El gusto fue el recurso al que Kant recurrió para resolver un intrincado problema: el de cómo evaluar acciones u obras que, por ser producto de una actividad creadora e imaginativa, no estaban aún sometidas a normas universales como las que, según nuestro filósofo, rigen en el terreno de las razones teórica y práctica. Kant estaba pensando en el caso particular del arte, pero hay muchos otros campos en los que se presenta este problema y que tienen también (o más incluso) una significación para nuestro modo de pensar la realidad común. Uno de ellos es el de los signos materiales por los que las personas y grupos constituyen sus identidades sociales: la moda, el gesto, los hábitos de consumo, los temas de conversación, las elecciones léxicas,…, en fin, todo eso que Pierre Bourdieu ha calificado como capital cultural y simbólico, que se va formando a través de prácticas de “distinción”, es decir, de prácticas orientadas a señalar las fronteras del propio grupo. Fue una pena que Bourdieu y los teóricos marxistas de los estudios culturales (Raymond Williams &Co.) no se leyeran mutuamente porque se habrían enriquecido mucho con la perspectiva del otro. La cuestión que quiero plantear es cómo el gusto, que Kant pensaba como algo común a la humanidad, o al menos a una sociedad, sin embargo, en las sociedades fracturadas por las clases, se convierte en un instrumento de enorme potencial político al formar parte de las estrategias de formación de identidades colectivas.
Las nuevas ideas que aportaron Thompson, Hoggart, Williams, Hall, es que las clases sociales son hechos históricos que se constituyen a la vez económica y culturalmente. Decía Thompson que la clase obrera asistió a su propio nacimiento, en cuanto fue producto en parte de un proceso externo, causal, de situación de grandes estratos sociales en la posición económica del proletariado, y en parte por la constitución de señas de identidad propias relacionadas con las dinámicas culturales de las otras clases y estratos sociales. En este marco querría llamar la atención hacia algo que no es notado suficientemente, en particular por los teóricos y diseñadores de los medios de comunicación: que las identidades se construyen por un proceso dialéctico, que comienza en la negación del otro: “nosotros no somos como ellos” y que, en una compleja dinámica, acaba internalizando los estereotipos que los otros crean del propio grupo, en particular los denigratorios, de modo que el grupo subalterno acaba reconociéndose en los estereotipos que se han formado precisamente para situarle en posición subalterna.
En cuanto a la prácticas de distinción, que no son sino estrategias para definir y defender la posición de privilegio en el espacio social, son muchos los ejemplos de estos procesos y muchos de ellos son muy entretenidos de observar cuando se adopta una mirada un poco distante: la velocidad a la que se ha difundido, por ejemplo, la cultura del vino, la reciente adición de los jubilados por los smartphones, tablets y demás gadgets; el postureo literario y musical de la joven clase ilustrada; la estridencia de las corbatas de los trajes de los conservadores; la adición a los vaqueros y camisas sport por parte de nuestros nuevos jóvenes políticos (quizás influidos por sus imaginarios de cómo viste la clase obrera), etc. Cada cual participamos de modos variados en este carnaval de tácticas simbólicas.
Lo que resulta más interesante, y que son dialécticas que circulan por debajo de las tácticas de distinción, es que las identidades de clase son en gran medida construidas por la mirada ajena. Aquí es donde opera el potencial político de las valoraciones de gusto. Pienso en una película muy generacional, Fiebre del sábado noche (John Badham, 1977) (he preguntado varias veces a los alumnos y casi nadie la ha visto. Trata de un chico trabajador, Toni Manero (John Travolta), que los sábados se convierte en el rey de la pista y trata de ligar con una chica de mayor educación que él, Stephanie Mangano (Karen Lynn). Es un conflicto entre ganar un concurso de baile y seguir siendo el manix de la pandilla o salir del barrio a buscar mejores horizontes de vida. Fue una película que contribuyó como pocas a crear el estereotipo del “hortera” como calificación de gusto del chico de barrio). “Travolta”, en mi generación, pasó a significar el ejemplo de mal gusto en el vestido, la gestualidad y las formas de consumo y presencia. No había nada inocente en aquella película, construida sobre la estructura dramática de una pareja en la que una de las partes, la chica, desea abandonar el barrio. El mensaje de “tú puedes, si quieres” fue un mensaje constante desde entonces.
No es difícil correlacionar la ola del neoliberalismo thatcheriano y reaganiano con irremisible asignación de mal gusto a los chicos y chica de clase baja en sus rituales de diversión e identidad. Lo interesante de la película es que los de abajo terminan definiéndose por ese mismo estigma. Se crea así un juego que puede ser de sumisión o, por el contrario, de resistencia: La construcción de lo de abajo es al tiempo elaboración de lo de arriba y a la inversa. Cada grupo asume la mirada del otro como calificativo y a veces se constituye en identificador: el hip hop y la estética del “hoodie” (el capuchón) no son reacciones ajenas a las acciones de producción mediática de marginalidad y alarma social por el supuesto peligro de ciertos barrios. Si construyes un estereotipo no es improbable que se convierta pronto en seña de orgullo del otro, y lo denigratorio pase a convertirse en juicio normativo de gusto.
El buen o mal gusto es algo muy cambiante y relativo. Es cierto que la voluntad ornamental de los chicos del barrio les llevaba (me refiero a aquella moda travoltiana) a cierta estridencia en los colores de la ropa, a tallas ajustadas y a solapas agrandadas, pero que esas elecciones sean de mal gusto es lo que está en cuestión. Una boda de la alta burguesía, para mi gusto, es un desfile horrísono de agresiones a la sensibilidad, precisamente por esa hipertrofia de la voluntad ornamental de la que acusan a las clases bajas, pero seguramente ello levantarán la nariz con displicencia ante mi facha y vestimenta. Cada elección de distinción produce una aportación a la construcción de la imagen del otro y, dialécticamente, a la construcción de la propia. Cuando uno lee, por ejemplo, los textos que acompañan a las descripciones de las mansiones burguesas de la revista Nuevo Estilo (que tiene ciertas pretensiones artísticas, para diferenciarse de El mueble o Casa y Jardín) o los relatos de atuendo en Vogue, uno encuentra una muy interesante estilística discursiva (a ver si un día encuentro un rato para parodiarla) que está ordenada a construir los muros tras los que se siente defendido el buen gusto y la “clase” de sus usuarios.
Simplemente estoy constatando, no criticando. Las producciones identitarias de estas maniobras sociales tienen mucho de divertido: la imposición del traje oscuro masculino en las empresas, algo que se parece mucho a la imposición del uniforme escolar en los colegios de pago, produce, como reacción, esas curiosas carreras para que la distinción se note por encima o por debajo de lo que parecería uniformante: el corte, el tejido, la textura, los zapatos, la corbata,…, todo ello recalifica la distinción en el marco de lo igual. En otros contextos, más alternativos e indies, la voluntad de “vestir a mi modo”, sin imitar ni seguir la moda, produce por el contrario una increíble uniformidad (hay algunos estudios antropológicos sobre esta homogeneidad sostenida sobre la voluntad de independencia individual). Cuando uno llega a provincias y ve a la pequeña burguesía en el paseo dominical, es imposible no notar lo bien que visten, es decir, cómo han seguido sin renuencia los consejos del dependiente de la tienda de novedades. Otra uniformidad basada en la voluntad ornamental de “salir arreglado”. No solo Toni Manero y sus trajes horteras: la voluntad ornamental es uno de los componentes de las tácticas de distinción.
Lo que no tiene nada de divertido es la capacidad exclusionaria que tienen los juicios de buen o mal gusto. No se trata de normas de gusto sino de capacidad de consumo. Recuerdo hace años (ya bastantes), cuando aparecieron en las tiendas los vaqueros con descosidos y rotos, que me asombraba de lo carísimos que podrían llegar a ser unos pantalones que mi madre me hubiera tirado a la basura sin dudar. Pero era el precio lo que producía la clase. La clase, en su doble significado. La producción de identidades a través de los códigos de acceso. No pocas veces, las discusiones sobre calidad de tal o cual obra (literaria, plástica, musical, fílmica) dejan ver las entretelas de los deseos de abandonar el barrio. Las compañías que elegimos, marcadas por los juicios de gusto también a veces lo están marcadas por los sinuosos senderos por los que se constituyen las clases en sus trayectorias de dominación o subalternidad.
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