La expresión “learning by
doing” se ha convertido en uno de los clichés de la jerga del coaching y
de los circuitos de “formación” que ornamentan la nueva cultura del capitalismo
neoliberal. Parecería que realizar algún comentario distante sería ir contra el
sentido común, como si la alternativa no fuese otra que el intelectualismo más
rancio y cartesiano. Pese al giro de las prácticas y pese a que el pragmatismo
se ha convertido en una filosofía hegemónica desde la posmodernidad, hay muchas
zonas oscuras en lo que se refiere a la epistemología y a la comprensión de
cómo funciona el conocimiento en el terreno práctico. Todavía están vivos los
rescoldos de la polémica entre intelectualistas y anti-intelectualistas
respecto a la naturaleza del conocimiento práctico o conocimiento de cómo hacer
algo. Quizás conocer prácticamente algo es tener la habilidad de hacerlo, como
montar en bicicleta, aunque por razones físicas uno lleve años sin poder
subirse al aparato, quizás el hacedor conozca algo que no conoce el teórico,
como el físico que fuese capaz de desarrollar todas las ecuaciones de la
dinámica del cuerpo sobre una bicicleta, pero fuese incapaz de recorrer un
metro en ella sin caerse. Quizás todo nuestro conocimiento explícito, declarativo
y verbalizable solamente exista sobre un trasfondo de disposiciones,
habilidades, esquemas sensoriomotores y articulaciones neurofisiológicas. Eso
es muy posible sin que se iluminen todas las sombras y oscuridades del
laberinto del conocimiento práctico, sobre todo cuando tratamos de encontrar
una respuesta convincente a la pregunta de qué aprendemos en la práctica.
No me interesa ahora el
conocimiento práctico que está asociado a los esquemas corporales y a patrones
de conducta como nadar o dibujar en perspectiva un paisaje. ¿Qué es lo que
conocemos y lo que desconocemos en nuestra experiencia diaria, la que no se reduce
a un empirismo ocasional sino la que agrupa vivencias complejas en tiempos
largos de nuestra existencia? ¿Es posible vivir experiencias sin saberse
ubicado, sin tener los recursos necesarios para darles nombre, sin construir un
relato que les dé sentido y que, ocasionalmente, permita resistencias a una
realidad dañina e injusta? Lukàcs pensaba que el proletariado, por la misma
constitución de su identidad social en la cadena de la
mercancía-dinero-mercancía que sostenía el capitalismo, estaba en mejores
condiciones para conocer lo que ocurría en la sociedad que otras clases, y
especialmente las clases explotadoras burguesas, cegadas por su confusión de lo
social como si fuese un proceso natural. En los años setenta, Nancy Harstsock
aplicó el mismo esquema al universo femenino: las mujeres, como clase oprimida,
están en mejor situación para saber qué es la institución patriarcal de la
sociedad que los hombres que disfrutan de sus ventajas. La experiencia práctica
de vivir bajo la sumisión de un régimen capitalista o patriarcal resulta en un
privilegio epistémico para conocer la realidad social. Ahora bien, ¿cualquier
proletario o mujer, por el hecho de serlo se encuentran en esta posición
privilegiada epistémica privilegiada que sería inversa de su posición social
desaventajada? Ni siquiera Lukàcs o Hartsock lo llegaron a formular de esta
manera. Para ellos, no es el proletariado como tal o la identidad “mujer” lo
que concede este privilegio, sino la conciencia proletaria, en el caso del
filósofo húngaro, o el feminismo, en el caso de la profesora y activista
norteamericana.
La experiencia de clase o
género, como tal, sería ortogonal a la cuestión de la dicotomía
teórico/práctico en relación con el conocimiento dado que puede ser categorizada
simplemente como una forma pasiva de experiencia, en tanto que es algo que le
sucede a una posición de la humanidad por el hecho de ocupar una posición
subordinada, es decir, como existencia bajo la condición obrera o de mujer. Si,
por el contrario, nos situamos en el plano de las subjetividades, como son los
que definen la conciencia proletaria o el feminismo entramos ya en un nivel en
el que se expresa la espontaneidad del espíritu, y en tal estrato se forman ya
relatos que hacen de una mera vivencia formas complejas de experiencia y en los
que se encarna un conocimiento efectivo de la sociedad en la que se vive. Tanto
Lukács como Hartsock y otras mujeres partidarias del “standpoint” feminista,
sostienen que este paso de lo pasivo a la conciencia proactiva nace en la “práctica”,
pero ¿cómo es posible que la “práctica” haga surgir una conciencia y con ella
un conocimiento encarnado en la experiencia compleja?
