Hay novelas que hacen visible lo real desde lugares emboscados
desde los que nunca podrán mirar los ojos del periodista, sociólogo o el filósofo. Su verdad
se manifiesta, se desvela diría Heidegger, lenta, ambiguamente, como un barco
en la niebla, primero como el aullido de una sirena, luego como una sombra, al
final como un volumen perceptible. Lo singular de la historia debe resistirse a
una fácil universalización so pena de caer en el cliché (todas las malas
novelas se parecen, las buenas lo son cada una a su modo), pero no por ello hay
que despreciar la idea de que existan una suerte de particulares en los que
reconocemos universales que nos
conciernen. Quizá porque en los recodos de los personajes y los matices de las
voces vislumbramos algunas zonas oscuras de nuestras propias cuevas y sombras
que se mueven en nuestra propia niebla. Al comenzar a leer El Comité de la Noche de
Belén Gopegui me sentí transportado, como si fuese el tropezón proustiano en el
adoquín, a la primera lectura de La Madre
de Gorki. No me refiero a lo que puedan tener en común ambos relatos, sino a la
experiencia casi física de entrar en la casa de seres desamparados y encontrar
allí el baúl de tus indeterminaciones. No recuerdo ya bien el argumento ni los
personajes, sólo que aquella historia lejana de desolaciones y despertares resonaba
en la piel de mis contradicciones de adolescente. Sabía que aquella historia me
estaba haciendo ver un universal particular que aún no lograba descifrar del
todo.
Encuentro en las novelas de Belén Gopegui dos hilos que me
han enganchado desde hace años, desde que la oí por primera vez como la voz
discordante en la frivolidad insufrible de los años celebratorios que llamamos Transición. El primero es el de la construcción y disolución de las identidades,
relaciones y afectos bajo la condición del capitalismo. El segundo es la
dialéctica de la voluntad de resistencia y la compasión por las contradicciones
de quienes se encuentran ante alternativas que les desbordan. Como si ambos polos fueran necesarios para crear un mismo campo de fuerzas.
El término “conspiración” tiene mala fama. Parece aludir a lo oscuro, a
la noche, a comités clandestinos, a seres malévolos que atacan a traición,
guerrilleros que subvierten el orden a través del engaño, la manipulación, la
indiferencia por las víctimas. Dostoievski, Conrad, y tantos otros han dibujado
el mal puro a través de los retratos de una conspiración. En El comité de la noche se narra también
una conspiración. En realidad varias conspiraciones o quizá dos conspiraciones,
las que constituyen dos tipos de los
que son.
“Respirar-con-en-la-acción” reflejaría en términos burdos la
etimología de conspiración (cum-spirare-actio). A veces como resistencia, a veces
también como forma de opresión. Julian Assange ha sostenido la teoría de que el
mundo contemporáneo se organiza a través de estas nuevas formas que son las
conspiraciones. No tienen cabeza, no tienen un alma común, no son sujetos en el
sentido de un yo sino en el sentido
de un lo (las llamadas teorías de la
conspiración confunden ambas formas de identidad). Pero, como Belén Gopegui
teoriza-narra en esta novela, hay otras formas de conspiración. Conspiraciones
que restituyen la dignidad. Conspiraciones que resuelven la angustia del
existencialismo basada en el principio de mortalidad en una expresión de voluntad
de perseverancia que Hanna Arendt llamó el principio de natalidad.
No son estas líneas una crítica literaria de la novela. A
veces se aprende mucho de estas críticas, pero los filósofos aprendemos poco de
ellas. Las obras de Beckett eran una
maldita parodia de Joyce, las obras de David Foster Wallace son una agria
parodia de la novela posmoderna. Me
importan poco sus renovaciones formales porque lo que inspira-conspira en los
dos autores es una voz moral que a veces solo puede expresarse retorciendo la
voz. La voz poética, los recursos narrativos de El comité de la noche son notables, pero lo que importa es que nos
muestra que lo que somos no está terminado hasta que no descubramos los que somos.
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