Lo cotidiano como “mundo” real es posiblemente una de las
más controvertidas victorias de la filosofía contemporánea. Es una victoria contra la herencia de la
concepción moderna de lo real, que extendió por la cultura de la ansiedad
por la irrealidad de lo cotidiano. Las
controversias sobre lo que es real y objetivo y lo que es pura apariencia está
en el origen de la epistemología contemporánea, en Descartes y Galileo, y
prosigue hasta la dicotomía entre lo que Wilfred Sellars llamó la “imagen científica”
y la “imagen manifiesta”. Pero no hay que culpar solamente a la cultura moderna: a pesar de que esta se basa en el escepticismo sobre la existencia del mundo, el desprecio a lo cotidiano tiene profundas raíces metafísicas y
religiosas. Jorge Manrique, en las “Coplas a la muerte de su padre”, una elegía
que contiene la esencia de la metafísica, expresa con una pasmosa lírica la
tesis de la irrealidad de lo vivido:
Los plazeres y dulzores
de esta vida trabajada
que tenemos,
¿qué son sino corredores,
y la muerte, la celada
en que caemos?
No mirando a nuestro daño,
corremos a rienda suelta
sin parar;
desque vemos el engaño
y queremos dar la vuelta,
no hay lugar.
Toda la filosofía barroca desde Calderón a Descartes se basa
en esta angustiosa sospecha de lo cotidiano. No hay lugar para lo cotidiano en
lo real. La mesa del carpintero ocupa vicariamente el lugar del verdadero poder
que es el complejo de energías y partículas físicas que la constituyen. Lo que
Ricoeur llamó la Escuela de la sospecha: Marx, Nietzsche, Freud, enlaza con
esta tradición, al menos en cuanto mantiene la ansiedad sobre la realidad de lo
cotidiano: ideología, moral y neurosis son las formas de autoengaño en las que
discurre la vida humana. La filosofía de la sospecha prolonga su sombra por toda
la contemporaneidad. Foucault es heredero de Nietzsche y Lacan de Freud. Es curioso
cómo Lacan repite la escisión cartesiana, aunque ahora la convierta en una
tripartición entre lo imaginario, lo simbólico y lo real: de lo real no se
puede hablar porque no hay medios representacionales para hacerlo, el mundo de
lo cotidiano, por otro lado, no es sino un mundo vicario que sustituye los deseos
inconfesables por pequeños sustitutos. Nada muy lejano al universo religioso de
Manrique.
Por eso ha sido y es tan controvertida la reivindicación del
mundo cotidiano que significa Wittgenstein (y en parte Heidegger: solo el dasein
tiene mundo, habita). Si el término de lo "cotidiano" resulta a veces irritante para mucha gente en filosofía puede que haya sido porque la
filosofía que más lo ha propagado ha sido la parte
más adusta y desabridamente académica de la filosofía analítica, que tiende a
confundir lo cotidiano con el pequeño mundo de las high tables oxonienses
y los debates de tribu escolar. Sin embargo, la reivindicación de lo cotidiano,
con una mirada crítica pero no derogatoria, situándose en la escala humana y no
en la cósmica o la histórica, ha tenido otras versiones mucho más interesantes
como el pragmatismo de Dewey, el marxismo de Henry Lefébvre, el pensamiento
libertario de Guy Debord, la antropología de los pobres de Michel de Certeau y
James Scott o la sociología de Pierre Bourdieu.
La reivindicación de lo cotidiano no es, como a veces
sospechan quienes se instalan en la filosofía de la sospecha, una justificación
de lo cotidiano, como si admitir la realidad de este horizonte no fuese sino
ceder a una suerte de trampa ideológica pequeñoburguesa. Por el contrario, es
un lugar de tensiones y fuerzas antagónicas, que son reales pero lo son en el ámbito
de lo cotidiano.
Arjun Appaduray e Igor Kopytoff mostraron en su clásico
libro, que en cierta forma inaugura la corriente de la cultura material, The
social life of things, cómo un artefacto cotidiano puede pasar por diversas
fases de existencia todas ellas reales. Marx pensaba que la tendencia general
del capitalismo a convertir todo en mercancía borraba irremisiblemente el valor
de uso de las cosas, y con ello su existencia real, que pasaba a ser una
existencia fetiche (el trabajador solo es humano cuando es mercancía en el
trabajo y animal cuando deja de trabajar). Pero esa ley de hierro, sostienen
los autores, no da cuenta de la vida social real de las cosas: el anillo que un
día comprase una abuela y que ha ido pasando de mano en mano de sus hijas fue
una mercancía en su momento, pero se convirtió en un objeto cargado de un valor
invaluable en el resto de su existencia.
Para Marx, el consumo era simplemente la reproducción
biológica apenas suficiente del trabajador, la parte animal del ser humano,
cuya verdadera forma de vida tendría que ser la producción. E. P. Thompson, en
su imprescindible historia de la formación de la clase obrera en Inglaterra, reivindicó
para siempre lo cotidiano como el lugar donde se constituyen las identidades de
clase: la escuela, el pub, la visita a la iglesia, las canciones y fiestas, las
revistas, el lenguaje. Thompson pensaba que todo ese complejo de realidades
constituía el lugar donde se hace la historia; que las clases no son, sino que
devienen en sus modos de articular la vida cotidiana, en sus relaciones con los
objetos, en las formas en que esos objetos constituyen maneras de estar y
habitar el mundo incluida la construcción de la distancia entre el “nosotros” y
el “ellos”. Allí
donde Marx solamente veía una vida miserable y animal, Thompson encontraba una
ecología de la vida con una larga trayectoria histórica hecha de hábitos,
costumbres y prácticas.
No hay otro modo de definir lo cotidiano sino como un ámbito de objetos y procesos que tienen significado, pero no en el sentido lingüístico o idealista sino en tanto que constituyen puntos de referencia de experiencias, que se articulan en historias y redes. John Dewey lo explicó con una metáfora bien materialista: podemos entender la vida como un conjunto inacabable de procesos químicos, sin embargo, el nacimiento y la muerte son puntos significativos que definen a un ser vivo, aunque sea en la forma tan mínima como la bipartición de una bacteria en otros dos clones. El significado, así, es un modo de caracterizar prominencias en el inacabable discurrir de la existencia. Lo cotidiano, el mundo y el espacio de lo significativo son coextensivos. Por supuesto, hay más cosas en la realidad que lo cotidiano, cosas que, para usar un término de teoría de la relatividad, están al otro lado del “horizonte de sucesos” o de los objetos y seres con los que podemos interactuar. Al desarrollar nuestros medios de observación nuestro mundo se expande con las capacidades de interacción: si observamos la mancha nebulosa que proyecta la Vía Láctea en nuestros ojos, estamos interactuando con objetos del pasado, de nuestro pasado, que se hace presente por el viaje de los fotones que enviaron las estrellas de hace millones de años y que ahora llegan a nosotros. La luz de Próxima Centauri, la estrella más próxima a nosotros (a 1,3 pársecs, o 4.2 millones de años-luz) nos permite ver un pasado que en la Tierra corresponde a un mundo de homininos anteriores al género Homo, así que nuestro telescopio nos permite extender lo cotidiano a un tiempo anterior a nuestra existencia como género de grandes primates. En lo que respecta al futuro, el entorno de redes de artefactos amplía nuestra existencia en el tiempo y por ello amplía el ámbito de lo cotidiano a un horizonte de posibilidades sobre las que adquieren sentido nuestros planes de vida. Si nos encontramos desnudos en la Antártida en pleno invierno, nuestro horizonte de posibilidades es bastante magro y estrecho, pero si nos encontramos arropados, en compañía y conectados a otros grupos, la Antártida puede llegar a ser un hogar como otros. En esta concepción de lo cotidiano, nuestro hábitat, el planeta, define nuestro horizonte de posibilidades como personas y como especie. Es nuestro hogar cotidiano.
Desde esta concepción materialista y al tiempo basada en lo
que tiene significado, pueden reinterpretarse las tesis marxianas dándola más
crudeza si cabe que las que su autor les dio en El Capital: el largo proceso de
transformación de las cosas en mercancías, incluidas nuestras vidas y nuestros
planes de futuro (“invertir en futuro”) puede entenderse como un proceso que al
hacer todo equivalente destruye a la misma velocidad los significados de las
cosas y, por ello, estrecha aceleradamente nuestro horizonte de posibilidades,
incluyendo la destrucción real y no imaginaria de las posibilidades de vida.
Algo así como un progresivo colapso en un agujero negro.
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