Me asombra el poco interés que ha recibido el término y concepto de cultura por parte de la filosofía. "Sociedad" y "cultura" son dos términos cuyo reinado comienza en el siglo XIX. Ambos tienen una intención explicativa y ambos tienen sendas ciencias dedicadas a su estudio: antropología y sociología, respectivamente. Ambos fueron términos que fueron desplazando a otros en su potencia explicativa y normativa. "Sociedad" desplazó a "pueblo" de los discursos legitimantes y explicativos y "cultura" desplazó a "civilización". Los procesos de deriva han sido descritos por las respectivas ciencias y tienen mucho que ver con la formación del estado moderno. Los procesos "normalizadores" que van constituyendo la trama de las sociedades modernas han sido bien estudiados desde Durkheim y Weber a Foucault y Bourdieu. Los procesos por los que se ha ido constituyendo el estado cultural y el capitalismo cultural no han tenido tanta suerte. Todavía sufrimos de una insoportable indeterminación y polisemia. A pesar de que quizá sea el término más proferido en todos los discursos, "cultura" permanece en la indeterminación semántica. Alfred Kroeber y Clyde Kluckhohn registraron en 1952 164 significados del término, que han ido creciendo con los años.
Que esta indeterminación no haya despertado interés analítico es más sorprendente que irritante. Al fin y al cabo la filosofía solo puede inspeccionar los sentidos que ya están constituidos y en el caso de la cultura ni las ciencias sociales ni el lenguaje común tienen ninguna homogeneidad en el uso que pudiera ser una base de partida para el análisis conceptual. Si se compara con otros términos como "conocimiento", "verdad", "razón", "entendimiento", "juicio", etcétera, podrá entenderse bien este asombro. Bien es cierto que la palabra no aparece en ninguna de las grandes obras originarias del canon filosófico. Sus vagas referencias agrícolas, que fueron empleadas por Cicerón para referirse al espíritu no adquieren compacidad filosófica hasta el romanticismo alemán, que comienza a emplear "Kultur" como una palabra de combate contra la "civilización" de origen francés. De modo que todos aquellos (que son muchos) que piensan que lo que no se encuentre en Platón y Aristóteles no merece ser pensado no consideran siquiera la posibilidad de hacerlo.
Hay una segunda causa de la enfermedad polisémica: la palabra "cultura" siempre estuvo en terreno ambiguo entre lo explicativo y lo legitimador y normativo. Nació como una palabra de guerra y siguió siéndolo. Siempre tuvo un componente autorreferencial cuyo último fin era explicar la superioridad respecto al otro: "Mi", "nuestra" cultura fueron desde el principio términos de invasión o resistencia. Incluso, o sobre todo, para los antropólogos, que desde el siglo XIX se especializaron en el estudio de la diferencia. Lukacs, Gramsci, Benjamin la usaron por primera vez para explicar por qué la revolución había sido derrotada. Fueron los primeros que reconocieron que la cultura había emergido como una fuerza social arrolladora, como la fuerza social más importante de la contemporaneidad. Boltansky y Chiapello, en esta línea, la convierten en la fuerza estabilizadora fundamental del capitalismo. Con todos ellos nace la idea de lucha y resistencia culturales con un nuevo matiz que el romanticismo no había hecho explícito.
No creo que sea demasiado épico el decir que nos encontramos en un estado de guerra(s) cultural(es). En un sentido bastante estricto que no excluye la violencia sino que, por el contrario, la contiene como una forma de ejercicio de la autorreferencia cultural: "nuestra cultura" se ha convertido en una bandera que sustituye al "Dios con nosotros" de los viejos ejércitos. De las muchas guerras culturales me han interesado siempre dos o tres que me son más cercanas: la que divide la cultura científica de la humanística, y que crea sus respectivos sentidos de cultura(para los biólogos cultura significa básicamente información transmitida no genéticamente mientras que para el humanismo tiende a situarse en el terreno de la "gran cultura", la "Kultur" romántica). La segunda guerra que me interesa es la que libran los grandes grupos mediáticos y los sistemas académicos por la educación de la humanidad. Los medios se constituyen como los nuevos educadores en la convicción de que la cultura es ya el lugar depositario del poder. Los sistemas académicos se sienten depositarios y cuidadores del capital cultural de la humanidad. Una tensión que la historia y sociología contarán en las próximas décadas, cuando nos hagamos cargo de esto que llamamos "globalización". La tercera guerra es la que, en un territorio más cercano, se libra entre culturas más o menos racionalistas y culturas más o menos literarias y metafóricas. John Searle y Jacques Derrida, el "asunto Sokal", la lucha por el canon, y otros episodios nos hablan de estas guerrillas que dividen por todo el mundo a los departamentos universitarios y a sus miembros. Decir de alguien que se dedica a "estudios culturales" significa a veces poco menos que ejerce la prostitución, o considerar que un escrito es "aforístico y metafórico" es lo que te dicen los editores para no decirte que no tiene sentido. En el lado contrario, los rortianos, vatimianos, agambiamos, deborditos en general, desprecian toda referencia a la verdad, la veracidad, lo razonable y lo argumentativo como si fueran ejercicios del poder totalitario.
Hay un trabajo filosófico que cada vez me interesa más, que tiene que ver con un cierto ánimo de crítica de la violencia cultural, pero es menos un espíritu pacifista que el de un deseo de conocer, de intentar explicar las condiciones que hacen posible este estado de guerra. Hay condiciones sociales, hay condiciones culturales, hay condiciones metafísicas y, en al final, está la propia condición humana en la era del estado de la cultura (o la condición posthumana, para emplear otro término marcado culturalmente). Me gustaría encontrar acompañantes en esta tarea, pero me temo que las patrullas en tierra de nadie en tiempos de guerra no son tareas deseadas. Ya se sabe que pocos vuelven.
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