El olfato se relaciona con la química de lo etéreo, el gusto
añade la química de sólidos y líquidos, de plantas y animales, de mezclas
elaboradas de sabores. Si las políticas de olfato construyeron las ciudades
modernas, el gusto alimentario construyó la globalización planetaria en una
escala que no ha sido suficientemente notada. Mucho antes, las reglas del comer
y beber fueron la base ancestral de las religiones. En las normas del gusto se
encuentran las raíces de lo social. Más allá de la mera función alimentaria, la
cocina sirvió como molde para la constitución de la comunidad y de su
reproducción no solo corporal sino también social. La gestión de los sabores pertenece a las ingenierías de la
experiencia por las que una comunidad alimenta a sus miembros y a sus dioses y
con ello reestablece en cada comida los lazos que la unen. Comer en común y
repartir los alimentos es parte de la trayectoria de la cultura material que
dio lugar a la especie humana. El estudio de la cocina y de las maneras en la
mesa está en el origen de la antropología como ciencia de la cultura desde sus
comienzos. Lévi-Strauss, en sus influyentes Mitológicas[1],
integra la cocina en las dicotomías de lo natural y lo cultural, que para el
constituyen el armazón hermenéutico de los mitos Bororo. Así, en el mito del
origen de la tempestad, las tensiones en el clan respecto a derechos se
relaciona con el fuego del hogar que es apagado a causa de las peleas. Mary
Douglas[2], en el
mismo espíritu, se propuso construir una especie de sintaxis general de las
formas de cocinar y consumir los alimentos. Establecía dicotomías más complejas
que las de Lévi-Strauss acudiendo a la preparación conjunta o separada de
ingredientes, al orden del consumo, al orden social del acceso a según qué tipo
de comestibles, a la división entre lo que comen los humanos y sus animales
domésticos, todo dentro de lo que ella consideraba tan constitutivo de las
identidades como el hiato de lo cultural respecto a lo natural, a saber, lo puro
y lo impuro, que une la comida a las mismas raíces del totem y tabú que
conforman lo social.
Las políticas de sabor contribuyen no solamente a reproducir
los lazos comunitarios sino también a crear las categorías básicas de una
sociedad. El Levítico, uno de los textos del Pentateuco en que se
definen las reglas de comportamiento de la sociedad hebrea tras los desastres e
invasiones asirias, y con el objeto de establecer las diferencias con las
prácticas y creencias de los cananeos y de las religiones de Baal[3], dedica
una parte sustancial a establecer qué se come y qué no y qué se ofrece a Yahvé
y qué a los sacerdotes:
Los hijos de Aarón, los sacerdotes, ofrecerán la sangre y la derramarán alrededor del altar que está a la entrada de la Tienda del Encuentro. Desollará después la víctima y la descuartizará. Los hijos de Aarón, los sacerdotes*, pondrán fuego sobre el altar y echarán leña al fuego; luego, los hijos de Aarón, los sacerdotes, dispondrán las porciones, la cabeza y la grasa, encima de la leña que se ha echado al fuego del altar. Él lavará con agua las entrañas y las patas, y el sacerdote lo quemará todo sobre el altar. Es un holocausto, un manjar abrasado de calmante aroma para Yahvé Lev. 1, 5-9.
