Se adscribe a Gandi y a Martin
Luther King la frase “lo más malo de las cosas malas es el silencio
de la gente buena”. La famosa carta que Luther King escribió
desde la cárcel de la ciudad estadounidense de Birmingham alude indirectamente
a la conciencia del “blanco moderado” con la esperanza (llena de escepticismo)
de que entienda la acción directa que estaban llevando a cabo los activistas
por los derechos sociales de los negros y que muchas veces desbordaban los
estrechos marcos de las leyes vigentes. Luther King apela a la conciencia de la
buena gente, pero de hecho a algo más: a su solidaridad. Ahora bien, ¿de qué
hablamos cuando hablamos de solidaridad? En anteriores textos he propuesto la
idea de fraternidades epistémicas como parte necesaria para el aprendizaje
colectivo bajo condiciones de dominación, opresión y exclusión sociales. Es
necesario, sin embargo, distinguir entre fraternidad, solidaridad y sentido y
conciencia de la injusticia. La teoría liberal, la teoría de la buena gente y
el blanco moderado, tiende a considerar suficientes la aspiración a una cierta
justicia razonable y el sentido de las injusticias flagrantes. Estos dos
valores bastarían, conforme a esta concepción generalizada, para construir una
sociedad vivible, digna y suficientemente igualitaria y justa.
En un interesantísimo
libro, que inspira estos párrafos, A moral theory of solidarity, Avery
Kolers despliega
un análisis sugestivo del concepto de solidaridad. El libro contrapone que el
imperativo de solidaridad con una concepción liberal de la sociedad y la
justicia. No es difícil encontrar esta
actitud, que se sustenta sobre una cierta conciencia social unida a un sentido
de la justicia, y que es compartida por buena parte de la población, desde
luego, por la inmensa mayoría de las tribus académicas relacionadas con el
estudio de la sociedad y la cultura. La actitud liberal admite que en la
sociedad hay gente desaventajada, e incluso que su condición es producto de
injusticias ocasionales, y que conviene ayudarles dentro de lo posible, y en
los casos más sangrantes, resolver las injusticias, visto siempre el paisaje
desde la plataforma elevada de un concepto de sociedad al margen de toda
fractura y antagonismo.
Kolers rastrea el origen
de esta concepción liberal en las disputas sobre la Conquista de América que
tuvieron lugar en los primeros momentos tras el Descubrimiento. En primer
lugar, Francisco de Vitoria y la Escuela de Salamanca, que debatieron la
legitimidad de la Conquista, basándose en una nueva concepción del derecho de
gentes; en segundo lugar, Bartolomé de las Casas, en su controversia con Juan
Ginés de Sepúlveda acerca del derecho a nuevas conquistas y a esclavizar
indígenas en las encomiendas (que fueron el modelo para las grandes
posesiones de esclavos que habrían de asentarse en todas las américas). Tanto
los teóricos de la Escuela de Salamanca como Bartolomé de las casas defienden
la condición de personas de los indígenas, su no esclavización y su capacidad
para ser evangelizados, que por otra parte era la justificación moral del
Imperio para las guerras de conquista. Son suficientemente atrevidos como para
discutir si el proyecto entero de conquista era legítimo o no y, en el caso de
Bartolomé de las Casas, es apreciable su arrepentimiento de haber sido
hacendado poseedor de esclavos en la Española, aunque luego los liberó. El
propio emperador Carlos ordenó parar toda nueva conquista mientras se
desarrollaba en Valladolid la polémica entre Sepúlveda y Las Casas en 1550-51.
Todo esta controversia inaugura lo que será sin duda el punto de vista de
Occidente en su teoría social y en su práctica real en los próximos siglos. Es,
sin duda una aportación valiosa, significa el nacimiento de una nueva
conciencia ciudadana orientada por la idea de justicia (sea cual sea el
concepto que se tenga de esta) y por la compasión por los de abajo. El estado
de derecho nace en estas discusiones y muchos de los temas que se originan en
esta controversia llegarán hasta la filosofía contemporánea y a clásicos como
John Rawls.
La conciencia de la
injusticia es, ciertamente, un paso, pero, advierte con perspicacia Kolers, tal
como aparece en estos primeros atisbos y como se reproduce ilimitadamente en
formas de conciencia distantes y “neutrales”, es una conciencia que no toma en
cuenta el punto de vista de los que sufren la opresión. Es una apelación a
principios generales que articulan la buena conciencia occidental pero que no
solo permiten, sino que de hecho subrepticiamente reproducen la comisión de
nuevas injusticias. La solidaridad, sostiene Kolers, está y debe estar antes
que la conciencia de la justicia y la injusticia. Es una actitud teórica y
práctica que nace de la comprensión del punto de vista de los oprimidos y de
una suerte de adhesión práctica incluso si no se comparte con ellos objetivos y
medios de acción.
Lo más atrayente del
análisis del concepto de solidaridad de Kolers es precisamente esta propuesta
de entender la solidaridad como un compromiso con los movimientos de
emancipación, solamente por el hecho de que se comprende su situación y punto
de vista, y esta comprensión es una razón suficiente para apoyarlos. La
solidaridad es, así, un compromiso moral basado en razones. No es fruto de la
empatía. La empatía puede estar o no, pero no es necesaria. En esto se
diferencia de la fraternidad, de la que hablaré más abajo. La solidaridad es un
efecto del despertar epistémico que implica resolver los puntos ciegos que
genera el encontrarse en una mejor posición social que otros y, pese a ello,
entender su perspectiva epistémica y, por ello, formar una razón para
apoyarles.
Encontramos solidaridad
entre los abolicionistas norteamericanos que tanto ayudaron a los esclavos
huidos desde el Sur, entre los burgueses y aristócratas como Kropotkin que se
comprometieron con los movimientos obreros, entre los activistas blancos de
derechos civiles en la lucha contra el racismo en Norteamérica y Suráfrica,
entre los pacifistas de Israel que se ponen del lado de las reivindicaciones
palestinas, entre los igualitaristas varones que apoyan el feminismo. La
solidaridad, a diferencia de la buena conciencia implica siempre una actitud
práctica no exenta de costos personales, entraña sumarse a la perspectiva y
acción de otros con quienes posiblemente tengan experiencias y objetivos
distintos, pero con quienes se quiere estar básicamente por la razón de que
necesitan la colaboración de todos. Después del Holocausto, el gobierno israelí
aplico el término Jasidei Umot Ha-Olam (justos entre las naciones) a
quienes fueron lo suficientemente altruistas como para proteger a personas
perseguidas con el riesgo que ello conllevaba. Es un buen nombre para un comportamiento
solidario.
La solidaridad es una
exigencia moral en una sociedad sociedad transida por desigualdades de posición social y
por diversidades de formas de opresión, dominación y exclusión. Implica estar
con otros aunque la situación propia sea distinta: el heterosexual que entiende
y apoya los movimientos LGTBI, aunque no participe de los mismos objetivos, el
varón que se implica en la lucha feminista a pesar de estar por su condición de
género en el lado dominante, el pequeño burgués asentado que compromete su tiempo
en las luchas contra la precariedad, en la defensa de los sinpapeles, ya
componentes estructurales de los países ricos, en las acciones contra los
desahucios, en las reivindicaciones por una salario digno o en la petición de
una renta básica incondicional. La
solidaridad es una forma particular de vivir la experiencia de ciudadanía: una
inserción en la vida común que tiene un triple componente epistémico, moral y
práctico.
En las sociedades
modernas los antagonismos son cruzados y variopintos. La clase, la raza, el
género, la cultura, la sexualidad, son todas modalidades de poder asimétrico
que estructuran la sociedad y están en la base de los puntos ciegos e
ignorancias voluntarias. Estas formas de opresión generan intersecciones en las
que, para quienes las sufren múltiplemente su sufrimiento aumenta de modo no
lineal, a veces multiplicando los sufrimientos y a veces rehaciéndolos. Por
ejemplo, para muchas personas significa en unos casos estar en situación de
penuria y en otros en posición dominante, como el gay que sufre exclusión, pero
su condición blanca, ciudadana de un país rico y con medios económicos
suficientes le sitúa en la parte de arriba de la sociedad respecto a otros
ejes. Esta es la razón básica por la que en las sociedades heterogéneamente
injustas la solidaridad sea una exigencia moral de ciudadanía que debe ir más
allá de la buena conciencia liberal. En los paisajes de injusticia no basta con
ser buena persona. No basta el sentido de la injusticia: hay un imperativo de
solidaridad para no ser cómplices de la injusticia.
La Revolución francesa
instauró los ideales republicanos de libertad, igualdad, fraternidad como
principios regulativos de una sociedad bien ordenada. Toni Domènech, en su
importante libro El eclipse de la fraternidad. Una revisión republicana de
la tradición socialista (Crítica, 2004, Akal, 2019) observa desolado como
el ideal de fraternidad que había unido a los varios componentes de la revuelta
contra el estado estamental, pero sobre todo a los miembros del cuarto estado,
la parte más plebeya de la revolución, fue progresivamente disolviéndose. Nos
recuerda Domènech:
Pues «emanciparse» –librarse de la tutela paterna– es «hermanarse»: emancipado de la tutela de mi señor no sólo podré ser hermano de todos los «menores» que compartían ya cotidianidad conmigo bajo la misma tutela señorial; podré ser, además, hermano emancipado de todos aquellos que estaban bajo la tutela y la dominación –dominación viene de domus: de nuevo, ¡una metáfora familiar!– de otros patriarcas. La parcelación señorial de la vida social en el Antiguo Régimen impide el contacto con ellos; caído ese régimen, todas las «clases domésticas», antes segmentadas verticalmente en jurisdicciones y protectorados señoriales y patriarcales, se unirían, se fundirían horizontalmente como hermanas emancipadas que sólo reconocerían un progenitor: la nación, la «patria» (¡otra metáfora conceptual familiar!).
Este hermanarse que Toni Domènech relata en esta revisión filológica va un paso
más allá del que exige la solidaridad. La solidaridad es una actitud moral que
nace de una actitud epistémica y genera una razón para el compromiso. La
fraternidad es algo más: implica vínculos que son a la vez objetivos (estar
bajo el dominio, el domus del patriarca) y subjetivos: lazos de apego que nacen
del compartir la condición de subyugación al paterfamilias. Aparecen aquí
emociones necesarias que desbordan la pura actitud epistémica de reconocimiento
del otro. Es un reconocimiento bajo una descripción: la de pertenencia,
filiación, familia. Un reconocimiento que despierta los lazos que Aristóteles
agrupaba con el término de filía, pero incluso si no se da el
reconocimiento, el vínculo es objetivo pues está unido a una misma condición
social.
Aunque Domènech cita al
comienzo de su libro la reivindicación que hizo Ralws de la fraternidad en su Teoría
de la justicia, la verdad es que Rawls devalúa mucho el contenido del
término. Para el filósofo político la fraternidad sería una actitud que estaría
contenida en su principio de diferencia, según el cual, otras cosas iguales,
debe favorecerse a los más perjudicados en la sociedad, y que se llevaría a una
especie de mirada socialdemócrata con ciertos elementos de discriminación
positiva, que es lo que postula este principio. La fraternidad es, sin embargo,
un vínculo que nace de proyectos comunes de emancipación.
La fraternidad obedece a
la lógica de la acción conjunta, en la que, según nos explica Margaret Gilbert,
hay una conciencia de compartir fines comunes (bueno, la discusión técnica
entre varios autores que trabajan en la noción de acción conjunta y formación
de grupos, se dividen las posiciones entre quienes exigen una conciencia clara
de los objetivos comunes y el simple hecho de compartirlos) y por ello de una
cierta reciprocidad de derechos y deberes que nacen del compromiso conjunto. Si
en la solidaridad la fuente básica de la actitud es el ponerse en el lugar del
otro, haciendo así un ejercicio de trascendencia epistémica, en la fraternidad
la base son los sentimientos de lealtad y pertenencia que nacen de reconocer al
otro como alguien con el que se comparte la situación.
El hilo de la hermandad ha cosido
la historia de los iguales en la opresión a lo largo del tiempo, ha formado su
memoria de resistencia frente a las alianzas de los poderosos, (¡ay!) también
fraternales en su dominio y odio de clase. La hegemonía de los patricios es una
fraternidad sin solidaridad, es pura política de exclusión. Por eso,
fraternidad y solidaridad no se excluyen sino que se complementan y necesitan.
Durante la gran huelga de las Unions de mineros entre 1984 y 1985 en el Reino
Unido, cuando el movimiento se sintió bastante aislado, fue importante la
reacción de la LGSM (Lesbians
and Gays Support the Miners). Esta improbable conjunción produjo
importantes cambios: los mineros comenzaron a participar en los siguientes años
en las fiestas del Orgullo y el apoyo sirvió para que el Partido Laborista
apoyase las luchas de este movimiento. Es importante entender las dos lógicas
de la fraternidad y la solidaridad: uno imagina a los mineros de Durham
participando en las festivas manifestaciones del Orgullo sin entender quizás
muy bien de qué iba aquello, pero entendiendo que tenían razones para quejarse
y poniéndose de su lado. En las intersecciones de movimientos sociales contra
la opresión, las fraternidades y sororidades pueden descubrir en sus historias
de resistencia el punto de vista de los otros oprimidos bajo otras injusticias
y desarrollar solidaridades improbables.
La solidaridad sería, pues, la materia de la que están hechos los eslabones de
eso que el populismo de izquierdas llama “cadena de equivalencias”, que no es
sino una suerte de desvelamiento o descubrimiento colectivo de la necesidad de
cambiar el sistema.
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