Es toda una experiencia dejarse dormir
escuchando la lectura de algún texto de Virginia Woolf en un audiolibro. En un cierto momento de indeterminación, la
cadencia de las frases, el color de los adjetivos y la sorpresa de las
metáforas se entremezclan con las primeras ensoñaciones propias y la irrealidad
producida por la mezcla (una irrealidad muy
cara a la escritora) parece recrear algún nuevo mundo o texto como si el
cerebro comenzase a escribir con palabras prestadas.
Ninguna otra prosa como la de la Woolf, tal
vez exceptuando a Proust, consigue con los encadenamientos de palabras sumergir
al lector en un estado de irrealidad que nace en la indeterminación de lo
subjetivo y lo objetivo, en lo que la crítica literaria ha llamado el “flujo de
conciencia” pero que podría ser igualmente un flujo de mundo o un flujo de vivencias
en los que las perturbaciones de lo externo se entretejen con la espontaneidad de
los estados mentales. No es infrecuente que lleguemos a Woolf o a Proust
arrastrados por lo que Juan Marsé llamaría “literatura sonajero”, por la
seducción de la euritmia del texto. Otras veces la lectora se acerca a su obra atraída
por el compromiso feminista que tiene su máxima expresión en Una habitación propia. Raramente se
percibe que existe un oculto vínculo entre la forma de la escritura y la ética
o moral de Virginia Woolf tal como se expresa en aquella. Cabría decir lo mismo
de Marcel Proust, pero en su caso hay matices diferentes que nacen de su
convicción de que la literatura puede transportar al alma a esos momentos atemporales
que suscitan las memorias involuntarias y que serían algo así como instantes de
revelación y tal vez de liberación de las taras del discurrir del tiempo cotidiano.
En Virginia Woolf la literatura misma se convierte en forma a la vez ética y
estética. Es en ella donde se expresa una cierta forma de autenticidad que no
puede darse en ningún otro momento de la vida, donde la subjetividad está sometida
a fuerzas naturales incontrolables. No en vano su editorial (fundada con su
marido, Leonard Woolf), Hogarth, había publicado la mejor traducción inglesa de
Freud.
Virginia Woolf era muy consciente de la
impronta moral del arte y la literatura. Había sido lectora apasionada de los Principia Ethica de George E. Moore, publicados
en 1903 y que constituyeron una profunda renovación del dominio de la ética. Allí,
Moore se enfrenta a toda ética que pretenda reducir el bien a algo basado en la
naturaleza humana, sea el carácter aristotélico, sea la felicidad, sea la
utilidad. “Bien”, “bueno” son indefinibles y sin embargo fácilmente reconocibles
por el sentido común. Moore predicaba lo que se ha llamado la “cuestión abierta”
en ética: la posibilidad de que cualquier cosa que califiquemos como buena
pueda darse sin que por ello se agote el significado moral de una acción.
Podríamos, por ejemplo, seguir manteniendo que cierta acción ha sido buena
aunque no tuviese consecuencias sobre la felicidad común, o cualquiera de las
otras definiciones de bien. Pensemos en aquellas acciones que son realizadas
por convicciones morales sin que produzcan el menor cambio en el mundo: muertes
heroicas, por ejemplo, cuyo único sentido es que fueron aceptadas por razones
morales de quien las sufrió. Moore, a pesar de que consideraba que lo bueno no
puede definirse, que simplemente se identifica, proponía un ideal ético que
tiene ciertas resonancias románticas que unen, como haría Schiller, la ética y
la estética: “Las cosas más valiosas que conocemos o podemos imaginar son, con
mucho, ciertos estados de conciencia que pueden, grosso modo, describirse como
los placeres del trato humano y el goce de los objetos bellos.”. Este ideal influyó profundamente en Virginia
Woolf y, de hecho, caracteriza en cierta forma el periodo que llamamos “modernismo”.
En 1922, tres años antes de la publicación de Mrs. Dalloway, había sido publicada la
traducción inglesa del Tractatus Lógico-Philosophicus
de Wittgenstein, donde leemos algo similar a la propuesta de Moore y el
trasfondo de Virginia Woolf:
6.41 El sentido del mundo debe quedar fuera del mundo. En el mundo todo es como es y sucede como sucede: en él no hay ningún valor, y aunque lo hubiese no tendría ningún valor. Si hay un valor que tenga valor, debe quedar fuera de todo lo que ocurre y de todo ser-así. Pues todo lo que ocurre y todo ser-así son casuales. Lo que lo hace no casual no puede quedar en el mundo, pues de otro modo sería a su vez casual.
Debe quedar fuera del mundo.6.42 Por lo tanto, puede haber proposiciones de ética. Las proposiciones no pueden expresar nada más alto.
6.421 Es claro que la ética no se puede expresar. La ética es trascendental. (Ética y estética son lo mismo.).
Del mismo modo, para Virginia Woolf lo valioso
del mundo no está en el mundo sino que nace en el hecho de que en el mundo hay
sujetos: mujeres que escriben y relatan. Del mismo modo que lo bueno no puede
definirse para Moore, la forma de la proposición y lo que hace de un trozo de
mundo un sujeto para Wittgenstein ni siquiera pueden decirse, se expresan o
muestran en sus manifestaciones. La ética no representa el mundo sino que lo
expresa en la forma de la representación literaria. Cuando en Una habitación propia Woolf recomienda la
apropiación espacio-temporal a las mujeres que escriben, y la escritura como
apropiación espacio-temporal, está formulando los mismos ideales ético-estéticos
que Moore y Wittgenstein.
Un segundo componente de la actitud ética de
Virginia Woolf es su campaña permanente contra la hipocresía. En 1903, también,
Samuel Butler había publicado El camino
de la carne (The way of all flesh).
Butler es conocido por su radical distopía Erewhon
(no-where, no lugar), en donde conjetura un mundo en donde las máquinas
evolucionan como seres vivos y donde la enfermedad sustituye al pecado,
mientras que el pecado se acepta como contingencias de la vida. En El camino de la carne Butler relata la
subversión de un hijo contra la moral hipócrita victoriana basada en la “naturalidad”
de las costumbres, y especialmente en la presunta moralidad de la obediencia a
los padres:
The world has long ago settled that morality and virtue are what bring men peace at the last. "Be virtuous," says the copy-book, "and you will be happy." Surely if a reputed virtue fails often in this respect it is only an insidious form of vice, and if a reputed vice brings no very serious mischief on a man's later years it is not so bad a vice as it is said to be. Unfortunately though we are all of a mind about the main opinion that virtue is what tends to happiness, and vice what ends in sorrow, we are not so unanimous about details--that is to say as to whether any given course, such, we will say, as smoking, has a tendency to happiness or the reverse. I submit it as the result of my own poor observation, that a good deal of unkindness and selfishness on the part of parents towards children is not generally followed by ill consequences to the parents themselves. They may cast a gloom over their children's lives for many years without having to suffer anything that will hurt them.
Los padres pueden ser tan dañinos como
cualquier otro mal en el mundo. Freud había mostrado esta posibilidad
psicológica, pero no había explorado suficientemente el daño que podría causar
la paternidad puritana e hipócrita. Virginia Woolf, por muchas razones biográficas,
conocía bien el daño que puede infligir la familia que “naturalmente” ha nacido
para proteger. Para ella, lo moralmente bueno ha de encontrarse en una suerte
de intangible intuición del valor intrínseco de las relaciones humanas y de la
sensibilidad a lo bello que es tan inexpresable como índice de autenticidad.
Así Mrs
Dalloway, una obra cumbre del modernismo como el Ulises de Joyce o A la
búsqueda del tiempo perdido de Proust. Narra las breves horas de la
preparación y realización de una fiesta organizada por la señora Dalloway,
esposa de un alto funcionario Richard Dalloway, un pragmático y distante
personaje que dedica su tiempo a lo exterior de la vida. El relato, como todos
los de Woolf, es un relato coral, a veces un entrecruce operístico de voces cuya
conjunción desvela la verdad estético-moral de la exigencia de vínculos
sociales y sensibilidad por la belleza. Ningún personaje, por sí mismo, es
ejemplo de virtud. Todos ellos son en algún sentido víctimas de sus propios
autoengaños y de las fuerzas de la historia. Es en su frágil e improbable
contacto en donde los vínculos que los unen se transforman en el objetivo del
relato. El tiempo y el espacio se distorsionan y enlazan lo pasado y distante
con lo presente, lo banal con las tragedias históricas.
Clarissa (Mrs Dalloway), Peter Walsh y
Septimus forman la trilogía central de los personajes de la novela. Seres
opacos y confusos ante sí mismos, de afectos indefinidos, víctimas y
protagonistas a la vez de la historia. Para Woolf, socialista militante
antimilitarista y feminista radical, hay una correlación profunda entre lo que
la sociedad hace con las mujeres y los militares con los jóvenes. En ambos
casos, los dos personajes, Clarissa y Septimus, viven una conciencia
desgarrada. Siempre temiendo el desbordamiento de la locura (que llevará Septimus
al suicidio), sobreviven atándose la la irrealidad de su conciencia. Frente a
ellos está la hipocresía moralizante de la ciencia, representada por el “eminente”
doctor Bradwash, “interesado en arte” y defensor de la ética naturalista del equilibrio,
que esconde el peor autoritarismo de la sociedad sobre la persona. La
indefinición sexual, los afectos y la vitalidad se oponen en la novela a la
superficialidad, la violencia de lo banal y el fracaso de vidas que no han
podido crecer en libertad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario