El cuerpo es poco más que carne vegetativa, puro ensamblamiento de células y bacterias, sin la agencia y la experiencia. Y ambas son simple secuencia de momentos sin el hilo narrativo que llamamos identidad. Sin un flujo continuo de materia, energía, información, miradas de reconocimiento y cuidados, sin su entorno, el cuerpo no es sino lo que los griegos llamaban soma, un resto que deja el espíritu cuando se aleja de la vida. La agencia y la experiencia son signos de que los cuerpos existen en la historia y no simplemente en el tiempo, que habitan en un paisaje y no en el mero espacio. Si la agencia que ha señalado el humanismo indica la capacidad de automodificarse transformando el entorno, la experiencia es la expresión material de la vida que se relaciona con el entorno bajo la condición de sensibilidad. Desde los protozoos a la madre que atiende temerosa al sueño del bebé, los cuerpos afectan y son afectados por lo que está al otro lado de la piel. En ciertas especies esas afecciones se organizan como memoria y en la especie humana como relato que une las sensaciones y las arrugas en configuraciones que cambian al ritmo de los paisajes que recorre el cuerpo. “Quien no tiene memoria tiene cicatrices” se lee en un grafiti que ornamenta una pared de mi ciudad.
La historia de la idea de experiencia abarca la historia de la
filosofía moderna y contemporánea. Se ha notado con menos atención que es
también la historia de cómo se entrelaza el cuerpo y la política en la
modernidad. Por razones que no es
difícil entender, la mirada al cuerpo y la mirada al estado, al cuerpo
político, se superponen descubriendo un territorio espinoso de conflictos.
Spinoza, Locke Hobbes, quienes abren los grandes cauces del pensamiento
político contemporáneo, comienzan sus trabajos discutiendo sobre el cuerpo, sus
afecciones y emociones. El Barroco fue un tiempo de asombro ante la complejidad
de los sentidos. Spinoza se convirtió en un reputado pulidor de lentes no tanto
por necesidades económicas como por curiosidad científica por la estructura del
ojo. El empirismo inglés afirmó los sentidos como fundamento de todo contenido
de la conciencia
[…] nuestros sentidos, que tienen trato con objetos sensibles particulares, transmiten respectivas y distintas percepciones de cosas a la mente, según los variados modos en que esos objetos los afectan, y es así como llegamos a poseer esas ideas que tenemos del amarillo, del blanco, del calor, del frío, de lo blando, de lo duro, de lo amargo, de lo dulce, y de todas aquellas que llamamos cualidades sensibles. Lo cual, cuando digo que eso es lo que los sentidos transmiten a la mente, quiere decir, que ellos transmiten desde los objetos externos a la mente lo que en ella producen aquellas percepciones. A esta gran fuente que origina el mayor número de las ideas que tenemos, puesto que dependen totalmente de nuestros sentidos y de ellos son transmitidas al entendimiento, la llamo sensación[1].
Una de las grandes ideas del empirismo es el haber
descubierto que la realidad está poblada de cualidades dependientes de la
respuesta a los sentidos. Así como pertenece a la ruptura epistemológica de
Galileo y Descartes el haber dividido las propiedades de las cosas entre
cualidades que existen “objetivamente” como son las que estudia la física y las
que solo existen “subjetivamente”, como son las sensoriales, y con ello la
escisión del sujeto y el objeto, al empirismo le cabe el logro de haber
devuelto estas cualidades al dominio de lo real y de la vida, aunque bajo la forma
de cualidades dependientes de respuesta, o lo que es lo mismo cualidades que
existen en el universo porque existen los sentidos. Este existir en el
entredós, en la betweeness, es la marca de la biosfera y aún más de la
noosfera, una forma de realidad interseccional, dependiente del ajuste y
sintonía del cuerpo y el entorno. No sabemos, como se preguntaba Thomas Nagel, qué es existir como lo hace un murciélago, cuyo principal sensorio es la
ecolocación, o como una serpiente de cascabel, cuya vista nocturna discrimina
las temperaturas. Lo imaginamos a través de esos sentidos expandidos que son
las pantallas de radar o las gafas de visión nocturna, aún así podemos estar
seguro de que los paisajes del murciélago y de la serpiente son tan reales como
los nuestros, como lo es su adaptación evolutiva a las propiedades del medio
físico.
