Cosas que hacen
Cuando el antropólogo
Alfred Gell (1945-1997) murió tempranamente de cáncer, apurando sus últimos
días para terminar su libro Arte y agencia que su mujer habría de
publicar al año siguiente, no podía saber que estaba produciendo a la vez un
giro en la antropología y en la estética. A la antropología no había que
enseñarle que la cultura material es una parte esencial de la cultura pues ya
estaba en el corazón de su proyecto como ciencia. Los estudios sobre el
intercambio kula de Malinowsly, sobre el potlatch y la economía
del don de Marcel Mauss se encuentra entre los orígenes de la atención antropológica
hacia el entrelazamiento entre objetos y prácticas en las diversas culturas. La
antropología contemporánea de Bruno Latour, Tim Ingold y Daniel Miller ha
extendido con éxito y capacidad de renovación la idea de cultura material al
estudio de las culturas de nuestro tiempo. Aun así, quedaba (y queda) mucho por
escribir en letra pequeña sobre las relaciones entre prácticas, objetos y
subjetividades y experiencias; mucho por estudiar sobre cuál es la cultura
material de la epistemología y la estética, del conocimiento y el arte; un
océano de ignorancia sobre cómo el cuerpo extendido, la mente extendida, el
cuerpo y la mente distribuidos producen subjetividades, identidades, cultura,
resistencia. El libro de Gell es uno de los más iluminadores pasos en este
largo camino.
La Teoría del Actor Red
de Latour y Callon es una aproximación simétrica a la idea de agencia, en donde
la simetría consiste en el emborronamiento de personas y artefactos referente a
la capacidad de cambiar las cosas. Latour usó el término actante, tomado
de la teoría literaria para expresar esta simetría. El concepto de Latour es
demasiado general, demasiado poco iluminador, demasiado posmoderno y “francés”
para permitirnos entender por qué y cómo aprendemos de la práctica, por qué y
cómo las cosas que hacemos nos transforman. La teoría de Gell es bastante más
sofisticada y abre posibilidades que se extienden desde el arte, que era su
objetivo, hacia otros campos como el conocimiento y, en particular, las
epistemologías de la resistencia social a la dominación.
La teoría de Alfred Gell
se resume básicamente en que el arte pertenece a una familia de prácticas en
las que hacemos cosas para hacer cosas con la gente. La religión, una región de
la cultura muy cercana al arte, de la que el arte en su concepción occidental
puede considerarse como su sucesor natural, agrupa un conjunto variado de
prácticas que producen cosas que producen subjetividades, acciones, formas de
vida: se fabrica un templo para dividir los espacios y tiempos en sagrados y
profanos; se fabrican imágenes para producir piedad; se escriben libros para
generar plegarias y sentidos de culpa, … Los objetos, en un sentido amplio que
acoge lo físico y lo informacional, median las relaciones sociales, son parte
de las relaciones sociales y por ello del orden que constituye las sociedades.
Los objetos de arte son teorizados
por Gell como un tipo muy particular de significados: son índices en el sentido
peirceano, al modo en que el humo es un índice de fuego. Un objeto de arte es
un índice de agencia, un productor de inferencias de que aquello está producido
de forma agencial para, a su vez, producir efectos agenciales. Como en el viejo
y mal chiste sobre arte contemporáneo, si encontramos una fregona en una sala
de un museo, ese objeto se convierte en arte si produce inferencias sobre la
agencia compleja del artista, del comisario, de los espectadores, de la forma
“instalación” que hace que ese objeto haya suspendido su humilde función como
herramienta de limpieza.
Los objetos/índices se
articulan en una taxonomía de cuatro elementos que delimitan la teoría del arte
de Gell: artistas, índices (objetos), prototipos y destinatarios. Los artistas
son lo que usualmente entendemos por tales, desde los artesanos a los
intérpretes o autores. Los destinatarios pueden ser tanto el público espectador
como los mecenas o coleccionistas. Por último, los prototipos son esquemas de
significado que permiten situar el objeto en un marco de interpretación
artística. Son prototipos, por ejemplo, los géneros en pintura, literatura,
música o cine. A su vez, las relaciones
entre estos cuatro componentes se ordenan asimétricamente en agentes y
pacientes.
Cualquiera de los
elementos puede ocupar en algún momento el rol de agente o el de paciente: el
artista, en el sentido más intuitivo es agente respecto al objeto cuando lo
elabora, pero puede ser paciente respecto al prototipo cuando tiene que
amoldarse a las normas del género; los destinatarios pueden ser pacientes
cuando son meros espectadores pasivos, pero agentes, por ejemplo, cuando son
mecenas o demandan un cierto prototipo. Esta doble mirada como elementos y como
roles produce complejas formas de agencia. Así, podemos pensar en Caravaggio
como un gran artesano que produce un cuadro de la muerte de la Virgen como un
cuadro de género ordenado por Laerzo Cherubini para su capilla en la iglesia
Santa María della Scala en el Trastévere, y por ello destinado a producir
piedad en los fieles. Este esquema lineal de agencia en el vértice tenemos al
artista, aunque también al mecenas que hace con su dinero que Caravaggio se
ponga a trabajar, pero también con su intención de que obedezca a un prototipo.
Caravaggio, a su vez, paciente como artesano al servicio de la nobleza, puede
actuar como agente no solo como pintor sino como revolucionario que se niega a
seguir las normas del prototipo y representa en el cuadro a una mujer muy
normal en su lecho de muerte.
El rol de agente/paciente
puede ir cambiando a lo largo del proceso de creación y difusión del arte de manera
que la historia de un objeto de arte se ramifica en situaciones y momentos
variantes en los que cada elemento se activa o se acompasa. Pensemos en los
avatares de La Venus del espejo de Velázquez, desde su nacimiento de las manos
del pintor a los múltiples gabinetes de la nobleza que ocupó con el tiempo
hasta terminar en la National Gallery, en donde el 10 de marzo de 1914 la
sufragista Mary Richardson la acuchilló en un acto a la vez político y estético
en protesta por la detención el día anterior de su compañera de luchas Emmeline
Panhurst.
En estos circuitos de
agencia caminamos desde el espacio oscuro de lo inexistente a los significados
que suscitan las obras de arte, como iluminaciones y operadores de posibilidad
que no pueden ser sustituidos por ningún otro componente cultural en la
producción de sentido. Artes plásticas, escritura, artes escénicas, música,
artesanías varias, como ejercicios de agencia que producen y son producidas,
como articuladoras de una historia de cultura, sociedad e identidad.
Quienes defienden las «experiencias estéticas» dirán que una imagen como fuente de poder, salvación y exaltación religiosos no se aprecia por su «belleza», sino por motivos muy distintos, pero yo considero falaz tal posición por dos razones. Ante todo, no puedo diferenciar entre la exaltación religiosa y la estética; yo diría que los amantes del arte sí adoran las imágenes en los sentidos principales de la palabra, aunque racionalicen su idolatría de facto como un asombro estético. Por tanto, escribir de arte, sea lo que sea, es escribir o de religión, o del sustituto con el que se satisfacen quienes han abandonados las formas públicas de las religiones comunes. La herencia puritana protestante en comunión con cierto sofisma en la teoría del arte ha fraguado una mala fe sobre el «poder de las imágenes» en el mundo occidental contemporáneo, como ha demostrado […] Hemos neutralizado nuestros ídolos al reclasificarlos como arte, pero seguimos venerándolos con tanta intensidad como el idólatra más devoto ante su dios de madera, y específicamente me incluyo en esta descripción. En segundo lugar, desde el punto de vista antropológico, hemos de reconocer que la «actitud estética» es un producto histórico de la crisis religiosa causada por la Iluminación y el ascenso de la ciencia occidental que en absoluto resulta práctico en las civilizaciones que no han asimilado la perspectiva iluminada, a diferencia de nosotros. (Arte y agencia, p. 138)
Dramas y tramoyas
El modelo de Alfred Gell
es incuestionablemente valioso e iluminador. No hay duda. Es una teoría del
arte y la cultura material que no solamente debe ser conocida sino aprendida y
ejercitada. Pero aún es insuficiente para responder a las preguntas sobre cómo
aprendemos de la práctica y en particular del arte. Las variedades del arte
atraviesan en su diversidad de roles las distintas culturas, tiempos y
espacios. A veces su agencia es parte de la violencia, como las decoraciones de
los escudos que ilustra Gell, cuya función es asustar al enemigo; a veces, como
la arquitectura del Vaticano, está orientada a aplastar al visitante de aquel
espacio y reducirle a un tamaño mínimo frente al poder celestial y de sus
representantes en la Tierra. Pero a veces, también, puede ser liberador como el
friso de las guerras entre lapitas y centauros expoliado en Berlín y narrado
como un ejemplo de la lucha de clases por el obrero de La estética de la
resistencia de Peter Weis. El ensamblamiento de esta novela y de la
gigantomaquia que abruma en el hall del Museo de Pérgamo produce, al igual que
la agresión a La Venus del espejo, una resignificación que puede que
irreversiblemente nos lleve a ser otro tipo de espectadores de la obra.
Alfred Gell centró su
teoría en las artes visuales plásticas, la escultura y la pintura, pero el teatro
es una metáfora y metonimia mucho más iluminadora de la capacidad del arte para
transformar colectivamente a la sociedad. En el teatro, el objeto producido, la
representación, adopta una forma material compleja que nos sirve de andamio
para explorar la transfiguración estética colectiva. Se produce lo que Guy
Debord llamaba una “situación”, una clausura espacio-temporal en donde ocurre
el acontecimiento. Henry Lefebvre usó más el término cronológico de “momentos”.
El arte produce situaciones o momentos. En ellos se ensamblan estructuras
materiales como es el espacio teatral, el escenario y el lugar del espectador,
la tramoya y al mismo tiempo se ensamblan cuerpos y almas: las de los actores y
los espectadores, cada uno en posiciones distintas y en una suerte de división
social del trabajo emocional.
El esquema dramatúrgico
contiene más densidad en las relaciones agenciales y por ello ejemplifica mucho
mejor el poder del arte en la educación estética de la humanidad (dominada). El
objeto, la situación, el momento, es la presentación de un drama bajo prototipos
diversos: puede ser una tragedia, melodrama, comedia, teatro posdramático, pero
siempre bajo la idea general de que hay algún antagonismo presente en la sala:
alguien tiene lo que otro desea. Autores e intérpretes se transforman para
producir un efecto en los espectadores, quienes, a su vez, como espectadores
emancipados, se reúnen en algo así como una asamblea en la que la voz la tienen
los intérpretes, pero en la que los contenidos son parte de los recursos
comunes para entender situaciones complejas.
El teatro tiene en sus
variedades (la emocional de la línea Artaud, la distancia reflexiva de la línea
Brecht) el poder de hacer presente en un lugar y contexto concreto la
complejidad de la agencia personal y colectiva. Aristóteles nos recordaba que
el teatro gusta porque no es sino una representación de la acción humana. Tiene
el poder del relato, y por ello una fuerza elemental que está antes que los
conceptos. Podemos aprender de un relato aunque no tengamos aún conceptos para
nombrar lo que ocurre. Asistimos a una representación del poema de Shakespeare,
“La violación de Lucrecia” y escuchamos una de las estrofas:
¿Por qué invade el gusano el virginal capullo?
¿O incuban los cuclillos en nido de gorrión?
¿O envenenan con fango los sapos a las fuentes?
¿O el dictador se oculta en el pecho más noble?
¿Por qué violan los reyes sus propias ordenanzas?
Será que lo perfecto nunca es tan absoluto
que no admita impurezas o algo lo contamine.
Un lamento de Lucrecia
que no entiende qué ha podido causar su mal han sido escritas para la audiencia
en ese preciso momento de la interpretación. No conocemos cuáles fueron los
motivos de Shakespeare al escribir el poema, no sabemos tampoco qué resuena en
las mentes de la actriz que recita los versos; no sabemos qué está pensando el
señor de la butaca de al lado, pero sabemos que esos versos fueron escritos
para nosotros, cada uno en particular, para que fueran escuchados precisamente
en este instante en que nos reunimos con otros en esta suerte de asamblea que
es una representación.
No conocemos tampoco la
respuesta correcta a estas preguntas que alguien nos recita. Estamos en la zona
gris donde muchos, la mayoría, no se sitúan en el lugar de Lucrecia pero
tampoco en el de Tarquino y sin embargo sí se saben interpelados por estas
palabras a las que responder con otras palabras como “injusticia” o “mal”
resulta una pobre respuesta. En ese momento o situación
de la representación todos los antagonismos que recorren la sociedad también nos
atraviesan y aparecen como carteles de propaganda que desde cada edificio nos
preguntasen “¿y tú qué haces ante esto?” al modo en que los anuncios de They
live de John Carpenter, 1988 se vuelven órdenes de obediencia al ser vistos
con unas gafas especiales. La
situación, las voces de los intérpretes, el objeto en sí de la asamblea del
escenario, la tramoya y el patio de butacas adquiere la naturaleza de un
médium, de una mediación que produce palabras en nuestra mente, que tal vez
nunca nos habíamos dicho o escuchado decir a nosotros mismos.
¿Qué tipo de transformación
generan las obras de arte de un modo distinto a las herramientas, artefactos de
función predominantemente técnica o de los objetos y artefactos de función
exclusivamente epistémica (como, por ejemplo, un termómetro, un analizador de
proteínas asociadas a un virus o una regla para resolver ecuaciones lineales)?
Alfred Gell, de nuevo, observa los ídolos e imágenes religiosas, cuya función
básica es movilizar las emociones y conductas de los fieles. Pensemos en los
cristos articulados que fueron tan usuales en el barroco que Fernando Rodríguez
de la Flor ha estudiado[1] y que generaron
toda una suerte de rituales en la Semana Santa como el Descendimiento o el
Santo entierro, en los que personas elegidas de la cofradía ejercían roles de
personajes evangélicos. En algún sentido, considera Gell, no hay distinción
entre la compleja agencia de los cofrades sobre el Cristo y la de la agencia de
esta sobre los fieles y el juego de una niña con su muñeca arreglándola y
dándole de comer. Hay una suerte de distribución de la agencia entre las
personas y las imágenes que cambian el modo en que ambas se comportan. Los
cofrades, como la niña, viven en una realidad transcendente en la que prestan a
la obra sus propias emociones y pensamientos como un modo de generar una
situación particular definidamente distinta a la de otros momentos de la
cotidianidad. Aquí es donde se produce la transformación que genera el arte.
Rancière ha especificado
dos formas en las que el arte nos transforma: en un primer sentido, transforma las sensibilidades en tanto que
admite como agencia, como contenidos o prototipos parte de las experiencias de
la gente que en otros momentos quedaron simplemente en lo inapreciable e
irrelevante. Es lo que llama el “reparto de lo sensible”. En otro sentido, las
obras de arte crean estas realidades en suspensión que tienen algo de juego y
de piedad religiosa, pero que en una sociedad basada en la dominación producen
una transcendencia muy real y un deseo de otra vida.
CONTINUARÁ
(Sensibilidades y antagonismos)
[1] Rodríguez de la Flor (2012) El cuerpo del fantasta. Sobre mitología literaria
hispana y progreso tecnológico”, en Fernando Broncano, David Hernández de la
Fuente (eds) De Prometeo a Frankenstein. Autómatas, ciborgs y otras
creaciones más que humanas, Madrid: Ediciones Evohé
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