domingo, 25 de enero de 2015

Copia en negativo




Como si el tema de mi última entrada hubiera desencadenado afinidades electivas en el discurrir de la semana, volví a encontrarme vadeando el mismo pantano del reconocimiento después de ver Birdman, la película de Alejandro González Iñárritu. Aborda la ansiedad de un actor de éxito popular, en su otoño, quien pretende triunfar en los selectos círculos teatrales de Nueva York poniendo en escena una versión teatral de De qué hablamos cuando hablamos del amor de Raymond Carver. Un tema, pues, de tradición en el cine (no pude evitar el recuerdo de Sunset Boulevard de Billy Wilder (1950)). Iñárritu lo trata con una complejidad meta-teórica que hace del film un objeto digno de un buen seminario de filosofía (el crítico del The New Yorker, Richard Brody, lo califica de godardiano y seguramente es un juicio correcto). El entrecruzamiento de las tensiones vida/teatro (realidad/ficción) y fracaso/éxito se desenvuelve en sutiles matices dramáticos que justifican la aclamatoria recepción. De los varios temas que encontramos, cito aquí la película como ejemplar aproximación a la angustia ante el fracaso.

El segundo hecho fue que Fernando Broncano-Berrocal me envió su currículo negativo, o sea, el listado de rechazos que había tenido, junto con una referencia a Ainda Horner, un científico que ha tenido la valentía de poner su cv negativo en su blog. Me preguntaba Fernando por qué no escribimos los currículos reales, con todas las historias, las que acaban bien y las que acaban mal, y por qué el fracaso es un tema tabú en la enseñanza orientada a la investigación. Quizá estas lineas escritas en abierto puedan ser una tentativa de respuesta a esta difícil pregunta y a la del film de Iñárritu.

En un primer nivel fenomenológico, se diría que porque nos da vergüenza. La vergüenza es la reacción emocional de respuesta a la exposición del yo ante los otros, ha explicado Alba Montes en su lúcida tesis doctoral. Se explica que ocultemos los fracasos porque nuestra fábrica psicológica esta configurada para proteger la fragilidad del yo. El recuerdo de nuestras vulnerables relatos de vida nos abruma y los ocultamos a otros y, cuando podemos, nos los ocultamos a nosotros mismos. Hasta aquí, me parece que la respuesta es que lo natural sea encubrir nuestras "vergüenzas" y evitar su exposición a la mirada y al comentario de la aldea.

En un segundo nivel, ya sociológico, nos encontramos con el constructo que llamamos "fracaso". Éxito y fracaso no son indicadores de identidad sino calificativos de los modos en los que nos localizamos o localizan en el mundo. No conseguir lo que se quiere es la forma natural de aprendizaje, es el modo en el que desarrollamos mediante intentos fallidos la habilidad en la acción y constituimos la racionalidad y las identidades prácticas. "Éxito" y "fracaso" son calificativos sociales que dependen de las expectativas que se crean sobre las trayectorias personales. Resultan de nuestra exposición constante a la evaluación, desde que comenzamos en el sistema educativo hasta que la muerte nos permite descansar de tanto examen. A veces, estas calificaciones son instrumentos educativos, otras, las más, son instrumentos calificatorios, normalizadores, selectivos. Medidas de nuestro capital cultural y social.

La pregunta interesante es por qué los fracasos, siendo constructos sociales, producen estos efectos avergonzantes catastróficos sobre las identidades. Se podría decir que porque somos seres sociales y, por ello, aceptamos el estar siempre expuestos a la mirada y calificación públicas. Pero esta no es una buena respuesta. Somos sociales, sí, pero lo somos de distintos modos. El maligno efecto que tienen los calificativos de éxito y fracaso es que inducen la creencia ideológica de que hay un lugar natural en la sociedad que "nos merecemos".  En el larguísimo bildungsroman, Los años de aprendizaje de Wilhem Meister, Goethe exploró con una inteligencia sublime el tema de las trayectorias de vida y la enseñanza de los fracasos. Meister quiere triunfar en el teatro pero descubre que no era su lugar natural. Es la idea romántica de que hay un oculto Bauplan en la historia que nos pone a cada uno en nuestro sitio.

Esta oculta creencia de origen religioso (como sacralización y naturalización de las diferencias sociales) está en la adición al éxito que ha terminado por conformar la principal fuerza del capitalismo contemporáneo. Emmanuel Godínez, un alumno de nuestro máster, publicará en breve en Delirio un irónico estudio del éxito como estructura de dominación contemporánea, titulado Sea usted exitoso. En el miedo al fracaso se oculta el miedo a la exclusión social, y la exclusión es la gran amenaza que articula el poder contemporáneo. Si algo no me gusta de la película de Iñárritu es que al final cae en la tentación un happy-end exitoso. Emmanuel lo explica bien en su ensayo: "si no logras hacer lo que te gusta, haz que te guste lo que haces". El miedo, al final, se internaliza como sumisión y acomodación. Si no logramos lo que creemos merecer, terminamos creyendo que merecemos lo que logramos. Y escondemos en la trastienda la historia de los fracasos.

Los fracasos han terminado por sustituir al subsconsciente freudiano. Lo que está abajo forzando por salir y donde no nos atrevemos a mirar porque es la fuerza destructiva. Parece ser el precio de la ley. Pero, como todo constructo ideológico, solo tiene fuerza mientras no se desvele su origen. Una vez descubierto, como el poder del chamán, se convierte en un triste mecanismo de psicosomatosis con el que se mantiene la estructura de la tribu. ¿Por qué no escribimos nuestros currículos reales? Porque desvelaríamos el fetichismo del fracaso.


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