domingo, 29 de mayo de 2016

Lectura transversal




Quienes viven  de y en un medio intelectual a veces sufren una suerte de amnesia profesional, la del olvido de la lectura. No me refiero a que no lean, todo lo contrario, sino a que han olvidado cómo era leer por el puro placer de hacerlo. La lectura se convierte en un hábito más de las habilidades de su trabajo y la palabra escrita en una suerte de materia de investigación, desafío intelectivo y la antigua curiosidad y el placer se transmutan en disciplina de la disciplina. No a todo el mundo le ocurre, claro. Estoy leyendo un magnífico libro donde te enseñan a todo lo contrario, a recuperar la forma de leer del "lector común". Me refiero a Lo que Borges le enseñó a Cervantes, de Darío Villanueva, Ricardo Domínguez y Haun Saussy. Es una introducción a la literatura comparada, una disciplina que siempre está en crisis y de la que se ha declarado muchas veces su muerte (con la consiguiente disolución de muchos departamentos que la practican). Este libro se toma con ironía el estado de mortalidad y se aplica a enseñarnos los arcanos y rudimentos de la materia. Para ser un manual, uno lo lee con el placer de una obra de ficción, absolutamente entregado a la curiosidad.

Comienza recordando al personaje Persee McGarrigle, de El mundo es un pañuelo, la divertida sátira del mundo académico de David Lodge, un joven estudiante a quien un catedrático le pregunta sobre el tema de su tesis: "sobre la influencia de T.S. Eliot en Shakespeare", dice, a lo que el profesor responde con una carcajada. De ignorante, claro, porque el chico estaba realizando el ejercicio de descubrir cuánto hay de Eliot en las lecturas que se hagan de Shakespeare. El mismo ejercicio que Borges describió en Pierre Menard, autor del Quijote, un texto que inaugura lo que más tarde sería llamada posmodernidad. Porque es Borges quien nos enseñó en este texto y en Kafka y sus precursores que cada autor recrea tanto el pasado como el futuro, y se convierte en un punto luminoso que hace visibles los rincones de muchas otras obras, que, a su vez ayudan a entender las propias. Esta intuición en la que ha originado esa disciplina mágica de la literatura comparada. Los críticos, y quizá la más ácida de todas haya sido Gayatri Spivak, señalan que la comparación de grandes obras al final olvida literaturas y lenguas otras, y a veces culturas enteras. Tiene razón, pero eso no implica la muerte de la disciplina sino su resurrección metamorfoseada en mariposa.

Pues tal vez no sea una locura pensar que quizá sea cierto que la muerte de la literatura comparada ya ha ocurrido, pero que también lo ha sido su resurrección en nuevas modalidades en las que ya no solo se comparan las obras de "literatura" de nuestra cultura occidental, sino literaturas enteras, o textos transdisciplinares e incluso literatura y otras modalidades culturales de la imagen: la pintura, el cine, etcétera. Es decir, que su resurrección equivaldría a darle una nueva vida a las humanidades tan decaídas últimamente, entre las presiones de la sociedad del éxito económico y la irrelevancia de los academicismos. Por ejemplo, me habría gustado dirigir un trabajo sobre "La influencia de Batman sobre El Quijote" si no fuera porque nuestro brillantísimo alumno Jaime Infante ya ha hecho algo parecido usando la mejor sabiduría de la filosofía y la literatura contemporánea.

Los defensores del viejo sistema académico suelen responderme cuando hago en público alguna consideración como la anterior ocasionalmente con una carcajada profesoral y la mayoría de las veces moviendo la cabeza en silencio y compadeciéndose por mi decadencia intelectual. Ahora bien, cuando uno ha afinado estas formas de leer y mirar con ojos comparadores, no es raro que muchos ejercicios académicos que uno lee o escucha se manifiesten como ejercicios ocultos (o explícitos) de anacronismos comparativos disfrazados de "competencia" filológica o filosófica. Así, me ocurrió el otro día, en una mesa redonda a la que había sido invitado, que escuché una enjundiosa ponencia (no sé por qué las llaman mesas redondas) sobre la concepción de la democracia en Aristóteles tal como la desarrolla en la Política. La persona era representante de la más ortodoxa y disciplinada formación filosófica, que, desde el Romanticismo, obliga al conocimiento del latín y griego y a la continua referencia a Platón y Aristóteles para apoyar cualquier argumento. Aquí no había argumento sino relectura de la Política. Y hubo también lectura: pausada, con la prosopopeya de quien se sabe dueño del discurso académico y se dirige a iguales. Miraba al auditorio, formado por colegas que escuchaban con un talante absorto y caviloso  como reconociendo en aquella prosodia la autoridad de quien está desvelando profundas lecciones sobre Aristóteles. Yo en particular me estaba divirtiendo y asombrando con aquél ejercicio descarado de uso político de Aristóteles para desarrollar una crítica a las propuestas actuales de democracia radical. Así, iba desenvolviendo las virtudes de una mesocracia de seres deliberativos, que dejaban a un lado a los oligarcas y al otro a una plebe deseante y gritona que no es capaz de captar el bien común. Me estaba diciendo a mí mismo, ¡joer, qué buen texto para ser titulado "La influencia de Ciudadanos sobre Aristóteles"! Porque aquello era un simple y lamentable uso de la competencia filológica para una exposición barata de filosofía anti "populista" o algo similar. Pero, ¿quién osaba contradecir a Aristóteles? y menos ante un público tan sesudo.

Yo, la verdad, como no soy más que un lector común de Aristóteles, acudo a él con frecuencia porque me encanta su cinismo y sentido común. Como le ocurría a Marx, uno encuentra en él una forma descarnada de no diferenciar política y economía y de unir el discurso con los intereses materiales. Pero no intentaría encontrar en él lecciones sobre la democracia contemporánea, y si lo hiciera, como lo hizo Castoriadis, y tanta otra gente, lo diría abiertamente: vamos a Grecia porque no nos gusta lo que vemos y, desde luego no me escudaría en la filología para ocultar una lectura explícitamente contemporánea. Pues no es raro que la Grecia o Roma clásicas se conviertan en una forma de ucronía donde revolvemos para encontrar materiales reutilizables. En el 18 Brumario ya decía Marx que en cada tiempo todos se envuelven en los ropajes de Grecia o Roma para ocultar sus vergüenzas contemporáneas.

Pero esa libertad es la que nos da y nos propone esta forma resucitada de leer comparativamente textos e imágenes sin prejuicios disciplinares. Las humanidades recobran así los ojos a la vez ingenuos y sofisticados de quien se deja llevar por una nueva globalización que atraviesa las culturas en los espacios y los tiempos, que, como la memoria RAM de nuestros sistemas de acceso a la información, hace presentes de manera aleatoria, sorprendente, iluminadora, las conexiones más distantes e improbables. Si el texto del que hablo, hubiese reconocido abiertamente que estaba comparando los editoriales de El País con la Política de Aristóteles, todo habría ido estupendamente. Al fin y al cabo tienen muchas concomitancias. Como también las tienen Django Unchained de Tarantino con las meditaciones que en la misma Política hace Aristóteles sobre la esclavitud. Por si a alguien le interesa, el título "La influencia de Tarantino sobre Aristóteles" está libre.

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