domingo, 26 de enero de 2020

la sociedad en cuatro modelos




Nada de lo que ocurre en la sociedad es transparente. En la conciencia de esta limitación consiste la revolución galileana que inicia las ciencias sociales. Vivimos los hechos sociales en nuestros cuerpos como experiencia histórica, pero necesitamos metáforas, modelos y teorías para que adquieran su naturaleza de hechos. Así, por ejemplo, a los obreros de Manchester del siglo XIX no era necesario decirles que estaban explotados y oprimidos. Sus cuerpos lo sabían mejor que nadie. Pero Marx necesitó muchos años y un apreciable número de páginas para mostrar cómo en este sufrimiento estaba inscrito el secreto del capitalismo: la conversión del tiempo de la vida en mercancía y la explotación de este hecho a través de la extracción de la plusvalía. Como explicaba la filosofía de la ciencia del siglo pasado, los hechos están cargados de teoría o, mejor expresado, los hechos son descubiertos a través de las teorías que nos permiten ordenar los datos e interpretarlos. Y no solo están cargados de teoría, también lo están de filosofía, que ha permitido a las ciencias sociales organizarse en unas pocas tradiciones o, para decirlo también con un término del arte "paradigmas".

Clifford Geertz lo explicó muy bien en un ensayo titulado "Géneros confusos" que abre su libro de 1983, Conocimiento local: si repasamos la historia de las ciencias sociales de los últimos doscientos años, encontramos que las metáforas o modelos que arman las diferentes lecturas de lo social son limitadas, de hecho muy pocas, en realidad solamente cuatro que permiten explicar el desarrollo de las ciencias sociales, bien a través de formas puras o de intersección ocasional de las metáforas:

El mercado: nace de la metáfora de la "física social", de una forma de entender la sociedad como átomos que chocan y se organizan en vórtices que pueden ser analizados "científicamente". Desde Compte a Hayek y Gary Becker, la construcción del edificio de las ciencias sociales se hace con unos ladrillos tomados de la física newtoniana. Los individuos son pequeños robots medio ciegos que solo procesan la información muy cercana y siempre relativa a sus avaricias y deseos (intereses) transformándolos en acciones (que interesante es el doble significado del término "acción"). Millones de robots chocando entre sí dan lugar a estructuras estables que se caracterizan por la metáfora física de "equilibrios" (de Pareto o de Nash, únicos o múltiples).

La metáfora del mercado ha ido contaminando progresivamente las ciencias sociales más allá de la producción y circulación de bienes y servicios para las que fue pensada. Comenzó interpretando la lucha por la existencia de las especies según Darwin a través de un modelo de mercado, llamando a este paso "biología teórica", y con esta poderosa legitimación invadió todos los ámbitos de la existencia humana.  Pasó a la psicología, constituyendo lo que Elster ha llamado la "pico-economía", la mente como un mercado de micro-mecanismo que compiten causando eso que llamamos la vida consciente. Inundó con Gary Becker la vida cotidiana, desde el mercado de los afectos al mercado de las ideas. Contaminó la vida política a través de la forma ideológica que llamamos neoliberalismo, ceada por gente como Popper, Hayek o Michael Polanyi. Y llenó las universidades de gente despreciativa vestida con chinos beige, americana azul y corbata de rayitas. que disputaba a los médicos los honores de la cientificidad y la hubris académica. No sorprendentemente, su imperio reinó también en el lado izquierdo de las ciencias sociales. Desde el marxismo analítico a la extensión del término "capital" de la escuela de Bourdieu, la metáfora del mercado aspiró a la manzana de oro de las divinas ciencias sociales.

El juego: de las apuestas y los deportes a la bolsa y a la vida, el juego se convirtió a través de la influencia de la cultura victoriana en otro gran modelo de la sociedad. El juego de la vida, el juego de la bolsa, la sociedad como una olimpiada interminable. Hannah Arendt explica en Los orígenes del totalitarismo cómo el héroe y el caballero de la sociedad estamental dio paso al sportman como ideal de comportamiento regido por una moral del fair play. Solo para miembros del club, claro. En África, India y en los negocios en general ya no regían las reglas del deporte. Fue sin embargo un filósofo, Wittgenstein, quien dio compacidad a la metáfora a través de su teoría de las prácticas, que abarca desde el lenguaje a toda forma cultural. El juego, explica Wittgenstein, es algo que no es posible definir desde fuera. No tiene límites o condiciones necesarias y suficientes como concepto. Hay tantos juegos como prácticas sociales. Lo que distingue un juego es que es un conjunto de acciones reguladas. Que se comprenden como acciones porque siguen reglas, que son las que al tiempo que constriñen las conductas las posibilitan como actos sociales. No hay "actos privados" ni "significados privados" fuera de la cultura y el lenguaje.

La escuela de Pierre Bourdieu usa también esta metáfora junto con la del mercado. Las prácticas sociales, afirma, crean habitus o disposiciones permanentes en los caracteres de los individuos que reproducen las formas sociales existentes. Los aparatos del estado, sostiene con su colega y discípulo Jean-Claude Passeron, son los encargados de formar a través de la educación personal y ciudadana el habitus de los miembros de la sociedad, del mismo modo que los entrenadores educan los cuerpos de las bailarinas de ballet.

El teatro: se trata de una poderosa metáfora que está en el trasfondo de muy diferentes líneas de desarrollo de las ciencias sociales. En el teatro, los actores dejan de ser personas para convertirse en personajes que representan un papel o ejercen un rol. Detrás de las múltiples formas de funcionalismo que explican el orden social y las identidades a través de los roles sociales de la gente. Ya no están tan de moda como en otros tiempos, pero el funcionalismo sigue siendo una de las metafísicas de lo social más influyentes. El teatro está también en la tramoya del interaccionismo simbólico desde George H. Mead a Ervin Goffman. En esta corriente, cada acción humana es un acto que debe ser interpretado por los otros y ser comprendida para convertirse en acción. De hecho, desde Henneth Burke a Victor Turner, se articula un modo de entender a las personas como actores que desarrollan en el marco de una obra su propio papel sin que ningún autor haya escrito el guión.

El poder de la metáfora del teatro se manifiesta también en otro de los componentes centrales de lo escénico: en la articulación de la interacción a través del drama o el enfrentamiento entre protagonistas y antagonistas. La vida social se puede entender como una secuencia inacabable de dramas en donde alguien quiere lo que tiene el otro. Así, podemos leer la Fenomenología del Espíritu de Hegel como un comentario a la Antígona de Sófocles: tu tienes lo que yo quiero, la palabra, el reconocimiento. La visión de la sociedad a través del antagonismo es lo que impulsa el marxismo desde su creador, Marx, a las recientes formulaciones populistas de Laclau y Mouffe o las libertarias de Jacques Rancière.

El discurso: es la metáfora reina de la posmodernidad. De Lacan a Foucault, de Derrida a Rorty. También lo es de sus críticos: en virtud de su poder el  marxismo culturalista de la escuela de Frankfurt se convirtió en una teoría de la acción comunicativa. Bajo todas estas variadas formas circula una misma metáfora, la de que lo que hace de la zoé un bios es la phonè y el logos: la capacidad de decir y ordenar el mundo a través de la palabra. La tradición psicoanalítica se fijará en la enunciación como acto psicológico esencial, un acto guiado por la autoridad paterna o social. La tradición postestructuralista en las prácticas sociales reflejadas en los discursos del poder. Derrida impulsará la textología como modelo de discurso, la inestabilidad continua de los significados en cada acto de lectura. Rorty presenta la conversación como la utopía de una sociedad bien ordenada. Habermas considera también la palabra ordenada por la interacción regulada como modelo de toda acción política y, en general de toda la constitución social.

Por supuesto, las metáforas son tan poderosas que no están en el trasfondo de una única escuela, sino que impregnan con su potencia semántica a las otras, de modo que es raro que haya una única metáfora correspondiente a una única escuela. Sin embargo, su alargada sombra nos permite distinguir las diferentes metodologías por los modelos que las guían y estos por las metáforas que los articulan.













domingo, 19 de enero de 2020

Lecturas difíciles




He tardado un tiempo en leer Lectura fácil de Cristina Morales, ya después de haberle concedido el premio Herralde en 2018 y el Nacional en 2019.  Había leído suyo Malas palabras (2015), en donde se atreve a escribir como Teresa de Jesús y Los combatientes (2013), en muchos sentidos una novela que anticipa en el tono y lenguaje Lectura fácil. Los dos premios y las declaraciones que suscitaron tanto escándalo en quienes se escandalizan fácilmente la han convertido en un icono de la rebeldía posterior al ciclo del 15M, ya cerrado en ilusiones y esperanzas hace dos o tres años. Me imagino que, como yo, mucha gente se preguntaba por qué sucedería a la cultura entre indignada y celebratoria de aquellos años. Aunque por edad Cristina Morales pertenece a quienes vivieron e hicieron el 15M, por sensibilidad y lenguaje literario está más cerca de la generación Z y de lo que definiría la estructura de sentimiento de quienes ya se sienten marginados por los milenials.

La novela ha sido muy comentada por el tema, las voces narrativas y las interpelaciones políticas que contiene, mucho menos por su forma literaria, por ello, aunque son estos contenidos los que me interesa comentar, me atrevo a introducirme en un territorio en el que soy poco más que un turista, el de la crítica literaria, porque en este caso, como en todos, la forma no puede desprenderse de lo que cuenta el relato y del alzado que levanta de nuestras ciudades ahora, ejemplificadas en la Barcelona de la Colau, los ácratas okupas y las instituciones socialmente bienintencionadas.

Las obras que he leído suyas me permiten concluir que Cristina Morales es una novelista que sabe lo que hace y que sabe de qué habla cuando escribe. Lectura fácil es una obra madurada en donde las buenas obras literarias maduran: en la vida y en los libros. Hay detrás mucha experiencia, mucho oído y muchas lecturas poco fáciles. La elección del punto de vista del narrador, la trama y el dominio del lenguaje lo prueban. En Lectura fácil adopta un registro narrativo de una larga tradición y de difícil manejo: el narrador poco fiable. Aquí tenemos cuatro narradoras, cuatro mujeres calificadas con un déficit mental suficiente para que la Administración las haya convertido en tuteladas y que, escapando de dos malas experiencias de internados en el sur, recalan en un piso, también tutelado, en Barcelona, donde son asistidas por varias mujeres entre indepes y cuperas, que intentan ejercer un control blando sobre ellas.

Narrador poco fiable es el exfuncionario de Memorias del subsuelo de Dostoyevski, o el autista hijo de una familia en declive en El ruido y la furia de Faulkner. Después se ha generalizado en la novela posmoderna, pero sigue siendo una opción arriesgada en por cuanto el lector espera que el narrador, o narradoras en este caso, desvelen una verdad en su inconsistente discurso que un narrador estándar no podría debido a sus múltiples cegueras y autoengaños.  Cristina Morales nos invita a tomar partido por quiénes son los discapacitados de este relato, si las cuatro mujeres o el entorno de servicios sociales impregnados de los tópicos de la sociedad del bienestar y la corrección política. La trama se articula alrededor de las declaraciones que las protagonistas hacen ante una jueza que tiene que decidir si esterilizará a Marga, una de ellas, que les escandaliza por su libido y promiscuidad sexual.

Como bien nos enseñó Walter Benjamin en El narrador, la sociedad moderna ha perdido la capacidad de transmitir la experiencia histórica en primera persona de unas generaciones a otras y debemos confiarnos al papel iluminador de la ficción y la literatura, pues el ensayo siempre llega tarde y generalmente nos hace perder la experiencia entre el concepto. Por eso en filosofía no podemos abandonar la literatura, el teatro, el cine como modos narrativos de dar testimonio de la experiencia de un momento. En el caso de esta novela, la elección de voces del margen como testigos de un momento es una elección acertada. Las protagonistas cubre un cierto espectro de marginalidades. Ángeles, rebautizada Angels en la tierra indepe, es la que tiene un menor coeficiente de discapacidad. De hecho ha urdido la escapada de las cuatro a Barcelona y mantiene como puede el orden en el piso. Es tartamuda y ha tenido una infancia de abandono y descuido, por lo que no ha aprendido a leer y, sin embargo quiere ser escritora a través del método de "lectura fácil". Va dando cuenta como puede de lo que ocurre a través de una novela en WhatsApp. La Nati es una bailarina que, a causa de un accidente, sufre un síndrome extraño, por el que cuando siente alguna injusticia a su alrededor se embarca en una discusión sin fin (se le cierran las compuertas) hasta que la dinámica de la conversación la cansa o lleva a otro tema. Es la principal voz narradora y la más activa en los varios avatares del grupo. Marga, prima de la Nati, es, como ya hemos dicho una mujer concentrada, de pocas palabras y una gran necesidad de dar afecto y recibirlo, practicante asidua de una incansable actividad sexual. Patricia, medio hermana de Angels es la más "retrasada" y sufre de accesos de logorrea que la llevan como Nati a larguísimos discursos.

