tecnofeudalismo”, un término que también ha popularizado Yanis Varoufakis, por el que poderosas élites vuelven a situar el patrimonio o la creación de patrimonio como el objeto de la economía, que termina derrotando a los ideales liberales de la sociedad del mérito.

Una segunda línea de interpretación de las derivas del mundo contemporáneo comenzó en los años ochenta y noventa del siglo pasado con la idea de la sociedad del riesgo. En la definición y explicación de este calificativo participaron Ulrich Beck, padre del término, en un texto homónimo que se convirtió rápidamente en un clásico, y el más tradicional Niklas Luhmann, discípulo del funcionalista Talcott Parsons, quien dedicó también un texto al riesgo. La idea de Beck era que nuestra sociedad habría mutado desde una modernidad basada en la seguridad que prometía la diferenciación en esferas autónomas: economía, política, instituciones de políticas públicas, educación, ciencia, etc., hacia una sociedad que estaba basada en la percepción de riesgos causados precisamente por esas instituciones, especialmente por la civilización científico-tecnológica. A Beck se le criticó el que no acababa de definir entre riesgo percibido y riesgo real y el que, desde el punto de vista histórico, los riesgos reales de la humanidad siempre fueron un horizonte próximo e incluso mucho más peligrosos que los presentidos actualmente, incluyendo el cambio climático (pensemos, solo por citar un caso, los cientos de millones de personas víctimas de las guerras del siglo XX, anteriores a la constitución de lo que Beck considera que es la sociedad del riesgo). Sin negar la importancia que tiene su diagnóstico y las zonas de la realidad que ilumina, me parece más revelador el proyecto de Niklas Luhmann. Para Luhmann, todas las sociedades crean sus propios dispositivos para hacerse cargo del riesgo: los seguros, bancos, etc., son formas tradicionales de negociar con el riesgo, que forman parte del proceso de diferenciación de instancias sociales como formas de seguridad contra el riesgo. Por ejemplo, la empresa tradicional fordista era una promesa de estabilidad de empleo no solamente para sus empleados sino en parte también para sus hijos, de los que se esperaba que se incorporasen al trabajo con mejores cualificaciones que sus padres.

Lo que detecta Luhmann es que el riesgo es algo más que una posibilidad real, es también y sobre todo en las nuevas formas sociales un modo estructural de observar la realidad, un modo de entender la toma de decisiones bajo condiciones de incertidumbre. Desde que la probabilidad se convirtió en la base representacional matemática de las decisiones sociales, el riesgo formó parte de todas las representaciones previas a los programas y decisiones, incorporando un cálculo de riesgos (menos de costos) y beneficios de cualquier decisión. Una característica de esta forma de racionalidad moderna sería pues la incorporación de la incertidumbre medida o esperada al proceso de toma de decisiones. Desde comienzos del siglo pasado, la economía primero y mucho más tarde todas las decisiones operativas de las instituciones fueron tomando la forma de decisiones bajo riesgo, creando toda una serie de instituciones de “consulting” para tratar de domesticar el riesgo.

El problema que detecta Luhmann es que a medida que se ha desarrollado esta forma de entender la acción humana también lo ha hecho una sociedad en la que la progresiva interacción entre sistemas hace imposible el cálculo real de riesgos. Es prácticamente imposible calcular cuáles son los riesgos ecológicos, políticos o económicos de cualquier proyecto. De este modo, la ignorancia se incorpora a la vida cotidiana y se extiende como una suerte de niebla que parece dañar la misma idea de futuro en la que se basa el conjunto de la cultura, la política y la economía que constituyen una suerte de cadena de promesas de futuro. Así, esta contradicción básica del capitalismo y la cultura contemporánea se comporta como una atmósfera que afecta a las estructuras de sentimiento tanto de los grupos dominantes y hegemónicos como de los dominados o subalternos. El lema de “No Future” parece acompañar como bajo continuo afectivo al conjunto de las acciones colectivas bajo condición de conflicto que conforman el panorama social. Se explica muy bien de esta forma el que la sociedad de control sea una especie de aspiración permanente por parte de las élites y sus grandes plataformas tecnológicas, al tiempo que el supuesto control que parecen ofrecer es cada vez menor a medida que incorporan ingentes y descomunales conjuntos de datos que contribuirían a diseñar políticas de control. No es pues extraño que se produzcan refugios en la acumulación de patrimonio y en los imaginarios de reclusión en zonas seguras económica, política y militarmente por parte de los nuevos poderes mundiales.

La era del neoliberalismo se basó con todo entusiasmo en estas políticas de incertidumbre, y creó formas de socializar el riesgo como las tristemente recordados paquetes subprime (que significaban créditos que ya se sabían impagables, pero que se suponían cancelables por un aumento continuo de los precios de la vivienda). La idea de Hayek y con él del neoliberalismo es que el mercado es un mecanismo de información basado en la ignorancia generalizada de los agentes que participan en él. Es el juego generalizado del mercado el que resuelve los riesgos y los lleva a un equilibrio más o menos aceptable. La era de los riesgos aceptables y de las compañías gestoras de ellos parece haber entrado en crisis. No es mal indicativo el que Trump haya cancelado los contrato del estado con las grandes empresas de consulting, como si creyera que su intuición vale tanto o más que los barrocos cálculos probabilísticos de aquellas.

Una parte de la izquierda, la que ahora siente nostalgia de la era de esplendor de la socialdemocracia y sus pactos sociales, también confiaba en que los riesgos asumibles podían ser cancelados por los equilibrios de las grandes fuerzas corporativas de empresas, estado y sindicatos. Los frágiles consensos podían ser más o menos formas de actuación arriesgada, pero que la necesidad histórica del capitalismo controlado podría llevar a una cierta forma de progreso y redistribución social de la riqueza.

Ese mundo parece haberse perdido con las desregulaciones financieras, la globalización de las comunicaciones, las dependencias de las cadenas de suministros y de las volátiles decisiones económicas que operan como bandadas de estorninos buscando nichos de rentabilidad por encima de todo. El mundo se ha vuelto mucho más incierto, y mucho más cuando estamos en un proceso de transición técnica hacia formas de producción y de fuentes de energía menos emisoras de carbono y más cercanas a la economía circular. La percepción de riesgos en esta situación de incertidumbre desborda los límites de todos los dispositivos y métodos de decisión racional de las últimas décadas.

No es pues, extraño que las estructuras de sentimiento produzcan miedos reaccionarios y melancolías de izquierda simétricas en su incapacidad de gestionar la incertidumbre.

Pero la idea de Luhmann de que el riesgo es un modo de observar la realidad tiene una cara positiva que es poco notada. Me refiero a todo lo que han detectado quienes se ocupan del poder de los movimientos sociales, del interseccionalismo y en general de las nuevas formas de alianzas improbables que la cultura dominante ha denominado “wokismo”. Se echa de menos la Guerra Fría y las políticas antisocialistas porque era un tiempo en que los sindicatos tenían fuerza. Ese tiempo se disolvió con la economía de la globalización, la externalización, el autoempleo, ..., y todo lo demás. Mucha izquierda se ha quedado anclada en esa nostalgia. También mucha derecha por razones inversas. Echan de menos la familia-familia, el municipio y sus pequeñas comunidades religiosas de fin de semana. D. J. Vance representa esta nostalgia reaccionaria.

La pregunta de ahora es por qué en todo el mundo suben al poder pequeños dictadorzuelos aupados por el antifeminismo (el antiwokismo lo llaman). Sería inexplicable si fuera algo que concierne a cuatro locas estropeafiestas. Algo ha cambiado en el mundo y la desubicación que siente mucha gente progre tiene que ver con la incapacidad de entender estos cambios. Donna Haraway y Bruno Latour lo explican muy bien: una, con su política de crochet, de entrelazar hilos. Latour, con su teoría de los ensamblajes heterogéneos e improbables. Un grupo se mueve contra la destrucción del Mar Menor, se encuentran en locales que usan otros grupos feministas de lecturas, se abre una librería que convoca a otra gente con intereses y demandas varias,..., Lo que a los trumps, putins, modis, abascales, mileis les ha llevado al poder es precisamente la fuerza de esos lazos débiles. La sociología de los ochenta lo trataba de teorizar: Granovetter y otra gente que reflexionaba sobre las condiciones en que se crea la masa crítica que resuelve los dilemas de la acción colectiva.

En estos procesos se generan formas de conocimiento que no se producirían bajo las condiciones tradicionales de diferenciación de esferas e identidades producidas por ellas: si la clase, el género, la raza, las afectividades, culturas y otras formas de identidad han devenido en hibridaciones, devenires y subdivisiones fractales que hacen prácticamente imposible las viejas políticas de identidad, por el contrario no han disminuido sino que han crecido las formas no visibles de entrelazamiento de deseos, actividades y cadenas de dependencia entre numerosas y distintas formas de protesta, que han producido precisamente esta reacción amedrentada por parte de las élites mundiales.

Y en estos movimientos se generar nuevos conocimientos sobre el mundo que nacen precisamente de las condiciones en las que crece la incertidumbre. Son epistemologías de la protesta, tal como ha teorizado José Medina (Epistemology of Protest Oxford UP, 2023), que desvelan estructuras básicas del mundo que subyacen a la niebla de incertidumbres. Puede que muchos de estos movimientos estén plagados de ecoansiedades, disforias, resentimientos y rencores puramente reactivos que creen imaginarios posapocalípticos poco utópicos, pero lo cierto es que la práctica real de las pequeñas protestas, conquistas, entrelazadas unas con otras, crean transformaciones en la conciencia general que desbordan incluso las propias expectativas de los activismos. Que estas epistemologías sean poco visibles, y que solo lo sean los climas y formas sociales que producen es quizás una de sus fortalezas más importantes, tal como estudiaron teóricos como James Scott en Las armas de los débiles.

Son formas de conocimiento menos basadas en los miedos, ansiedades y nostalgias que en la fe que nace de las continuas transformaciones que producen las acciones colectivas por minoritarias que parezcan. El problema de las masas críticas es uno de los factores de riesgo e incertidumbre que más acosa a los grupos dominantes y que, como señalo, explica estas reacciones desbordadas de autoritarismo que, como la historia ha comprobado, pueden producir daños mil, pero que entre sus consecuencias no queridas está el propiciar lo contrario de lo que se proponen.


sábado, 1 de marzo de 2025

Lo que importa

 


Hay días en que nos preguntamos como Hannah Arendt qué pudo haber ocurrido para que hayamos llegado a estas situaciones donde se permite que la insolencia reine por todas partes y en los que las gentes que sufren las amenazas sin cuento de los poderosos, y con ella se preguntan qué ha podido faltar para que se alcen hasta las cúpulas de la dominación personas tan funestas. Ella, la filósofa cuya mirada fue la más penetrante de su siglo, respondía que faltó la capacidad de juicio. Kant había llegado a conclusiones similares en una época no menos convulsa en la que se estaban produciendo rápidas curvas en las siempre azarosas sendas de la historia.

La facultad de juicio parece haber sido siempre el objetivo de la exploración del Kant maduro cuyo proyecto filosófico era responder a las preguntas fundamentales: ¿qué podemos saber?, ¿qué debemos hacer?, ¿qué nos cabe esperar?, ¿qué es el ser humano? Comenzó delimitando las posibilidades de las capacidades de conocer, estableciendo así las fronteras de la agencia epistémica, del juicio cognitivo; siguió inquiriendo la lógica del “deber”, del saber y poder práctico, de la agencia práctica si queremos llamarla así, una de cuyas vertientes básicas la forman la agencia y la identidad morales, lo que nos constituye como seres en el reino de los proyectos y los fines y nos enfrenta a las cuestiones básicas de con qué acciones y omisiones somos capaces de vivir y cargar.

Kant tenía claro que todo lo que había hecho aún no rozaba la cuestión básica, la de qué hacer cuando no hay principios claros que guíen la conducta, por ello emprendió la redacción de la obra que, al menos desde mi punto de vista, es la más grande de toda su impagable contribución al saber humano, la aproximación crítica a la capacidad de juzgar bajo condiciones de incertidumbre. En esta obra, Kant comienza mirando hacia abajo, uniendo lo humano al reino de la vida en donde nacen la fuerza y el impulso de continuar. Sin citarlo, Kant parece estar más cerca que nunca de Spinoza. Y sobre estas bases tan materialistas, tan fundadas en lo teleológico, Kant reconoce que nuestro juicio es vulnerable y acude a dos agarraderos no menos frágiles pero también no menos necesarios: el juicio de lo común, lo que llama el “gusto”, pero podría y debería haber nombrado con un concepto más amplio, y el juicio reflexionante, la auténtica capacidad de juicio.

Esta capacidad de juicio no es necesariamente moral, no puede confundirse con la moral ni es una capacidad ética. Tampoco, como parecía extenderse en la posmodernidad, es una capacidad estética, ni siquiera en la forma más aceptable de la capacidad estética que es lo que llamamos sensibilidad. Es la capacidad para delimitar lo que importa, lo que de verdad nos preocupa, lo que nos constituye como humanos y como seres cuyas vidas tienen sentido.

Harry Frankfurt ha ofrecido luminosas palabras sobre esta capacidad, que no puede reducirse ni al deseo ni a los principios ni conductas morales. Pues, aunque nuestras vidas estén dominadas por el deseo, o regidas por principios categóricos, puede que las sigamos considerando vidas sin sentido, pues nuestra capacidad de juicio nos indica que desearíamos no tener ni seguir esos deseos, o que esos principios no son los que nos hacen sentir vivos.

Esta tercera forma de agencia, que se añade a la agencia epistémica y la agencia práctica, cabría llamarla “agencia evaluativa”, sabiendo como Kant nos enseñó, que valorar no depende ya de códigos ni de “valores” en el sentido trivial del término, sino de otra forma de determinación más profunda, de nuestra capacidad para decidir lo que importa, de entender claramente qué es aquello que tenemos que cuidar.

Esta agencia está implicada, sin dominarlas, en la agencia epistémica y en la agencia práctica, que tienen sus propios espacios de autonomía, pero interactúa continuamente con ellas, como ellas lo hacen con la capacidad de juicio evaluativo. Así mismo, la agencia evaluativa supone una madurez epistémica y moral suficientes como para tener tanto grado de autoconocimiento y de sensibilidad moral como para formar parte de una colectividad de la que depende el futuro de la humanidad, y en buena medida, la preservación de la vida misma.

A veces, en ciertas épocas, la capacidad de juicio se degrada y las más oscuras nubes amenazan en el horizonte.