En la nueva religión ya no hay banquetes del rey ni
espíritus del aire maligno que haya que conjurar, pero la cocina sacrificial
hace evidente que se está gestando una sociedad sacerdotal que establece
imperativamente lo puro e impuro, lo que puede entrar por la boca y lo que
puede tocarse y lo que no. No hay explicaciones, solo normas que definen la
pertenencia a la comunidad. Las posiciones en la mesa, el orden de los platos, quién
parte el pan y quién sirve el vino, nos explica Michel de Certeau[4], hacen
visible en las mesas de obreros del barrio de la Croix-Rousse de Lyon, la
fábrica de las relaciones familiares y de hospitalidad. El pan y el vino
articulan la doble dimensión de la cocina como alimentación y como rito:
Aquí todavía aparece el abismo simbólico que separa el vino y el pan. No imagina uno adecuadamente el ideal de quien come pan; no existe en las panaderías un juego de etiquetas que ofrezca por ejemplo un pastel al cabo de tantos panes consumidos. El pan es un símbolo nutricional estático, desde el punto de vista de la práctica cultural. El vino, hasta en su ambivalencia, constituye una dinámica socializante. Abre itinerarios en lo profundo del barrio; teje un contrato implícito entre socios factuales; los instala en un sistema de obsequio y contraobsequio cuyos signos articulan entre sí el espacio privado de la vida familiar y el espacio público del entorno social. Tal vez encontramos en esta actividad la esencia social del juegoen que consiste instaurar inmediatamente el sujeto dentro de su dimensión colectiva de socio[5]
La utopía antropológica que sueña con capturar una sintaxis
de la cultura material de los sabores ha iluminado numerosas zonas de cómo se
constituyen identidades y comunidades sobre la experiencia de la degustación de
sabores, y sin embargo no despeja la sospecha de cierto esencialismo en su
intención de capturar en unas cuantas dicotomías transformaciones históricas,
sociales, económicas y culturales tan profundas como las que ha supuesto la
modernidad en la modelación de los gustos. El minucioso e influyente
trabajo del historiador Sidney W. Mintz[6] sobre la
historia del azúcar en occidente en la modernidad explica con claridad cómo se
entrecruzan la gran historia social y económica con los cambios en la
alimentación. Lo dulce es un sabor que es apreciado de forma innata no solo por
los humanos sino por muchos mamíferos dado que es el sabor de sustancias como
la glucosa que son las fuentes más ricas en calorías. La miel ha sido la fuente
tradicional, representada ya en pinturas rupestres, de modo que en pequeñas
cantidades formó siempre parte de la dieta de glucosa junto con la fruta. Lo
que explica Mintz es revolución que significó el comercio global del azúcar
extraído de la caña de azúcar a partir de finales del siglo XV. El cultivo de la caña de azúcar se difundió a
través del Islam desde la India a Occidente, especialmente a Andalucía. Las cruzadas
llevaron a Centroeuropa esa sustancia que fue usada como una especia más. Las
potencias marinas de Portugal y España comenzaron a cultivarla en las islas
recientemente conquistadas a mediados del XV: las Canarias, Madeira, Santo Tomé
y Cabo Verde. Tras el Descubrimiento, se comenzó también a cultivar en pequeñas
haciendas en Santo Domingo, La Española y Brasil. En esta fase, los
procedimientos de zafra, molturación y obtención de la melaza y refino tenían
mucho de artesanal y, aunque fue exportada a las metrópolis, no compitió nunca
con otras políticas comerciales que fueron más importantes para las coronas,
especialmente los metales preciosos. Los holandeses e ingleses, sin embargo, pronto
comenzaron a explotar la caña de azúcar. Es un cultivo que exige trabajo
intensivo en ciertos momentos, y siempre extensivo de mano de obra, por lo que
dio origen al empleo masivo de mano de obra esclava importada de África. La
introducción de la esclavitud y de molinos de cilindros mucho más eficientes,
permitió la exportación de grandes cantidades de melaza que fueron empleadas en
el refino del azúcar y en la fabricación del ron.
Lo que nos cuentan los historiadores es que el azúcar
comenzó a usarse como condimento de alimentos y fabricación de dulces por parte
de la aristocracia entre 1650 y 1750, cuando comenzó a difundirse entre todas
las clases sociales, produciéndose una transformación radical en la dieta. A
mediados del siglo XIX ya era un componente necesario de las dietas de toda la
población europea. Había dejado de ser una especia de uso ocasional para
convertirse en un elemento diario, especialmente en todo el Imperio Británico.
El azúcar como endulzante de las nuevas sustancias estimulantes que el comercio
global estaba difundiendo: té, café y chocolate. La unión del azúcar y las
bebidas estimulantes condujo no solamente a la transformación de los gustos,
sino también de las costumbres y los espacios: por todo el mundo se extendieron
las cafeterías, salones de té y chocolaterías. Habermas explicó cómo esta difusión
de espacios fue tan importante como la imprenta en la constitución de la nueva
esfera de la opinión pública que habría de servir de germen a la transformación
de la sociedad estamental.