Que sean discapacitadas es bastante discutible. Más bien, Cristina Morales quiere llevarnos a la conclusión de que discapacitadas somos todas y ellas más bien son como el niño del traje del emperador. Constantino Bértolo afirmaba en una entrevista en 2014 que ya estaba bien de novelas sociales blanditas y tranquilizadoras, que lo que se hacía necesario eran novelas políticas. Aquí tenemos una. Políticamente incorrecta. Por ella van desfilando las hipócritas instituciones del estado del bienestar, el peso de las recomendaciones políticas en todos los puestos de gestión, el mundo de los márgenes políticos representados aquí por los okupas ácratas que se reúnen en inacabables asambleas. Las actas de estas asambleas, desternillantes, deberían estudiarse en las clases de ciencia política académica. Más allá de estas bienintencionadas personas no hay más que "machas" y fascistas, categorías en la que no es difícil que caigamos cualquiera. Nati lo explica bien.

La pospolítica, el posfeminismo y la real experiencia de la precariedad, de la búsqueda de comida en los contenedores y el miedo constante de vivir de okupa conforman la atmósfera del relato. Ahora que la izquierda ha accedido al gobierno (está por ver que al poder) esta novela debe ser leída con cuidado literario, filosófico y político. Es una novela generacional que seguramente irritará a cierta parte de la generación milenial y al resto de generaciones mayores nos asoma a una de las pasiones políticas más interesantes: el desprecio.


















domingo, 12 de enero de 2020

Casa tomada (cine y filosofía 2)



Aristóteles consideraba la cultura, en la forma de los hábitos, una segunda naturaleza humana. Recientemente, McDowell afirma el lenguaje como la segunda naturaleza en la que existe el ser humano. Por agudas que sean estas tesis, persisten en el eterno olvido de la filosofía de la cultura material. Si la técnica, los hábitos, y la razón, el logos y el lenguaje, constituyen la característica humana, no menos, quizás mucho más, lo hace la transformación del cuerpo a través de la segunda piel que son los artefactos técnicos que separan a los humanos de las contingencias del destino. En particular, la casa se constituyó desde las cuevas neandertales en el muro que separaba lo humano de lo animal, que trataba de proteger la vulnerabilidad humana de las contingencias del destino. Si el paradigma de la exclusión social es el homeless, el sintecho, por el contrario, el signo de la integración social ha devenido en la posesión de una casa. Stuart Hall sostiene que la clase obrera inglesa fue convencida de las virtudes del "capitalismo popular" de Margaret Thatcher precisamente por la promesa de la adquisición de una casa. La hegemonía y el pensamiento único neoliberal y la burbuja inmobiliaria crecieron, se desarrollaron y entraron en crisis juntos.

Dos películas que abarcan lo que llevamos del siglo XXI, Panic Room (David Fincher, 2002) (La habitación del pánico) y Parásitos (Boon Joon-Ho, 2019) usan la cámara para dar cuenta de la profundidad de la crisis a través de un tema muy heideggeriano: la pérdida de hogar, la casa tomada por fuerzas del mal que invaden la tranquila existencia. El relato de Cortázar de las dos hermanas pequeñoburguesas que ven su casa progresivamente invadida por lo ominoso anticipa esta figura de la irrupción de lo extraño en lo propio. El "go home", (vete a tu casa) ha invertido en el siglo XXI sus resonancias antiimperialistas para convertirse en la consigna de las fuerzas xenófobas que dirigen una clase media aterrorizada que culpa a los extranjeros del fin del sueño del capitalismo popular.

