La cuestión de la técnica, la real y significativa, es la posibilidad de alternativas: si, por ejemplo, desde el feminismo alguien declarase que la tecnología es una forma cultural machista sin más matices, quedaría en un pantano en que toda alternativa feminista en la técnica sería irrelevante por llevar ya dentro el huevo de la serpiente. Marcuse entendió mejor que sus colegas de la Escuela de Frankfurt el carácter histórico de ciertas formas de racionalidad. Su libro El hombre unidimensional, tan influyente en los discursos de los sesenta y setenta, aborda como centro del pensamiento sobre la técnica precisamente la cuestión de alternativas. Comparte con Adorno, Horkheimer, y en general con toda la tradición crítica en sus varias formas, el rechazo al desarrollo sin límites, la creación superflua de necesidades, y tantas otras lacras de nuestro entorno material, pero su aportación más notoria es que repolitiza las tesis sobre la racionalidad instrumental y las sitúa en un contexto histórico. La ciencia y la técnica están atrapadas junto a otros dominios de la realidad por la racionalidad instrumental y todo ello en el marco de una productividad represiva a la que llevan las sociedades del capitalismo avanzado. Esa condición sin embargo, puede ser superada por las propias posibilidades que crea la técnica contemporánea. Afirma Marcuse, por ejemplo, que la automatización total del trabajo es un límite intrínseco de la técnica, en el doble sentido de que es un horizonte hacia el que le conduce el desarrollo y que, no obstante, proseguir bajo el dominio de esta racionalidad limitará en el futuro este desarrollo. El contenido utópico de otra ciencia y otra tecnología en otra sociedad sin clases llena las páginas de El hombre unidimensional:
[…] la aplicación continuada de la racionalidad científica alcanzará un punto final con la mecanización de todo el trabajo socialmente necesario pero individualmente represivo (el término “socialmente necesario” incluye aquí todas las acciones que pueden ejercerse con mayor efectividad por máquinas, incluso si estas actuaciones producen lujos y despilfarro más que necesidades). Pero este estado será también el fin y el límite de la racionalidad científica en su estructura y dirección establecidas. El progreso ulterior implicaría la ruptura, la conversión de la cantidad en calidad. Abriría la posibilidad de una realidad humana esencialmente nueva; la de la existencia en un tiempo libre sobre la base de las necesidades vitales satisfechas. Bajo tales condiciones, el mismo proyecto científico estará libre de fines transutilitarios, y libre para el “arte de vivir” más allá de las necesidades y el lujo de la dominación. En otras palabras, la consumación de la realidad tecnológica sería no sólo el prerrequisito, sino también lo racional para trascender la realidad tecnológica.[1]
Habermas respondió a Marcuse en Ciencia y técnica como
“ideología”, publicado en 1968 con ocasión del septuagésimo cumpleaños del
filósofo. En este escrito, aunque simpatético con muchas ideas de Marcuse, sin
embargo, se distancia del todavía tono apocalíptico que parecen destilar las
tesis sobre la técnica y que, según él, enlazan a Marcuse con el poso romántico
que aún conservaban Benjamin, Adorno y Horkheimer, abriendo de este modo una
doble brecha, con Marcuse y, más allá, con la Escuela de Frankfurt a la que
pertenecía dubitante. Su crítica a Marcuse es certera:
Si el fenómeno al que Marcuse liga su análisis de la sociedad, a saber: el fenómeno de esa peculiar fusión de técnica y dominio, de racionalidad y opresión, no pudiera interpretarse de otro modo que suponiendo que en el apriori material de la ciencia y de la técnica se encierra un proyecto del mundo determinado por intereses de clase y por la situación histórica, sólo un «proyecto», como gusta de decir Marcuse recurriendo al Sartre fenomenológico; si eso es así, entonces no cabría pensar en una emancipación sin una revolución previa de la ciencia y la técnica mismas[2]
Seguidamente, Habermas enuncia la sospecha de que Marcuse
sigue atado, como Benjamin, Horkheimer y Adorno a un mesianismo de
“resurrección de una naturaleza caída” tal como aparece en la mística judía. Habermas
no cree que pueda reorientarse de forma completa la ciencia y la tecnología,
dado que son ya sistemas complejos funcionales que no pueden ser sustituidos
radicalmente sin otros cambios relacionados en todos los estratos de lo social.
Esa crítica no obsta para que esté de acuerdo con la idea de Marcuse la
“colonización” del mundo de la vida por la racionalidad instrumental, algo
que se convertirá en una marca de la
casa habermasiana. Por lo demás, Habermas no parece tener una filosofía de la
tecnología particular, sino que acepta la idea de que constituye parte de un
sistema fruto de las diferenciaciones que introduce la modernización, tal como
Weber la entendía, y que ha de analizarse mediante su propuesta de las dos lógicas:
la de la acción comunicativa y la de la racionalidad instrumental,
correspondientes al mundo de la vida y a los sistemas funcionales. El juego que
realiza aquí Habermas sí tiene mucho interés, no tanto por esta nueva dicotomía
sino por el hecho que entiende bien que los conflictos nacen de la inevitable
interpenetración de las dos lógicas, por cuanto el mundo de la vida, o la vida
cotidiana como entiendo yo el término, está no solo “colonizado” por la razón
técnica, sino que se desarrolla en el mundo contemporáneo en un entorno
híbrido, donde las conversaciones sobre cosas de la vida se mezclan con
lecturas de internet sobre enfermedades o augurios de nuevos inventos. Habermas le recuerda a Marcuse, y con él
posiblemente a muchos discursos contemporáneos, algo en lo que resuenan
palabras que ya Marx escribió en los Manuscritos sobre la naturaleza
como cuerpo orgánico de la humanidad:
Sea como fuere, las realizaciones de la técnica, que como tales son irrenunciables, no podrían ser sustituidas por una naturaleza que despertara como sujeto. La alternativa a la técnica existente, el proyecto de una naturaleza como interlocutor en lugar de como objeto, hace referencia a una estructura alternativa de la acción: a la estructura de la interacción simbólicamente mediada, que es muy distinta de la de la acción racional con respecto a fines. Pero esto quiere decir que esos dos proyectos son proyecciones del trabajo y del lenguaje y por tanto proyectos de la especie humana en su totalidad y no de una determinada época, de una determinada clase o de una situación superable[3].
Aunque la teoría crítica tiene un cultivo amplio en la
filosofía política y en la teoría de la cultura, en lo que respecta a la
filosofía de la técnica sus seguidores contemporáneos no han sido tan
numerosos, probablemente por la herencia y marca de la casa de que lo que
importa es la crítica a la racionalidad instrumental, donde la tecnología es
simplemente un paradigma. Sin embargo, uno de sus seguidores Andrew Feenberg,
discípulo de Marcuse y representante de lo que cabría considerar el ala más de
izquierdas de la corriente, ha puesto al día los postulados en la línea que
acabo de reseñar, sacando consecuencias de la controversia entre Marcuse y
Habermas. Recogiendo otros legados de crítica de la tecnología como el
constructivismo sociotécnico, Feenberg[4]
centra su teoría de la tecnología en lo que denomina el código técnico que
consiste en una profunda relación entre el diseño social y el técnico: la forma
hegemónica en un entorno social selecciona entre posibles alternativas
tecnológicas que, una vez implementadas, contribuyen a reproducir y legitimar
el entorno sociotécnico. En lo que respecta al lugar de la racionalidad
instrumental, Feenberg considera que la “racionalidad funcional”, como así la
denomina, es fundamentalmente un sistema hegemónico de sesgos en la relación de
las sociedades contemporáneas bajo el capitalismo con la tecnología. Estos
sesgos son producto de dos formas de instrumentalización: una
instrumentalización primaria, por la que los objetos se separan del “mundo”
para ser examinados solamente con la finalidad de descubrir affordances
(posibilidades de acción), y una instrumentalización secundaria que articula
unos artefactos con otros para constituir formas de vida. De Marcuse recoge la
idea de posibilidades alternativas y nuevas articulaciones de redes sociales y
redes técnicas que se encaminen a nuevas formas de vida y a explorar los
límites del capitalismo. Varios de sus
discípulos[5]
consideran que la crisis económica del 2007 y las evidencias del cambio
climático han permitido un renacimiento de las Teoría Crítica, cuyos argumentos
y declaraciones se han ido incorporando a otros discursos.
