El mito más
extendido en la imaginación política es que solamente importan las escalas
grandes, la supervivencia planetaria, la geoestrategia, las coaliciones
internacionales, los estados nación a los grandes estratos sociales como la
clase, el género, la cultura, etc. El otro mito es el de que solo importa lo
cotidiano, lo cercano, el dominio del ciudadano medio y sus preocupaciones
diarias. Entre estos dos polos discurre la actividad y el pensamiento
políticos, sea en la forma organizada de partidos, sindicatos o movimientos,
sea en la actitud personal no comprometida o distante de la acción política. La
hipótesis es dialéctica: los espacios cotidianos reproducen las estructuras a
gran escala, pero las estructuras a gran escala establecen las constricciones
básicas en la dinámica de los espacios intermedios. Jorge Moruno expresaba la
paradoja recientemente en un tuit: “no se podrán cambiar las estructuras si no
cambiamos la vida cotidiana; no podremos cambiar la vida cotidiana si no
cambiamos las estructuras”.
Esta tensión no
le es ajena a nadie desde los años sesenta del siglo pasado. Hasta entonces, el
ideal de revolución siguió los modelos de las revueltas y de las rupturas de
poder de las revoluciones americana, francesa o rusa. Se suponía que todo los
demás vendría asociado de forma necesaria y consecuente al momento
revolucionario. Por ejemplo, lo que se denominaba con una expresión viejuna y
sexista el “hombre nuevo”, que aludía a la transformación de las prácticas y
actitudes cotidianas. Hemos aprendido de las múltiples derrotas que el mismo
concepto de revolución se ha transformado.
“Revolución” es
un concepto viajero* que nació de forma técnica en la astronomía para nombrar
las órbitas; más tarde pasó a la geología y a las controversias sobre el origen
del paisaje terrestre. “Revolución” nombró entonces los procesos en los que
poderosas fuerzas convergían en periodos cortos de tiempo produciendo grandes
transformaciones en el globo. El término estaba asociado al catastrofismo, una
de las explicaciones de por qué la superficie de la tierra muestra tales
cambios históricos como para que encontremos fósiles marinos en las cumbres de
las montañas. Las revoluciones americana y francesa convirtieron el término en
un concepto político que refiere a la transformación radical de las estructuras
de un estado y, posiblemente, de las instituciones que articulan una sociedad.
Una de las más
claras lecciones de la historia es que hay que corregir la temporalidad
asociada al concepto de revolución. Generaciones de militantes dieron sus vidas
esperando el momento de la revolución. Numerosos partidos y movimientos
revolucionarios se levantaron en armas porque sus dirigentes intuían que era el
“momento de la revolución”. Rosa Luxemburgo vivió uno de estos momentos y,
aunque sabía que era un error histórico que traería terribles consecuencias
para la clase trabajadora alemana, se adhirió fielmente a un levantamiento que
le costaría la vida.
Recientemente,
cierta filosofía política ha convertido en un incono de la revolución la idea
de “acontecimiento”. Tiene orígenes bíblicos pero ha sido popularizado por la
izquierda heideggeriana como si la revolución fuese algo así como la
manifestación de un ser, un evento frente al discurrir aburrido del tiempo
político de las instituciones que reproducen sin más lo existente. La
temporalidad que expresa este concepto se asocia a loque los griegos conocían
como kairos. De hecho los griegos tenían diferentes términos asociados
al tiempo: kronos, kairos, y aeon (aión). No son tanto
temporalidades en términos de longitud termodinámica como formas de entender la
existencia humana en el tiempo. La misma idea de revolución parecería romper
con el discurrir homogéneo del tiempo oficial del poder tal como se refleja en
los calendarios.
El tiempo de la
revolución no puede ser simplemente un “acontecimiento” en la línea
heideggeriana o schmittiana, o en la más clásica de la revolución pensada sobre
los modelos de la revolución francesa o rusa, tampoco como el kronos o
tiempo civil de la tradición socialdemócrata y de todos los determinismos
históricos, que dejan a la evolución “natural” del capitalismo o del orden
económico la tarea de cambiar la historia. Su tiempo es el aión helenístico, el
aevo y el saeculum latino, las edades de la humanidad en términos más
recientes. No es tanto un tiempo largo o corto, sino un giro en la historia,
una transformación como la que pensaba Marx cuando afirmaba que el comunismo
era la entrada de la humanidad en la historia o Kant cuando hablaba de la
Ilustración como salida de la humanidad del estado de niñez.
Desde esta
mirada, tendríamos que hablar de la revolución, más que como un resultado de
revueltas emocionales, como producto de un cambio en la estructura de sentimiento
de la sociedad es decir, de estados afectivos que constituyen las disposiciones
generales de individuos y colectivos. Así, afectos como la confianza y la
solidaridad no son tanto emociones como estados largos afectivos que son como
el bajo continuo de la vida cotidiana. Son metaemociones que producen una
transformación en las disposiciones emocionales.
Cuando Raymond
Williams escribió La larga revolución pensaba en estas transformaciones
telúricas de la estructura de sentimiento. La producción de estas derivas
tectónicas de fondo en la sociedad es también y sobre todo una mutación de los
espacios sociales, desde los de granulosidad fina, los espacios intermedios en
los que discurre la vida cotidiana, hasta las grandes esferas de la vida
pública, institucional y económica. Una sociedad puede ser concebida como un
enorme espacio de posiciones que sitúan a cada persona en un nodo de relaciones
de poder, de perspectiva social y de afectos. En las escalas intermedias, la
transformación de las relaciones genera en las escalas superiores estos cambios
en el tiempo y la historia que llamamos revolución o su contrario,
contra-revolución.
La revolución llegará como llega la madurez tras la adolescencia, como una edad de la humanidad. No será televisada porque no habrá nada que televisar: habrán cambiado las miradas y la dirección de las cámaras. La revolución es lo que ocurre cada día cuando deseamos cambiar las cosas y hacemos el intento, también y sobre todo cuando cambiamos nosotros con ellas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario