¿Por qué nos resulta dan difícil imaginar otro mundo posible, otra vida, otros espacios y tiempos? ¿por qué la mayoría de los relatos que ornamentan la cultura contemporánea son el mismo relato interminable? ¿Cómo no seguir dándole vueltas a la sentencia de Fredric Jameson y a su desarrollo por Mark Fisher sobre la destrucción de la imaginación en nuestra cultura (“es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”)? No sabemos hasta dónde está dañada nuestra imaginación y si acaso es posible encontrar relatos que narren lo inenarrable, que expresen lo inexpresable y trasciendan el realismo capitalista. ¿Podremos imaginar un futuro sin humanos, un planeta habitado por animales, una de cuyas especies ha desarrollado una cultura del cuidado por el resto de la vida y su preservación en una tierra sanada de las heridas del extractivismo?; ¿podremos imaginar un mundo no patriarcal, un tiempo en que cuando nos miremos al espejo no logremos decidir nuestro género, si acaso fuera masculino, femenino o cualquiera de los puntos intermedios?; ¿podremos hablar de un mundo sin trabajo, donde los cuerpos hagan cosas sin vender su tiempo, donde ya no se recuerde qué se quería decir con la innoble expresión de “ganarse la vida”?; ¿podremos imaginar un tiempo sin represión institucionalizada, donde los estados, si los hubiere, fueran construcciones de autoridad y confianza, no de poder y dominación?: ¿podremos imaginar un mundo sin máquinas herramienta, en las que los artefactos no sean meros instrumentos sino motores de posibilidad[1]?
No, no parece que nuestros relatos realistas
sean lugares para encontrar estos escenarios de futuro. La inmensa mayoría de
la narrativa contemporánea, la que estructura los relatos para niños, llenos de
superhéroes, los videojuegos, las series de televisión, la literatura
superventas, y una inmensa cantidad de la que pasa por “buena” literatura, no
es sino un ejercicio de realismo capitalista, de historias de individualismo en
competencia, de juegos de venganza y violencia sin más sentido que la venganza
y la violencia o individualismo ensimismado en amores y desamores. Una
literatura de la queja y la nostalgia, de la huida de la imaginación que se
instala en la tierra de lo que hay.
¿Por qué el realismo capitalista resulta tan
absorbente?, ¿por qué los relatos del “tú puedes”, “si no haces lo que te
gusta, que te guste lo que haces”, “siempre hay un superhéroe en tu subconsciente”
y basuras similares han entrado tan profundamente en nuestras entrañas
narrativas y lectoras? La explicación nos lleva directamente a las complejas
relaciones dialécticas entre la cultura y la economía contemporáneas.
La primera consideración es que no logramos imaginar
otro mundo porque el mundo real ha realizado en cierto grado una suerte de pseudoutopía,
al menos para una parte de la población, al menos para una parte del mundo, al
menos para unas ciertas generaciones y al menos en ciertas etapas de la vida. ¿Cómo
no verse reflejados en el espejo de los productos audiovisuales, en las
comedias de familia, en las epopeyas de superhéroes, en las historias de
superación, logro o acaso venganza? Los relatos en que nos miramos puede que
sean distorsionadores de imagen, puede que hagan épica de nuestras vidas
tristes e idealicen nuestras frágiles identidades, pero no mienten del todo:
así somos.
Así somos cuando estamos viendo o leyendo
estos productos de consumo, tan adictivos como la comida procesada, las
glucosas y grasas que exige nuestro metabolismo, las experiencias con las que
tratamos de manejar la ansiedad y un deseo inacabable que se reproduce de forma
ampliada en cada acto de insatisfacible satisfacción de los incontable actos de
consumo cotidiano. La cultura y el capitalismo contemporáneos son adictivos. Se
sustentan sobre una promesa de felicidad siempre demorada, siempre asociada a
una industria de la experiencia que reproduce un grado necesario de ansiedad.
Una ansiedad que es el cemento de la economía de la atención, la economía de
las experiencias programadas, industrialmente fabricadas.
Me confieso tan adicto como cualquiera, o
quizás un poco más: mis dietas, mis lecturas y horas ante pantallas, mis recorridos
por los pasillos de supermercados, franquicias o plataformas online no difieren
de los de la mayoría de la gente de mi alrededor. No puedo hablar como testigo de
otro mundo futuro al que no pertenezco, mi altura no me permite mirar a nadie
desde arriba. Pero a veces, como en la película de John Carpenter Están
vivos, por momentos, como si me hubieran puesto unas gafas que trastornan
las imágenes y textos de los anuncios, los personajes de la novela o película con
las que estoy se llenan de monstruos. Los personajes apacibles aparecen como
criaturas insidiosas, criaturas del caos reptante que nos amenaza. Los policías
que investigan, las amas de casa o las abogadas del bufete, los doctores y
espías, se transforman por unos momentos en vampiros y zombies, en bichos que
salen de la pantalla o de la página y se pasean por la habitación buscando
víctimas.
Me digo que debe ser ya el estadio terminal de
la adicción, como los alcohólicos que sufren alucinaciones en sus etapas
avanzadas. Es entonces, en esos momentos, cuando desearía no estar ahí, cuando siento
la llamada del allí al que nunca llegaré porque estoy desubicado y no sé por
donde queda. Es entonces cuando busco otros relatos, también relatos de
monstruos, pero de otros monstruos, los que Jay Gould llamó “monstruos
prometedores”, seres raros que anticipan otras especies de las que surgirán nuevas
radiaciones de la vida.
No podemos imaginar otros mundos porque la
gente adicta no cree que la vida tenga sentido fuera de su adicción, porque tal
vez acepte que es mejor morir que dejar las sustancias con las que la cultura
moldea su cuerpo y su mente. No podemos imaginar otros mundos porque hemos
creado una cultura dopaminérgica, que explota sin piedad nuestros deseos, les
da forma y produce pequeñas dosis de recompensa que activa interminablemente la
ansiedad que exige nuevas dosis de dopamina.
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