La victoria de Donald Trump en las elecciones de 2024 se está comprendiendo bajo dos puntos de vista: el primero, como la derrota de los partidarios de la globalización de los mercados, junto a todo el aparato institucional y legal que la sostiene; el segundo, el que me importa aquí, como la derrota de la cultura de los movimientos sociales y del interseccionalismo, calificada como cultura “woke” por sus enemigos. El movimiento MAGA parece haber calado en muchas capas de la población apoyándose en brechas existentes en la cultura norteamericana: la brecha de quienes acceden y no a la educación superior, la brecha de la religión, y especialmente la de las iglesias evangélicas y, tercero, la brecha de género, en particular en lo que se refiere a los varones temerosos de los avances del feminismo.
En lo que respecta al punto de vista económico, la inflación
y la presión o el pánico moral emigratorio han sido factores muy importantes en
las decisiones de voto de las clases medias bajas, incluyendo las que tienen
orígenes emigrantes, pero este factor es menos importante que la gran ola reaccionaria
contra la cultura de los movimientos sociales, que, por unos medios u otros, ha
logrado una cierta hegemonía en los medios de comunicación y los medios
sociales. Este crecimiento, que irradia a otras muchas zonas del mundo, y
especialmente a los países desarrollados occidentales, tiene bases profundas
que tienen que ver tanto con la transformación económica y cultural de las
clases sociales como con la fuerza política que adquirieron los movimientos
sociales de género, raza, orientación afectiva y preocupación ecológica. Una
fuerza que ha desbordado en sus límites a la de las puras políticas
socialdemócratas del estado de bienestar y, en cierta forma, a las propias
estructuras del capitalismo globalizador.
Esta fuerza cultural ha amenazado también y sobre todo a los
más profundos elementos simbólicos que sostuvieron la historia norteamericana
y, por extensión, la de buena parte de los países bajo su influencia. Me
refiero a lo que se ha llamado el sueño americano y a la utopía asociada, que
ha sido uno de los componentes básicos del neoliberalismo más tardío. El “sueño
americano”, una expresión popularizada por el historiador Truslow Adams en 1931
(The Epic of America), se sostiene en varios pilares: el primero es la
creación de un mito sobre lo que significa el sentido de la vida: formar una familia
estándar, adquirir una casa amplia y confortable, tener una alta capacidad de
consumo de bienes (automóviles, electrodomésticos,…), expectativas de un
trabajo con rendimientos crecientes, que se amplía a los hijos. Este elemento
tienen un importante componente de envidia por el éxito económico de otros ha
sido analizado con muy buena intuición por la teórica australiana Caryl Osborn
en su libro Tragic Novels. Renè Girard an the American Dream). Osborn sostiene que la ideología de
superación de los estamentos sociales y la igualdad jurídica activa una suerte de
emulación y mímesis de la riqueza, que conduce a que en el imaginario, el éxito
económico y la legitimación de la idea de la patria vayan unidos. El segundo
componente religioso, tal como enseñó Weber, une la idea de una vida digna con
la de una vida económicamente productiva.
En tercer y no menos importante lugar está el valor de las
familias. Este componente del sueño americano ha sido exhaustiva y luminosa por
la, también australiana, Melinda Cooper en Los valores de la familia,
que analiza la intrínseca relación del capitalismo y el fomento de un tipo
particular de familia: aquel que puede hacerse cargo de todo lo que
consideramos fracasos de mercado: el cuidado y formación de los hijos, la salud,
la vejez, …, todo aquello que la socialdemocracia considera bienes públicos,
pero que el capitalismo prefiere instalar en lo privado a través de leyes que
protejan el derecho (de hecho la obligación) de las familias a hacerse cargo de
todo lo que entraña la temporalidad de la vida humana.
Los movimientos “woke” han sido vistos como la gran amenaza
a este modelo de familia y con el a toda la estructura de sentimiento asociada
al sueño americano. La idea de una familia en peligro por la desindustrialización
y la globalización, por las nuevas formas de afecto no heteronormativas, por el
abandono de los valores puritanos religiosos, la idea de que una emigración culturalmente
extraña (islámica, africana,…) será también una ruptura del modelo ideológico-económico
de familia, forma es el centro de gravedad del miedo reaccionario que ha
activado el movimiento MAGA lo mismo que el de sus variantes europeas.
