Reflexiones en las fronteras de la cultura y la ciencia, la filosofía y la literatura, la melancolía y la esperanza
domingo, 9 de febrero de 2014
Arte, política y malentendidos
El despertar de la conciencia de William H. Hunt (1853) es uno de los cuadros más notables e intrigantes del movimiento prerrafaelita. John Ruskin escribió una crítica de la obra que se convirtió en uno de los más importantes manifiestos de este movimiento, una de cuyas señas de identidad era la implicación del arte y la moralidad. Se fija Ruskin en el detalle con el que está elaborado el cuadro. Los múltiples objetos se convierten de la mano del pintor en símbolos más que en representaciones. Su crítica es concluyente: todo apunta a señalar la vulgaridad de la estancia y hacernos inferir la vulgaridad de su habitante, el burguesito que intenta seducir con una sonrisa falsa y una no menos falsa canción a la mujer. Ella acaba de darse cuenta de la tela de araña en la que está atrapada y se levanta con un gesto de complicada interpretación mientras el insecto que la sujeta desgrana con desganado ademán los últimos compases de la canción. El cuadro se entiende mucho mejor desde atrás hacia adelante. Un espejo nos muestra la espalda de la doncella como si pretendiese escapar por la ventana a un jardín que, ahora sí, muestra los signos de la obra prerrafaelita: la belleza que nace de la naturaleza. Por el contrario, la claustrofóbica estancia decorada con la retórica sobreabundancia burguesa que odiaban los miembros de esta hermandad, nos desgrana el decálogo de lo que consideraban que NO es arte y que se resume en una palabra: decoración.
El cuadro de Hunt, visto desde lejos, parece una estampa kitsch de seducción, un género que fue habitual en la Inglaterra del siglo XIX. El conquistador sonríe en el momento en que parece haber logrado su propósito. La habitación es un relato de los lugares de seducción y conquista masculina, como esos cuartos masculinos a los que Beatriz Preciado ha dedicado una magistral obra de crítica cultural en su estudio sobre cómo la revista Playboy construyó (justo cien años después) un cierto ideal de masculinidad descomprometida. La forma de la pintura es cuidadosa, una muestra de increíble habilitad técnica. Y sin embargo vemos que todo es trampantojo, ironía, distancia y sarcasmo. Hunt realiza aquí un maravilloso ejemplo de lo que es resignificar las formas. La más burguesa de las representaciones se ha convertido en representación de lo pequeñoburgués, de la vulgaridad, de todo lo recargado de quien no tiene más trasfondo que la acumulación rococó de riquezas. El rostro del conquistador es el espejo oscuro de los ojos de la mujer que acaba se cobrar conciencia, como nosotros, de la vaciedad de la escena. El cuadro de Hunt es un manifiesto político porque es capaz de decir lo contrario de lo que representa. Lo hace con una maestría inigualable, con la fuerza de quien es capaz de lograr que los malentendidos se conviertan en sobreentendidos. En esto consiste el poder político del arte, en hacer manifiesto lo oculto por las vías indirectas de nuestra complicidad.
Todo en el arte puede ser entendido o malentendido. Las formas son medios que, más que representar, permiten interpretar la obra en un contexto. Las obras de arte solo existen como tales en contextos de interpretación en donde sobrevuelan las propias propiedades formalese incluso las intenciones del artista que las creó para convertirse en artefactos que nos transforman al encarnarlas en nuestro momento y situación. Es cierto que necesitamos conocer cosas sobre ellas para que rindan sus frutos. Como vampiros, debemos dejarlas entrar a nuestros cuartos para que realicen allí su obra. No son distintas a cualquier otro artefacto, que siempre demanda algún conocimiento para ponerse en marcha. Mas una vez que nos abrimos a ellas a la vez que se apropian de nosotros nos apropiamos también de su poder de revelación. Nos despiertan la conciencia.
Recordé este cuadro esta semana cuando Toni Gomila nos relataba, en su luminosa intervención en nuestro seminario de investigación, su visión sobre la relación de la música y la moralidad. Sostiene Gomila que la música no puede ser considerada moral por su contenido, y por ello se convierte en un óptimo ejemplo de cómo el arte no puede serlo en virtud de lo que representa. Lo es, nos contaba, no por sus propiedades representacionales, tampoco por sus propiedades formales, sino por cómo la obra se instala en un contexto, entre las intenciones del compositor o intérprete y la recepción del auditorio. Es así como Bach podía convertirse, ejemplificaba, en ejercicio de insolencia, en manos de los guardianes de los campos de concentración, o el Requiem de Verdi en reacción de resistencia en las voces del coro de Terezin. Lo que vale para la música puede extenderse a todas las demás artes aunque tengan contenido representacional, o a pesar de que tengan contenido representacional. El arte se mueve en el territorio de los malentendidos, de lo que no puede ser interpretado sino oblicuamente, haciendo referencia a sí mismo, como si la obra fuese no más que una llamada al observador para que la sitúe en el lugar preciso y la haga hablar con palabras que no han sido escritas en ella, con imágenes que están más allá de las imágenes que presenta y con sonidos que son otros que los que nos ofrece. Como si a veces los aullidos fuesen lo que la obra quisiese que oyéramos más allá de sus apacibles armónicos. Como si lo kitsch escondiese lo sublime por efecto de negación, como si la vulgaridad de las Bovaries que todos somos se abriese a la oscuridad de nuestros sueños.
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