"No comerás carne impura" dice el Señor: el canibalismo es tabú incluso cuando comerse a cierta gente sería una solución apañada para muchos problemas: de justicia, de hambre, de política... Pero la cultura es la barrera que impide ciertas cosas. A quienes las practican se les expulsa al otro lado de la barrera. Como Hannibal, que se come a los idiotas burócratas: un plato de sesos a la plancha servidos a su poseedor, un agente de la CIA estúpido, es una de las memorables secuencias de una de las películas de la saga de El silencio de los corderos. Como Sweeney Todd, el barbero de la calle Fleet, en el musical de Stephen Sondheim que, en versión de Mario Gas, exhiben estos días en el Teatro Español. Sublime. Casi: entre el gore y la meditación trascendental sobre la venganza y el resentimiento. En un momento de la obra, cuando deciden fabricar pasteles de carne, el libreto repasa en un desternillante dueto el sabor de las distintas profesiones, desde el prior hasta el alguacil. Comerse literalmente los unos a los otros: "ésa es su carne". En uno de sus más ácidos teologemas escribe Ángel González. "Tomad y comed/ ésta es mi carne/Tomad y bebed/ésta es mi sangre/ y el mundo se llenó de hienas y vampiros". Sweeney Todd ha decidido vengarse del mundo comiéndose a quien se tercie.
De todos los problemas complicados de la moral, uno de los que me parece más lleno de trampas y seductoras, atractivas, mortales sendas es la justificación/denostación de la venganza. Recuerdo un texto de Carlos Thiebaut que mantenía la misma tensa perspectiva que me habita después de ver Sweeney Todd: ¿hay que rechazar siempre la venganza? ("la venganza es del Señor") Y sin embargo... ¿no es la venganza (culturalmente purificada como justicia) la base de la moral y la cultura? Demasiado cinismo, se dirá. Renunciar a vengarse: renunciar al plato más sabroso, el corazón del enemigo. Sí, es cierto. Ahí comenzamos. Y, sin embargo...
Había visto el musical de Sweeney Todd la noche antes de reunirme contigo en la Universidad, hace un par de semanas. No sé si me habrá notado, espero que no demasiado, pero al día siguiente (y me duró varios) estaba enormemente perturbada. Es un shock muy fuerte, aunque no todos hubiéramos podido descifrar el origen y el sentido de ese profundo malestar con tanta precisión como lo haces aquí.
ResponderEliminarGracias Carina: efectivamente es más que perturbador, inquieta esa violencia omnipresente en toda la obra como forma constitutiva de la relación humana
ResponderEliminarEl sábado pasado discutía, una vez más, sobre el problema de las cárceles. ¿Para qué queremos una justicia punitiva? Más allá de la función disuasoria del castigo, no le veo ningún sentido a las penas carcelarias. ¿Privar de su libertad a otras personas? ¿Tenemos potestad para eso? ¿Con qué objeto? Mis interlocutores me hacían la eterna pregunta: ¿y qué hacer si no? ¿cómo te sentirías si el asesino de tus padres caminara tranquilamente por la calle, sin "pagar" por el mal que ha hecho? Y, una vez más, no tenía respuesta: me sentiría igual que si ese mismo asesino se aburriera entre rejas. No puedo entender el mal, ni tampoco la venganza. Y creo que el sistema judicial de nuestro mundo occidental tampoco, pero se consuela con una solución imperfecta. Las cárceles no son más que una venganza refinada, adulterada y de fácil asimilación para los que consideramos que la pena capital es algo impropio de una sociedad "civilizada" como la nuestra. Hace dos años Carlos Thiebaut me comentó que preparaba el artículo del que hablas, que nunca llegué a leer. El sábado me acordé de él, y pensé que debería localizarlo y leerlo, por si me aclara algo. Todavía no he tenido tiempo de hacerlo, pero leyendo tu entrada, de momento, me ha hecho sonreir la coincidencia.
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