Si la exaltación reaccionaria es una estructura de sentimiento que alerta a la vida conservadora de que su mundo puede estar en peligro, una posibilidad que transmite la memoria de la revolución[1], que nace y se constituye en el miedo a la agencia de los de abajo, en el campo progresista o resistente se extienden otras reacciones afectivas que alteran prácticas y creencias. Son las que recorren la gama de la melancolía: la nostalgia, la amargura, el agotamiento, el burnout social, la depresión. Al igual que en los miedos reaccionarios el sentido de la temporalidad, la memoria y la imaginación de distorsionan y con ellas la capacidad de acción y comprensión en y del presente. Las representaciones de lo que pudo ser y no fue, las faltas de imaginación de lo que podría ser de otro modo conforman el ser del ahora.
La historia de las pasiones de este espectro se remontan a
la antigüedad: la acedia que los monjes medievales castigaban, la melancolía
renacentista y barroca que ensimismaba la mente en un mundo de libros, la
nostalgia de los lansquenetes y mercenarios suizos fuera de sus montañas, que
les llevaba a la deserción y al suicidio y era castigada fieramente por los
oficiales, los tonos crepusculares de la literatura modernista[2], la
estética decadente posmodernista: todas estas manifestaciones tienen un aire de
familia al tiempo que reciben nuevos nombres y diagnósticos desde lo clínico a
lo cultural, moral y político. La nostalgia es un estado de ánimo permanente a
lo largo de la historia de la cultura que se manifiesta y se nombra de maneras
muy diversas en los diferentes contextos y situaciones. La modalidad que me
interesa traer a esta discusión sobre lo cotidiano tiene un origen y un
carácter moral y político y se extiende cíclicamente entre activistas,
intelectuales y otras personas alineados con la izquierda o con movimientos
sociales resistentes a veces en momentos de declive, a veces, como observaba
Marx, por un paradójico recelo a las propias transformaciones que han producido
estos movimientos.
En una extraña reseña sobre un libro de poemas de Eric
Kästner, Walter Benjamin dio el nombre de “melancolía de izquierdas” a una
actitud que define a ciertos intelectuales con una mirada negativa sobre la
posibilidad de un cambio estructural:
[…] ese radicalismo de izquierda es una postura a la cual no corresponde más acción política alguna. No está a la izquierda de esta o de aquella tendencia, sino simplemente a la izquierda de toda y cualquier posibilidad. Porque, desde el principio, no piensa en otra cosa a no ser en deleitarse consigo mismo. La seguridad es una necesidad esencial del alma. Significa que no está bajo el peso del miedo o del terror salvo como consecuencia de un concurso de circunstancias accidentales y por breves y escasos momentos. El miedo o el terror, como estados duraderos del alma, son venenos casi mortales, ya sea su causa la posibilidad de despido, la represión policial, la presencia de un conquistador extranjero, la espera de una invasión probable o cualquier otra desgracia que sobrepase las fuerzas humanas. […] La protección de los hombres contra el miedo y el terror no implica la supresión del riesgo; por el contrario, exige la presencia permanente de cierta dosis de riesgo en todos los aspectos de la vida social, pues su ausencia debilita el ánimo hasta dejar al alma, llegado el caso, sin la menor defensa interior contra el miedo. Únicamente es necesario que aparezca en condiciones tales que no se transforme en sensación de fatalidad, en una tranquilidad negativista.[3]
Benjamin detectaba esa atmósfera de derrota en la cultura de su tiempo, al borde del triunfo del fascismo y en las postrimerías de la fracasada revolución alemana. Al final del siglo, la caída del Muro, el ascenso del neoliberalismo y las poco efectivas convulsiones de los movimientos Occupy en la segunda década de nuestro siglo, han contribuido a crear una amplia conciencia de un sentimiento similar que ha dado origen a una notable cantidad de literatura. Clara Ramas escribe en su reciente libro:
“Hemos perdido el pasado, el presente y el futuro. Lo que aparece cancelado es nuestra posibilidad de una experiencia del tiempo. Sus manifestaciones más aparentes son bien conocidas. Malestar cultural ante la ausencia de una perspectiva de futuro. Auge de discursos políticos asentados sobre la melancolía y la nostalgia de un pasado que fue mejor. Incapacidad para efectuar una interpretación con sentido del propio presente. Un futuro cancelado y un pasado que echamos de menos. Un presente que se nos escurre entre los dedos. Esta es la verdadera cancelación del siglo XXI. […] Con este panorama, a nadie sorprenderá que la tonalidad de nuestro tiempo no sea heroica. No corresponde a ninguna aurora. No es triunfal. No es pujante ni vital. Es más bien cansada, agotada. Tardía. No es, bajo ningún prisma, joven. La tonalidad de nuestra época es «crepuscular»: nos sentimos instalados en un cierto final, en un cierto «lo que viene después de» o «lo que viene al final de». Como decía la psicoanalista de Tony Soprano: sentimos que hemos llegado al final de algo, demasiado tarde, cuando lo bueno ya pasó. Vivimos, en una palabra, el fin de los tiempos” (Ramas, 2024, p. 25) [4].
