Reflexiones en las fronteras de la cultura y la ciencia, la filosofía y la literatura, la melancolía y la esperanza
domingo, 24 de febrero de 2013
Antropología del mito zombi
En realidad el título es un deseo más que una realidad. Ya me he ocupado en alguna entrada anterior de la invasión zombi en la literatura y medios visuales contemporáneos y he ido convenciéndome del carácter de mito que ha ido adquiriendo todo este complejo de representaciones. Me piden de la revista La columnata una colaboración sobre zombis y la ocasión me lleva de nuevo a darle vueltas al tema.
Un mito, según el canónico análisis de Levi-Strauss, es una estructura representacional que generamos con conocimientos a mano, como los cacharros de bricolaje que guardamos para lo que haya menester, y que refiere a elementos constitutivos de una cultura. En varios de sus libros (todos aún maravillosamente vivos) Levi-Strauss propone recoger todas las variantes del mito e ir analizando las oposiciones estructurales para, después, ir construyendo una interpretación posible en forma de oposiciones reales a las que se enfrenta la sociedad que ha puesto en marcha este mito. Lo que aquí sigue es un puro ejercicio de dedos, sin ninguna pretensión que no sea la de ser notas de borrador y petición de ayuda para ir desenvolviendo un análisis un poco más interesante del mito. Algunas de las oposiciones más prominentes serían las siguientes:
Oposición temporal: Sociedad antes/después de la infección o invasión zombi. Me parece la oposición fundamental. El mito hace alusión a la "descomposición" (en sentido muy estricto) de todos los lazos sociales. Es una especie de reversión del mito del contrato social.
Oposición material: Abundancia/ escasez. Los supervivientes se ven obligados a reciclar los restos de la sociedad anterior: armas, comida, vivienda. En todos los episodios del mito hay una preocupación básica por el inventario detallado de lo que aún queda como utilizable y de los lugares donde se pueden conseguir armas, medicinas, alimentos, etc. Por lo demás, lugares peligrosos.
Oposición moral: Lo permitido/lo prohibido. La violencia sobre los zombis, a pesar de su imagen aún humana en su monstruosidad es no solo algo permitido sino el objeto central del mito. El "matadlos a todos" que ordenaba el obispo Arnaldo Amalric en los sitios contra los albigenses, y que repetía Kurtz en El corazón de las tinieblas, indica la oposición moral básica post-contrato social.
Oposición mental: Conciencia/no conciencia. El zombi es puro cuerpo dirigido por el instinto de supervivencia, a diferencia de los supervivientes, que tratan, casi infructuosamente, de sostener aún ciertas formas culturales, planes o afectos.
Oposición corporal: Lo sano/lo infectado. El miedo a la contaminación del zombi es la oposición sobre la que se articula la visualidad del mito. Lo monstruoso, maloliente, pútrido, frente al cuerpo aún "normal" del superviviente.
Oposición social: La masa/la comunidad. Los supervivientes se ordenan en bandas de recolectores unidos por lazos de amistad o familia, mientras que los zombis son puras masas o manadas en movimiento.
Seguramente quedan muchas otras oposiciones, y queda, desde luego, un examen pormenorizado de las muchas variantes contemporáneas. Cabe ya, sin embargo, comenzar a especular por el carácter del mito como producto de un miedo en el imaginario contemporáneo a la fractura social. Sospecho que es el mito más activo de nuestros días. Menos por el carácter apocalíptico (ya he dicho en varias ocasiones que el apocalipsis ya ha ocurrido) que por el terror a la ruptura del contrato social y sus promesas.
Seguiremos.
sábado, 16 de febrero de 2013
El lamento generacional
El fascismo siempre se origina en una inversión causal: los efectos se convierten en causas. En el siglo XIX el racismo tomó la forma de una de estas inversiones causales. Se creía que las diferencias culturales, las desigualdades sociales y las distancias cognitivas se debían a ciertas causas ocultas de raíz biológica o "natural". Ciertamente, más tarde, se matizaron mucho estas creencias y el racismo biológico pasó a ser un racismo cultural, pero la inversión de efectos y causas siguió bajo otros formatos. Que las diferencias y desigualdades se expliquen por ciertos factores ocultos, que nunca se acaban de precisar demasiado, es una tentación que se sufre permanentemente.
He recordado esta parte negra de la historia contemporánea al hilo de la noticia que leo en los periódicos de que Antonio Muñoz Molina acaba de escribir un libro lamentando en un tono seco y amargo la complicidad generacional con la situación presente del país. Ayer por la tarde hacía una de las visitas periódicas a la librería para mirar las novedades, y me encontraba con una mesa entera de nuevos libros de urgencia que coincidían, o algo así, en títulos como "un país fracasado".
