El desprecio a la democracia como una organización corrupta de ignorantes no es, desgraciadamente, algo que se haya extendido solamente por las fracciones conservadoras de nuestras sociedades. También en el otro lado, digamos la llamada «izquierda», hay una conciencia no ya de superioridad moral sino también epistémica. Denigrar a los votantes de Trump, Johnson o Abascal como ignorantes que no saben lo que hacen es un ejercicio que las redes multiplican y refuerzan, sin reparar en que coinciden en las políticas neoplatónicas de cuño neoliberal, en que añaden pequeños actos de expresión a una inmensa literatura sobre la democracia como una democracia de ignorantes.
Sigue siendo minoritario
el grupo de quienes creen que la democracia es superior cognitiva y
técnicamente a cualquiera otra de las alternativas, y que la admiración que
suscitan recientemente sociedades como China que parecen combinar el mercado
con una epistocracia de políticos e ingenieros está equivocada no solo moral y
política sino también epistémicamente. La teoría de la democracia epistémica,
de la superioridad de las políticas de deliberación, de robustecimiento de la
esfera pública y de creación de una red densa de actos de participación en la
argumentación política se basa en teorías que establecen la posibilidad de la
posibilidad de la democracia sobre modelos teóricos que muestran la
inteligencia de la multitud por encima de la inteligencia de un grupo de
sabios. Algunos teoremas como el teorema del jurado de Condorcet, el llamado “milagro
de la agregación” o el teorema de Hong-Scott de “la diversidad vence a la habilidad”
constituyen la base de un modelo teórico de democracia epistémica, pero este
modelo ha sido una y otra vez denigrado como si fuese un artificio abstracto
que no entiende la realpolitik. Críticas de diverso cariz, como las
recogidas en el volumen colectivo editado por Stephen Macedo (Democracy and
disagreement, 1999) con diversos matices de desconfianza de la democracia
deliberativa o la crítica desde la concepción agonista de la democracia de
Chantal Mouffe (“Deliberative democracy or agonistic pluralism? 1999) han
dirigido este reproche. He aquí una lista de posibles objeciones:
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En una
sociedad diversa como la actual, muchos colectivos pueden considerar ofensivo que se trate de
ellos en un contexto abierto por parte de quienes no pertenecen a las
identidades que los definen (se ha extendido la idea de que si no tienes una
cierta identidad no puedes hablar sobre ella impunemente)
-
La
deliberación sin educación de los participantes conduce generalmente a un
fracaso de la deliberación. El problema de la democracia deliberativa no es que
no sea posible, el problema es básicamente de organización e institución de los
debates (Walzer, 1999)
-
La
deliberación, en la forma en que se plantea idealmente puede ser un instrumento
de opresión en cuando deja fuera las voces que no son capaces de expresarse por
su situación de exclusión hermenéutica (Mouffe, 1999; Rancière, El
desacuerdo,1995)
-
La política
consiste en mucho más que deliberación, y a veces lo que no es deliberación es
mucho más importante: por ejemplo, la afirmación y reclamación de derechos, las
manifestaciones, los debates con intención estratégica de debilitar al
adversario, las negociaciones que no entrañan acuerdos teóricos sino prácticos.
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La evidencia
empírica de la polarización. Cass Sunstein (Going to extremes, 2009)
ha popularizado la “ley de hierro de la polarización” que parece aplicarse a
toda persona que entra en un debate en el que las posiciones se dividen. Las
democracias actuales estarían cada vez más abocadas, según esta ley, a una
creciente polarización que impide llegar a consensos.
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La evidencia
innegable de que las democracias son sistemas enfermos de corrupción en donde
las élites económicas y políticas usan la deliberación como un simple ejercicio
de propaganda y manipulación.
Estas y otras críticas
han ido calando en la filosofía política del siglo presente, en donde parece
que se enfrentan solamente dos concepciones no epistémicas de la democracia: la
concepción liberal y la antagonista o populista, ambas defensoras de lo
doxástico frente a lo epistémico. ¿Cabe una defensa de las virtudes epistémicas
de la democracia frente a estas constataciones empíricas de la no idealidad de
las democracias realmente existentes?
Podemos agrupar las
objeciones en dos clases: la que reúne a las objeciones provenientes de la
evidencia del antagonismo, la polarización y la exclusión y las que provienen
de los defectos institucionales y organizativos de las democracias reales. En
los dos casos, no se trata de responder si las democracias están bien o mal
organizadas, si habitan con la desigualdad e injusticia, si son o no sistemas
que sufren corrupción y producen aislamiento, ignorancias estratégicas y
opresión e injusticia epistémica. No hay caso respecto a estas cuestiones. Sí, las democracias son parte de un mundo injusto. La
cuestión es si siguen siendo un instrumento válido epistémica y técnicamente para
resolver los problemas que aquejan a la humanidad, si contienen una suerte de
virtud epistémica, a pesar de sus múltiples vicios, que las hace superiores a
otras alternativas.
Respecto a las tesis del antagonismo,
presentes en la tradición schmittiana de la política y en las nuevas formas de
populismo, progresista o conservador, y a las evidencias psicológicas de las
derivas de la polarización en las deliberaciones, lo que cabe responder es que
muy probablemente estas concepciones estén en lo cierto respecto al carácter
esencialmente tenso, plural y antagonista de las democracias y en que el
consenso no sea necesariamente la salida única posible de los procesos y
prácticas democráticas. Pero la alternativa decididamente no epistémica e
incluso anti-epistémica que proponen algunas de sus formulaciones no parece ser
la solución. Así, Chantal Mouffe propone en La paradoja democrática:
Para remediar esta grave deficiencia, necesitamos un modelo democrático capaz de aprender la naturaleza de lo político. Ello requiere desarrollar un enfoque que sitúe la cuestión del poder y el antagonismo en su mismo centro. Ese es el enfoque que quiero defender, el enfoque cuyas bases teóricas quedaron perfiladas en Hegemonía y estrategia socialista. La tesis central del libro sostiene que la objetividad social se constituye mediante actos de poder. Ello implica que cualquier objetividad social es en último extremo política y que debe llevar las marcas de la exclusión que gobierna su constitución. Este punto de convergencia, o más bien de mutua reducción, entre la objetividad y el poder es lo que entendemos por «hegemonía»
Mouffe ha llevado el
espíritu anti-fundamentalista de lo político y la democracia hacia una
reducción de las posiciones epistémicas a las posiciones sociales, la autoridad
epistémica al poder político. Encuentra inspiración en la idea de «prácticas»
de Wittgenstein, en el contextualismo y en las posiciones de Rorty contra la
epistemología. El problema que conlleva esta «pasada de frenada» es que en el
deseo de situar y localizar las diversas y diferentes formas de opresión y
resistencia termina por socavar la autoridad epistémica de quienes sufren las
desigualdades y posiciones de discriminación y opresión. Nada hace suponer en
Wittgenstein que su idea contextualista de prácticas y pragmatista de
significados llegue a estos extremos, que quizás, es cierto, sí alcanza Rorty
con su idea conversatoria y liberal de democracia. Mouffe ha invertido el
carácter de la hegemonía gramsciana. Mientras que Gramsci tenía una idea fuerte
de objetividad social, que coincidía con el horizonte socialista de una
sociedad sin clases, para cuyo fin la hegemonía de la concepción del mundo del
proletariado era un instrumento necesario, para Mouffe la hegemonía es un fin en
una historia interminable de antagonismos sociales que tratan de imponerse.