Pero en el centro vacío de todas estas pérdidas, quizás en el lugar de nuestro inconsciente político, ¿no hay también una pérdida no reconocida, a saber, la promesa de que el análisis y los compromisos de la izquierda le darían a sus adherentes un camino claro y seguro hacia lo bueno, lo correcto y lo verdadero? ¿No es acaso esta promesa la que en gran parte fundamentaba nuestro gozo en ser parte de la izquierda, la que, de hecho, daba sentido a nuestro amor propio en cuanto izquierdistas y nuestro igual sentimiento hacia otros izquierdistas? Y si no es posible renunciar a este amor sin exigir una transformación radical del fundamento mismo de nuestro amor, de nuestra capacidad misma para el amor o el apego político, ¿no estamos condenados a la melancolía de izquierda, una melancolía que ciertamente tiene efectos que no solo son dolorosos sino también autodestructivos?[5]
Mark Fisher[6], en un
libro que se ha convertido en icono de la melancolía de izquierdas para una
generación, Realismo capitalista, declaraba la salud mental como la
víctima de la falta de imaginación histórica. Usa el término “hauntología”,
tomado de Los espectros de Marx de Derrida para referirse a los
contenidos culturales que acompañan la “lenta cancelación del futuro” de la que
hablaba Franco Berardi, que él detectaba en una adicción a formas culturales
(musicales) del pasado impotentes para crear un audiotopía de un presente
emancipador y se reconoce dañado por este sentido de impotencia:
La depresión es el espectro más maligno que me ha acechado a lo largo de mi vida; y uso el término “depresión” para distinguir el sombrío solipsismo propio de esa condición de las más líricas (y colectivas) desolaciones de la melancolía hauntológica. Comencé a publicar en mi blog en 2003, todavía en un estado de depresión tal que hacía la vida cotidiana apenas soportable. Algunos de estos escritos fueron parte de mi trabajo para atravesar esa condición, y no es un accidente que mi (por ahora exitoso) escape de la depresión coincidió con una cierta externalización de la negatividad: el problema no era (solamente) yo, sino la cultura que me rodeaba. Es claro para mí ahora que el período que va de 2003 al presente será reconocido –no en un futuro distante, sino muy pronto– como el peor período para la cultura popular desde la década de 1950.[7]
Hannah Proctor coincide con Mark Fisher en este diagnóstico
que mezcla la desolación histórica con afectos truncados que varían de la
nostalgia a la amargura. La historia y la memoria del pasado revolucionario,
argumenta, ya no puede hacerse en términos benjaminianos rescatando solo los
futuros posibles derrotados, es necesario incluir en este relato las
estructuras de sentimiento de acabamiento, derrota y depresión[8]. Cierto,
pero estos episodios, una de cuyas manifestaciones parece colorear nuestro
tiempo de todas las gamas de grises, conducen también a formas neoreaccionarias
del desencanto.
Clara Ramas escribe en su reciente libro:
“Hemos perdido el pasado, el presente y el futuro. Lo que aparece cancelado es nuestra posibilidad de una experiencia del tiempo. Sus manifestaciones más aparentes son bien conocidas. Malestar cultural ante la ausencia de una perspectiva de futuro. Auge de discursos políticos asentados sobre la melancolía y la nostalgia de un pasado que fue mejor. Incapacidad para efectuar una interpretación con sentido del propio presente. Un futuro cancelado y un pasado que echamos de menos. Un presente que se nos escurre entre los dedos. Esta es la verdadera cancelación del siglo XXI. […] Con este panorama, a nadie sorprenderá que la tonalidad de nuestro tiempo no sea heroica. No corresponde a ninguna aurora. No es triunfal. No es pujante ni vital. Es más bien cansada, agotada. Tardía. No es, bajo ningún prisma, joven. La tonalidad de nuestra época es «crepuscular»: nos sentimos instalados en un cierto final, en un cierto «lo que viene después de» o «lo que viene al final de». Como decía la psicoanalista de Tony Soprano: sentimos que hemos llegado al final de algo, demasiado tarde, cuando lo bueno ya pasó. Vivimos, en una palabra, el fin de los tiempos”
Ignacio Sánchez-Cuenca ha descrito en dos polémicos libros
sendas derivas de esta nostalgia en la España contemporánea: la irritación de
una capa intelectual otrora hegemónica en la transición y la fragmentación
arborescente de una izquierda post-15M[9]. En el
primero argumenta contra los cambios de posición de un polo al otro del
espectro político y el traslado desde juveniles posiciones de izquierda festiva
a un tenebrismo doliente y quejumbroso sobre los males irredentos del país,
sobre la decadencia moral de una izquierda entregada y traicionada por los
nuevos movimientos sociales: el persistente nacionalismo (o falta de lealtad a
la patria) el feminismo, los movimientos LGTBI, el multiculturalismo, y otros[10].
