Llegó al examen: listo, sensible, profundo y distante. "¿Qué te pareció el programa'", le pregunté, "bueno, todos nos habláis del pasado, como si no existiese el mundo contemporáneo, como si todo hubiera que situarse en el pasado, y ¿qué pasa de lo que está ocurriendo, de lo que va a ocurrir?". "Tienes toda la razón", concedí. Pero yo no sé explicar lo que está ocurriendo, apenas puedo entenderlo y no creo estar en condiciones de explicarlo. Salí del paso como pude. Hablamos de internet, de postpoesía, de escritura sin las mediaciones de los poderes-filtros, de..., intentaba salir del jardín en el que estaba pero me sabía contemplado como el ajolote de Cortázar, como un pez en una burbuja.
Desde siempre me ha perseguido ese reproche. En la secundaria me llamaban el filósofo, leía a Camus y no sabía explicar por qué era interesante; en los años salvajes, me llamaban intelectual que no tenía ni idea de cómo era de verdad el pueblo; más tarde me dicen lo mismo acerca del mundo "real" de la empresa y la vida económica. Me dolió mucho que me dijeran algo parecido respecto a mundo semimaginario de lo virtual.
Con la distancia de las horas, veo que tenía razón. Que se te escapa la realidad entre las mallas de tus ensoñaciones y divagaciones. Y el mundo siempre corre más que tú. Tocas la pata del elefante y te crees en el mundo.
Me hubiera gustado responderle que vivía en una burbuja, que no se daba cuenta de lo que era el mundo real, la vida dura, etc. Por suerte, antes de que ese mismo pensamiento siquiera llegase a armarse, ya me había puesto colorado ante mí mismo. Le dije simplemente: "bienvenido..."