He discutido últimamente varias veces con gente de alrededor algunas de las últimas rozaduras que se han dado por aquí (por Madrid) a causa de dos notorias acciones simbólicas que han producido una catarata de reacciones también simbólicas: una, en la capilla (católica) de la Universidad Complutense, donde un grupo de alumnas leyeron unos textos antifeministas de miembros de la Iglesia y dejaron ver parte de su cuerpo en un acto reivindicativo. Otra, la propuesta (prohibida) de una procesión atea por el barrio de Lavapiés, el barrio más multicultural de todas las españas y probablemente de todas las europas.
Las reacciones han sido las esperables. Me guardo el comentario sobre ambas, que sería distinto, matizado, complejo y largo.
Estos días un párroco explicaba a los que visitábamos el pequeño pero hermoso museo de la parroquia que los musulmanes nunca habían dejado restos de otras religiones allí donde habían llegado y habían destruido las anteriores. Invocaba Sevilla y Granada como ejemplos. Me mordí la lengua y pensé que tenemos pendiente hablar todos de religión, política y cultura. El filósofo americano John Rawls ya puso esta cuestión como un punto central de una sociedad bien ordenada, donde los ciudadanos no se limiten a soportar al otro por imperativo legal y puedan llegar a vivir bajo un consenso básico sobre cuestiones esenciales.
Las grandes religiones siempre han basculado a lo largo de la historia entre una opción política y una opción espiritual. Entre los funcionarios y los profetas. Todas. Algunas más que otras: en el judaísmo, el islam y el catolicismo las opciones espirituales han sido tan poderosas como minoritarias y sospechosas, calificadas como misticismo. La opción política, el "dios está con nosotros", ha sido la más favorecida y los miembros de la jerarquía han actuado a lo largo de la historia como actores políticos. En ciertos momentos, como actores determinantes de la historia. En las varias versiones del protestantismo y algunas religiones orientales la dimensión política ha tenido menor fuerza que la espiritual. En los movimientos milenaristas, utópicos, revolucionarios, sociales, etc., también se han dado las dos dimensiones política y espiritual. Generalmente también ha predominado lo político sobre lo espiritual, el lenguaje de vanguardias, militantes, masas, sobre los mitos de la alteridad del mundo.
Es una tontería pensar que las cosas van a cambiar en el próximo futuro, pero quizá en algún momento pudiéramos reivindicar que los patrimonios culturales se convirtiesen en patrimonios comunes. Así como la Biblia recopiló mitos y narraciones de todos los pueblos y religiones con las que se encontró; así como el cristianismo acomodó a su lenguaje y liturgia todos los mitos y rituales de las religiones ancestrales o de la antigüedad clásica; así como los revolucionarios acomodaron a sus discursos los lenguajes religiosos, deberíamos revisar nuestra historia cultural para reparar en que es una. Llena de ruido y furia, llena de violencia y dolor. Pero una, tensa, plural. Una cultura que desenterrase los relatos perdidos, las voces olvidadas, los daños sufridos.
Mil y una historias comunes que podríamos contarnos unos a otros sin sentirnos portadores de la voz elegida. No serán comunes las creencias (o increencias) ni los ritos ni las jerarquías, pero sí podrían serlo los relatos. Nadie debería convertirse en dueño de los relatos de los que venimos todos. Lessing escribió Nathan el Sabio como un relato más, pero en estos días se me ocurre que es también un relato de relatos sobre cómo leer las historias del otro.
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