Lo más valioso de la teoría crítica sigue siendo su
convencimiento de que no es posible una filosofía de la tecnología que no
incorpore la filosofía política. Otras líneas de crítica a la tecnología se
basan en rechazos muy generales del capitalismo o del desorden ecológico que
producen las sociedades industriales, pero tienden a ser bastante neutras en lo
que respecta a introducir valores de justicia, igualdad y democracia en las
políticas de ciencia y tecnología y a examinar las alternativas tecnológicas
con la luz de valores y compromisos claros. En este sentido, la teoría crítica
sigue siendo un instrumento cultural imprescindible en la teoría de la
tecnología, y propuestas como las de Feenberg recuerdan mucho a líneas
similares en el feminismo, como las representadas por Nancy Fraser y Wendy
Brown, en el sentido de que conciben las resistencias en campos diversos como
parte de una lucha global contra el capitalismo y la cultura neoliberal. En el
lado de las debilidades, está el que la tradicional posición de la Escuela de
Frankfurt en lo que respecta a las relaciones entre modernidad y tecnología son
demasiado abstractas y lejanas a los complejos modos en los que la tecnología y
el orden social y medioambiental se funden en las sociedades contemporáneas. La
división entre racionalidad instrumental y de valores, o en el caso de
Habermas, comunicativa, es una dicotomía difícilmente mantenible en el ámbito
de la tecnología, en donde tanto el diseño como la producción y el consumo
contienen una mezcla de cálculos de costo-beneficio y eficiencia con
intenciones simbólicas, complejos valorativos e imaginarios sociales. Nadie en
el ámbito real de la ingeniería se reconocería en esa división que nace más de
una visión estereotipada de las prácticas. No se trata solamente de que la
razón instrumental esté cargada de valores, como sostiene la teoría crítica,
sino de que lo está de valores en conflicto, que hacen necesario siempre el
ascenso a razonamientos de orden sociológico, político y moral junto al
económico o ingenieril (en el sentido tópico). Ni siquiera funciona la
dicotomía en lo que podría ser la esfera pura de lo económico: los nuevos
estudios críticos gerenciales que han hecho estudios de campo en las empresas
muestran hasta qué punto la presunta racionalización tiene mucho de mito en la
práctica real[6].
[1] Herbert
Marcuse (1964) El hombre unidimensional, traducción de Antonio Elorza,
Barcelona: Planeta Agostini, 1993, p.121.
[2] Jurgen
Habermas (1968) Ciencia y técnica como “ideología”, traducción de Manuel
Jiménez Redondo, Madrid, Tecnos, 1984, pp 59-60.
[3] Habermas (1968) p. 63, subrayado
mío.
[4]
Sus textos más interesantes son Andrew Feenberg (1999) Questioning
Technology, Londres: Routledge; Andrew Feenberg (2002) Transforming
Technology, Oxford: Oxford University Press
[5] Sassover, R. (2017) “Revisiting
Critical Theory in the Twenty-First Century”, en Arnold, D.P.; Andreas, P.
(eds.) (2017) Critical Theory and the Thought of Andrew Feenberg,
Londres: Palgrave McMillan.
[6] Mats Alvesson; André Spicer (2016) The
Stupidity Paradox: The Power and Pitfalls of Functional Stupidity at Work. Londres:
Profile.
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