Mouffe da un respiro a la
estrategia antagonista. Para ella el antagonismo democrático debe ser entendida
como agonismo —el antagonismo, afirma, es concebir la lucha política
entre enemigos, mientras que el agonismo es concebirla entre adversarios—,
una forma suave de confrontación a través de «prácticas» que conlleven la
posibilidad de hegemonía
El objetivo de la política democrática es transformar el antagonismo en agonismo. Esto requiere proporcionar canales a través de los cuales pueda darse cauce a la expresión de las pasiones colectivas en asuntos que, pese a permitir una posibilidad de identificación suficiente, no construyan al oponente como enemigo sino como adversario. Una diferencia importante con el modelo de la «democracia deliberativa» es que para el «pluralismo agonístico» la primera obligación de la política democrática no consiste en eliminar las pasiones de la esfera de lo público para hacer posible el consenso racional, sino en movilizar esas pasiones en la dirección de los objetivos democráticos.
Mis
discrepancias con la noción de pluralismo agonístico como opuesta a la
democracia epistémica, tal como se manifiesta en este proyecto son básicamente
dos. La primera tiene que ver con el juego retórico de transformar el
antagonismo en agonismo. Ciertamente, la democracia implica una renuncia a la
violencia y una tensión permanente por convencer al oponente, pero ello no
implica una metamorfosis que produce la impresión de haber devaluado el
verdadero significado de la democracia como ejercicio del poder por el demos.
Contrariamente a lo que parecen indicar las palabras de Mouffe, está el
repetido apotegma de Gramsci de que «la política es la continuación de la
guerra por otros medios». Los medios democráticos, por supuesto, la garantía de
los derechos y la división de poderes, pero el transfondo antagonista no se
pierde en la forma democrática de acción. Precisamente porque hay un grado de
objetividad no eliminable en la opresión y la desigualdad o en el dominio sin
libertad. Mouffe parece abogar por lo que Andrea Greppi ha llamado
«teatrocracia» en un juego simbólico que entrecruza los dos significados de
representación. De nuevo, aquí parece confundirse un medio, la representación y
la retórica, con un fin, la solución de los problemas bajo condiciones de
incertidumbre. La segunda discrepancia afecta al concepto de pasiones que
implica la crítica al supuesto racionalismo de la concepción
deliberativa. Las pasiones no son lo opuesto al sistema cognitivo. Son una de
las formas en las que se manifiesta el sistema cognitivo humano, que une
inseparablemente reacciones afectivas, deliberación y memoria. Ninguna de las
tres funciones podrían realizarse independientemente. Las emociones se mueven
en un espectro de tiempos distinto a las deliberaciones frías, pero no son
ajenas a ellas, como no lo es la percepción, la conceptualización y la acción.
Mouffe se mueve aún en una concepción romántica, precognitiva (¿lacaniana?) de
emoción. Movilizar las pasiones en la esfera de lo público no es independiente
de la deliberación, sino posiblemente una de sus formas.
En lo
que respecta a la segunda categoría de críticas a la democracia, la que agrupa
la constatación del mal funcionamiento real de la democracia, la respuesta es
doble. En primer lugar, no tiene sentido negar que las democracias son formas
sociales que acogen y protegen desigualdades e injusticias sociales, que no
acaban con la dominación y están siempre amenazadas por la plaga de la
corrupción en todos los niveles de la vida social. Nada de esto puede ser
negado pero el reconocimiento de estos hechos no implica que por ello la
democracia sea un sistema esencialmente impotente para la solución de los
problemas y donde los vicios epistémicos sobrepasen a las ocasionales virtudes.
La respuesta es similar a la que se puede ofrecer a las críticas a la noción de
racionalidad basada en las constataciones empíricas del carácter sistemático de
los sesgos. Afirmar que la naturaleza humana es epistémica y racionalmente
viciosa a causa de la sistematicidad de los fallos es análogo a quien
sostuviera que la especie humana es de corta estatura. Bien. ¿Respecto a qué
estándar?, ¿comparada con qué especie?, ¿resulta revelador de nuestra
naturaleza corpórea constatar que no somos tan altos como las jirafas? La
réplica a estas acusaciones que se escuchan habitualmente en la calle exige
recordar el necesario componente contextualista de la noción de agencia personal y colectiva.
