Toda filosofía determina su sombra; todo relato, su otro; todo discurso, sus silencios. Las controversias definen los objetos culturales como los marcos las pinturas. Estar frente a, en contra de, alineado con,... son los modos en los que se expresan nuestras actitudes en los espacios abiertos de la escena pública. La experiencia del desacuerdo se ha convertido en la primera y más importante de las que definen nuestra condición cultural contemporánea. El otro ha dejado de estar allende las fronteras para hacerse visible en las mil pantallas con voces estentóreas y gestos belicosos.
La filosofía ha buscado interminablemente la solución de los desacuerdos mediante el recurso a diversos artefactos intelectuales diseñados para contener la violencia dentro de los muros manejables de la palabra y la idea. En el origen de la lógica ha estado el sueño de la razón de sustituir la disputa por el cálculo. Raimundo Llull, Leibniz, Clarence Irwing Lewis, Miguel Sánchez Mazas fueron visionarios de la utopía del final de la controversia en un paraíso del cálculo y raciocinio, Otros, quienes no han confiado en la lógica, se han refugiado en la historia para sobrevivir a la irremediable polémica. Una mayoría de personas que se acercan a la filosofía profesionalmente o por afición terminan disolviéndose en la historia de la filosofía con la esperanza de que el espectáculo de la controversia entre autores y escuelas les evite el compromiso con alguna posición ética, metafísica o epistemológica. Como si acudir al teatro a ver a protagonistas y antagonistas permitiese al espectador aislarse de la tragedia. Los más, creen que hay ocultos cimientos donde bajo la superficie de las disputas se hallan lechos rocosos de consenso. Así nacieron las ideas filosóficas del sentido común, del contrato social, del "lenguaje ordinario" o de la descripción fenomenológica. Los menos, más elitistas, señalan a las ciencias como si fuesen el remedio a las angustias del pensamiento: "allí -dicen, creen- las evidencias empíricas y las pruebas matemáticas resuelven las discusiones".
Vana esperanza: el desacuerdo insistente, el ruido interminable de las voces alzadas es el sonido de la cultura contemporánea. La tentación de convertirse en espectador, de no sentirse concernido por los mensajes, de aislarse en algún lugar privado, de dedicarse al cultivo de tomates, del cuerpo propio o del alma de turista se extiende como reacción natural ante la perplejidad que suscita la existencia social bajo condiciones de conflicto cultural. Vana esperanza: allí donde uno se esconda, acecha la discusión, la voz acalorada, incluso aparentemente oculta por el silencio del paisaje campestre. Quienes se retiran a sus comunas de cultivos orgánicos y vida apacible se llevan con ellos las mochilas de las hostilidades y se obligan a decirse a sí mismos interminablemente que son felices aislados de la algarabía de la corte. Fray Luis de León soñaba con esa vida descansada, alejada del mundanal ruido, y a veces creía experimentarla en su refugio de La Flecha, pero se sabía inmerso en la controversia, perseguido por la autoridad, rodeado por la violencia de la palabra.
Lo cierto es que cuando uno acepta entrar por la puerta del pensamiento o la creación intelectual: filosófica, literaria, lo hace sabiendo bien que se hace cargo de la tragedia de existir. Uno no se alinea con una escuela o sistema de ideas, con una voz o estilo literarios, porque guste más o menos sino porque la vida misma es conflicto y las ideas son parte en él. Si algo nos ha enseñado la historia es que las declaraciones del fin de la historia, los presuntos fines de la discusión por la irrupción de pensamientos únicos, las pretensiones de los intelectuales del "nohaymásque..." son efímeros pasajes de las noticias de un día. Pensar, escribir, leer, son formas de abrir los ojos a la tragedia cotidiana, de aceptar su existencia y sentirse concernido. Ser parte, estar de un lado, sabiéndose en medio de la plaza y no en el balcón del ayuntamiento. ¿Significa eso que se convierte uno en cómplice de la violencia discursiva en la que habitamos? ¿Es compatible la afiliación y el alineamiento con la ética de la comunicación?
