domingo, 4 de marzo de 2018

Revoluciones simbólicas





Si no pensamos bien el presente, nos enseña Walter Benjamin, ponemos en peligro incluso a los muertos, a todas aquellas personas cuya muerte hizo posible nuestro presente. Nuestra ceguera les convierte en continuas, reiteradas, víctimas de la historia. Pensar el presente es pensar también en las revoluciones derrotadas. Revoluciones que fueron derrotadas pero no fracasadas. Revoluciones que transformaron la historia aún desde, o quizás a causa de, su derrota. Voy a aludir solamente a algunas que podemos llamar "revoluciones simbólicas", pero antes querría recordar otras: la Revolución Francesa, que comenzó siendo una revolución burguesa y se transformó en una revolución social. Fue estigmatizada, combatida y derrotada, pero no puede entenderse el siguiente siglo de revoluciones sin ella. La I República Española, que inventó y difundió por el mundo la palabra "liberalismo" y prendió la semilla de la independencia en América Latina. Las huelgas de obreras norteamericanas de 1908, 1909, 1911, la de Lawrence 1912, la huelga de las trabajadoras catalanas por el pan en 1918. Todas fueron derrotadas pero no fracasaron.

Los miopes de la historia solamente entienden los cambios "concretos" como cambios en el poder. Pero cuántas veces el poder cambia de manos sin cambiar su naturaleza. Por el contrario, las revoluciones reales producen transformaciones profundas y redistribuciones en los modos y maneras del poder incluso aunque fuesen aparentemente silenciadas en sus fases explícitas y encarceladas o muertas sus protagonistas. Es más, algunas revoluciones no tienen como objetivo el poder y aparecen como expresiones espontáneas de la toma de la palabra y no de la toma del poder. Son revoluciones simbólicas cuya fuerza se detecta mucho más tarde, a veces por los cambios estructurales destinados a intentar enclaustrar los cambios desbordantes que producen con estrategias de contención. Los adictos al poder no las entienden, las estigmatizan y desprecian, y sin embargo son procesos de reconfiguración profunda de la sociedad, terapias que a la vez curan la enfermedad senil de quienes hasta el momento se habían alineado como fuerzas progresistas.

El historiador jesuita Michel de Certeau entendió muy bien estos procesos largos que comienzan con una derrota. En agosto de 1968 describe con ironía cómo muchos parisinos respiran aliviados viendo recoger los restos de la revolución de mayo que aún quedaban por las calles. Tuvo una intuición muy profunda de lo que estaba pasando, mucho más profunda incluso que los propios protagonistas de mayo. Él era de la generación de los padres de los jóvenes universitarios y obreros que habían llenado las calles de París. Pero había vuelto de Latinoamérica, de Brasil y otros lugares, donde había aprendido las formas de vida de las comunidades campesinas y la teología de la liberación, y entendió muy bien el oculto hilo histórico que unía esos aparentes extremos. Fue una revolución muy púdica, afirma, se respetaron las cosas, los laboratorios, las máquinas de las fábricas y el estatus de los profesores. Se levantaron barricadas, sí, pero --explica-- las barricadas en París no tenían una función militar sino simbólica. Eran el signo de una larga tradición que unía la Comuna, las revoluciones del 48 y la Revolución jacobina.

La revolución de mayo del 68 en París, que no ocurrió solo en mayo, ni sólo en el 68, ni tampoco en París, sino en todo el mundo: México, San Francisco, Berlín, Praga, Madrid, y tantos otros sitios, fue, sostiene Certeau, un acto de toma de la palabra, de conquista del discurso que transformó radicalmente la estructura mundial. Una conquista que desencadenó muchas nuevas formas de desobediencia, de cambio de costumbres y formas de mirar y vivir. No lo supieron hasta dos décadas más tarde, pero los partidos seniles comunistas y socialdemócratas ya eran desde entonces zombis, cadáveres vivientes que aún conservaron el poder aunque habían perdido toda la autoridad. Sólo la Revolución Francesa fue tan estigmatizada como la revolución del 68, y con razón. La siguiente década levantó al mundo. Los tanques soviéticos, la Operación Cóndor, las intrigas criminales en África, los bombardeos estratégicos en Vietnam, el autoritarismo que recorrió Europa, el incremento, si cabía, de la represión franquista en España. Nada de eso era ajeno a la toma de la palabra que había ocurrido en unos pocos años en unos cuantos sitios.

Notamos la fuerza de una revolución por la fuerzas de reacción que pone en marcha. La revolución de mayo del 68 produjo la reacción neoliberal. Margaret Thatcher lo había dejado bien claro: hay que usar la economía para cambiar la sociedad, para cambiar a las personas. Y la usaron con fuerza. "La economía es un arma, la política es saber cómo usarla", afirma el político de El Padrino III, de la Logia P2, un ejemplo de aquellos tiempos. Fue, sí, una revolución derrotada, aunque la derrota llevó una larga década en conseguirse, pero no fue una revolución fracasada. Fue, simplemente, no más, ni menos, una revolución simbólica que emergió en las calles de algunas ciudades como signo de las grandes corrientes que circulaban por debajo.

Aún es pronto para evaluar las revoluciones derrotadas que recorrieron el mundo hace ya casi diez años, cuando la dinámica del capitalismo neoliberal dejó muy claro que está llevando el mundo a un desastre ecológico, de desigualdad y de nuevo autoritarismo apoyado en el control tecnológico, de guerras permanentes en las periferias por el control estratégico de las materias primas, del agua. Pero ya vemos signos de que los horizontes se han abierto más de lo que se cree. El otro día oía a Ignacio Sánchez-Cuenca recordar lo que había sido el lema socialdemócrata que había articulado las décadas de acomodación del neoliberalismo (pues no se entiende el neoliberalismo sin la cooperación activa que tuvo la socialdemocracia de los años ochenta y noventa): "Tanto mercado como sea posible, tanto estado como sea necesario".  Aún es pronto para saberlo, pero nacen nuevas aspiraciones que disputan al mercado los terrenos comunes, el cuidado, el apoyo mutuo, la sostenibilidad. Que disputan también al estado el determinismo de las formas corruptas de las élites extractoras. Que niegan el autoritarismo y centralismo de los partidos, muchas veces arropado con nombres y términos progresistas. Por ahora los llamamos movimientos sociales: feminismo, libertarismo social, sexual, procomunes, pero son réplicas de una nueva deriva y choque de placas históricas.

Hemos aceptado con increíble ingenuidad la historiografía hegemónica que relata la historia de los intentos revolucionarios como una historia de fracasos. Una historiografía de enterradores que ocultan el relato de quienes transformaron nuestra conciencia de las injusticias, desigualdades y falta de libertades a pesar de sus derrotas. No es casual que haya tantos deseos de hacer desaparecer la historia de la educación o reducirla a una historia de victorias y vencedores. Aprendamos a leer la historia para leer el presente, para que los los muertos resuciten y vuelvan a tomar la palabra. Como en Lawrence, 1912, como en Barcelona, 1918.







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