En http://salonkritik.net/09-10/2010/07/la_burbuja_cultural_y_la_econo.php#more
La burbuja cultural -y la economía improductiva -- José Luis Brea
Cuando Zapatero todavía era una esperanza creíble, anunció con discreción y casi timidez -en el programa electoral de la que resultaría su primera legislatura: tal vez valorando que no iba a ganarla los nefastos clientes de su acomodaticio clientelismo no habían hecho aún presencia- un giro para la economía de nuestro país cargado de audacia y promesa. Donde el peso de los flujos dinerarios inflaba imparable -apestosillo a corruptela popular: y de aquellos polvos estos lodos, nunca se olvide- la malhada burbuja inmobiliaria, nuestro socialista todavía visionario -antes de que los progres de su gabinete le abarataran la proclama en tontunas de corrección política- declaró un giro que pondría en cambio la carga de su proyecto-programa en la esp eranzadora economía del conocimiento.
Claro está que a muchos semejante promesa -aunque fuese electoral, y por lo tanto flagrantemente fraudulentoide desde su declaración- nos dejó encandilados, y aún votantes -qué cuernos el 14M, algunos sabíamos qué votábamos. Cuando además se vio que aquello no sólo se traducía en un querer invertir en serio en la i+d+i famosa a nivel (post)industrial, de genuina economía inmaterial -lo que viniendo de habermasianos atenazados por el sindicalismo obrerista del que eran rehenes ya era un puntazo-, nuestra simpatía se convirtió en -casi- pasión y hasta militante proselitismo.
Pero esa promesa quedó bien pronto en nada, pura agua de borrajas. Ni en primera ni en segunda legislatura el país ha invertido sensatamente -que se sepa y pueda demostrarse- un solo euro ni eneconomía de conocimiento ni en i+d+i, y el resultado es que ningún sector productivo -que se sepa y pueda demostrarse- ha aflorado o crecido de modo significativo en este tiempo. Toda nuestra economía -de especulación: tampoco y ni siquiera ella productiva- siguió anclada en el ladrillo: que lo que para la escena internacional se dice crisis tenga que para nosotros llamarse catástrofe nombra ahora -y de esto la culpa no puede hacerse infinitamente retrospectiva- justamente ese fracaso absoluto. El de haber sido -los socialistas del siglo 21- incapaces de sacarnos de ese enfangamiento fatídico -en el que ahora nuestro país ya boquea como pez varado, sin ser capaz de imaginar de dónde le llegará el oxígeno- y conducirn os, como se anunciara en proclama de inteligencia nunca cumplida, hacia ese recentramiento de la economía en una efectiva del conocimiento.
Queda en todo caso por hacerse la pregunta de qué fue del único “sector” en el que un cierto intento serio de “reconversión” -surgida de un esfuerzo de introducir en ella la potencia de la investigación como motorizadora de innovación- fue sondeado: a saber, el campo de las producciones simbólicas y culturales. Si hubo un espacio en el que cuando menos las declaraciones iniciales parecían apuntar a la transformación de una economía improductiva y puramente simbolizadora -del entretenimiento y el consumo de bajo nivel de productos basura- en otra de innovación incrustada en los potenciales del avanzado capitalismo cognitivo -ese espacio y territorio quiso ser el cultural. Pongamos que la justificación de inflación de la segunda burbuja a cuyo pinchazo asistimos ahora inermes -el de la cultural- tuvo como coartada y justificación de inversión pública el programa implícito que señalizaba como posible pol ítica de estado de gran alcance -pues insisto en que sobre su eje se quería hacer pivotar todo el proceso de cambio de nuestra segunda gran reconversión, la del conocimiento- nuestra entrada en el “capitalismo cognitivo” por la vía, acaso bajo la máscara, del “capitalismo cultural”, invirtiendo a manos llenas -y es mucho el dinero de las arcas públicas derrochado, para nada- en eso de las “industrias creativas” que a los ingleses parecía estar saliéndoles tan bien.