Hay dos objeciones que
han nacido ambas en los territorios aledaños al feminismo contra la idea de que
exista sin más un privilegio epistémico conferido por una identidad social sea
de forma pasiva o sea de forma activa, bajo la forma genérica de prácticas que
expresen la queja por los agravios sufridos por agravio a dicha identidad y las
demandas sociales en pro de su desaparición.
La primera se encuentra
en el análisis que Miranda Ficker hizo de la injusticia epistémica en su libro
homónimo, en particular en su concepto de “injusticia hermenéutica”. Recuerda
Fricker la historia de Carmita Wood, una ayudante de laboratorio en Cornell, a
cargo de dos hijos, que sufrió todo tipo de insinuaciones de su jefe hasta que,
deprimida, abandonó su trabajo y no pudo acceder a la prestación por desempleo
por su incapacidad para explicar la razón por la que se fue del trabajo. Un
grupo de abogadas feministas, estudiando su caso dio un nombre a la conducta
del jefe: “acoso sexual”. El término se
convirtió en un concepto categorizador y explicativo que se extendió por todo
el mundo rápidamente. Observa nuestra autora que esta es
una historia en la que se aprecia el extremo hasta el cual puede haber en los recursos hermenéuticos colectivos una laguna en la que debería estar el nombre de una experiencia social diferenciada. Así expuesta, apreciamos que mujeres como Carmita Wood sufrieron (entre otras cosas) una desventaja cognitiva aguda derivada de un vacío en los recursos hermenéuticos colectivos. Pero esta narración apenas lo recoge, pues, aunque el agravio epistémico causado a Carmita Wood está construido como una simple cuestión de mera desventaja cognitiva, no queda claro por qué el agravio epistémico solo lo sufre ella y no también el acosador. Pues la falta de comprensión adecuada de la experiencia del acoso sexual de las mujeres era una desventaja colectiva más o menos compartida por todos. Antes del reconocimiento colectivo del acoso sexual como tal, la ausencia de una interpretación adecuada de lo que los hombres hacían a las mujeres cuando las trataban así era bastante general según las hipótesis. Diferentes grupos pueden sufrir desventaja hermenéutica por infinidad de razones, ya que el cambiante mundo social genera con mucha frecuencia nuevos tipos de experiencia de las que nuestra comprensión se ilumina a menudo solo de forma muy paulatina; pero solo algunas de esas desventajas cognitivas nos parecerán injustas. Para que algo sea una injusticia, debe ser perjudicial, pero también arbitrario, ya sea porque es discriminatorio o porque es desigual en otro aspecto. En el presente ejemplo, acosador y acosada están cognitivamente incapacitados por igual a causa de la laguna hermenéutica (ninguno de los dos comprende correctamente cómo él la trata a ella), pero la incapacidad cognitiva del acosador no representa una desventaja significativa para él. (Injusticia hermenéutica, pg. 132)
La injusticia
hermenéutica es pues una condición de desvalimiento en lo que respecta a la
comprensión de la propia situación que llamamos injusta cuando además de la
falta de recursos se está produciendo un daño sistémico. Cuando se está en una
condición de desventaja social y se pertenece a grupos subalternos, la experiencia
carece de recursos para ser narrada, conceptualizada, explicada y transmitida
como parte de la experiencia del grupo o de la humanidad. Carmita necesitó de
un trabajo teórico de discusión y deliberación que formó parte de otra mucha
ayuda que recibió de las personas que la acogieron en el grupo. La conciencia,
así, no nace espontáneamente de la “práctica” incondicionada, sino de un
complejo de acciones muchas de las cuales son teóricas, hipotéticas,
conceptuales.
