No es la crisis económica sino las consecuencias que está teniendo sobre nuestra confianza en el mundo. Las crisis prueban a la gente y a las instituciones. Prueban el valor de las palabras. Por eso estamos tan perplejos, o tan indignados si cabe. Porque la crisis muestra la fragilidad de tantas palabras dadas.
Uno recuerda, pongamos por caso, las ácidas disputas sobre la fidelidad a la constitución que (no se nos ha olvidado) caracterizaron las épocas de gobierno del presidente Aznar. Se había aprendido el término "patriotismo constitucional", que Habermas había elaborado para distinguirlo del patriotismo sin adjetivos tan prono a patrioterismos y para reivindicar el orgullo que nace de la auto-nomía ( la capacidad de darnos leyes a nosotros mismos que por eso cumplimos); se había aprendido el término y lo empleaba con dureza contra quienes no creían que la Constitución (española) era perfecta e imperfectible, o contra quienes mostraban alguna opinión desviacionista del verdadero espíritu constitucional que, tantas veces se ha repetido, costó tanto en nuestra ejemplar Transición.
Una carta. Una carta de Trichet a las autoridades cambiando la compra de deuda por un cambio constitucional parece haber puesto a prueba nuestro patriotismo constitucional y nuestro orgullo transicional . Vaya. Y no es que cambiar la Constitución sea malo, al contrario. Somos muchos los que pensamos que ya es tiempo de hacerlo. Incluso diríamos que cambiar también la Constitución europea sería algo más que urgente, precisamente en los tiempos que vivimos. Porque en tiempos de desolación es cuando hay que hacer mudanzas. Las cuestiones son qué y cómo cambiar.
En primer lugar: al prohibir el déficit por principio constitucional no se matiza qué tipo de déficit. Y hay dos clases de déficit. Hay un déficit que nace del derroche y de las políticas de exuberancia, que llena las calles de parques con farolas de diseño, de trenes de alta velocidad y palacios de congresos sin-congresos, de automóviles para políticos, de .... Y hay un déficit que tiene una función estratégica para corregir las crisis cíclicas del capitalismo. Pues la economía es miope y tiende a ciclos complejos que exigen instrumentos de corrección. El déficit puede ser como el timón de un barco que sirve para corregir con cuidado y tiento los azares. El déficit puede ser un instrumento de austeridad. Pero es otra clase de déficit: el que nace de un compromiso colectivo con el futuro para hacer posible el presente. Es el déficit como un recurso estratégico que instaura el principio de soberanía de la política sobre la economía (qué ironía es que quienes están tan en contra del déficit estén pidiendo prestado para apostar por la rebaja de la deuda de estados y así ganar enormes cantidades en esta casa de juegos en la que se están convirtiendo los mercados financieros).
En segundo lugar: si hay que cambiar la Constitución hagámoslo de modo que nos sintamos orgullosos de ello, que sintamos el patriotismo de quienes son capaces de autolegislarse. Estamos de acuerdo con el presidente Aznar: seamos consecuentes ahora que toca decidir.
Porque al prohibir el déficit por principio se ha decidido sin consulta abandonar el principio de soberanía en un campo tan importante como la economía política. No es una simple medida ocasional dictada por las circunstancias, es un cambio de fondo en la estructura de los instrumentos políticos de un Estado. Es una renuncia sustancial al propio Estado.
No negaremos que ha existido derroche: al contrario. Éste es un país de nuevos ricos que se permiten gastos ostentosos y ostentóreos, de patriotas de domingo que son cobardes cuando hay que acometer la imprescindibles reformas institucionales que necesitamos. Es más fácil cambiar la constitución que cambiar las instituciones. Por lo que se ve. Alcohólicos que prohíben el alcohol creyéndose que así han resuelto su problema: tendremos que limpiar las heridas con lejía. Pura mala fe, diría Sartre.
Para ampliar: Editorial Sin Permiso
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