Claro que hacer las cuentas de cómo esa inversión ha sido un tal fracaso y ello puede leerse como segunda burbuja pinchada -y no menos grave, si nos atenemos a la enorme cantidad de población trabajadora a la que ahora mete en el desempleo más o menos encubierto- requeriría análisis más detallado -que lo que esta extensión columnista permite. A salvo de compromiso de retomar el tema con mayor exhaustividad más adelante, sí que quiero comprometer aquí la consideración de dos tiempos -pues la burbuja se ha hinchado y pinchado en efecto a lo largo de dos ministerios bien diferenciados en su proyecto y malgestionamiento- y dos escenarios también bien distintos: el del “arte” y el del “cine”, pues ciertamente ni en el del libro ni en el de la música se han tomado iniciativas particularmente significativas que hagan pensar que fueran tomadas en consideración como posibles escenarios para nuestra original manera de plagiar el recentramiento de l a economía en una cognitiva por la vía de transformación de las políticas culturales en inversión favorable al desarrollo de las industrias creativas.
Primera toma, en el escenario del arte y el ministerio del poeta-gestor César Antonio Molina. Digamos que su gran apuesta innovadora fue el mundo del arte-entretenimiento-
Y claro está que sin haber podido tocar en lo profundo la colección y su consistencia interna, por ejemplo, y sin poder intervenir -salvo al estilo apabullante del elefante en cacharrería que quiere hacerse con la jefatura de todo, todo- ni la educación de artistas ni de críticos (si eso existiera), ni de reorganizar las mismas condiciones de producción, apenas el buen talantismo -de escuchar a la “sociedad civil” del sector presuntamente autoorganizada- podía aquí servir para otra cosa que un barnizado legitimante de último minuto, de cara a la galería -de esa misma escuálida “sociedad civil”. El resultado: toda la producción de arte contemporáneo en nuestro país sigue donde estaba -o sea, en ninguna parte, salvo casos contados de autogestión esforzada-, seguimos teniendo una educación de artista decimonónico-romántica (eso sí, ratificada a la boloñesa), nuestra capacidad de recepción inteligente o crítica de las producciones simból icas sigue sin mejorar un ápice … pero, eso sí, hemos mejorado enormemente nuestros grados de autocomplacencia -merced, claro está, al potenciamiento de los momentos dialécticos de la falsa conciencia que trajo el buenpractiquismo.
Y ello por obra de una inversión tendenciosa que pone el signo y la singularidad del proceso entre nosotros: lo que se predicaba acceso al capitalismo cognitivo por la vía de la producción simbólica es rápidamente reconducido y secuestrado por la ideología de la resistencia. En vez de un capitalismo cognitivo-cultural,nuestro buque insignia -y con él toda la política cultural- invierte en negar y dificultar que tal cosa emerja y pueda llegar a consolidarse entre nosotros. En vez de fuerza de innovación y creatividad basada en la investigación -lo que en efecto necesitaría de la consolidación de un campo intelectual para las artes entre nosotros, resultante de una correlación de fuerzas muy densa entre universidad, institución cultural yeconomía de innovación en el sector- toda la producción artística se consagra a beneficio de lacantamañanería antagonista (tardofrankfurtiana-
Lo que de ello se sigue: el mantenimiento del quehacer productor de obras en el espacio de la economía artesanalista, el del trasnochado comercio de objeto singular y fundamentalmente -salvo la pequeñez de su libre mercado no destinado a la captura derrochadora de dinero público- improductiva. Y su consagración subrepticia a un valer como consuelo para esas grandes capas de la ciudadanía deficientemente integrada en el tejido económico-productivo -esa otra gigantesca bolsa de paro larvario-, al proporcionarles la narrativa fiduciaria de heroicidad por la que se autorepresentan su situación de desocupación como una de ejercicio práctico de eticidad y trabajo político. El de pertenecer a un sector creativo -pese a que su creatividad efectiva es nula, mera repetición cansina de lugares comunes- y a la vez a uno de la ciudadanía políticamente activo -aun cuando, de nuevo, la eficaci a política de este sujeto solazado en su autoimaginación de antagonista forajido-pirata siga también siendo exquisita e igualmente nula.
Pero, y como el sector de población afectado de esta psicopatía colectiva de conciencia falseada es tan amplio, lo que podría parecer que redunda en una economía puramente improductiva -y desde el punto de vista de la generación de riqueza lo es- tiene para bien o para mal un registro en el que rinde, en cambio, mucha eficiencia: a saber, el de la economía afectiva. Todo lo que no resulta en generación competitiva de innovación en la producción de imaginario -inmaterial ahora: resultado de aplicar creatividad a las producciones simbólicas en el escenario de las tecnologías electrónicas de producción y difusión de imagen- beneficia únicamente a la producción de esa afectividad consoladora de la que se sigue un deplorable bálsamo para sujetos autosatisfechos -que se embadurnan con la palmadita en el hombro del colega que les hace el guiño cómplice como “uno de los nuestros”, miembro compañero de la m ismacomunidad de “elegidos” para salvar el mundo.