Siento ciertos escalofríos al leer esta literatura de lamento histórico en la que se culpa a "generaciones" o al país entero de situaciones de desigualdad y fracaso, como si acaso hubiésemos tenido algún plan común, o como si hubiese algo común que fuese la causa de nuestras miserias contemporáneas.
Son muchas las miradas que ahora vuelven a la Transición española a la democracia. Las dominantes son voces que tratan de afirmar que tal vez "nos equivocamos", con un "nos" inclusivo que parece anclarse en estratos profundos de la identidad.
Pero no fue así. La Transición fue, como tantas veces ha ocurrido, un cambio en las capas dominantes y un ascenso de nuevos estratos de la burguesía. Los periódicos americanos diagnosticaron bien lo que había ocurrido en 1982 con el ascenso del PSOE al poder: "unos jóvenes nacionalistas" llegan al gobierno. No fue solamente un control político. Otros jóvenes nacionalistas constituyeron una cultura hegemónica formada por un nacionalismo celebratorio, algo festivo, siempre formativo. Se explicó a la gente qué debían leer, comer, vestir, cómo debían follar y aparearse, qué música y qué formas de comportamiento correspondían a los nuevos tiempos. Hubo un cambio general en los intelectuales orgánicos. Periódicos como El País y El Mundo, cada uno a su modo, desarrollaron el aparato ideológico de los nuevos tiempos.
Y ahora se trata de explicar que una generación, un país, se equivocó. Pero no fue así. La Transición fue una reforma en las formas de desigualdad. Aparecieron voces que ocluyeron y callaron a otras. La gente que realmente se opuso al franquismo no tuvo mucha voz ni oportunidad en los nuevos tiempos. Las asociaciones de barrio, los comités de empresa, los movimientos de enseñantes, toda una inmensa red oculta que había sostenido la resistencia, fue ocultada definitivamente mediante una política activa de compras de dirigentes, que pasaron a ser concejales o miembros de partidos inexistentes hasta el 70 (el PSOE fue el caso más claro). Mucha gente estigmatizada, mucha gente en los márgenes, en los poderosos brazos de la droga, que se suministró con generosidad. Al final de la década de los años ochenta ya no quedaron sino jóvenes nacionalistas, cada vez menos jóvenes, cada vez más nacionalistas.
Se aduce ahora el fracaso de una generación, el fracaso de un país, se acude a algún pecado oculto de una esencia que nos contamina.
Digamos "NO". No tenemos nada en común.
He recordado esta parte negra de la historia contemporánea al hilo de la noticia que leo en los periódicos de que Antonio Muñoz Molina acaba de escribir un libro lamentando en un tono seco y amargo la complicidad generacional con la situación presente del país. Ayer por la tarde hacía una de las visitas periódicas a la librería para mirar las novedades, y me encontraba con una mesa entera de nuevos libros de urgencia que coincidían, o algo así, en títulos como "un país fracasado".
Siento ciertos escalofríos al leer esta literatura de lamento histórico en la que se culpa a "generaciones" o al país entero de situaciones de desigualdad y fracaso, como si acaso hubiésemos tenido algún plan común, o como si hubiese algo común que fuese la causa de nuestras miserias contemporáneas.
Son muchas las miradas que ahora vuelven a la Transición española a la democracia. Las dominantes son voces que tratan de afirmar que tal vez "nos equivocamos", con un "nos" inclusivo que parece anclarse en estratos profundos de la identidad.
Pero no fue así. La Transición fue, como tantas veces ha ocurrido, un cambio en las capas dominantes y un ascenso de nuevos estratos de la burguesía. Los periódicos americanos diagnosticaron bien lo que había ocurrido en 1982 con el ascenso del PSOE al poder: "unos jóvenes nacionalistas" llegan al gobierno. No fue solamente un control político. Otros jóvenes nacionalistas constituyeron una cultura hegemónica formada por un nacionalismo celebratorio, algo festivo, siempre formativo. Se explicó a la gente qué debían leer, comer, vestir, cómo debían follar y aparearse, qué música y qué formas de comportamiento correspondían a los nuevos tiempos. Hubo un cambio general en los intelectuales orgánicos. Periódicos como El País y El Mundo, cada uno a su modo, desarrollaron el aparato ideológico de los nuevos tiempos.
Y ahora se trata de explicar que una generación, un país, se equivocó. Pero no fue así. La Transición fue una reforma en las formas de desigualdad. Aparecieron voces que ocluyeron y callaron a otras. La gente que realmente se opuso al franquismo no tuvo mucha voz ni oportunidad en los nuevos tiempos. Las asociaciones de barrio, los comités de empresa, los movimientos de enseñantes, toda una inmensa red oculta que había sostenido la resistencia, fue ocultada definitivamente mediante una política activa de compras de dirigentes, que pasaron a ser concejales o miembros de partidos inexistentes hasta el 70 (el PSOE fue el caso más claro). Mucha gente estigmatizada, mucha gente en los márgenes, en los poderosos brazos de la droga, que se suministró con generosidad. Al final de la década de los años ochenta ya no quedaron sino jóvenes nacionalistas, cada vez menos jóvenes, cada vez más nacionalistas.
Se aduce ahora el fracaso de una generación, el fracaso de un país, se acude a algún pecado oculto de una esencia que nos contamina.
Digamos "NO". No tenemos nada en común.
domingo, 10 de febrero de 2013
La ciudad y la muerte
Haneke comienza su última película, Amor, abriendo las puertas de la casa por gente que viene a ver lo que pasa y termina la película cuando el protagonista, Georges, las cierra tras de sí (con un breve colofón en el que un personaje, la hija, rehabita el piso y recomienza otra historia). En el interim se nos permite asistir a la historia de dos personajes que han decidido enfrentarse unidos a la historia de la decadencia final de uno de ellos clausurando el resto de sus relaciones con el mundo. El tiempo de morir exige un espacio de intimidad y la suspensión de todo lo que no sean los lazos esenciales con el mundo. Que, nos dice, Haneke, no son otros que los lazos del amor. La historia discurre en un laberinto de entrecruces de miradas, entre quien se está yendo, Anne, y quien ha decidido quedarse allí para acompañarla en el viaje, Georges. Haneke, el filósofo y humanista, nos invita a asistir a esta ceremonia del adiós en silencio, como si se nos estuviese permitiendo entrar en un espacio al que somos absolutamente ajenos: un espacio de intimidad que no se agota en lo visible, que nos ofrece un misterio que no podremos desvelar y que entendemos sin entender.
Vuelve Haneke sobre uno de los problemas característicos de la cultura de la modernidad: el ocultamiento de la muerte. Las culturas premodernas mantienen una relación equilibrada con la muerte. En ellas el morir es un acto público al que asiste la comunidad y con el que todos están familiarizados. El dolor de morir y el dolor de ver morir son actos públicos que se elaboran en rituales de despedida y duelo en los que participa la familia y la comunidad. Recuerdo haber asistido en mi niñez (entre los siete y nueve años, un (olvidable) tiempo en que me obligaron a ser monaguillo), a decenas de agonías acompañando al cura y sus santos óleos. No recuerdo haberme sentido impresionado por nada de aquello, no más que por otros rituales de bautizos, bodas y comuniones. El dolor, la muerte, eran productos naturales del ritmo de los días. La transformación del mundo que llamamos modernización crea un velo de extrañeza y silencio sobre la última de las historias de la vida.
Es más que sorprendente el contraste contemporáneo entre la hipervisibilidad de la violencia y las muertes en las pantallas y el ocultamiento de la muerte en la vida. Haneke se atreve a una explicación: la muerte ha pasado de ser parte del dominio de lo público a formar parte del espacio de lo íntimo. Como en otros aspectos de la vida, la ciudad crea muros para proteger lo íntimo de lo público. Llamamos a las viviendas apartamentos por esta acción de levantar paredes que separan espacios y prácticas. Dentro de ellos discurren nuevas formas de relación nuevas. Se crean también nuevas formas de emoción y relación social.
La casa burguesa era aún, como la familia burguesa, un espacio semipúblico que permanecía abierto a la vecindad y las relaciones. La casa urbana y sus habitaciones se recrea ahora como el ámbito de las emociones íntimas. En la película, ni siquiera a la hija le es permitido asistir al discurrir de la decadencia de su madre. El espacio se ha cerrado a todo lo que no sean las emociones necesarias e imprescindibles. Haneke resuelve la historia como un relato espacial más que temporal. No sabemos cuán larga haya sido la despedida. Él nos muestra sólo los hilos que conectan los espacios de intimidad, las habitaciones de la emoción.
Este breve apunte iba de otra cosa, pero en el tiempo presente no puedo sino sublevarme ante lo que significan los embargos hipotecarios en mi país: la destrucción final de miles de vidas por la destrucción (expropiación, rapiña) de sus lazos de intimidad y existencia, la amenaza a lo que hacía vivible la ciudad, la creación de espacios de intimidad de vida y muerte. No es extraño que se hayan producido tantas muertes, ahora, sí, públicas.
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