Coincide mi lectura de Hombre lento de J.M. Coetzee con la contingencia de que he acumulado últimamente lecturas de varios ejemplares del género, por llamarlo así, escritura en invierno, donde el autor hace declaración de cuerpos y almas vulnerados o de hastío con el mundo y nostalgia de lo pasado: los Diarios de Rafael Chirbes, tan abundante en autodeprecación como en desprecio a otra gente; el reciente libro de Eloy Fernández Porta, Los brotes negros, en donde nos informa de sus recientes periodos de ansiedad y depresión; otro ejercicio de la nueva nostalgia del imaginario perdido de la clase obrera que revisa Antonio Gómez Villar en Los olvidados: en este caso Los rotos. Las costuras abiertas de la clase obrera, del ubicuo periodista Antonio Maestre, donde se abre a las perplejidades y tristezas de su vuelta al barrio donde creció en una familia obrera; De años anteriores está por ahí el texto de Santiago López Petit, Hijos de la noche, en el que describía su fibromialgia como una resistencia política del cuerpo, o el más declarativo de Rafael Narbona, Miedo de ser dos, en el que daba noticia de su experiencia de coexistencia con procesos bipolares. En un tono menos de autoconfesión que de queja por las derrotas que ha seguido la realidad, a mayor velocidad que la vida cotidiana de su autor, está el erudito texto de osé María Ripalda Filosofía en tiempo de descuento o de Hegel a la velocidad de la luz. Estos y otros más que podría citar son variaciones de un cierto tipo de escritura masculina autodeclarativa y seguidora de la vieja tradición de la confesión de las debilidades propias o del fracaso de la realidad. Llamo esta agrupación, más subjetiva que objetiva, "escritura en invierno" porque, sea por causa de la edad, sea por causa de una alegada derrota cultural, social o política, se queja la voz para hablar de lo propio y ajeno en tono dolido y desesperado. Hombre lento de Coetzee, un libro escrito en el otoño vital del autor pero con una paradójica lucidez filosófica y maestría literaria, sitúa en el diván de la vida de su personaje a estos ejercicios de vida cansada y convierte el relato en una inquisición filosófica sobre la verdad y el autoengaño tanto así en la escritura como en la vida.
Coetzee pertenece a una tradición literaria que hace de la
literatura un modo de pensar filosófico en donde la ficción indaga sobre los dilemas permanentes de la existencia. Cervantes, Tolstoi, Dostoievski,
Beckett, están siempre presentes en su obra, a veces como tema, a veces en
continuidad con sus preocupaciones. En el último Coetzee, sin embargo, el tono
filosófico domina la misma fábrica de la ficción. Si en sus primeras obras
la historia, y en particular la barbarie de su Sudáfrica, se hace relato
metafórico como en Vida y época de Michael K. o Esperando a los
bárbaros, en su última etapa, la que comienza con Desgracia y se
hace patente en Diario de un mal año, Hombre lento hombre lento y
La infancia de Jesús, la escritura se desdobla en el relato en sí y en
un metarrelato que cuestiona tanto a los personajes como al propio acto de
escribir y la posición tanto del narrador como del autor. La voz que representa
estas irrupciones suele estar encomendada al personaje de Elisabeth Costello,
una señora irritante que convierte el hilo de la fábula en preguntas sobre las
elecciones que el autor ha tomado en la escritura.
A diferencia de las vanguardias, obsesionadas por la ruptura
de las formas clásicas del relato con una intención intrínsecamente literaria de explorar nuevas herramientas, para Coetzee, situar el acto de escribir y
representar bajo el foco de la reflexión y la pregunta es un acto moral en el
que la verosimilitud de la ficción, y sus mismos artificios constructivos, que
él domina tan bien, dejan paso a una pregunta por la verdad en la ficción, por
la verdad oculta tras los mecanismos de autoengaño tanto de los personajes como
presentes en el mismo hecho de escribir. Aunque no son autores que le sean
cercanos, en esta etapa Coetzee deja entrever una veta existencialista como la
de Irish Murdoch o el mismo Sartre.
La fábula de Hombre lento son los dilemas de un
sesentón, Paul Rayment, quien pierde una pierna en un accidente y se niega a
llevar una prótesis, por lo que su vida comienza a depender de los cuidados de
varias asistentas sociales y en particular de la croata Marijana Jokic por la
que desarrolla un afecto básicamente erótico y a la que ofrece como estrategia
para conseguir sus favores encargarse de su hijo Drago Jokic, al que acoge en
casa por un tiempo. En este relato, precisamente en el momento cumbre en que
Rayment declara su pasión irrumpe Elisabeth Costello, la escritora australiana
que en la ficción se hizo famosa recontando el Ulises de Joyce desde la
perspectiva de Molly Bloom y que se ha convertido en una activista de las vidas
de los animales. Costello ocupa tanto la casa como el propio relato al que
somete a una persistente crítica especular, algo parecido a los primeros
capítulos de El Quijote. Las preguntas de Costello van dirigidas a
indagar en la verdad profunda de las decisiones que toma Rayment, en apariencia
altruistas, de hecho probablemente más oscuras. Hombre lento es una obra
poliédrica, con muchas formas de lectura, pero quisiera referirme a una de las
posibles: una meditación sobre qué es lo humano en el invierno de la vida, eso
que llamamos vejez.
La vejez no es algo que se viva como un descenso lento y
continuo, sino algo que nos sucede casi en un momento de transición en la vida,
como le ocurre a Paul Rayment cuando un accidente le envía al hospital y le
devuelve a casa sin una pierna. Un día te levantas, ocurre algo, y sabes con
certeza que ya eres viejo. Antes todo era una existencia más o menos arreglada
en que había comparaciones pero no convicciones. Coetzee nos lleva a una
historia en la que importa menos la vida del personajes que la de la persona
que ha dedicado su vida a la cultura, sea en la modalidad de la ficción, del
arte en general o del pensamiento en particular. Paul se niega a aceptar una nueva
funcionalidad provista por la técnica y sustituta de las funciones corporales.
Prefiere los cuidados a las prótesis, sin que tampoco los cuidados le agraden.
Sin embargo, la vejez (o discapacidad) le cae encima y abre una historia de
aprendizaje en su nueva condición, algo así como una Bildungsroman
heterodoxa de aprender a morir lentamente.
En Hombre lento se entrecruzan ortogonalmente la
tensión de qué es escribir o pensar, sabiendo que lo que se escribe tiene una
vida propia más allá de lo que pretende representar, cuál es la posición de la
autoría en un tiempo de otoño o invierno, de distancia respecto a las viejas
normas que articulan el espacio estético o conceptual, las reglas del arte y,
por otro lado, una meditación profunda sobre las trampas del autoengaño en la
condición de la vejez, precisamente cuando estas trampas cubren más el
territorio, haciendo de la vida un campo minado, y más dañinas, como esas minas
que hacen perder las piernas.
Paul ha perdido una pierna, pero eso es lo de menos, su
discapacidad es más profunda, nace de la incapacidad de gestión de su economía
moral. La vejez es, en un polo, un tiempo de hospitalidad y de reflexión; en el
otro polo, representa una creciente incapacidad de dominio de las emociones, (especialmente las más ácidas) y una etapa de autoengaños y empecinamientos.
Paul no es mala persona, así concluye la novela con este
juicio de Marijana, tras una historia de tensiones entre ella y aquel. Ha
acogido a su hijo, acoge a su crítica más feroz, Elisabeth Costello, y
manifiesta un claro desinterés por lo económico. Su límite está en su colección
de fotografías de autor en las que ha depositado su vínculo simbólico con lo
real, al modo del punctus de Barthes. Se enfrenta a Drago, que le ha sustraído
una fotografía para jugar con ella digitalmente y es incapaz de entender las
razones benjaminianas que el joven le da, que acuden a que la fotografía es
múltiplemente repetible y transformable, y poco fiable como vínculo con lo
real. Paul es hospitalario y profundamente atado a la representación. Es,
diríamos, un boomer que nació en la era modernista, la era de la
representación. No es mala persona pero sus razones están llenas de trampas.
Al igual que en Desgracia, que comienza también con
la historia de un viejo que desea eróticamente, Paul no es consciente de que
sus deseos y su expresión en la forma de las demandas que hace a Marijana son
deseos de alguien que tiene poder. Es aquí donde se muestra la más profunda
discapacidad de Rayment: una discapacidad moral que le impide entender su
posición enunciativa. Elisabeth Costello se lo explica, al igual que la hija
del viejo profesor en Desgracia le desvela los puntos ciegos que llenan
su vida. Está en una situación de poder, no tendría problemas si quisiera para
seguir manteniendo una vida erótica, pero de un modo similar a la historia del
Rey David con Betsabé, la esposa de su general, se ha empecinado en destruir
una familia para satisfacer su deseo. No le importa gastarse sus ahorros ni
llenar su casa con habitantes como Drago y sus amigos.
Coetzee siente que su personaje se le escapa y hace que los requerimientos de Elizabeth Costello de visibilizar la verdad profunda del personaje sean infructuosos. Probablemente, porque Coetzee ha reconocido el fracaso radical de la literatura y el pensamiento para hacer emerger la verdad profunda en el alma. En un hermoso ensayo sobre las trampas de la literatura de autoconfesión, Coetzee repasa gloriosos ejemplos de la literatura autodeclarativa: Montaigne, Rousseau, Tolstoi, Dostoievski. En todos ellos encuentra una irreprimible sospecha sobre las capas que bajo los textos confesionales se oculta una verdad sobre la propia condición de quien hace ficción de su vida y creencias. En los Ensayos de Montaigne, Coetzee encuentra que la sinceridad sobre las propias miserias es solamente acerca de los pecados veniales; las Confesiones de Rousseau, como ya nos contaron Starobinsky y después Bernard Williams, están llenas de un más que sospechoso ejercicio donde el filósofo quiere hacernos concluir la rectitud de su carácter en la trastienda de sus ocasionales errores; en La sonata a Kreutzer, Tolstoi da cuenta a través de la confesión de un personaje, de la manifiesta incapacidad de encontrar la verdad en la ficción, dejándonos con la pregunta de si la escritura no es otro modo de engaño. Coetzee, en este escrito examina también Memorias del subsuelo de Dostoievski una obra cumbre de la escritura en invierno y de la confesión más que probable del propio autor. Que por cierto, la historia del irritante personaje de Dostoievski con Anya, en la segunda parte de la novela, está explícitamente presente en Hombre lento.
Como antes Sartre,
como Irish Murdoch, como Beckett, Coetzee, sabe que la incapacidad de distinguir la verdad del autoengaño es un déficit que aqueja a quienes les ocurre la vejez de pronto y sienten la necesidad de justificar su propia vida bajo una ficción literaria o filosófica. Tanto el autor, como el personaje, pero también el lector, quedan sumidos en el escepticismo cuando ese doble que en Coetzee representa la pesada de Costello hace preguntas inoportunas a quien vive, escribe o lee. Sartre, más que Wittgenstein, diagnostica con perspicacia la inevitabilidad de este escepticismo sobre sí: la vejez es darse cuenta de que uno no ha sido lo que quería ser ni quería ser lo que ha sido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario