Simón Vouet (1627) El Tiempo, vencido por la Belleza y la Esperanza, Museo del Prado.
Todo es cuestión de escala. Y la escala del tiempo sobre
todas ellas: hay una escala cósmica, telúrica: la que nos señala que hemos
abandonado el Holoceno y entrado en el Antropoceno; hay una escala histórica:
la que nos muestra las mutaciones del capitalismo postindustrial hacia una
modalidad cognitiva, global, que ha mutado desde la explotación del tiempo de
trabajo a la explotación del tiempo de la vida extensiva e intensivamente. Hay
una escala de la vida: la de las edades del ser humano, que nos habla de la
decadencia del cuerpo, de su vulnerabilidad y de lo breve que es la juventud.
Hay una escala de los días y las horas: donde habitamos el amor y las emociones
básica, donde construimos esa forma de vivir que llamamos resistencia.
La forma de Ilustración que llamamos Romanticismo fue la
cultura que corrigió la ceguera al tiempo del pensamiento dieciochesco para
señalar la temporalidad como condición existencial fundamental. Pero fue Marx
quien nos enseñó el valor del tiempo y el tiempo del valor: el valor nace con
el tiempo de trabajo entendido como el tiempo de la reproducción social. En el
capitalismo, el tiempo de trabajo social define el valor de cambio, pero el
tiempo de trabajo sobrevive en una humanidad liberada del capitalismo que
necesitará siempre que una parte del tiempo de trabajo sea dedicada a la
reproducción de toda la sociedad. Esta es una de las paradojas más interesantes
y profundas de la visión de Marx de la humanidad.
En el tercer tomo de El Capital, en una lugar
improbable, en el capítulo XLVIII, “La fórmula trinitaria” (sección III), Marx escribe
unas páginas del más profundo humanismo, como si el guadiana de los Manuscritos
hubiese rebrotado en los últimos años de su vida. En ellas reflexiona sobre el
tiempo de la vida y el tiempo de trabajo:
Pero de la productividad del trabajo depende cuánto valor de uso se produce en determinado tiempo, y por consiguiente, también, en determinado tiempo de plustrabajo. La riqueza real de la sociedad y la posibilidad de ampliar constantemente el proceso de su reproducción no dependen de la duración del plustrabajo, pues, sino de su productividad y de las condiciones más o menos fecundas de producción en que aquél se lleva a cabo. De hecho, el reino de la libertad sólo comienza allí donde cesa el trabajo determinado por la necesidad y la adecuación a finalidades exteriores; con arreglo a la naturaleza de las cosas, por consiguiente, está más allá de la esfera de la producción material propiamente dicha. Así como el salvaje debe bregar con la naturaleza para satisfacer sus necesidades, para conservar y reproducir su vida, también debe hacerlo el civilizado, y lo debe hacer en todas las formas de sociedad y bajo todos los modos de producción posibles. Con su desarrollo se amplía este reino de la necesidad natural, porque se amplían sus necesidades; pero al propio tiempo se amplían las fuerzas productivas que las satisfacen. La libertad en este terreno sólo puede consistir en que el hombre socializado, los productores asociados, regulen racionalmente ese metabolismo suyo con la naturaleza poniéndolo bajo su control colectivo, en vez de ser dominados por él como por un poder ciego; que lo lleven a cabo con el mínimo empleo de fuerzas y bajo las condiciones más dignas y adecuadas a su naturaleza humana. Pero éste siempre sigue siendo un reino de la necesidad. Allende el mismo empieza el desarrollo de las fuerzas humanas, considerado como un fin en sí mismo, el verdadero reino de la libertad, que sin embargo sólo puede florecer sobre aquel reino de la necesidad como su base. La reducción de la jornada laboral es la condición básica.
Marx se enfrenta aquí a la cuestión de cómo será el trabajo
en una sociedad liberada de la esclavitud del salario y la apropiación privada
de los medios de producción y reproducción social. Entonces, observa Marx, nos
encontramos en el pantano metafísico de la libertad dentro de la necesidad. La
reproducción social se mueve en el reino de la necesidad: trabajar para cubrir
las necesidades. El trabajo, pues, se mueve en el reino de la necesidad y sería
iluso pensar en un reino de la libertad que no estuviese basado en la
necesidad. Aquí Marx resulta absolutamente kantiano en su paradójico materialismo.
