Reflexiones en las fronteras de la cultura y la ciencia, la filosofía y la literatura, la melancolía y la esperanza
domingo, 17 de febrero de 2019
El silencio de la multitud
Aunque nadie lo crea, hubo un tiempo en que se permitía fumar en los espacios comunes. Por ejemplo, en las clases. Recuerdo las clases de mi primer curso de Comunes en la Universidad de Salamanca, en la Facultad de Letras, cuando las humanidades tenían atractivo y el aula de mi grupo se llenaba de unos ciento cincuenta, a veces doscientos estudiantes. Al final de la tarde (las clases eran de cuatro a ocho) en la última clase era imposible leer la pizarra por la nube de humo, especialmente quienes, como el que suscribe, se sentaban en la última fila para poder criticar al profesor o leer otras cosas (algo que me enfada ahora cuando doy clase y me olvido de quien fui). El caso es que todos estábamos muy molestos, sufríamos un montón de toses y olores desagradables, pero nadie dijo nunca nada. Todos suponíamos que a los otros el humo no les molestaba. También por entonces, aunque nadie lo crea, los miembros de la generación de nuestros padres en España se declaraban mayoritariamente católicos. Como tales estaban obligados a cumplir la norma de no usar en absoluto medios anticonceptivos en sus relaciones sexuales. Dado que el sexo estaba unido a la reproducción, había que dejar al albur del improbable y casual desencuentro de espermatozoides y óvulos la esperanza de un embarazo no deseado. Todos sufrían esa norma pero creían que los demás la obedecían.
Este fenómeno persistente tiene un nombre: Ignorancia pluralista. Se lo dieron dos psicólogos, Daniel Katz y Floyd H. Allport en 1931 estudiando la conducta de los estudiantes norteamericanos en los campus, por ejemplo en el consumo de alcohol en las fiestas, al que la mayoría se sentían obligados en la creencia de que era algo que todos disfrutaban. Sus experimentos se han repetido múltiples veces (abundan ahora las observaciones sobre el sexo casual en las fiestas del campus, donde muchas estudiantes se sienten obligadas a aceptarlo en la creencia de que sus amigas lo disfrutan de forma entusiasta). Definieron el fenómeno de esta forma: "una situación donde la mayoría de los miembros de un grupo rechazan una norma pero creen equivocadamente que los demás miembros la aceptan".
El fenómeno era conocido desde la más remota antigüedad. En el "exiemplo XXXII" de El Conde Lucanor del Infante don Juan Manuel, escrito sobre 1335, recopilando cuentos árabes e hindúes, se narra la historia de unos pícaros que se ofrecieron al rey para tejerle un traje con una tela que le permitiría saber quiénes no eran hijos del padre que creían tener. Bastaba con que no viesen el paño. Así, en la corte, nadie se atrevía a decir que el rey estaba desnudo por temor a que los demás les creyesen unos bastardos. Christian Andersen lo popularizó en 1831 en su cuento "El nuevo traje del emperador". En él es una voz infantil la que hace público lo que todos sabían pero creían que los demás no creían: que el emperador estaba desnudo.
El fenómeno ha sido estudiado por psicólogos, sociólogos, teóricos de la información y epistemólogos. Es un mecanismo muy profundo en el que la mayoría de un grupo cree que algo es falso (o verdadero) y al tiempo cree que los demás creen que eso es verdadero (o falso). La disociación es más compleja de lo que aparece a primera vista pues se mezclan dos tipos de conocimiento: el de primer orden, en el que alguien cree o sabe algo, y el de segundo (e incluso tercer orden) en el que se cree que otros saben lo contrario. En el caso de El Conde Lucanor, es de tercer orden: se cree que los otros creen que uno es un bastardo si cree que el rey está desnudo.
Como nos enseñan los inteligentes autores del libro Infostorms: Why do we "like"? Explaining the social behavior on the social net, la ignorancia pluralista es el cuñado tonto del conocimiento común. Este conocimiento es aquél que tiene un grupo en el que la mayoría conoce una información y sabe que los demás la comparten. Por ejemplo, los horarios de clase: aparecen en el espacio público de los tablones de anuncio o en las páginas de internet de las instituciones educativas. Para tener conocimiento común es necesario que exista un espacio público donde se comparta la información de modo que todos sepan que los demás también la tienen. En un espacio público relativamente sano, el conocimiento común se convierte en la base fundamental de las sociedades bien ordenadas. Pero a veces ocurren fenómenos de aprovechamiento mendaz de este espacio: en el caso de la ignorancia pluralista hay un conocimiento distribuido que es contradictorio con la creencia común acerca del grupo.
De las muchas distorsiones cognitivas que dañan nuestras sociedades, la ignorancia pluralista es una de las más dañinas para una sociedad democrática porque tiende a producir obediencia voluntaria a la autoridad y porque es fácilmente manufacturable. Otras, que ya he tratado en este blog, como las cámaras eco, las teorías de la conspiración, los filtros burbuja, etc. tienden a crear polarización y agrupamientos, pero la ignorancia pluralista está ordenada a generar sumisión voluntaria. NO es difícil crear estos efectos. Basta con ocupar los espacios públicos de la palabra y la información con técnicas que producen desconexión más que comunidad en el saber; con mensajes unidireccionales que hacen pasar por verdades lo que no son más que "bullshit", paparruchas o pura propaganda.
Los ejemplos se multiplican. No es infrecuente en los partidos cada vez más autoritarios, que la mayoría de los miembros consideren sotto voce que los líderes del partido son incompetentes, pero no se atreven a decirlo en la creencia de que los demás están convencidos de que son sabios, prudentes, astutos y políticamente hábiles. Lo mismo suele ocurrir en las empresas y otras muchas instituciones. En las formas nuevas de cursus honorum, en la competencia por el poder que imponen a las conciencias las educaciones neoliberales que nos infectan, no es infrecuente que escalen las alturas del poder pillos como los sastres de El Conde Lucanor, que convenzan a la audiencia de que si emiten la menor crítica es porque tienen un alma de bastardos.
Las nuevas técnicas de manipulación informacional permiten que lo que antes era un fenómeno común, preocupante pero no hasta el punto de contaminar de modo grave las estructuras de fondo de las sociedades democráticas. Me asalta la sospecha de que la creciente deriva mundial de las democracias hacia oligarquías enmascaradas se debe en parte a un uso sistémico e industrial de la ignorancia pluralista para sostener la sumisión voluntaria de los ciudadanos a estructuras de poder que todo el mundo considera injustificables.
El cuento de Andersen hace muy recomendable el consejo del Evangelio de Marcos, 18, 1-11: "en aquel tiempo se acercaron los discípulos de Jesús diciendo ¿quién es el mayor en el reino de los cielos? Y llamando Jesús a un niño les dijo: de cierto os digo que si no os volvéis y hacéis como niños no entraréis en el reino de los cielos?" Nietzsche dijo lo mismo en Así habló Zaratustra. Hay que volverse niños para ver al poderoso desnudo. "Los niños y los locos dicen la verdad", afirma el viejo refrán recogiendo la intuición de que los intereses y los miedos que ahorman la racionalidad de los adultos a veces crean cegueras y metacegueras (cegueras a las propias cegueras). Si nuestra educación a veces nos llena de prejuicios y filtros, no es extraño que Nietzsche afirmase que el estadio superior de la humanidad tenía mucho de adquirir la ingenuidad de los niños, su sensibilidad a lo que ocurre y su perpetua curiosidad y el salirse de la lógica del permanente cálculo.
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