Hay palabras que
desaparecen sin que otras ocupen su lugar para expresar el concepto que ellas
hacían presente. Esos conceptos huérfanos emigran a otros vocabularios y se
transforman en otros modos de ver, cambian nuestros reconocimientos y las
reglas que articulan nuestras prácticas. Son arrastradas por las mareas de la
historia que las llevan a lo profundo de los mares de la memoria y sólo nos las
devuelven como pecios de naufragio en ocasionales momentos en que andamos rastreando
nombres perdidos.
Las lecturas que estos
días permiten a quienes estamos confinados en espacios llenos de libros y
vacíos de niños me han llevado a una de ellas, una palabra que en mi juventud
era raro que no escuchase alguna o varias veces al día y que se ha perdido incluso
de las jergas especializadas de la filosofía: praxis. El término griego
que denotaba la acción, que se diferenciaba de la skholé u ocio curioso (del
que proviene la scola latina y nuestras prácticas escolares) renació en la
historia de la mano de las interpretaciones hegeliano-marxistas de la historia
de Georg Lukàcs, Karl Korsch y Antonio Gramsci. Fue una palabra-derrota, un
término de llamada a las fuerzas de la voluntad cuando las fuerzas de la historia
decaían en los impulsos cíclicos a la emancipación humana.
El horizonte de una
transformación histórica mundial, que parecía haber abierto el final de la I
Guerra Mundial, que había traído la Revolución rusa, se disipaba en todos sus
puntos cardinales. La III Internacional dejaba de ser un movimiento mundial de
solidaridad para convertirse en un instrumento de la burocracia soviética, y por
el resto del mundo ascendía el fascismo que habría de llevar al mundo a su
segundo gran desastre en el siglo XX. Los socialistas de la II Internacional,
que habían creído en una teoría mecánica que postulaba la transición necesaria
del capitalismo al socialismo por causas endógenas en este modo de producción,
se encontraban perdidos en los innumerables conflictos y fracasos que llenaron
el mundo de entreguerras. El mundo se preparaba para otra catástrofe.
En sus Cuadernos, redactados
en la cárcel, Gramsci usó el término “filosofía de la praxis” para sustituir al
peligroso “marxismo” que sus guardianes habrían censurado, pero ese cambio no
era inocente, Gramsci creía realmente en la sinonimia de los dos términos. Al igual
que los hegelianos Lukàcs y Karl Korsch. Praxis era un nombre para algo
nuevo, un término filosófico que entrañaba la crítica a una concepción dualista
de la realidad, en la que habría sujetos caracterizados por la conciencia y el
orden de las razones y la realidad y sus objetos caracterizados por el orden de
las causas. Denotaba a un tiempo la acción reflexiva y el conocimiento en la
acción, la transformación consciente de la realidad y la transformación del
sujeto que producía esa acción transformadora. Solamente era expresable en un
lenguaje dialéctico en el que el autoconocimiento era un subproducto mediado
por la acción y la acción una transformación mediada por la razón.
El argumento que
desarrolló Lukàcs en Historia y conciencia de clase a comienzos de los
años veinte es largo y enrevesado, aún difícil de seguir para quien está
familiarizado con las jergas hegeliana y marxiana. Algo similar ocurre en quien
se pierde en los innumerables fragmentos de los Cuadernos de Gramsci, en los
que encontramos dubitaciones y cambios que obedecen a su intento de pensar algo
nuevo que entrevé y nombra sin acabar de explicar. Korsch, igualmente, trataba de
encontrar un nuevo concepto para entender los procesos históricos que había
traído el nuevo siglo. Pensaba Korsch, quizás el más lúcido de los tres, que la
socialdemocracia, que postulaba el poder determinante de la economía, el
bolchevismo leninista, que apelaba al poder de la política, y el anarquismo,
que confiaba en la espontaneidad y la acción directa, compartían en el fondo
una misma metafísica de la historia dualista, nacida de una incomprensión de la
razón en la historia, de la escisión entre razón e historia, como si la
historia pudiese ser racional por sí misma o la razón y la voluntad pudiesen
hacer historia por sí mismas. Praxis, como término híbrido, situado,
tenso y contradictorio en sí, abierto a la circunstancia, a la vez
práctico y epistémico, a la vez moral y eficiente e ingenieril, abría un campo
de mediación entre los polos que, separados, llevaban a la incomprensión de los
procesos históricos y de las oleadas de derrotas que traían con ellos.
El término desapareció de
los vocabularios en los tiempos de la Guerra Fría para reaparecer en la Nueva
Izquierda de los años sesenta y en los ciclos de conflictos que recorrieron esa
década y la siguiente. El triunfo del neoliberalismo en los años ochenta y el
del estructuralismo althusseriano y el postestructuralismo foucaultiano volvieron
a enterrar, quizás definitivamente, el uso del término, tal vez para siempre
asociado a un vocabulario nostálgico que se teñía de moralismo y abandonaba la
dureza conceptual y su significado complejo entre la razón y la historia.
En el nuevo siglo, esa
palabra perdida ha sido sustituida por otras que tratan de captar las formas en
las que la agencia humana personal y colectiva se hace presente en la historia
intentando nadar en las aguas del destino. Lamentablemente, esas palabras se
han teñido de moralina y han vuelto aún sin saberlo a las metafísicas que praxis
venía a cuestionar. Nuevos vocabularios que se reparten por zonas
diferentes de la realidad. En la parte institucional, la de la buena
conciencia, se ha extendido el uso de “buenas prácticas” para denotar lo que no
es pura costumbre sin llegar a ser ley y norma. En el lado de las voluntades
transformadoras, lo ha hecho otro término no menos horrísono: “activismo”, una
palabra que evoca movimientos compulsivos en los que difícilmente cabría encontrar
una dirección.
También las palabras son
derrotadas. También las palabras tienen una vida extraña de victorias
provisionales. Son, como las acciones terapéuticas del doctor Rieux, uno de los
personajes de La peste de Camus, signos de contingencia. En el momento culminante de la novela, Terroux,
un personaje que ejemplifica una suerte de moral de santidad, le pregunta al
doctor por su tranquila forma de enfrentarse a la crisis histórica que se la venido
encima, por su persistencia incólume a pesar de saber que toda acción es provisional:
—Sí —asintió Tarrou—, puedo comprenderlo. Pero las victorias de usted serán siempre provisionales, eso es todo. Rieux pareció ponerse sombrío. —Siempre, ya lo sé. Pero eso no es una razón para dejar de luchar. —No, no es una razón. Pero me imagino, entonces, lo que debe de ser esta peste para usted. —Sí —dijo Rieux—, una interminable derrota. Tarrou se quedó mirando un rato al doctor, después se levantó y fue pesadamente hacia la puerta. Rieux le siguió. Cuando ya estaba junto a él, Tarrou, que iba como mirándose los pies, le dijo: —¿Quién le ha enseñado a usted todo eso, doctor? La respuesta vino inmediatamente. —La miseria."
Praxis, la palabra desaparecida de nuestro vocabulario,
denotaba todo eso, una tranquila fuerza terapéutica en la historia que preserva
la razón bajo la aparente victoria de la peste. Las palabras
perdidas son signos de olvido que la recurrencia del destino nos hace lamentar.
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