sábado, 20 de junio de 2020

El silencio de la gente buena






Se adscribe a Gandi y a Martin Luther King  la frase “lo más malo de las cosas malas es el silencio de la gente buena”. La famosa carta que Luther King escribió desde la cárcel de la ciudad estadounidense de Birmingham alude indirectamente a la conciencia del “blanco moderado” con la esperanza (llena de escepticismo) de que entienda la acción directa que estaban llevando a cabo los activistas por los derechos sociales de los negros y que muchas veces desbordaban los estrechos marcos de las leyes vigentes. Luther King apela a la conciencia de la buena gente, pero de hecho a algo más: a su solidaridad. Ahora bien, ¿de qué hablamos cuando hablamos de solidaridad? En anteriores textos he propuesto la idea de fraternidades epistémicas como parte necesaria para el aprendizaje colectivo bajo condiciones de dominación, opresión y exclusión sociales. Es necesario, sin embargo, distinguir entre fraternidad, solidaridad y sentido y conciencia de la injusticia. La teoría liberal, la teoría de la buena gente y el blanco moderado, tiende a considerar suficientes la aspiración a una cierta justicia razonable y el sentido de las injusticias flagrantes. Estos dos valores bastarían, conforme a esta concepción generalizada, para construir una sociedad vivible, digna y suficientemente igualitaria y justa.

En un interesantísimo libro, que inspira estos párrafos, A moral theory of solidarity, Avery Kolers despliega un análisis sugestivo del concepto de solidaridad. El libro contrapone que el imperativo de solidaridad con una concepción liberal de la sociedad y la justicia.  No es difícil encontrar esta actitud, que se sustenta sobre una cierta conciencia social unida a un sentido de la justicia, y que es compartida por buena parte de la población, desde luego, por la inmensa mayoría de las tribus académicas relacionadas con el estudio de la sociedad y la cultura. La actitud liberal admite que en la sociedad hay gente desaventajada, e incluso que su condición es producto de injusticias ocasionales, y que conviene ayudarles dentro de lo posible, y en los casos más sangrantes, resolver las injusticias, visto siempre el paisaje desde la plataforma elevada de un concepto de sociedad al margen de toda fractura y antagonismo.

Kolers rastrea el origen de esta concepción liberal en las disputas sobre la Conquista de América que tuvieron lugar en los primeros momentos tras el Descubrimiento. En primer lugar, Francisco de Vitoria y la Escuela de Salamanca, que debatieron la legitimidad de la Conquista, basándose en una nueva concepción del derecho de gentes; en segundo lugar, Bartolomé de las Casas, en su controversia con Juan Ginés de Sepúlveda acerca del derecho a nuevas conquistas y a esclavizar indígenas en las encomiendas (que fueron el modelo para las grandes posesiones de esclavos que habrían de asentarse en todas las américas). Tanto los teóricos de la Escuela de Salamanca como Bartolomé de las casas defienden la condición de personas de los indígenas, su no esclavización y su capacidad para ser evangelizados, que por otra parte era la justificación moral del Imperio para las guerras de conquista. Son suficientemente atrevidos como para discutir si el proyecto entero de conquista era legítimo o no y, en el caso de Bartolomé de las Casas, es apreciable su arrepentimiento de haber sido hacendado poseedor de esclavos en la Española, aunque luego los liberó. El propio emperador Carlos ordenó parar toda nueva conquista mientras se desarrollaba en Valladolid la polémica entre Sepúlveda y Las Casas en 1550-51. Todo esta controversia inaugura lo que será sin duda el punto de vista de Occidente en su teoría social y en su práctica real en los próximos siglos. Es, sin duda una aportación valiosa, significa el nacimiento de una nueva conciencia ciudadana orientada por la idea de justicia (sea cual sea el concepto que se tenga de esta) y por la compasión por los de abajo. El estado de derecho nace en estas discusiones y muchos de los temas que se originan en esta controversia llegarán hasta la filosofía contemporánea y a clásicos como John Rawls.

La conciencia de la injusticia es, ciertamente, un paso, pero, advierte con perspicacia Kolers, tal como aparece en estos primeros atisbos y como se reproduce ilimitadamente en formas de conciencia distantes y “neutrales”, es una conciencia que no toma en cuenta el punto de vista de los que sufren la opresión. Es una apelación a principios generales que articulan la buena conciencia occidental pero que no solo permiten, sino que de hecho subrepticiamente reproducen la comisión de nuevas injusticias. La solidaridad, sostiene Kolers, está y debe estar antes que la conciencia de la justicia y la injusticia. Es una actitud teórica y práctica que nace de la comprensión del punto de vista de los oprimidos y de una suerte de adhesión práctica incluso si no se comparte con ellos objetivos y medios de acción.