La segunda objeción proviene
del pensamiento interseccional, “Interseccionalidad” es un término que nació en
los movimientos de resistencia cultural a las políticas identitarias
tradicionales: el feminismo negro, los movimientos culturales de la liminalidad
chicana, el pensamiento queer, la perspectiva decolonial, la teoría
crítica de la raza, el transhumanismo crítico, o los movimientos sociales como
el indigenismo zapatista y el neolibertarismo altermundista. Son perspectivas,
movimientos y pensamientos heterogéneos que nacen de experiencias históricas de
agravio o demanda, de intereses y de subjetividades muy distintos y muchas
veces contrapuestos. Pese a que se mueven en el reino de la diferencia tienen
un aire de familia teórica y una convergencia práctica que ha sido categorizada
en los últimos años bajo la etiqueta de “interseccionalidad”. En la diversidad de estas ramas de la cultura
crítica hay algunas convicciones transversales que son enriquecedoras y
bastante innovativas como recursos hermenéuticos para entender los nuevos
horizontes políticos que produce la emergencia de los movimientos sociales como
actores de cambio:
La tesis más
relevante, que da nombre por otro lado a la teoría es que las formas de
opresión, marginación, estigma o explotación no solamente son diversas y
fenomenológicamente inconmensurables, sino que interactúan entre ellas
amplificando la experiencia de exclusión, a veces, otras tensando las
características identitarias de quienes las sufre y, paradójicamente,
disminuyendo la capacidad de comprensión de la posición social del sujeto. Las
subjetividades de personas y grupos sociales y las posiciones sociales pueden
correr suertes desparejas. Por ejemplo, una mujer puede sufrir discriminación
en su trabajo y opresión en su vida doméstica pero estar en una posición de
poder sobre sus empleadas latinas; un homosexual puede sufrir en su armario y
al mismo tiempo ejercer como un implacable y nada empático gestor de recursos
humanos en una empresa; una indígena puede ser expulsada o marginada de su
comunidad por sus afectos y elecciones sexuales de lesbiana; un trabajador
autónomo puede no estar reconocido por ningún sindicato como proletario a pesar
de que sus ingresos apenas llegan, cuando lo hacen, al salario mínimo. Estas
son experiencias de tensión, en unos casos distorsionadora, en otros
amplificadora del sufrimiento. Se ha usado para entender la interseccionalidad
el cubo de Rubik como metáfora. Si asignamos un color a las diferentes
identidades, las políticas de identidad nos ofrecerían una imagen de la
sociedad muy similar a un cubo resuelto en el que las seis caras representarían
las identidades relevantes. Tal vez la idea de articulación, aunque distante de
la reducción de todas las formas de opresión a la opresión de clase, no esté
sin embargo suficientemente distante de una forma idealizada de composición
como la que expresa la metáfora de un cubo construido. La interseccionalidad,
por el contrario, describe las modalidades de la opresión a través de la
riqueza de las diversas intersecciones de sus formas originadas en las mezclas de
identidades oprimidas. Patricia Hill Collins, una de las más importantes
teóricas de la interseccionalidad, propone analizar la desigualdad y la
opresión desde dos ejes o dimensiones: en uno de ellos está la variedad de
formas de opresión producidas por la intersección, que impide reducirla a un
tipo fundamental puesto que las formas de opresión interactúan de formas
complejas al situarse en las distintas intersecciones. En el otro eje, que ella
denomina “matrices de opresión” estarían las dinámicas históricas que sitúan
las intersecciones en contextos concretos de instituciones, leyes o sistemas
sociales.
La posición de los
sujetos, atrapados en una red heterogénea de relaciones de poder, es una
posición inestable, que solamente puede ser formulada en términos de identidad
fuerte al precio de despreciar modalidades de la opresión relevantes e
imponiendo una normatividad excluyente. La intersección de formas de opresión,
además de producir inestabilidad en la posición social, también genera déficits
graves en el autoconocimiento. La formación de subjetividades bajo tensiones de
pertenencia conlleva dificultades para delimitar la propia posición en el mundo
dado que los discursos del otro, base donde las identidades se forman y se
construyen las actitudes básicas de pertenencia, están cruzados y múltiples
veces son contradictorios. Esta auto-opacidad no es solo un problema
psicológico, es también un problema político. Pensemos en un ejemplo extremo
como la disforia de género, una experiencia que el colectivo transexual han
explicado tantas veces como una etapa y a veces condición de existencia. Sólo
después de largos años de malestar y reivindicaciones, de movilizaciones y
creación de grupos de ayuda mutua, esa experiencia puede comenzar a ser
narrable e incluso ser un apoyo para compromisos con el movimiento trans. En
cierto modo, desde luego con el mayor de los cuidados, se puede generalizar
este estado de disforia a la mucho más extensa condición nómada de la
existencia contemporánea. Las dificultades de auto-ubicación generan
dificultades correlativas en las pertenencias y lealtades.