No son muy interesantes los detalles ni el
hecho de que el objeto de estudio sean colectivos identificables españoles. Por
el contrario, es el carácter de experiencias y cambios generalizados lo que los
hace significativos. El ruido horrísono de las guerras culturales
contemporáneas no se limita a un país concreto, es el ruido blanco de los
medios sociales contemporáneos que irrumpen en la vida cotidiana polarizando
las opiniones y muchas veces estados de ánimo de quienes no son directamente
partícipes en esos colectivos destacados.
[1] En
español, sin duda Strahele, E. (2024) Los pasados de la revolución, los
múltiples caminos de la memoria revolucionaria, Madrid: Akal
[2]
Traigo aquí solo algunas referencias que me han resultado útiles de entre la
inmensa literatura sobre la nostalgia. Además del citado libro de Starobinski,
2016, Boym, S. (2015) El futuro de la
nostalgia, trad. Jaime Blasco Castiñeira, Madrid: Antonio Machado; véase
Jean Starobinski, J (1966) “La idea de la nostalgia”, Diogenes 54
(1966), pp. 81-103; Starobinski, J.(2016) “La lección de la nostalgia”, en La
tinta de la melancolía, trad. Alejandro Merlín, México: FCE. Thiebaut, C.
(2024) “Melancolía”, en Gómez Ramos, A. Velasco, G. (eds) Atlas político de
emociones, Madrid: Trotta; Kliblanski,R., E. Panofski, E. Saxl (1991) Saturno
y la melancolía, Madrid: Alianza;
[4] Lago, J. (2024) “Nostalgia”, en en Gómez Ramos, A. Velasco, G. (eds) Atlas político de emociones, Madrid: Trotta; Proctor, H (2024), Burnout : the emotional experience of political defeat: Londres: Verso; Ramas, C. (2024) El tiempo perdido Barcelona: Arpa, Traverso, E. (2016) Melancolía de izquierda. Después de las utopías, trad. Horacio Pons, Madrid: Galaxia Gutenberg.
[5]
Brown, W. (1999) Resisting Left Melancholy” Boundary 2 26/ 3), pp.
19-27, traducción de Rodrigo Zamorano Mucñoz,, en https://www.revistarosa.cl/2020/02/03/resistir-a-la-melancolia-de-izquierda/
(2020) consultado el 11/08/2024.
[6]
Fisher, M. (2009) Realismo capitalista. ¿No hay alternativa?, trad.
Claudio Iglesias, Buanos Aires: La Caja Negra,2016.
[7]
Fisher, M. (2018) Los fantasmas de mi vida: escritos sobre depresión, hauntología
y futuros perdidos, trad. Fernando Bruno, Buenos Aires: La Caja Negra, p 57.
[8] La
cuestión de cómo las experiencias pasadas moldean el presente es fundamental
tanto para la vida individual de los revolucionarios como para la historia
revolucionaria. Como historiadora de izquierdas, a menudo me siento tentada a
citar casos pasados de ruptura revolucionaria como prueba de que nada en el
presente es inevitable, de que las cosas podrían ser de otra manera.
Anteriormente he elaborado argumentos de este tipo casi de memoria. Me han
conmovido muchos textos que excavan momentos esperanzadores de la historia
revolucionaria para agitar a los lectores políticamente simpatizantes en el
quiescente presente, pero al escribir sobre la desilusión y el agotamiento
políticos, este gesto retórico me ha parecido insuficiente. Por muy seductor y
políticamente consolador que me parezca este modo de argumentación, las
experiencias de agotamiento político requieren enfrentarse a momentos
esperanzadores del pasado que no pueden separarse de las posteriores
experiencias de desesperación de los individuos. Proctor, H., 2024, o.c. p. 15
[9]
Sánchez-Cuenca I. (2016) La desfachatez intelectual. Escritores e
intelectuales ante la política, Madrid: Catarata; Sánchez-Cuenca, I. (2018)
La superioridad moral de la izquierda, Madrid: Lengua de Trapo
[10]
En el otro libro, sobre la superioridad moral de la izquierda, afirma Sánchez
Cuenca: Lo que resulta característico de la izquierda es que se observen tantos
casos de ruptura por desavenencias ideológicas. El mecanismo explicativo es
bastante sencillo: cuanto más fuerte y exigente sea la concepción de la
justicia que se defiende en política, mayores son los costes de una desviación
con respecto al punto ideal de cada uno. […] Si lo que hay en juego es un ideal
fuerte de justicia, cualquier negociación de contenidos se vivirá como una
renuncia. De ahí que cada una de las facciones pueda preferir ir por libre
antes que tener que sacrificar el ideal por el que lucha. Sánchez-Cuenca, 2018,
p 70.
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