David Fincher realiza en Panic Room un pasmoso ejercicio de ironía que anticipa lo que pocos años después sería la profunda crisis del 2007.  La película es una muestra del género de horror, convertida en una casi comedia negra por la sabiduría de Fincher. El horror, como la tragedia, atrae al ojo con la esperanza de una catarsis de las ansiedades y terrores del momento. Fincher parece conceder al espectador la promesa de esta catarsis para hurtarle el alivio con una sutil puesta en escena. Panic Room fue rodada en las postrimerías del 11/S, cuando una sociedad despertaba del sueño de la invulnerabilidad en que había vivido desde la derrota de los enemigos y el fin de la Guerra Fría. El contexto más cercano del guión fue la moda de construir en las casas de la alta burguesía de habitaciones del pánico aparentemente imposibles de asaltar, en medio de unas de las recurrentes olas de pánico moral desatadas por los medios de comunicación como parte del proceso de degradación de las ciudades, convertidas en aparentes selvas de violencia de los pobres contra los ricos. Panic Room fue a esta ola lo análogo a La naranja mecánica de Kubrick sobre la novela de Anthony Burguess en la que se hacía sarcasmo del pánico moral que habían desatado en la Inglaterra de los sesenta las subculturas de jóvenes obreros (mods y rockers).

Una divorciada de un patrón de la industria farmacéutica, Meg Altman (Jodie Foster) compra una casa en la zona rica newyorkina para rehacer su vida con su hija Sarah, adolescente diabética y contestona. La casa, perteneciente a un rico avaro, que recuerda al Poe de El corazón delator o la vieja de Crimen y castigo, contiene una habitación del pánico en apariencia invulnerable, provista de un panóptico de cámaras que vigilan cada rincón de la casa. Meg, como una nueva Casandra, se inquieta por esa habitación que prevé peligrosa más que tranquilizadora y cita al Poe de El entierro prematuro ("no, no he leído a Poe, pero su último disco es magnífico", replica la madre a la observación de Meg). La casa será asaltada por un nieto del ricachón, que sabe que la habitación del pánico esconde el dinero que no quiso dejar en herencia, por un asesino malo malo (Raoul, expresidiario y white trash) y por  Burnham, el antagonista de Meg: divorciado como ella, de clase trabajadora, inteligente y hábil, y que está allí para conseguir el dinero que necesita para su divorcio.

Como en La ventana indiscreta de Hitchcock, la cámara de Fincher le recuerda al espectador que no puede hacer nada con lo que está viendo, que las pantallas no son un medio de acceso sino de separación de la realidad. El panóptico de la habitación (la torre del castillo, había observado el vendedor) subraya la impotencia de las dos mujeres encerradas dentro. Todo discurre, sin embargo, en la dirección opuesta a las películas de Hollywood. La chica aterrorizada y frágil saldrá adelante con inteligencia y anticipación y, vaya: será salvada al final por su asaltante. Hay un sarcasmo muy fincheriano en que sea el negro trabajador quien arregle los destrozos del gorila blanco y, como debe ser, termine siendo quien paga los platos rotos. Como en otras películas, Fincher usa la técnica como una segunda piel muy vulnerable y llena de ambigüedades. El glucómetro que indica el nivel de azucar de Sarah, las pantallas de vigilancia, la arquitectura high-tec, ... la promesa de salvación deviene en impotencia como la cámara que guía la mirada del espectador.

Parásitos está muy relacionada con Panic Room. En la película tan inquietante como fílmicamente magistral, Boon Joon-Ho plantea una simetría de clase muy similar a la de David Fincher: dos familias, una rica de la alta burguesía, una pobre, muy pobre, y un escenario de antagonismo: una casa también high-tech que contiene, como la de Fincher, rincones secretos donde, en este caso, se oculta el invasor, el parásito que desea apropiarse de lo que no le pertenece y acceder a una vida de la que la sociedad le ha excluido. A diferencia de Panic Room, la película ha sido rodada en un nuevo escenario en donde la crisis ha dejado ya claras sus consecuencias: la fractura social de la desigualdad que se manifiesta en todas las dimensiones de la piel: el olor a pobreza, la inhabitabilidad del semisótano inundable de la familia Kim (Kim es en coreano el García español, el John Doe americano). Como en Fincher, el antagonismo de clases se desarrolla en los espacios del hogar. Los Kim van ocupando progresivamente las vidas de la familia propietaria hasta descubrir que la casa ya está siendo ocupada desde hace años por  Geun-sae, el fantasma que habita en el sótano, el marido de la antigua sirvienta, quien le ha escondido allí para escapar de los bancos acreedores.