Las
democracias realmente existentes no son diferentes, en lo que respecta a su
compleja composición de vicios y virtudes epistémicas, a otros aspectos de
nuestra naturaleza humana. Solo las fantasías transhumanistas
—transdemocráticos en este caso— posibilitan un tipo de crítica deslegitimante
como esta. Las democracias, por supuesto, están llenas de gérmenes de
corrupción e injusticia pero la virtud epistémica democrática no se encuentra
en el primer nivel-objeto de la calidad de su funcionamiento, sino en la
capacidad social para crear condiciones, instituciones y órganos de segundo
grado, que permitan la crítica, el aprendizaje, el examen de la calidad
epistémica de las heurísticas y modelos de identificación de las causas del
mal. La cuestión es si la democracia es capaz de sostener sus promesas, de
radicalizarlas incluso, frente a otras alternativas y opciones de forma de
coordinación social.
Josiah
Ober en su luminoso texto Democracy and knowledge : innovation and learning
in classical Athens (Ober, 2008) ha explicado las razón democrática de la
Atenas clásica. Por encima o por debajo de sus fracasos, por encima o por
debajo de sus fallos, tan insistentemente subrayados por sus críticos, la
democracia ateniense impuso su hegemonía en el Mediterráneo por más de
trescientos años, contra enemigos muy superiores en medios y población y contra
regímenes militares autoritarios. Incluso después de su derrota ante Esparta,
en una larga guerra que tanto daño hizo a la cultura helénica, Atenas siguió
brillando y siguió siendo imitada por otras polis. La razón estaba en su orden
democrático, argumenta Ober. El gran invento de Atenas fue un orden que era
superior técnica y cognitivamente a los otros sistemas. Lo era por su
organización democrática, no a pesar de ella. En los tres dominios que Ober
considera superior a Atenas, a sus instituciones y especialmente a la Asamblea,
era en la detección, movilización y asignación de conocimiento.
No hay duda de que la democracia ateniense tenía perspicuos defectos, que se
coexistía con la esclavitud y que generalmente estaba al borde de caer en manos
de una oligarquía de aristócratas; que la Asamblea podía tener muchas veces la
forma de una teatrocracia, pero de lo que no hay duda es de que los atenienses
se tomaban muy en serio el detectar quiénes poseían los conocimientos
necesarios para los problemas que se les venían encima, en movilizar esos
conocimientos y en asignar las personas que creían más competentea a esas
tareas. A veces eran militares, como cuando se elegían los estrategos, pero
otras veces eran arquitectos, creadores o innovadores. Fue una mezcla de caos y
sabiduría lo que está en la base de la hegemonía ateniense.
La
democracia epistémica no es simplemente democracia deliberativa. La democracia
deliberativa es uno de los instrumentos, pero es uno de ellos en una concepción
mucho más compleja del orden social. El segundo gran instrumento es la regla de
las mayorías, expresada mediante el voto. Pero además hay otros que son o
deberían ser componentes esenciales de la democracia. Están, como tanta gente
está reivindicando recientemente, los sorteos, especialmente recomendados en
las instituciones de control y vigilancia sociales. Están también las
instituciones de participación colectiva que hacen o deben hacer de las
democracias sistemas participativos. Se denigra a veces la democracia
asamblearia cuando la constitución de redes de asambleas de apoyo y control en
todos los dominios intermedios (la política local sigue siendo un eje central
de la democracia) es un instrumento de calidad democrática. La democracia ha
inventado los mejores recursos de inteligencia colectiva que haya tenido a su
disposición jamás la humanidad. Todos ellos desaparecerán como lágrimas en la
lluvia si se imponen las concepciones que no aceptan el valor instrumental y
práctico de la inteligencia colectiva.