Un amigo me pone al día de los avatares que sufre una de las esculturas del imaginero de Huelva León Ortega (http://escultorleonortega.com/) (1907-1991). La cofradía del Descendimiento, propietaria de la obra, ha decidido ponerle (imponerle) unas potencias en la cabeza de la imagen del cristo.Las potencias --nombre singular-- son, según el diccionario de la RAE, grupos de tres rayos de luz con los que se caracteriza en la iconografía católica a Moisés o a Cristo triunfante. Se trata de un ejercicio de ornamentación ritual que ordena el trajinar de esas extrañas sociedades que son las cofradías. La obra, claro, va a sufrir una doble agresión física e intelectual, por no decir también iconográfica: sin reparar en ello, estarán conmemorando el triunfo de la muerte, lo inverso de lo que representan esos signos, pues se supone que los rayos de luz deberían celebrar la resurrección y por tanto la imagen del cristo muerto no debe ser ornamentada de esta guisa. Frente a las protestas, la cofradía y el obispado han decidido que lo religioso debe primar sobre lo artístico. Vaya: son los signos de los tiempos. El caso no pasaría de ser un ejercicio más de la iconolatría celtibérica si no fuera un tenso ejemplo de cómo en los ritos se depositan relaciones de poder. Las cofradías, que uno pensaría que son curiosos restos de pasados tiempos, como las órdenes militares o los mercedarios, rescatadores de esclavos, son, siguen siendo, uno de los muchos sistemas y redes por los que los rituales se comunican con las estructuras de poder real. León Ortega, escultor condenado a muerte por el franquismo, salvado de milagro pero condenado a prisión, depositó en la imaginería un saber profundo sobre los ritos del silencio que corren por las venas ocultas de este país. Sus esculturas son un prodigio de movimiento detenido y de humanidad sufriente. No hace falta ser creyente (es mejor no serlo) para apreciar el poder simbólico de la imaginería barroca española (no es tampoco necesario ser musulmán para apreciar la fuerza simbólica de la caligrafía de las suras coránicas que ornamentan sin imágenes las mezquitas). Parece como si volvieran a agredirle las mismas fuerzas de lo casposo. Unas potencias en la cabeza: el catolicismo se refugia en una ritualidad kitsch para defenderse de una modernidad imaginaria que se ha construido como enemigo. Sería ocasión para un chiste chusco si no fuera por la marea de mal gusto que invade las formas del catolicismo contemporáneo, como la que ha llenado las paredes de la Almudena de unas horribles pinturas neorrománicas de colores estridentes que no merecerían figurar ni en estampitas de monja. Cuando las imágenes expresan las zonas y pliegues de lo oculto y misterioso del ser humano, el arte religioso conmueve las conciencias de cualquier persona, y más allá de lo puramente ritual llega hasta el lecho rocoso de nuestra existencia. Esa grandeza es la que lograron la imaginería, la mística barroca o la espiritualidad de la filósofa francesa Simone Weil: es la grandeza del arte que nos une a los humanos en la celebración de la vida y de la muerte. Pero a veces la imaginería se convierte en pura iconolatría (o en iconoclasia, su cercana compañera): el mal gusto no es malo por lo ornamental ni por lo popular, sino por la transparencia con que aflora la pura relación de poder que convocan las imágenes.
He aquí esta imagen de la compasión ante la muerte que será convertida en un pastiche neocon.
¿Tendremos, pues, que "ennoblecer" con panes de oro al Guernica o al "Peine de los vientos"?
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