Lo que en Fincher significaban las pantallas y el juego de la cámara con sus falsos planos secuencia (son de ordenador), aquí lo es el juego de apariencias del conocimiento y los títulos. Los Kim aparentan tener títulos y saberes que no tienen, que la hija falsifica, al tiempo que poseen una inteligencia natural para reírse de las titulaciones que parecen proteger a los empleadores. El juego del saber y la ignorancia sustituye, de los títulos marcados, sustituye a la apariencia de conocimiento que dan las pantallas.

En ambos casos, la sabia composición de un relato visual se convierte en una meditación sobre los dilemas del presente y sobre la fragilidad de la condición humana, sobre su desarraigo y pérdida de hogar. Tanto los ricos como los pobres pierden su segunda piel en las dos películas. De forma distinta, con diferentes grados de exclusión, pero en ambos casos la habitación del mundo les es negada por un espacio social diseñado para la exclusión que termina dañando a los dos polos.

















domingo, 5 de enero de 2020

Filosofía de/con las sagas




Hay varias formas de conectar la filosofía y el cine. Como la literatura, el cine es una forma de pensar el presente y de representarlo con sus poderosos instrumentos narrativos. Hay muchas formas de hacer efectiva esta aproximación filosófica al cine, todas ellas muy iluminadoras, aunque a mí me emociona y enseña sobre todo la tradición que fundó Stanley Cavell, un seguidor de Wittgenstein que leyó y miró el cine del Hollywood desde los dramas y comedias de Shakespeare y a ambos como ejercicios de pensamiento sobre la condición humana. Desde Cavell, unimos Otelo y Lear con las películas de Cuckor como Luz de gas, Un rostro de mujer o La costilla de Adán y todas ellas con el escepticismo como condición de no reconocimiento del otro.  Stephen Mulhall, el más importante de los discípulos de Cavell, filósofo en Oxford, escribió en 2002 On film, sobre la saga Alien iniciada por Ridley Scott con el título homónimo, ampliado en una segunda edición en 2008. Desde que descubrí el libro preparando un curso sobre filosofía y cine para periodistas, he usado innumerables veces su libro y lo recomiendo como una de las mejores introducciones que pueden encontrarse a la filosofía a través del cine.

El uso de las sagas tiene una ventaja sobre películas particulares de especial significación, que es el largo periodo sobre el que se extienden, lo que permite analizar cómo cambian las sensibilidades del tiempo. Fernando Ángel Moreno ha empleado la saga de la Guerra de las Galaxias en su interesante libro La ideología de Star Wars. Mi colega y amigo Alberto Murcia ha tratado en varias conferencias la saga Rambo (espero que algún día acabe escribiendo algo sobre ella) y juntos escribimos un capítulo de mi libro Cultura es nombre de derrota sobre la saga de los zombies, a la que en algún momento querría volver. En espera está también la saga Terminator (a la que Mulhall dedica su atención en la segunda edición de On film).

Entremezclo aquí la interpretación de Mulhall de la serie Alien con la mía, muy influida por la suya y mucho menos interesante. Como él, fui adepto a la serie desde su primera entrega en 1979, hasta la última hasta el momento también dirigida por Scott, Alien. Covenant en 2017. Mulhall toma la saga en sus cuatro primeras escenificaciones como medio de su reflexión sobre algunos de nuestros más importantes problemas en la sociedad contemporánea. Mulhall explica las cuatro primeras películas de la serie como cuatro formas de entender el lugar de la mujer en un mundo masculino vistas por cuatro grandes directores varones pero no carentes de sensibilidad: Ridley Scott, quien tres años más tarde de Alien (1979) rodaría Blade Runner y en 2012 y 2017 continuaría la serie con Prometheus y Alien Covenant; James Cameron, (Aliens, 1986), que en 1984 comenzó la saga Terminator y en 2009 rodó Avatar; David Fincher, el gran director de los mundos oscuros (Alien3, 1992,  Seven, El club de la lucha, La habitación del pánico, Zodiac) y Jean Pierre Jeaunet, icono de la posmodernidad en cine (Alien Resurrection, 1997, Delicatessen, 1991).

