domingo, 3 de marzo de 2019

¿El arte es necesario?



La instalación de Wilfredo Prieto "Vaso de agua medio lleno", presentada por la galería Nogueras Blanchard en ARCO 2015, por la que se pedía el módico precio de 20.000 euros, ilustra las preguntas que mucha gente se hace cuando pasea por los museos y galerías y observa "piezas", "obras" del mismo jaez que parecen repetir las intervenciones provocativas de los situacionistas, las del grupo  Fluxus y, en general de las vanguardias o neovanguardias de los años cincuenta y sesenta. También las que artista chileno Alfredo Jaar imprimió para llenar las calles de varias ciudades, entre ellas Barcelona: ¿el arte es necesario?, ¿el arte es política?, ¿la política necesita la cultura? Las mismas preguntas que me hice en la presentación del libro de Alberto Santamaría Alta cultura descafeinada. Situacionismo low cost y otras escenas del arte en el cambio de siglo.




Las invectivas de Alberto Santamaría se dirigen contra una atmósfera que impregna a galeristas, comisarios, artistas y teóricos que termina llenando los espacios de exposición de obras aparentemente críticas, que tratan de "crear comunidad", y "relaciones" entre la obra y el público, siempre dentro de un orden, el orden de lo estético como un estado banal que pertenece ya a la sociedad del espectáculo denunciada por Guy Debord, líder de los situacionistas. Nicolás Borriaud, filósofo, crítico de arte, comisario y gerente de instituciones, teorizó esta nueva línea de pensamiento en su conocida obra Estética relacional, y por ello se gana el primer puesto en la denuncia de Alberto. Su tesis es que es una suerte de nostalgia del posmodernismo cuya funcionalidad real es desactivar el calado político de las intervenciones vanguardistas al repetirlas como una cultura chic en el enorme mercado del arte contemporáneo, transformando las alusiones progres en una suerte de nueva línea comercial, como si de una nueva línea de moda se tratase.

¿A qué llamamos arte? Responder a esta pregunta nos lleva a sendas que se adentran en lo profundo del bosque de las relaciones entre cultura, poder y sociedad. Porque la respuesta es que algo es llamado "arte" si hay una autoridad que determina que eso es arte. Si un vaso de agua es arte es porque está en ARCO, lo presenta una galería y ha sido colocado allí por una persona que es considerada artista. En otro caso sería simplemente un vaso de agua. Parecería, pues, que ser arte o no es algo que se añade desde fuera a cualquier cosa siempre que ese añadido lleve una suerte de firma social concedida por la INSTITUCIÓN-ARTE. Es una institución reconocible porque tiene su parte material: museos, galerías, espacios dedicados; sus autoridades: críticos, intelectuales, gerentes de museos y galerías, comisarios, artistas; y sus relaciones oficiales con otros sistemas sociales y políticos. El ministerio correspondiente ofertará subvenciones a unos u otros agentes o espacios dependiendo de lo que se considere autorizadamente arte. El mercado impregnará de valor de inversión a unas u otras obras dependiendo de si la institución considera aquello arte o simplemente una broma o provocación. Así, Wilfredo Prieto afirmaba en las entrevistas con mucha seriedad que su vaso medio lleno no era una provocación, sino "un resultado de su cocina".

La vanguardia de comienzos del siglo XX y sus herederos situacionistas trataron de llevar el arte a la vida cotidiana transgrediendo los muros de la institución arte, creando situaciones en las que una actuación o un objeto tratasen de desvelar tantos fetichismos sobre los que se sostiene nuestra vida cotidiana. La vanguardia no quería hacer "arte" sino transformar la vida. Demasiado alto su objetivo, pues rápidamente fue absorbida por la institución y convertida en mercancía. La vanguardia tenía en lo más profundo de su proyecto una contradicción fundamental que derivaba de su utopía de romper las barreras entre arte y vida cotidiana. Es una contradicción que está más allá del hecho de que la institución arte sea un componente esencial del capitalismo cultural que articula la sociedad del espectáculo. Pues tanto el arte como la vida cotidiana tienen profundas raíces normativas sin las que la institución arte no podría colonizar aspectos fundamentales de la vida.