Nuestro país sigue entretanto sin generar un sólo producto artístico de interés medio internacional -ni despliega creatividad alguna en el espacio de las producciones simbólico-cognitivas avanzadas- pero todos nos sentimos maravillosamente recompensados -esquema de la zorra y las uvas- decidiendo que el no-acceso a ese ahora redefinido como “objetivo lúgubre” -el de un capitalismo cultural- es por todos repudiado: nosotros no pertenecemos a esa caterva ferial-museal-bienalista de otros tantos establecimientos culturales vendidos a las lógicas del entretenimiento y el turismo cultural, sino que somos y seguimos siendo un pueblo de artistas todos y anarquistas más.
Y, voilá, lo que se prometía en papel mojado de programa electoral fue así en un birlibirloque truculento escamoteado ya para siempre, entregando a cambio la falsa moneda de, justamente, lo que ya antes había y en nada se había visto transformado.
Vamos ahora a imaginar que cuando Moncloa puso de patitas en la calle al ministro gestor-poeta no lo hizo por el quítame allá esas pajas de su conflicto con Exteriores -ni con las autonomías- sino por algo que lo mereciera de verdad: el haber fallado de una manera tan flagrante al anunciado compromiso electoral, tanto como para dar una larga cambiada que terminara en, precisamente, el extremo opuesto de lo prometido, de vuelta al hoyo mismo del que se nos tenía que haber sacado. Y vamos a imaginar también que el nombramiento en sustitución de la ministra-gestora-guionista quisiera reeditar el intento -de reconducir el sector de las industrias culturales al prometido escenario de la economía del conocimiento- en un campo en principio menos recalcitrante y cantamañanas, y más dispuesto a resolver la transformación de sueconomía propia en un modos de productividad no puramente afectivo-simbólico-ideológica, el del cine.
El desparpajo altoparlante de la ministra puso muy en claro y a toda velocidad -en esta segunda toma de la promesa electoral escamoteada, aunque ahora ya ésta se había revisado en captura clientelar, para complacer a los artistas y sus industrillas- que tampoco aquí podía esperarse mucho. Sus declaraciones contra la red y los internautas dejaron bien claro rápidamente y desde el comienzo que el compromiso que traía con el cine -y las entidades de gestión de derechos- la mantendría cautiva en la salvaguarda cortoplacista de los intereses de una industria que antes que saber de innovar -e innovar significa apostar por el progresivo desplazamiento de escenarios y modos de economía cultural, en la dirección de las tecnologías electrónicas- quería ver certificado el modelo subvencionista y de economía de regulación del acceso bajo la forma del consumo, y resueltas las diversas guerras “culturales” -la del cine, la del fútbol, la de las televisiones (en realidad una y la misma)- a favor de los socios mediatico-políticos del gobierno, sin ambages y de una vez. Y punto. Si todo ello requería de una gestión rápida y decidida, se eligió a la persona adecuada.
Muy pronto cualquier promesa de indagar las posibilidades de desarrollar nuevas economías productivas en el entorno de las industrias creativo-culturales se vieron entonces definitivamente descartadas, aquí a favor de los intereses creados -de unas industrias que organizaban su producción de riqueza bajo las condiciones de las economías de distribución, haciendo de la regulación exhaustiva de los derechos de autor y reproducción el caballo de batalla por excelencia, en el que tomar partido a favor de los intereses del grupo mediático que desde siempre mandonea -y Molina pagó bien cara la tentativa de distancia- y mangonea “su” ministerio, el de cultura, cuando gobiernan los socialistas.
De tal modo que también aquí la promesa de recentrar los núcleos de la economía productiva en el espacio cultural, por la vía de la investigación, la innovación y la creatividad, quedaron nuevamente aparcadas -vade retro, Internet- a favor del tradicional cautiverio de la producción cultural-basural en manos de los grupos de presión editorial-mediáticos y su modo tradicional de secuestro de lo político. Visto el ensanchamiento de la crisis y la rapidez con que la segunda burbuja, la inversora de gasto público en el espacio de la innovación cultural, ha debido someterse a recortes exhaustivos, todo lo que resta se redirige a donde siempre se dirigió: a la cooptación clientelar de los agentes mediáticos capaces de garantizarle al gobierno, ante la proximidad de unas elecciones ya casi dadas por perdidas, un desastre electoral lo más suavizado posible.
