Es en las épocas de grandes crisis cuando vuelven las preguntas sobre cuál es la dimensión de la agencia humana en una historia desbocada y en un mundo ordenado por las causas y los azares. Las ideologías religiosas y tantas veces las políticas han levantado mapas planetarios, geoestratégicos, que hablan de postrimerías, de fuerzas inconmensurables y procesos irreversibles en los que la voluntad de personas, grupos, movimientos e instituciones no parecen ser más que náufragos llevados por las corrientes de los océanos de la historia. Economía, mercados y tecnología parecen haber tomado el testigo de los dioses de otro tiempo como escribas ciegos e iletrados que llenasen las páginas del porvenir de líneas sin sentido. Es en esas épocas de oscuros designios cuando se encienden pequeñas velas de esperanza y humanismo por allá y acullá llamando a redimensionar los mapas de la historia y levantar los planos de la vida usando una escala humana, la escala de la experiencia, del sufrimiento y de los anhelos y deseos.
Así, en la derrota de la democracia ateniense por las armas
de la oligarquía aliada con los ejércitos de Esparta, Protágoras levantó su proclama
de lo humano como medida de todas las cosas presentes o futuras. Cuando Tomás
de Celano, amigo de Francisco de Asís, escribió en Dies irae, un canto a
la esperanza en una Italia devastada por las guerras imperiales y papales. Un
canto que resonó en el norte de la península italiana, en Petrarca, Dante, los
retóricos y los humanistas de las repúblicas burguesas del Véneto, la Lombardía
y, sobre todo la Toscana, en una exuberante fuente de escritos defendiendo la capacidad
humana para sortear los azares de la fortuna, llamando a una fusión del
pensamiento y la acción, de la pluma y la espada.
Pero fue Spinoza el judío excomulgado por su propia
comunidad, aislado en una diáspora
interior, quien en una Europa cruel, atravesada por la muerte, por el ascenso
de imperios y autoritarismos, acosado por el asesinato de sus amigos
republicanos, quien volvió a levantar las banderas de la esperanza con una
filosofía de la potencia y la agencia humana, de la fusión del cuerpo y el entorno,
de la superación por la creatividad y actividad humana de las fuerzas de los
azares que afectan al cuerpo, personal y social.
La filosofía política del último tercio del siglo pasado,
que veía el ascenso victorioso de la marea neoliberal, de la mano de Antonio
Negri y Gilles Deleuze y tantos otros, volvió sus ojos al filósofo vulnerado y
derrotado pero siempre resistente. En Spinoza. Filosofía práctica, escribe
Deleuze:
Esta vida frugal y sin pertenencias, consumida por la enfermedad, este cuerpo delgado, enclenque, esta cara ovalada y morena con sus brillantes ojos negros, ¿cómo explicar la impresión que dan de estar recorridos por la Vida misma, de poseer una potencia idéntica a la Vida? Con toda su forma tanto de vivir como de pensar erige Spinoza una imagen de la vida positiva, afirmativa, contra los simulacros con los que se conforman los hombres. Y no sólo se conforman con ellos, sino que el hombre odia la vida, se avergüenza de la vida; un hombre de la autodestrucción que multiplica los cultos a la muerte, que lleva a efecto la sagrada unión del tirano y del esclavo, del sacerdote, el juez y el guerrero, siempre ocupado en poner cercos a la vida, en mutilarla, matarla a fuego lento o vivo, enterrarla o ahogarla con leyes, propiedades, deberes, imperios: tal es lo que Spinoza diagnostica en el mundo, esta traición al universo y al hombre. […] En el reproche que Hegel hará a Spinoza, haber ignorado lo negativo y su potencia, reside la gloria y la inocencia de Spinoza, su más propio descubrimiento. En un mundo roído por lo negativo, él tiene suficiente confianza en la vida, en la potencia de la vida, como para controvertir la muerte, el apetito asesino de los hombres, las reglas del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto. Suficiente confianza en la vida como para denunciar todos los fantasmas de lo negativo. La excomunión, la guerra, la tiranía, la reacción, los hombres que luchan por su esclavitud como si se tratase de su libertad, forman el mundo de lo negativo en el que vivía Spinoza […] Todas las formas de humillar y romper la vida, todo lo negativo, tienen, según su opinión, dos fuentes, la primera vertida hacia el exterior y la otra hacia el interior, resentimiento y mala conciencia, odio y culpabilidad. «El odio y el remordimiento, los dos enemigos capitales del género humano.» Denuncia sin cansancio estas fuentes en su vinculación con la conciencia del hombre, y anuncia que no se agotarán sino con una nueva conciencia, bajo una nueva visión, en un nuevo apetito de vivir. Spinoza siente, experimenta su eternidad.