El arte, sostiene el antropólogo Alfred Gell con toda la razón, es el heredero natural de la religión en un mundo donde han desaparecido los dioses. En la actitud y transformación de nuestra mirada que asociamos a la dimensión artística de la estética (sensibilidad) se deposita todo aquello que trasciende nuestra miserable vida y se asoma a los abismos de la belleza, lo sublime, lo siniestro, lo terrible o lo que suministra esperanza a las fuerzas de la existencia. Esta metamorfosis de nuestra sensibilidad impregna actos, obras y ensamblamientos colectivos de cuerpos y almas que desean escapar a los muros de la gris cárcel en que nos encierran las realidades sociales o naturales. Por ello, recordaba Ranciére, en La noche de los proletarios, nadie tiene derecho a considerar kitsch que obreros y obreras se reúnan después de su duro día de trabajo para representar obras de teatro baratas, que adolescentes escriban poemas o que amas de casa despreciadas lleven un diario secreto donde escriban sus sueños. Flaubert en Madame Bovary planteó para siempre esta paradoja del arte. El que ciertas obras, además, trasciendan lo puramente individual de la existencia y nos unan como comunidad en anhelos de otra forma de vida es algo que hace de la esfera del arte una esfera común, pública y, a veces, transformadora.

La vida cotidiana, por otra parte, es una trama de vínculos afectivos, convenciones y maneras de sobreponerse a las fuerzas del poder que construyen el suelo sobre el que discurren nuestros proyectos de vida y en el que nuestras posiciones o lugares en la sociedad adquieren la forma de modos de existencia humana. La vida cotidiana está más allá o más acá de lo que los sociólogos consideran la sociedad: es lo que queda cuando olvidamos lo abstracto de las relaciones sociales y nos quedamos con lo que nos une al mundo. Allí es precisamente donde el arte ejerce su función transformadora más allá del mercado, la mercancía y la institución arte. Si el arte, como modo de la sensibilidad orientado a la transcendencia de lo inmediato, irrumpe en la vida cotidiana esta transforma reactivamente las convenciones, vínculos y costumbres que la constituyen modificando la posiciones y perspectivas de los miembros de la comunidad. A veces en una fiesta alguien toma la guitarra y eleva su voz sobre el ruido ambiente logrando un instante de sentimiento común. Eso es arte antes de la institución arte. A veces alguien escribe unas letras o recita un rap que por un momento conmueve las fibras del auditorio. Eso es arte.

La institución arte tiene un paradójico papel: por un lado coloniza lo más profundo de nuestra existencia que reside en los deseos mesiánicos de redención y de otra vida posible; por otro lado soporta institucionalmente la memoria de aquellas obras y sus autores que, por un momento, o quizás para mucho tiempo, lograron transportarnos a ese espacio de transcendencia. De ahí que la responsabilidad y la culpa de la institución por colonizar lo mejor que los humanos tenemos, venderlo en el mercado y convertirlo en una escalera para el ascenso social sea ilimitada y esté justificado el rencor que acumulamos contra la institución.

Necesitamos el arte para rehacer los lazos que nos atan en nuestra sociedad y al pasado. Necesitamos que nuestra sensibilidad trascienda lo presenta, necesitamos que el trabajo de producción y el trabajo de interpretación, al menos en ciertos espacios, se sustraiga a la lógica de la mercancía y se mueva en el espacio de lo común, transformando la estructura de sentimiento de nuestra comunidad. Por eso mismo necesitamos que la institución arte se transforme y abandone la hipocresía progre de criticar el capitalismo al tiempo que es su seguro servidor.











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