Las sagas crean un universo de ficción con elementos simbólicos que los diferentes directores reinterpretan y transforman. La serie Alien está constituida por el antagonismo de una especie depredadora que se reproduce en los humanos literalmente violando su cuerpo e insertando en él su semilla, una especie aparentemente invencible, contra una mujer, la teniente Ripley (la inmensa Sigourney Weaver), que, al modo de Casandra, está condenada a no ser creída y que, como todos los héroes, tiene que encargarse de una tarea para la que no ha sido preparada: cuidar de tripulaciones de varones estólidos y presuntuosos que terminan aterrorizados por la amenaza. El marco social es el de un universo comercial militarista que pretende domesticar esa especie para usos militares. Cada director observa matices de este drama de lucha y antagonismo. Ridley Scott, el más existencialista de todos, realiza un ejercicio heideggeriano de la condición humana en un mundo técnico, una interpretación que desarrollará mucho más en las dos últimas películas. Cameron se centra en el dilema de la elegida no maternidad de Ripley y su opción por el cuidado de la vida, que en el caso de Scott ejemplificaba un gato y en la película de Cameron la niña Newt, la única superviviente de la colonia. Fincher hizo en 1992 la más profunda y menos popular de las entregas de la saga. Eligió un escenario oscuro y claustrofóbico de pasillos, machos violentos y una Ripley desesperada que se descubre violada por el monstruo y decide acabar con su vida y con la serie. Jeunet hizo en 1997 una lectura transhumanista, feminista y posmoderna de la resurrección de Ripley, con una identidad ya híbrida entre el monstruo y la mujer (Jeunet había leído muy bien a Donna Haraway) y una androide, Call (Winona Ryder), que cuida de los humanos, ejemplificados de nuevo por una panda de mercenarios y militares romos y cretinos.

En 1979, cuando se inicia la serie, Margareth Thatcher acaba de ganar las elecciones y con ella comienza la era del neoliberalismo, el pensamiento único y la filosofía de la supervivencia, la lucha por la vida y el mercado como escenario universal de la existencia. El nuevo ser admirado por los viejos administradores es una máquina de explotar el cuerpo de los otros para su propia reproducción. A lo largo de la serie notamos los reflejos pálidos de la evolución de la cultura neoliberal. El militarismo que Cameron interpreta como núcleo esencial (pensó su película desde la iconografía de la guerra de Vietnam, pero terminó anticipando la primera guerra del Golfo. Canadiense de origen, con doble nacionalidad, norteamericana, renunció a esta última cuando Bush hijo subió al poder). La emergencia del feminismo, que tanto Fincher como Cameron interpretan uno desde la cultura de la violencia contra la mujer, otro desde la nueva figura del feminismo transgresor de categorías. En 2012 y 2017 la era neoliberal ya ha puesto de manifiesto su poder y su capacidad para llevar a la humanidad al suicidio. Ridley Scott le dedica a este futuro autodestructivo las dos últimas entregas, en las que medita sobre el origen de los aliens, que simboliza en un líquido negro, arma biológica que termina originando la especie. Bauman habría aplaudido la metáfora.

Por supuesto: Bela Tarr, Víctor Erice, Kiarostami, Godard,... El cine culto captura formas y contenidos imprescindibles para entender el mundo, pero sería una ceguera imperdonable no entender el valor cultural del cine popular. No es sencillo convertir un relato en un mito contemporáneo. Hollywood fracasa una y otra vez en ello. No basta con vender películas o hacerlas más espectaculares. Hay que dar con teclas sensibles a la estructura de sentimiento de una época para convertir algunos escenarios narrativos en mitos de un tiempo. Las sagas, como las tragedias griegas, son los espejos oscuros del presente. El teatro era en Atenas uno de los cuatro pilares de su democracia junto a la asamblea (la ecclesía) el Consejo de los 500 (la boulé) y el tribunal de los cinco mil (la dikasteria). En cierto modo, ahora lo representan las nuevas formas dramáticas de las sagas y las series.