No es extraño que el humanismo del siglo XXI representado
por las filósofas de lo positivo: Haraway, Butler, Braidoti, vuelvan a los
mismos temas de la potencia de lo corporal, de la simbiosis con la vida, de la
sensibilidad al daño ajeno y sean las herederas del guadiana humanista en un mundo
posthumano.
La gran filosofía siempre ha desconfiado de lo positivo. Hay
razones para ello. El pensamiento neoliberal, en su nuevas máscaras de lo
humano ha difundido el “tú puedes”, los pensamientos positivos y los deseos de
felicidad como ideologías que esconden la destrucción de las subjetividades, la
nueva sumisión a un capitalismo salvaje y la destrucción del mundo. Pero no basta
denunciar lo falso de este mensaje. Lo que hay que preguntarse es por qué cala
tanto. En un magnífico libro que publicará muy pronto Antonio J. Antón Fernández,
El sueño de Gargantúa. Distancia y utopía neoliberal, recorre el
pensamiento político de la modernidad para sustentar la tesis de que la utopía
que realmente ha funcionado en el mundo moderno ha sido la utopía liberal, la
promesa de una familia, una casa, un trabajo estable y seguro, una protección
contra la invasión del estado a través de la propiedad privada. El pensamiento
de la izquierda, organizado por la lucha contra los agravios, prohibiendo
siempre toda imaginación utópica por peligrosa, no ha entendido nunca la fuerza
de la utopía liberal y cómo se ha construido en ideología persistente entre los
grupos y estratos de la sociedad que aspiran a una existencia humana.
Es por eso que las débiles llamas de las filósofas
neo-spinozianas, que recuperan la otra tradición utópica de trascendencia de un
presente desolado puede que sean la última esperanza contra la ceguera y la
sumisión voluntaria. La utopía, nos enseña Fredric Jameson, se entiende mal si
la leemos como un relato de fantasía social. La utopía es un método, una
estrategia de trascendencia de lo real y de sus aparentes determinaciones a
través de la fuerza del deseo y del amor. Spinoza nos enseña que el amor y el
miedo son las dos pasiones que ordenan la vida en plazos largos, y que solo el
amor que protege el deseo de otro mundo puede acompañar a la fuerza de la razón
para defender la potencia de la vida.
Donna Haraway, con su finura irónica y poética llena siempre
de metáforas incisivas, ha ofrecido una que define el método utópico para los
tiempos de desgracia: hacer croché, tejer lazos que nos abriguen de los fríos
cósmicos de estos tiempos. Contra la utopía liberal de la casa-castillo y el
ego autoalimentado, los entrelazamientos comprometidos en una nueva simbiosis
de cuerpos, almas y entorno, sintiéndose, como ella también ha dicho, “animales
de compañía”, porque nadie se come a los animales de compañía, ni ellos se
comen a quienes acompañan. Devenir mestizas, que proponen Braidotti y Anzaldúa,
devenir antígonas capaces de llorar las muertes de los otros estigmatizados por
el poder, afirma Butler, poner en pie movimientos que no estén solo basados en
políticas del agravio sino, más allá, en la fuerza de la utopía, propone Wendy
Brown.
El imperio de la utopía liberal y la sumisión de la izquierda
a la pura reacción del pensamiento negativo han sido las reglas que han
ordenado la cultura moderna. El frágil Spinoza y la débil llama de la vela de
su escritorio muestra otros túneles escondidos a los viejos topos de la historia.
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