Claro está que para ello de nuevo era necesario -es necesario- mantener en la improductividad el sector -aquí de nuevo una inversión seria requeriría actuaciones simultáneas en formación, industria cultural y modelos de creatividad técnica innovadora, que por supuesto ni se ha planteado hacer-. Y en este caso ni siquiera a beneficio de una economía de afectividad socialmente compensadora, sino de la rentabilización instrumental -e instrumentalizadora en términos de ingeniería social, como capacidad de gestionamiento táctico de los estados de la opinión pública- de los pactos clientelares implícitos entre las industrias culturales asentadas -falsamente “culturales”, en realidad sólo mediáticas- en el antiguo modelo de siempre, de las economías de distribución, y el artero cálculo de rentabilización política que, en pago por los favores prestados, reciben de manera más o menos encubierta las formaciones políticas.
Por supuesto que éste -instrumental, donde la improductividad del sector como generador de riqueza competitiva se sacrifica a la satisfacción de los industriales afines y dispuestos a reciprocidad- no es un modelo particularmente exclusivo del hacer de los socialistas -no otra cosa hace el PP donde gobierna-, pero lo que aquí estamos lamentando es ver cómo una promesa -de concebir las políticas culturales bajo otra óptica: la de la innovación en el terreno de las economías de conocimiento- que sí hicieron ellos, los socialistas pretendidamente del siglo 21, se ha visto por dos veces traicionada, desde dentro, por ellos mismos, y en cada ocasión a favor de una improductividad cada vez más lamentable.
La primera, en el campo del arte, sacrificando toda investigación innovadora al altar de la producción ideológica de falsa y complaciente conciencia resistente (alimentada del voluntarismo ciudadano autosufragadas de la mera economía ideológico-afectiva). Y la segunda en la renovación del secuestro de la producción cultural por lo mediático-político, sacrificando aquí cualquier tentativa de innovación a la urgencia de negociar a la baja el control del desastre electoral que para el partido en el poder parece acercase cada vez más ominoso, fruto de su efectiva radical inoperancia no digo ya en el afrontar la crisis, sino en haber efectivamente reconducido la economía de nuestro país a algún territorio en el que hablar de economía del conocimiento fuera otra cosa que pura retórica y flatus vocis.
Cierto que esto nos hace perder ya casi toda esperanza -cuando menos a medio plazo- y desdibuja nuestra capacidad de respondernos a la sempiterna pregunta, del ¿qué hacer? -si ya ni siquiera sabemos a quien votar, en quién creer …
Dando por perdido el tren de la economía del conocimiento en el campo cultural, acaso -permítanme que cierre un poquito en broma- puede que sólo nos quede apostar por incorporarnos al aparentemente más resultón campo de un capitalismo esportivo.
No sabría yo -que de esto no entiendo nada- si podría aquí hacerse verdadera investigación, innovación y desarrollo -y abrir con ello un espacio de genuina economía productiva. Pero al menos estoy seguro de que sí tenemos un buen nucleillo de cabezas pensantes capaces de innovar modelos -cuando menos del estilo de juego: grandeza de Guardiola, Xavi e Iniesta- y que, bien mirado, hasta su rentabilidad en términos de generación de economía simbólica (y patriotera) es, seguramente, mucho mayor que la de gastar dinero en pagarle a Barceló toneladas de embadurne pintoyó para chorrear obscenamente la cúpula decorada de lagran narrativa zapaterista solucionaelmundo: la de la alianza benettoniana de civilizaciones.
Que Lissavetsky -o tal vez Iker Casillas-, nuestro con mucha suerte próximo Vicepresidente Primero de Economía y Deporte, en grado de sustituto del cabreadísimo Solbes, nos pille confesados (a los del sector cultural, digo) …
Totalmente de acuerdo con usted. Yo ya me he dejado hasta el último aliento en denunciar la decadencia y bajeza cultural española. Ahora se hacen ciudadan@s sólo para el consumo, nunca para ser mejores, más cult@s, más sabi@s, nunca preparad@s y dispuest@s para el diálogo. ¿Es de extrañar que desde uno u otro bando se les quieran vender victorias y eslóganes?. Ojalá me equivoque, pero creo que -lamentablemente- esto ya no tiene solución: probablemente será un problema endémico. Espero disfrute sus vacaciones
ResponderEliminar