El 6 de junio de 1963 escribía en Moscú Anna Ajmátova
¿Por qué, pues, nos importa
que todo se convierta en polvo?
¿Sobre cuántos abismos he cantado,
en cuántos espejos he vivido?
No soy ni sueño ni consuelo,
y menos aún soy la gracia,
pero tal vez recordarás.
más a menudo de lo que debes,
líneas cuyo murmullo se acalla
y una mirada que oculta en su fondo
el polvo de la corona de espinas
en el silencio vivo.
Pocas voces pueden hablar sobre la memoria con mayor autoridad que Anna Ajmátova: si hubiera que pensar en una imagen que representase el siglo pasado, como estatua perdida en algún parque olvidado, en un invierno helado, elegiría sin duda su figura. Hermosa y seductora, mil veces retratada y amada en su juventud por poetas y pintores, el resto de su vida fue el sueño de un dios loco lleno de furia y ruido. Esperó horas y días a las puertas de las cárceles estalinistas para llevar algo de comida a su hijo, que murió allí como su marido y como tantos amigos que antes había visto caer. Vivió una revolución, dos guerras y el cerco de Leningrado. Había sobrevivido de milagro, apenas para contar lo que pasaba a las puertas de la prisión. Perseguida y condenada al silencio, recitaba una sola vez sus poemas en un murmullo y luego los rompía. Una noche de 1944 se encontró con Isaiah Berlin, y ambos se enamoraron para perderse en el tiempo, y volverse a encontrar por unas horas en Oxford, rehabilitada tras la muerte de Stalin en 1965, ya a punto de morir. Escribió entonces "He dormido todo el día y en mi sueño él se me ha acercado. "Te voy a decir algo, pero sólo en la cumbre de la montaña". Subimos allí. En la cumbre de una montaña montaña muy abrupta me abrazó y me besó. Reí diciendo: "Y eso es todo". "No, que vean el quinto divorcio." Y yo de repente sentí que esas extrañas palabras me decían que yo para él significaba lo mismo que él para mí". Moría al poco tiempo de haber escrito estas palabras, como si sólo hubiera vivido los últimos veinte años para llegar a escribirlas.
Si toda vida es sueño, pocas pesadillas pueden haber sido como la suya, y sin embargo con qué nostalgia habla de lo ido, como si sólo hubiera existido para ser memoria, recuerdo, hilos y líneas cuyo murmullo se acalla. Su poesía es puro requiem por un siglo oscuro que sólo fue iluminado de tiempo en tiempo por vidas como la suya.
Leo estas campañas de ateos y católicos en los autobuses persiguiendo la felicidad y se me ocurre que la vida de gente como Anna se justifica menos por la felicidad que no tuvo que por su valor para recordar y lamentar que todo se convierta en polvo, para saber que veinte años de recuerdo de un amor valen por veinte años sin haberlo experimentado, que una tarde en la puerta de una cárcel recordada en un poema valen por miles de tardes de estúpida tranquilidad. Vivir para poder escribir:
No nos adormecieron las amapolas
e ignoramos nuestra culpa.
¿Qué en las estrellas
nos reservó la tristeza?
¿qué venenos malignos
nos sirvió la tiniebla de enero?
¿Qué fulgor invisible
nos encendió hasta la aurora?
Quizá la voluntad de ser memoria.
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