La filosofía analítica contemporánea (filosofía del lenguaje, epistemología y filosofía política) ha comenzado recientemente a prestar atención intensa a la noción del desacuerdo. Allí donde el término "consenso" definió una era pasada, en la que rigió la cultura de la apacible socialdemocracia, de la distante y fría actitud académica e intelectual, el término "desacuerdo" se ha impuesto con la fuerza con la que la realidad irrumpe a veces en el pensamiento. Se comenzó, como suele ocurrir en esta modalidad intelectual tan "scholar", por lo más simple: analizando los llamados "desacuerdos sin falta", aquellos que dependen de "gustos" que no afectan y no producen daños o consecuencias, somo estar en desacuerdo sobre qué pintura es más importante en la época actual o cuál es el equipo que mejor juega al fútbol. Pronto se pasó a la cuestión epistemológica de los desacuerdos en los que está implicada la verdad de una idea o posición pero en donde no hay evidencias conclusivas disponibles. Más tarde se produjo un ascenso en las cuestiones bajo análisis: el examen de si pudieran delimitarse los desacuerdos en cuestiones de hecho de los desacuerdos en cuestiones normativas, éticas o políticas. El origen del cambio climático es uno de los ejemplos preferidos: ¿podrían ser separados los desacuerdos sobre la cuestión de hecho de los orígenes del cambio climático de las cuestiones de derecho sobre cómo reaccionar ante un posible origen antropogénico? Las conclusiones han sido pesimistas: aún si trasladásemos la disputa a una mesa de expertos guiados por puras motivaciones epistémicas y no morales, no habríamos resuelto la cuestión sino que la habríamos trasladado a otro terreno: el de cómo elegir esos expertos en los que depositar la representación del conflicto, como las damiselas medievales hacían con sus caballeros en las justas.
El paso siguiente ha sido en estudiar las polarizaciones en los grupos, el cómo se desarrollan los procesos por los que un grupo se reafirma progresivamente en sus creencias y, al contrario, se distancia cada vez más de las aserciones y prácticas de otros grupos. Las mediaciones técnicas y representacionales parecen ser, de forma cada vez más clara, efectos multiplicadores de la polarización. Las redes, los medios de comunicación de masas, los múltiples espectáculos de disputas, producen polarizaciones que tal vez los contenidos conceptuales de los mensajes, aserciones, creencias o ideologías no serían capaces de producir por sí mismas. Las conclusiones, también aquí, son pesimistas: el conflicto y la escalada en el conflicto son la regla.
La experiencia de vivir en un continuo conflicto (cultural, identitario, de opiniones y creencias, de formas de vida y prácticas) es ya consustancial a la modalidad de capitalismo posfordista y cultural en el que vivimos. Los alineamientos, las afiliaciones, las ortodoxias y heterodoxias, son los modos contemporáneos en los que se organiza la existencia cotidiana. El jubilado o el adolescente con tiempo libre, apacibles hasta hace poco, acostumbrados si acaso a la discusión de cafetería, se descubren a sí mismos con una insólita capacidad de violencia verbal bajo la máscara de un apodo en la red que oculta su nombre. La experiencia conflictiva se convierte poco a poco en la forma natural de habitar el espacio social. La tentación del intelectual de subirse al piso de arriba, de ser contemplado como alguien por encima del barullo, con capacidad de juicio y distancia para ser juez y parte, es una tentación permanente a la que mucha gente es incapaz de sustraerse y no caer en ella. Paradójicamente, estas pretensiones de neutralidad contribuyen a la violencia discursiva tanto como el puro troleo del jubilado furioso oculto tras su nickname. Ya no hay lugar por encima o por debajo del conflicto.
Como puede deducirse de este texto, mi conclusión es tan pesimista como la de la filosofía analítica: no hay solución sencilla a la violencia creciente en el espacio del discurso. Sí hay, espero, una forma de hacerse cargo de la situación que implica una conciencia muy clara de la ética del discurso. Alinearse no significa, no tiene por qué, emplear la violencia verbal o escrita, incluso aquella que se disfraza de ironía o distancia. Alinearse es compatible con la comprensión profunda, incluso simpatía y compasión, con la situación y posición del adversario. Alinearse es también compatible con el hacer visible la violencia del discurso creando espejos donde nos reflejemos, donde nos veamos en esos vergonzosos momentos de violencia. Últimamente le pido a mis alumnos que hagan antropología del troleo en las redes, que examinen con el cuidado de los entomólogos, el lenguaje del odio que ha infectado las pantallas. No va a detenerse, creo, pero quizás, parafraseando a Borges, debamos multiplicar el número de los espejos hasta que seamos conscientes de que hemos llenado las plazas de los monstruos que llevábamos dentro. Hasta que nos veamos desnudos en la plaza y nos avergüence nuestra propia imagen.
Aceptar la tragedia, saberse parte y, sin embargo, no contribuir a la violencia. Saberse en la insumisión y la resistencia sin hacer gala de ello, sin levantar la voz, sin degradar al otro. Saber que la altura de nuestros adversarios y la de nuestros aliados es la que define la nuestra propia. Sentarse delante de la máquina de tren de la violencia para detenerla. Estar en la parte de los que no tienen parte, acompañar con nuestro silencio a los que no tienen voz y responder con un susurro a quienes hacen de la insolencia su forma de vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario