¿Quiénes son ellos? Algunas decenas, algunas centenas de proletarios que tenían 20 años alrededor de 1830 y que habían decidido, en ese tiempo, cada uno por su cuenta, no soportar más lo insoportable: no exactamente la miseria, los bajos salarios, los alojamientos nada confortables o el hambre siempre próximo, sino más fundamentalmente el dolor del tiempo robado cada día para trabajar la madera o el hierro, para coser trajes o para clavar zapatos, sin otro fin que el de conservar indefinidamente las fuerzas de la servidumbre junto a las de la dominación; […] La subversión del mundo comienza a esa hora en que los trabajadores normales deberían disfrutar del sueño apacible de aquellos cuyo oficio no obliga a pensar; por ejemplo, esa noche de octubre de 1839: a las 8 más exactamente, se les encontrará en casa del sastre Martin Rose para fundar un periódico de obreros. El fabricante de compases Vinçard, quien compone canciones para la goguette, ha invitado al carpintero Gauny cuyo humor taciturno se expresa sobre todo en dísticos vengadores. El pocero Ponty, poeta también, sin duda no estará allí. Este bohemio ha optado por trabajar de noche. Pero el carpintero podrá informarle de los resultados en una de esas cartas que él transcribe hacia la medianoche, luego de muchos borradores, para hablarle de sus infancias saqueadas y de sus vidas perdidas, de las fiebres plebeyas y de las otras existencias, más allá de la muerte, que quizá comiencen en ese momento mismo: en el esfuerzo para retardar hasta el límite extremo el ingreso en el sueño que repara las fuerzas de la máquina servil (Jacques Rancière, La noche de los proletarios)
Paradojas del aprender
Está ya planteada la
pregunta de qué aprendemos de la praxis acerca de nuestra posición (personal,
colectiva): ¿qué se puede aprender de la práctica en un espacio social
generalmente opaco con respecto a los principales ejes de la opresión y el
estigma? La Revolución Científica hizo nacer la conciencia de que la realidad
física no es transparente y que las cosas no son a veces como aparecen. En lo
que respecta al mundo de lo social y especialmente al mundo de la mente, la
idea de que ambos son transparentes sobrevivió sin embargo hasta lo que
llamamos la Escuela de la sospecha (Marx, Nietzsche, Freud) y, en general, a la
emergencia de las ciencias sociales y cognitivas. Hoy sabemos que también en lo
social y en lo personal las cosas no son como aparecen, que no hay que fiarse
de las apariencias, ni siquiera, o sobre todo, de las apariencias propias.
La explicación que dio la
modernidad acerca de la distinción entre apariencias y realidad se transmitió
al mundo de lo social y lo mental. Las apariencias, en Galileo y Descartes, fueron
eventos subjetivos, mentales, mientras que la realidad estaba hecha de fuerzas
ocultas que producían esos sucesos sin ser de su misma naturaleza. Como
ejemplo, los colores son sucesos mentales, mientras que la realidad está hecha
de reflejos de fotones de frecuencias diversas que impactan en los receptores
de la retina. La Escuela de la sospecha aplica una distinción similar a las
apariencias sociales: el fetichismo de la mercancía, el resentimiento creativo
o el poder del subconsciente operan de un modo parecido: algo más allá de la
conciencia que produce un estado de apariencia: ideología, moral, cultura.
¿Cómo aprender sobre algo que está más allá de nuestra conciencia? En cierta
forma esta pregunta conecta con una tradición de paradojas del aprendizaje, y
especialmente con la paradoja del Menón: si no sabes, ¿cómo podrás saber
que has aprendido algo?; si ya sabes, ¿para qué vas a aprender? En este caso,
la distinción entre lo objetivo y lo subjetivo de la mente y la sociedad
plantea la paradoja de qué podemos aprender en nuestra conciencia sobre
nosotros mismos o nuestra posición en la sociedad si ese aprendizaje no es más
que el fruto de fuerzas que están más allá de la conciencia.
Desde un punto de vista
moral o normativo las cosas empeoran cuando consideramos con Primo Levi la
inestabilidad moral y política de las posiciones en lo que llamó la zona
gris. En los campos de exterminio, contaba, a veces las víctimas se
comportan como si fuesen odiadores y enemigos de otras víctimas, como si
víctima y victimario se confundiesen en los espacios de destrucción. La
profesora de clásicas Mrs. Curren, en la Edad de Hierro de J.M. Coetzee,
observando el paisaje de destrucción de la Suráfrica del apartheid, afirma “hay
tiempos en que ser buena persona no es suficiente”. Tiempos y espacios en los
que se alza del suelo una niebla moral que impide el juicio y la acción
correctos. ¿Cómo saber en esas circunstancias si hemos aprendido las enseñanzas
de la historia? En tiempos y espacios de
dominación los sujetos personales y colectivos se descentran, su identidad no
puede considerarse un origen sino, en todo caso, un producto de historias
contingentes en las que se entrecruzan formas de poder que dan lugar a
contradicciones extrañas que convierten a la víctima de unos contextos en
opresor en otros. Cuando Schiller escribió sus Cartas sobre la educación
estética de la humanidad, en las que proponía la educación de sensibilidad a
través de la creación que se da en el juego, quizás no era consciente de las
profundas contradicciones del sujeto, como si la educación fuese posible sin
cambiar la sociedad y, de forma correspondiente, como si el cambio de sociedad
fuese posible sin educación y aprendizaje de la sensibilidad.
No es posible, tal vez, que
se despejen las nieblas que dificultan los aprendizajes de formas puramente
individuales ni tampoco colectivas, cuando están bajo la condición de masa o
multitud. Solo en los contextos de apoyo mutuo en fraternidades epistémicas el
cuidado y la atención interpersonales pueden negociar las contradicciones,
comprenderlas, hacerlas a un lado o escalonar su fuerza y su daño. Las
fraternidades epistémicas son productos de una relación procomún, de redes a un
tiempo cognitivas, emocionales y prácticas. En ellas no desaparecen las
paradojas del aprendizaje y pese a todo dan lugar a procesos de reforzamiento
mutuo, como los cordones de la bota que no sujetarían si se pasasen solamente
por un orificio, pero que alternamente afirman el cuero al pie. Existen
estas comunidades de aprendizaje por doquier, no sería posible la recreación de
la cultura sin ellas, pero si se trata de educar la sensibilidad como mediación
entre la pura reactividad emocional y la fría racionalidad, tal como proponía
Schiller, cabe preguntarse dónde si no es en el arte podríamos encontrar
un contexto social privilegiado para la educación de la sensibilidad. Y esto
nos lleva a preguntarnos cómo el arte podría ayudar a moverse entre la niebla
que opaca las posiciones sociales y los estados personales. Pues a veces,
cuando faltan nombres y conceptos, son los relatos, el teatro, la música y
danza, las artes plásticas los andamios sobre los que la experiencia puede
reconstruirse a partir de vivencias oscuras y subjetividades descentradas.
Aprender en el arte
Décadas de crítica han
estigmatizado el arte didáctico y lo han convertido en diana de las críticas
formalistas. La didáctica sirve para convertir en artistas a amateurs, pero
nunca debe ser una regla de medida de la calidad de una obra. Todo lo contrario.
Mucho menos cuando es didáctica moral o política. Belén Gopegui recuerda con ironía el
dicho de Balzac: “la política en el arte es como un
pistoletazo en medio de un concierto”[1]. Pero hay algo extraño y contradictorio en la
obsesión modernista y postmodernista por excluir la política del arte. Es
extraño porque es como si toda una corriente cultural decidiese algo así como
el ostracismo del sexo en las artes, como si ello fuese una zona de la realidad
que debiera quedar, como en la Inglaterra victoriana, en el armario de las
cosas de las que es de mal gusto hablar. Es contradictorio porque el arte
siempre es político y didáctico. Lo fue en lo que Jacques Rancière ha llamado
el régimen moral del arte, cuando estaba al servicio de la educación
religiosa del pueblo y de la educación erótica y política de la aristocracia.
Pero sobre todo lo ha sido en la época moderna, en lo que ha llamado el régimen
estético del arte, cuando las diversas formas artísticas se convierten en el
medio en el que se educan las sensibilidades, se crea el sentido y se
distribuye lo visible.
Ciertamente, no es el
arte algo didáctico al modo que lo es la escuela o la prensa. No ejerce una
enseñanza asimétrica fruto de las intenciones didácticas del creador o
intérprete. Es el proceso completo de la creación, interpretación, difusión, la
obra en sí, la expectación de aquella, las transformaciones en la mente activa
del lector o espectador, las metamorfosis que induce en la sociedad en la que
circula, el trabajo de reflexión crítica. Hablo de “aprender en el arte” porque la preposición “en” es
pertinente. Existe algo así como una dialéctica de estar dentro y fuera a un
tiempo en cada uno de los momentos de la complejidad del proceso: el creador,
la creadora están dentro y fuera de sí en la producción. Quizás Brecht y Benjamin
desbarraron un poco al hablar del “autor como productor” tomando el modelo del
proletario asalariado. A diferencia del proletario, el autor no está
completamente fuera de sí, convertido en mercancía; está en el espacio liminal
donde se elabora la experiencia construyendo mundos con trozos de mundo. Y lo
mismo ocurre con el intérprete, la obra y el espectador o lector. Todos existen
en un doble espacio de lo objetivo y lo subjetivo en donde nacen los
significados en las prácticas de creación, interpretación, participación,
lectura, expectación o crítica cultural. Y es precisamente esta doble
existencia la que permite que el arte anticipe realidades y elabore los
rincones más oscuros de la vida personal o común, es decir, abra posibilidades.
La entrada en el terreno
liminal del arte significa el ingreso en un territorio que transforma a quien
se adentra en él. La transformación es un subproducto del complejo social que
introduce el arte en la sociedad, no una producción intencional del artista, el
curador o la institución arte. Pero, además, en lo que respecta a la opacidad
en la que discurre la existencia, la capacidad transformativa se incrementa
cuando el acceso es entrelazado y comunitario, constituyendo una forma de
acción y conciencia colectivas.
En los años sesenta del
siglo pasado nació una nueva forma de vanguardia artística enfrentada al
elitismo artístico y resuelta a romper las fronteras entre arte y vida: Josep
Beuys, entre otros muchos artistas, el movimiento Fluxus y las diversas formas
de situacionismo trataron de extender la conciencia de que el arte es de todos
y no una forma de mercado de obras o de prestigios artísticos. La propuesta de
Debord de que el arte debería crear “situaciones” -o la de su entonces amigo y
mentor Henry Lefebvre de que debería crear “momentos” como espacios liminales
en los que fuese posible la transformación a un tiempo de la conciencia y la
sociedad- recogían esta nueva estética de la resistencia que había sido anunciada
por Walter Benjamin, cuando analizaba gozoso el poder de las primeras películas
de dibujos animados de Walt Disney y las de Charlot para abrir ventanas a
mundos diferentes. Jacques Rancière, en La noche de los proletarios. Archivos
del sueño obrero, recordó las iniciativas de arte llevadas a cabo por
obreros parisinos del siglo XIX después de su trabajo, en las que la
representación de obras de teatro se convertía en la forma explícita de sus
deseos de otra vida, de dejar de ser proletarios para ser personas. Las innumerables
actividades culturales de los ateneos libertarios y de los grupos anarquistas
en el campo andaluz fueron también ejemplos de creaciones de fraternidades
estéticas y epistémicas. En la misma línea de la Pedagogía del oprimido
de Paulo Freire, el “teatro del oprimido” del director teatral brasileño
Augusto Boal difundió, también en los años sesenta por el mundo estrategias
dramatúrgicas comunitarias y liberadoras. Gloria
Anzaldúa, una de las madres del pensamiento interseccional, poeta y feminista, aconsejaba
a todas las mujeres que comenzasen a escribir en un cuaderno todos los días,
aún si apenas supieran hacerlo. Remedios Zafra, en nuestro tiempo y espacio, en
Netianas, en (h)adas. Mujeres que crean, programan, prosumen, teclean
y otros libros y escritos, ha promovido también la acción técnica y artista
comunitaria como instrumento de emancipación.
Lamentablemente, el impulso
sesentero del situacionismo ha devenido en una versión light, como han denunciado
Claire Bishop (“Antagonism and Relational Aesthetics”) y Alberto Santamaría (Alta
cultura descafeinada. Situacionismo low cost y otras escenas del arte en el
cambio de siglo), en una estrategia chic para comisariar eventos y
dirigir museos de arte contemporáneo. Las iniciativas radicales no pueden ser
confundidas con estas microtopías (el término es de Claire Bishop) que no
son sino modos de acomodar productos en la industria del turismo cultural.
Hay muchas objeciones a las
propuestas de un arte comunitario (no relacional) y deben ser tratadas con más
cuidado del que pongo aquí. Está, por una parte, la cuestión de la calidad
artística. Esta es una objeción seria, pero puede comenzar a responderse si atendemos
a ciertas analogías con otros aspectos de la sociedad: es como si dijéramos que
la medicina superespecializada es una crítica a la atención primaria y, sobre
todo, a los hábitos de vida saludable de los ciudadanos, o que el fútbol de élite
es una crítica al peloteo en los recreos de de los colegios de barrio. Una
segunda crítica posible es la de que no hay por qué considerar revolucionario
el que gente aburrida pase sus tardes aprendiendo a pintar o en grupos de teatro.
Esta crítica es más dolorosa porque no proviene de las estrategias de
distinción artísticas sino de un más peligroso elitismo estético basado en un
imaginario de almas cercanas a lo sublime, sumillers de los aromas del arte muchos pisos por encima de los burdos bebedores del vino de garrafón artístico.
(CONTINUARÁ: “Hacer palabras
con cosas”)
[1] Gopegui, Belén (2008) Un pistoletazo en medio de un concierto,
Madrid: Editorial Universidad Complutense.
La fotografía es del Gramsci Monument de Thomas Hirschhorn
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