Trabajar para cubrir las necesidades humanas. Esa es una dimensión básica del
trabajo sin la que toda alternativa sería puro idealismo. Ahora bien: la
cobertura de las necesidades depende al menos de dos factores. El primero, de
cuáles sean las necesidades humanas; el segundo, de cuál sea la productividad
del trabajo. Ambos factores tienen una doble dimensión natural y cultural.
Como muy bien explicó Ortega, el ser humano crea sus propias
necesidades. Lo que llamamos “necesidad” es muy sensible al grado de complejidad
de la civilización. La salud y la enfermedad, el tiempo de vida, la vivienda,
el alimento, la vida cotidiana en general se estructuran socialmente a lo largo
de la historia y generan un cambio en las necesidades. Esto hace que el trabajo
y la necesidad coevolucionen juntos. Lo mismo ocurre con la productividad. Marx
observó cómo la dinámica autosocavante del capitalismo llevaba a una continua
transformación de la base de la producción: una revolución permanente en las
fuerzas de producción que entraña un sostenido aprovechamiento de la tecnología
para hacer más productiva la hora de trabajo. En una sociedad emancipada eso no
va a cambiar: la libertad consistirá en una negociación inacabable entre
necesidad, trabajo y cultura material (que incluye la innovación y la
tecnología). Siempre habrá trabajo y siempre habrá un trabajo excedente que se
dedicará a la reproducción social y no solo a la individual. La negociación,
observa, tiene como finalidad reducir la jornada laboral hasta donde sea
posible.
El texto de Marx se mueve entre dos tiempos: el tiempo de la
vida (y del trabajo individual) y el tiempo histórico de reproducción de la
humanidad en un modo de producción socialista. Marx sostiene dos cosas: una,
que el trabajo no va a desaparecer porque pertenece al reino de la necesidad
(el proletariado desea dejar de ser proletariado, pero la humanidad seguirá
necesitando trabajo social) y dos, que el tiempo de trabajo tiene que ser
decidido socialmente porque depende del reino de la libertad (y del ejercicio
del trabajo creativo en la forma de innovación tecnológica).
Pero aquí llegamos a otra cuestión que en Marx no estaba tan
explícita y que tiene que ver con la escala de tiempo: es el tiempo de la
ecología y la sostenibilidad de la vida en la Tierra. En la era del Antropoceno
la vida depende en una parte no despreciable de la actividad humana y por ello
de su responsabilidad. La relación entre las tres escalas, la geológica, la
histórica y la biográfica está mal comprendida.
Es muy recomendable la lectura del ensayo de Manuel Arias
Maldonado Antropoceno (Taurus, 2018) precisamente porque se enfrenta a
esta dialéctica sin caer en tópicos. La dialéctica está en que el tiempo de la
geología (el aión del que hablaban los griegos) se mueve en una escala distinta
al del tiempo histórico (el kronos). La agencia humana interfiere con la
naturaleza, pero la naturaleza tiene sus tiempos: el cambio climático y el
ciclo del carbono depende en una parte de la actividad humana, pero no en todo.
El tiempo geológico mezcla, como también lo hace la historia, catástrofes con
cambios lentos, pero no hay una correlación agente entre la acción humana,
lenta o revolucionaria, y el discurrir del planeta. Por otra parte, no hacer nada
es, sin embargo, crear las condiciones de una más que probable catástrofe ecológica.
Esta es la dialéctica que nos habla de una nueva suerte de escala en la que se
produce la tensión entre necesidad y libertad. Y no es otro que la escala del
tiempo político, el tiempo de la decisión y la acción, el tiempo del kairós,
que también pensó la cultura griega: el tiempo instituyente en que la humanidad
como sujeto cosmopolita se hace cargo de su propia existencia.
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