La nueva adición a las calorías de la sacarosa y el esclavismo
y el primer capitalismo comercial crecieron juntos. Mintz explica que estas
haciendas, junto a los imprescindibles nuevos sistemas de financiación, y la
creación de un mercado mayorista, minorista y, por supuesto, talleres de
refino, fueron ya en el siglo XVIII ejemplos de capitalismo, aunque los
beneficios aún no entrasen en el circuito que señaló Marx de
capital-mercancía-capital, pues tal vez fueron solamente fuentes de
enriquecimientos de la aristocracia y los grandes hacendados de colonias. Sin
embargo, crearon la trama sobre la que años más tarde la revolución industrial
aplicada a los tejidos y las máquinas transformaría el mundo. En la pequeña
escala de los cuerpos, sin embargo, la transformación fue aún mayor: la dieta
de calorías que las cocinas tradicionales obtenían de los granos y semillas,
luego complementadas con la introducción de la patata, dio lugar a una ingesta
diaria, masiva de sacarosa del azúcar refinado incorporado a desayunos,
postres, meriendas y socializaciones varias cotidianas. La dulzura entró en el vocabulario como
sinónimo de afecto y de carácter al compás de las transformaciones en el
metabolismo del hígado y páncreas. Los mecanismos de distinción por los que las
clases populares asumieron costumbres de las clases pudientes fueron más
poderosos que los sentimientos morales que podrían haber producido un rechazo
general a productos de trabajo esclavo. Hacia mediados del XIX, cuando se
produjeron escalonadamente las aboliciones de la esclavitud (excepto en Cuba,
donde aún perseveró hasta finales de siglo) dieron paso a nuevas migraciones
masivas de mano de obra india y asiática, quizás en condiciones similares o aún
peores que las de la mano de obra esclava, pues al fin y al cabo los hacendados
la mantenían cuidada mientras fuera útil. El capitalismo está asociado
intrínsecamente a transformaciones del gusto: alcohol, tabaco, café, té,
chocolate, sacarosa, quizás, en tiempos avanzados, sustancias aún más poderosas
como el opio y sus derivados, la cocaína y las nuevas drogas de diseño. La
ambivalencia experiencial de estas sustancias como fuente de placer o de resistencia
en la selva de la vida contemporánea habla de cómo las identidades corporales
se constituyen en el entorno material creado por la modernidad y el
capitalismo.
Se puede escribir la historia del capitalismo recorriendo
los cambios económicos y sociales, o bien, como ha propuesto Mintz,
desenredando la de un producto como el azúcar que lleva directamente a tejer
las historias de la experiencia y el modo de producción dominante. Al igual que
el gusto, el tacto, la piel y los bienes materiales se entrelazan.
[1]
Especialmente Claude Lévi-Strauss (1964) Mitológicas I: lo crudo y lo cocido,
México: Fondo de Cultura Económica, 1968 y Claude Lévi-Strauss (1966) Mitológicas
II: de la miel a las cenizas, México, Fondo de Cultura Económica, 1972
[2] Mary Douglas (1972)
“Deciphering a meal” Daedalus 101/1, 61-68
[3] Mary Douglas (1988) Leviticus as
Literature, Oxford: Oxford University Press
[4]
Michel de Certeau (1994) La invención de lo cotidiano 2: habitar, cocinar,
Ciudad de México: Universidad Iberoamericana, 1999.
[5] Certeau, o.c. pp. 99-100
[6] Sidney W. Mintz (1986) Sweetness
and Power. The Place of Sugar in Modern History, Nueva York: Penguin Books.
El trabajo de Mintz ha dado origen casi a un género de historias del
azúcar que siguen sus tesis: Stuart B. Schwartz (2004) Tropical Babylon. The Making of Atlantic World 1450-1600, Chapel Hill: University of
North Carolina University Press; James Wolvin (2018) Sugar. The
World Corrupted, Nueva York: Pegasus Books, además del ya citado e
imprescindible Franz Trentman (2016).
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