La historia humana es una historia de cooperación en un marco de antagonismos. Dos fuerzas de atracción y repulsión que construyen en frágiles equilibrios inestables las instituciones humanas desde la familia al estado pasando por la propiedad de bienes, espacio, tiempo y personas. En los paisajes de amor y violencia que definen la historia, la sensibilidad evolucionó desde la mera reactividad a las formas complejas de emoción con las que se constituye la experiencia. Amar el desierto o las estepas como se ama lo sublime del misterio de lo común en los ritos de paso, reconocer lo siniestro en la atracción por el abismo de la muerte, enseñar al cuerpo a acompasarse a los ritmos de otro cuerpo y al oído al canto de la tarde.
No hay que pensar que la
dicotomía entre cooperación y antagonismo coincide con alguna división entre lo
bueno y lo malo. La calificación moral de las relaciones y comportamientos
comienza cuando la cooperación y el antagonismo se observan con la mirada
sensible de nuestro sentido de la injusticia. Cuando se inflige un daño que no
tendría que haber ocurrido y cuando ese daño no es simplemente individual ni
puramente circunstancial sino colectivo y estructural la cooperación y el
altruismo aparecen con tintes morales además de los epistémicos y estéticos.
Así, cuando observamos que para que una parte de la población disfrute de
ciertos bienes es necesario que otra quede desposeída de ellos y sufran en las
dimensiones más básicas de la existencia: en la posibilidad de hacer planes de
vida y llevarlos a cabo, en la posibilidad de tener una biografía y no un
simple diario de supervivencia. Es entonces cuando la cooperación y el
antagonismo, en la intersección con el daño y la injusticia, adquieren tintes
morales y políticos.
A veces la cooperación es
buena y a veces dañina; a veces el antagonismo es violento y destructivo y a
veces creativo y beneficioso. Depende de cómo intersequen con la distribución
del poder y qué posibilidades abran o cierren: quienes sufren cooperan para
cambiar las cosas; quienes dominan en la sociedad cooperan para preservar su
estatus. Por sí mismo, el antagonismo no es necesariamente pernicioso. Por el
contrario, es una condición natural de la existencia humana. Quizás su forma
más fructuosa sea la del antagonismo en el espacio interior, el “yo estoy en
paz con los hombres/ y en guerra con mis entrañas” de Machado, ese antagonismo
que nace al descubrirse enfrentado a Otro dentro de sí, un yo que oprime al
tiempo que invita a la imitación, la máscara blanca de la piel negra o el
marrano que lleva dentro el cristiano nuevo, el burgués que habita en el
revolucionario, el padre impositivo en los deseos de libertad del adolescente.
Por oscuros laberintos el deseo y el antagonismo caminan juntos y se
entrecruzan y constituyen. Su tensión está antes o después de la moral.
El antagonismo presenta
siempre su relato en un modo dramático que nace en la escisión de identidades:
“tú tienes lo que yo deseo”, “tienes lo que me pertenece o tendría que
pertenecerme”, “tú deseas lo que yo no puedo concederte”, “tú deseas lo que no
quiero concederte”; o, en su forma sartriana: “no soy lo que quiero ser/ no
quiero ser lo que soy”. En este espacio de conflicto el antagonismo construye
una historia de protagonistas y antagonistas que diseñan formas y
distribuciones de la sensibilidad: la interior, que atiende a las fracturas
internas de la identidad, la exterior, que atiende a la exclusión y falta de
reconocimiento. Los antagonismos educan la sensibilidad.
La sensibilidad también
se reparte siguiendo la topología del poder. Simone Weil trabajó algunos meses
en una factoría para entender la sensibilidad proletaria: el dolor de las
piernas y espalda a lo largo de una jornada de diez horas, la espera para que
el capataz te permita ir al baño, el cansancio y hastío con el que se llega a
casa al final de la jornada… Hay una sensibilidad de género que capta las
formas sutiles de sexismo allí donde el varón cree que sus palabras son formas
naturales y espontáneas, nada dañinas, piensa, como si su interlocutora tuviese
la piel demasiado fina. Hay una insensibilidad al color y la raza en quienes no
han sufrido nunca la exclusión y siguen pensando de sí mismo que no son
racistas. En cada conflicto histórico las sensibilidades se dividen en modos de
ver, escuchar y hablar. Los antagonismos de clase, género, raza, cultura,
sexualidad, corporeidad dibujan topografías de lo visible que reflejan las
topologías del poder.
No existen identidades al
margen de los conflictos: son los antagonismos los que van definiendo el camino
de agravios y resentimientos que conduce a una identificación, es decir a la creación
de una propiedad que se impone como una piel no querida en los cuerpos, en
adelante calificados antes que comprendidos. Sin los conflictos, cada individuo
sería un particular definido por sus relaciones cercanas o lejanas, pero no un
ser cuya existencia la ordene un rol social definido por su lugar en un inmenso
espacio de dominación. La identificación, el proceso por el que una persona
adquiere una identidad social invade su cuerpo como el de los actores que
interpretan un drama: abandonan su condición de personas para hacerse
personajes. No es pues extraño que el teatro sea el mejor modelo de la acción
humana. Se ha recordado numerosas veces que la palabra persona tiene su origen
en el espectáculo dramatúrgico, en la máscara con que los actores se cubrían “per-sonare”,
para ser comprendidos por el auditorio.
En la literatura dramática,
en las artes escénicas, en la audición de conflictos y debates nos purificamos,
sostenía Aristóteles: nuestras emociones se enervan y llegan a un punto de inflexión
que nos deja exhaustos como lo hacen los dramas cotidianos. Son artes de
construcción de personas, así como la educación en las ciencias y letras son
artes de construcción de ciudadanos. En una democracia como la ateniense, que
intentaba sobrevivir a una humillante derrota en las guerras del Peloponeso, a
una peste y a una dictadura, Platón, que intentaba reeducar a la juventud, se
encontró con el problema de que la prosa no servía como instrumento y adoptó la
dramaturgia como modo de explicar filosofía. Sus diálogos reproducen dramas
internos de la razón que eran a un tiempo los dramas de la democracia ateniense.
Lope, Calderón, Tirso, Shakespeare, Corneille, Molière, Racine, la Camerata
florentina y tantos otros elaboraron el espíritu de lo que habría de ser el
nuevo ciudadano, el civites que habitaba las ciudades bajo la forma de estados
modernos. En La noche de los proletarios, Rancière rehízo la documentación
de los primeros proletarios que tras sus jornadas de trabajo escribían o
representaban dramas en los que soñaban con dejar de ser obreros para ser
simplemente las personas que representaban sus personajes.
También los conceptos
nacen del antagonismo. El concipere latino, el cum-capere que
habría de ser el medio del pensamiento cuando en la cultura se impusiese la
prosa escrita sobre la poesía representada, las cosas se unen (eso es lo que significa
en el origen: “capturar y unir”, como la madre “concibe” cuando óvulo y esperma
se unen) y sólo entonces son reconocidas o discriminadas bajo una descripción,
bajo una categoría, que, al unir, separa de otras cosas, de otras propiedades
que también definirían a la cosa, la hacen visible solamente bajo una luz que
oscurece todas las demás propiedades, con las que está en contradicción y otras
formas de conflicto. La misma lógica nace en el antagonismo: es la operación de
negación la que crea la contradicción fundamental de la que nacen las demás.
No hay conflicto ni
antagonismo sin cooperación (CONTINUARÁ)
La ilustración es La batalla de los centauros, de Miguel Ángel
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