Así es. La experiencia es un territorio en conflicto entre
los sentidos y la memoria, entre el poder y la forma, tal como establecía Ralph
Waldo Emerson en su melancólico ensayo “Experiencia”:
La ilusión, el temperamento, la sucesión, la superficie, la sorpresa, la realidad, la subjetividad, estos son los hilos en el telar del tiempo, estos son los señores de la vida. No pretendo mencionarlos por orden sino como los encuentro en mi camino. Sé lo bastante para no dar por acabado mi cuadro. Soy un fragmento y este es un fragmento mío. Puedo anunciar confiadamente una u otra ley, que adquiere relieve y forma, pero aún me faltan épocas para compilar un código. El mío es un chisme de esta hora sobre la política eterna[2]
Fue Kant quien desató el conflicto que habría de constituir un hilo conductor de toda la cultura contemporánea y no solo de la filosofía académica especializada. La Critica de la Razón Pura, en su épica controversia contra el racionalismo y el empirismo, había distinguido entre las vivencias y afecciones sensoriales que provienen de la realidad, que constituyen una forma primigenia de experiencia, la Erlebnis, y la madura, unificada, conceptualmente armada forma de la Erfahrung, lo que para Kant permitía la conciencia del objeto y la conciencia de la conciencia del objeto. Se abría así una tensión con la que la filosofía romántica nunca estuvo cómoda. Schiller sabía que esa división no solamente era una tesis sobre el cuerpo humano y sus funciones sino también una escisión que abarcaba al cuerpo político, el estado y la cultura en general. Su propuesta de educación estética, de educación de la sensibilidad, de articulación de lo sensorial y lo conceptual tenía una función estratégica en la construcción de un futuro estado cosmopolita, libre y al mismo tiempo fuerte y ordenado.
El modernismo en la cultura y en la filosofía tuvo una
conciencia mucho más aguda de la tensión entre lo sensorial y la experiencia
elaborada. El texto premonitorio de Emerson abriría una puerta a una reacción
contra la experiencia domesticada por la razón. El irracionalismo de la Lebensphilosophie,
el vitalismo, reivindicaría la línea romántica de lo sensorial, lo corporal, lo
vital frente a las imposiciones del concepto. En ese marco, sin embargo, la
mirada más sociológica, más cercana a la vida de la ciudad de Simmel, abriría
una nueva línea, una posibilidad de una crítica política de la experiencia que
él mismo inició al mostrar cómo la vida moderna, la ciudad, la cultura de la
sociedad industrial, producía una irresistible e irreparable enervación de los
sentidos. Habría que esperar a la I Guerra Mundial para que la crítica de la experiencia
se convirtiese en el núcleo de una nueva mirada: Bajtín, Lukács y sobre todo Walter
Benjamin abrirían una demanda de una crítica política de la experiencia. Este
tantas veces citado párrafo de “Pobreza de la experiencia” de Benjamin indica
cuál es el corazón de esta nueva actitud que llevaría poco a poco al giro de la
corporalidad que hoy es un tema común de nuestra cultura:
[…] la cotización de la experiencia ha bajado y precisamente en una generación que de 1914 a 1918 ha tenido una de las experiencias más atroces de la historia universal. Lo cual no es quizás tan raro como parece. Entonces se pudo constatar que las gentes volvían mudas del campo de batalla. No enriquecidas, sino más pobres en cuanto a experiencia comunicable. Y lo que diez años después se derramó en la avalancha de libros sobre la guerra era todo menos experiencia que mana de boca a oído. No, raro no era. Porque jamás ha habido experiencias tan desmentidas como las estratégicas por la guerra de trincheras, las económicas por la inflación, las corporales por el hambre, las morales por el tirano. Una generación que había ido a la escuela en tranvía tirado por caballos, se encontró indefensa en un paisaje en el que todo menos las nubes había cambiado, y en cuyo centro, en un campo de fuerzas de explosiones y corrientes destructoras, estaba el mínimo, quebradizo cuerpo humano.[3]
[1]
John Locke (1956) Tratado del entendimiento humano, traducción de Edmundo
O’Gorman, México: Fondo de Cultura Económica, pp. 84-85
[2]
Ralph Waldo Emerson (2014 )
“Experiencia” , en Ensayos, traducción y edición de Javier
Alcoriza, Madrid: Cátedra, edición en ebook, p. 271.
[3]
Walter Benjamin (1989) “Pobreza y experiencia” en Discursos interrumpidos,
trad. Jesús Aguirre, Madrid: Tauris, pp. 167-68
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