Mi colega Maria José Frapolli, una filósofA del lenguaje internacionalmente respetada y conocida, amiga y compañera de avatares académicos, escribe una respuesta al comentado artículo de Ignacio Bosque, académico de la RAE sobre el sexismo y el lenguaje. El artículo fue enviado a El Pais y (iba a decir, lógicamente) no ha sido publicado. Estoy absolutamente de acuerdo con su contenido y le he ofrecido esta modesta ventana para aumentar el número de lectores de su respuesta. Probablemente, si no hubiera sido escrito para El País María José Frapolli habría hecho saber a nuestro académico de algunas distinciones técnicas entre competencia y actuación, entre locuciones y actos de habla que no están explícitas en su panfleto y que uno/a esperaría que alguien de su autoridad hiciera manifiestas. Pero en fin a veces la autoridad y el poder se confunden. He aquí la magnífica respuesta:
Gramática y Política
María José Frápolli
Catedrática de Filosofía del Lenguaje
Universidad de Granada
El académico Ignacio Bosque ha publicado recientemente un artículo sobre usos sexistas del lenguaje que ha tenido una enorme repercusión. Sea bienvenido un debate serio y mesurado acerca de los sutiles caminos por los que se desarrolla la discriminación sufrida por las mujeres. Hay tres aspectos del escrito del Prof. Bosque que merecen quizá mayor atención de la que se les ha prestado. El primero es un análisis de la función de los manuales de estilo no sexistas, por un lado, y de las recomendaciones de la RAE, por otro. Según sus estatutos, la RAE tiene como objetivo “velar por que los cambios que experimente la Lengua Española en su constante adaptación a las necesidades de sus hablantes no quiebren la esencial unidad que mantiene en todo el ámbito hispánico. Debe cuidar igualmente de que esta evolución conserve el genio propio de la lengua, tal como ha ido consolidándose con el correr de los siglos, así como de establecer y difundir los criterios de propiedad y corrección, y de contribuir a su esplendor”. La Academia no promueve los cambios, sino que evalúa los cambios que se producen. Por eso el escrito de Ignacio Bosque está completamente dentro de sus atribuciones. Sin embargo, se refleja en él una cierta queja de que los manuales de estilo que aconsejan un uso no sexista del lenguaje elaborados por universidades, sindicatos y comunidades autónomas no han contado con la colaboración, el consejo o la tutela de los profesionales del lenguaje (académicos de la lengua, lingüistas y filólogos). Los primeros párrafos sugieren una defensa corporativa y la denuncia de un posible conflicto de competencias. La queja, sin embargo, es injustificada. El trabajo de la academia consiste en sancionar ciertos usos lingüísticos como correctos, y velar por la coherencia de una lengua que se habla en diferentes países. Ese es el objetivo de una gramática, cuyas reglas deben ser generalizables en principio. Los manuales de estilo que analiza el Prof. Bosque tienen una función distinta: son manuales de buenas prácticas, que pueden ofrecer a la academia material para su posterior análisis. Las recomendaciones de un manual de buenas prácticas son altamente dependientes de contexto, y van dirigidas a fines distintos de las meras gramaticalidad y coherencia. Por ello, la afirmación de que, si todos habláramos como los manuales aconsejan, no nos entenderíamos, siendo probablemente correcta, no es una crítica justa. La sociedad civil (universidades, comunidades autónomas, sindicatos, etc.) tiene todo el derecho a hacer propuestas acerca de cómo usar el lenguaje para promover determinadas políticas (la visibilidad de las mujeres, los derechos de los inmigrantes o lo que sea) o evitar determinados efectos indeseable (la discriminación de personas). Esas propuestas pueden ser luego evaluadas por los profesionales de la lengua respecto de su corrección o incorrección. Pero son dos niveles diferentes, que no tienen por qué entrar en conflicto.
El segundo aspecto que merece comentario es la insistencia en lo que es ahora gramaticalmente correcto o incorrecto, como si eso fuera un rasgo inamovible de la lengua. En castellano el masculino es genérico, de acuerdo, pero de ahí no se sigue que las recomendaciones a favor de hacer visible la pluralidad confundan sin más género con sexo. Tampoco se sigue que quien use correctamente el masculino como genérico esté, solo por ello, dejando traslucir una actitud sexista. La lengua es un instrumento poderosísimo, no solo de comunicación, sino también de transformación social. El lenguaje ha sido una herramienta de dominación, no hay más que reparar en los discursos de los vencedores de todos los conflictos. Ha sido una herramienta de discriminación, hoy día muchas voces se alzan contra la consideración del contrato civil de convivencia entre personas del mismo sexo como matrimonio, apoyándose en cuestiones supuestamente semánticas. A esto se suele responder que el lenguaje no es sexista o discriminatorio, son los agentes que lo usan los que pueden ser una cosa u otra. Esta trivialidad (ya sabemos que los objetos inanimados no tienen propiedades intencionales) no puede oscurecer otro hecho, igualmente cierto, a saber, que las palabras tienen aspectos significativos que las hacen más o menos apropiadas para determinados usos dinámicos. Expresiones como “judiada”, “merienda de negros” o “trabajo de chinos” reflejan una ideología racista por muy gramaticales que sean las oraciones en las que aparezcan. Y aunque estén en los diccionarios, muchos convendremos en que deben evitarse.
El tercer aspecto digno de análisis es la utilización política de las consideraciones de los académicos. La RAE no es una isla. Es una institución imbricada en la sociedad, que tiene efecto en ella y que debe dejarse afectar por ella. Asistimos hace un par de meses a un cambio político en el gobierno de España. De las primeras medidas que el nuevo gobierno tomó destacan el anuncio de la reforma de la ley del aborto (las palabras del ministro Gallardón acerca de la “violencia” que sufren las mujeres que no desean abortar se comentan por sí solas), el rechazo, abierto o velado, a la ley de violencia de género, la renuncia de facto a la paridad en órganos de representación, y otras. No había que ser muy clarividente para haber previsto que, en este momento, un documento como el del profesor Bosque puede dar argumentos “científicos” a los machistas más furibundos que pueblan tertulias y ediciones digitales. El profesor Bosque indica además que algunas de nuestras contemporáneas más insignes están en contra de las cuotas y que no siguen las recomendaciones de estos manuales de corrección política. Está en su derecho el profesor Bosque de tener sus opiniones y expresarlas, y sus ilustres amigas de tener las posiciones políticas que les parezcan mejores. Dicho esto, los hablantes no somos solo responsables de lo que estricta y literalmente decimos en nuestros actos lingüísticos sino que nos comprometemos también con los efectos que de manera inmediata se siguen de ellos. Por eso, el artículo del Profesor Bosque no tiene solo una lectura científica (que es trivial, ya sabemos que el masculino es genérico en castellano), sino que tiene una dimensión política evidente. Los académicos firmantes hacen uso de su derecho al apoyar un documento que aconseja unos usos lingüísticos sobre otros. Pero no nos empeñemos en que su alcance es meramente gramatical. Los académicos han entrado en un debate altamente ideológico, muy complejo y sensible, con repercusiones en la promoción o en el ocultamiento de la mitad de la población. Se cometen muchos excesos en la defensa del lenguaje no sexista, algunos rozan el ridículo, de acuerdo, pero es encomiable el esfuerzo por marcar lingüísticamente la pluralidad. Y si bien es ingenuo pretender que modificando usos lingüísticos vamos a transformar la sociedad, también lo es negar que el lenguaje que usamos es en una medida nada despreciable producto de la ideología que nos ha dominado durante siglos.