Se ha iniciado así una guerra cultural, con su consiguiente
carrera de armas culturales para defender este modelo frente a las amenazas. En
este sentido, el interseccionalismo ha desarrollado un aparato cultural complejo
con una audiencia amplia (las sociedades están polarizadas más o menos en una
mitad contra otra mitad), pero también lo ha hecho en un formato que a veces no
es entendido y, lo que es entendido, lo es como amenaza por parte de una gran
parte de la población. La idea de “somos el 99%” de David Graeber en los años
de la indignación no ha calado por muchas razones, una de ellas por
incompetencia comunicativa, otras están relacionadas con que la misma fábrica
del interseccionalismo está construida sobre fricciones y tensiones no
fácilmente solubles. Algunos casos recientes en la política española muestran
que estas fricciones son reales y no simples emanaciones de intereses o
actitudes personales.
El clarividente libro de Carly Osborn ha optado por una línea
que no me parece tan incompetente: la de buscar las fracturas de ese sueño
utópico en sus mismas bases, recogiendo lo que ha sido la gran tradición de la
literatura suburbana, que analiza las ansiedades y muros insalvables del sueño
americano. Ella analiza varias obras que recorren varios aspectos de este
sueño: Muerte de un viajante (Arthur Miller, 1949): es una de las mejores exposiciones de la utopía neoliberal del éxito social. Actual pese a la distancia temporal. Las vírgenes suicidas
(Jeffrey Eugenides, 1993 y su versión cinematográfica de Sofía Coppola, 1999): un narrador colectivo, la vecindad suburbana, incapaz de duelo y de comprensión de su propio fracaso, situada en las crisis del Detroit de los primeros setenta. Revolutionary Road (Richard Yates, 1961 y su versión cinematográfica de
Sam Mendes, 2008): la fractura del sueño masculino, vista desde la mirada de una esposa. La tormenta de hielo (Rick Moody, 1994 y su versión
cinematográfica de Ang Lee 1997): una revisión trágica de la revolución sexual de los setenta y de las contradicciones del deseo como deseo ontológico. Son cuatro obras que tienen un trasfondo
trágico, en el que el sacrificio de alguien es un resultado inevitable de la
imposibilidad de resolución de las contradicciones internas del mito del sueño
americano.
El mito utópico neoliberal, en sus versiones ahora
neoconservadoras fundamentalistas, es una máquina de sufrimiento y ansiedad, la
estructura de sentimiento básica del capitalismo avanzado. Esa ansiedad se
proyecta contra el enemigo interno, pero es estructuralmente necesaria para las
bases de la envidia mimética que sostiene el mito y que produce una temporalidad
desgarrada, incapaz de hacerse cargo de la propia ubicación y del origen de las
fragilidades propias.
Se ha dicho muchas veces, y tal vez con mucha razón, que el
movimiento interseccional solo ha distribuido ira y no esperanza, que no ha
sido capaz de elaborar un horizonte de vida alternativo, que no sea el de una
constante y eterna guerra contra los adversarios. Seguramente, es mi hipótesis,
porque la pura reacción cultural no entraña capacidades de creación
de tiempos conjuntos de libertad, solo de fraternidades internas a las diversas
variantes de los movimientos: gays y lesbianas que consideran que la utopía se
puede vivir, pero solo en el mundo gay, o ecologismo de aislamiento en pequeñas
granjas, o …
No se trata de una crítica más a las políticas culturales
interseccionales. Por el contrario, reconozco que no es sencillo pensar una
alternativa y que esta solo surgirá de nuevas prácticas, más que de las cabezas
intelectuales. Mientras, las nuevas redes políticas que usan la desesperación y
la ansiedad están teniendo un éxito notable aprovechando las contradicciones de
sus propios seguidores. Ahora bien, en esta carrera de armas culturales, esta
estrategia es una calle de doble dirección. Nuevos lenguajes, nuevas formas de
entender las contradicciones de quienes están en el lado adversario pueden
ayudar a cambiar esta marea que, por el momento parece un tsunami.