Si atendemos a estas dos
dificultades que existen en la relación entre posición social y posición
epistémica dañada, nos encontramos con que la respuesta a qué aprendemos de la
práctica no es sencilla. Si “práctica” se refiere
a un dominio muy amplio, por ejemplo, cuando la filosofía se refiere a las “prácticas”
como origen de los significados, encontramos que estas prácticas son todavía
demasiado abstractas como para resolver el problema de cómo adquirimos
conciencia de la situación social a través de ellas. Por supuesto que toda
práctica implica conceptos que operan en ella y que generan reconocimientos por
parte de los observadores parte de la comunidad de hablantes o agentes. Si
alguien pasea por la calle con una máquina que expulsa aire y hace mucho ruido,
enfocando al suelo, y además va vestido con una suerte de uniforme, pensamos
que esa persona está al cargo de la limpieza de las calles en otoño. Es una
práctica que reconocemos como tal. Si esa persona usase su máquina para enfocar
a la gente y asustarla, probablemente consideraríamos que padece algún
trastorno. Este concepto de práctica no nos resuelve nada bajo condiciones de
marginación hermenéutica o de opresión social y epistémica. Como la funcionaria
de la prestación social de desempleo, escuchando a Carmita Wood contando su odisea,
las prácticas sociales también están sometidas a distorsiones de hegemonía y
posiblemente la falta de recursos conceptuales implica que las acciones y
palabras de gente oprimida no van a ser reconocidas como tales, sino
interpretadas como contingencias naturales.
Por otra parte, ocurre
que los movimientos sociales que se enmarcan en identidades sociales tan amplias
como el proletariado o las mujeres puede que no dispongan tampoco de los
recursos conceptuales suficientes para discriminar las múltiples modalidades de
la opresión y acudan a clichés y esquemas que produzcan nuevas cegueras sobre
los daños producidos en zonas sociales no prototípicas. Audre Lorde, la poeta y
feminista negra norteamericana lo señalaba en una breve conferencia crítica, en
un congreso feminista al que fue invitada como persona famosa, pero en el que
no había más que teóricas blancas y bien situadas. Su conferencia tiene un título
explícitamente significativo, que evoca un dicho de los tiempos de la
esclavitud: “Las herramientas del amo no desmantelan la casa del amo”. En las
intersecciones de las formas de injusticia se producen sombras que no son
fácilmente desveladas por luces que no sean las adecuadas para estos rincones.
¿Cómo es entonces que se
producen estas eventuales iluminaciones que logran reconstruir experiencias
marginadas y enriquecen nuestros mapas del poder y la opresión? No cabe por supuesto
una respuesta al estilo romántico en la que el espíritu se desarrolla mediante
alguna dinámica de autodespliegue intelectual. La tesis de que se aprende en la
práctica tiene mucho sentido, pero debe ser repensada con cuidado para no hacer
de ella un nuevo cliché tan vacío como el culturalismo. En el otro polo, no cabe
tampoco alguna suerte de pensamiento mágico que haga de las prácticas
cotidianas estereotípicas de resistencia un resorte seguro de creación
conceptual. La idea es encontrar un mecanismo de articulación de la resistencia
práctica y del trabajo conceptual que haga posibles prácticas iluminadoras y
transformadoras en las que se hagan posibles relatos de experiencia y
reconocimientos de los daños y las formas de opresión que levanten nuevos mapas
de lo social. La hipótesis que propongo es lo que llamaré fraternidades
epistémicas como nichos de discriminación (de la experiencia) y reconocimiento. Queda para una
próxima entrada.
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