Lo más atrayente del análisis del concepto de solidaridad de Kolers es precisamente esta propuesta de entender la solidaridad como un compromiso con los movimientos de emancipación, solamente por el hecho de que se comprende su situación y punto de vista, y esta comprensión es una razón suficiente para apoyarlos. La solidaridad es, así, un compromiso moral basado en razones. No es fruto de la empatía. La empatía puede estar o no, pero no es necesaria. En esto se diferencia de la fraternidad, de la que hablaré más abajo. La solidaridad es un efecto del despertar epistémico que implica resolver los puntos ciegos que genera el encontrarse en una mejor posición social que otros y, pese a ello, entender su perspectiva epistémica y, por ello, formar una razón para apoyarles.

Encontramos solidaridad entre los abolicionistas norteamericanos que tanto ayudaron a los esclavos huidos desde el Sur, entre los burgueses y aristócratas como Kropotkin que se comprometieron con los movimientos obreros, entre los activistas blancos de derechos civiles en la lucha contra el racismo en Norteamérica y Suráfrica, entre los pacifistas de Israel que se ponen del lado de las reivindicaciones palestinas, entre los igualitaristas varones que apoyan el feminismo. La solidaridad, a diferencia de la buena conciencia implica siempre una actitud práctica no exenta de costos personales, entraña sumarse a la perspectiva y acción de otros con quienes posiblemente tengan experiencias y objetivos distintos, pero con quienes se quiere estar básicamente por la razón de que necesitan la colaboración de todos. Después del Holocausto, el gobierno israelí aplico el término Jasidei Umot Ha-Olam (justos entre las naciones) a quienes fueron lo suficientemente altruistas como para proteger a personas perseguidas con el riesgo que ello conllevaba. Es un buen nombre para un comportamiento solidario.

La solidaridad es una exigencia moral en una sociedad sociedad transida por desigualdades de posición social y por diversidades de formas de opresión, dominación y exclusión. Implica estar con otros aunque la situación propia sea distinta: el heterosexual que entiende y apoya los movimientos LGTBI, aunque no participe de los mismos objetivos, el varón que se implica en la lucha feminista a pesar de estar por su condición de género en el lado dominante, el pequeño burgués asentado que compromete su tiempo en las luchas contra la precariedad, en la defensa de los sinpapeles, ya componentes estructurales de los países ricos, en las acciones contra los desahucios, en las reivindicaciones por una salario digno o en la petición de una renta básica incondicional.  La solidaridad es una forma particular de vivir la experiencia de ciudadanía: una inserción en la vida común que tiene un triple componente epistémico, moral y práctico.

En las sociedades modernas los antagonismos son cruzados y variopintos. La clase, la raza, el género, la cultura, la sexualidad, son todas modalidades de poder asimétrico que estructuran la sociedad y están en la base de los puntos ciegos e ignorancias voluntarias. Estas formas de opresión generan intersecciones en las que, para quienes las sufren múltiplemente su sufrimiento aumenta de modo no lineal, a veces multiplicando los sufrimientos y a veces rehaciéndolos. Por ejemplo, para muchas personas significa en unos casos estar en situación de penuria y en otros en posición dominante, como el gay que sufre exclusión, pero su condición blanca, ciudadana de un país rico y con medios económicos suficientes le sitúa en la parte de arriba de la sociedad respecto a otros ejes. Esta es la razón básica por la que en las sociedades heterogéneamente injustas la solidaridad sea una exigencia moral de ciudadanía que debe ir más allá de la buena conciencia liberal. En los paisajes de injusticia no basta con ser buena persona. No basta el sentido de la injusticia: hay un imperativo de solidaridad para no ser cómplices de la injusticia.

La Revolución francesa instauró los ideales republicanos de libertad, igualdad, fraternidad como principios regulativos de una sociedad bien ordenada. Toni Domènech, en su importante libro El eclipse de la fraternidad. Una revisión republicana de la tradición socialista (Crítica, 2004, Akal, 2019) observa desolado como el ideal de fraternidad que había unido a los varios componentes de la revuelta contra el estado estamental, pero sobre todo a los miembros del cuarto estado, la parte más plebeya de la revolución, fue progresivamente disolviéndose. Nos recuerda Domènech:

Pues «emanciparse» –librarse de la tutela paterna– es «hermanarse»: emancipado de la tutela de mi señor no sólo podré ser hermano de todos los «menores» que compartían ya cotidianidad conmigo bajo la misma tutela señorial; podré ser, además, hermano emancipado de todos aquellos que estaban bajo la tutela y la dominación –dominación viene de domus: de nuevo, ¡una metáfora familiar!– de otros patriarcas. La parcelación señorial de la vida social en el Antiguo Régimen impide el contacto con ellos; caído ese régimen, todas las «clases domésticas», antes segmentadas verticalmente en jurisdicciones y protectorados señoriales y patriarcales, se unirían, se fundirían horizontalmente como hermanas emancipadas que sólo reconocerían un progenitor: la nación, la «patria» (¡otra metáfora conceptual familiar!).

Este hermanarse que Toni Domènech relata en esta revisión filológica va un paso más allá del que exige la solidaridad. La solidaridad es una actitud moral que nace de una actitud epistémica y genera una razón para el compromiso. La fraternidad es algo más: implica vínculos que son a la vez objetivos (estar bajo el dominio, el domus del patriarca) y subjetivos: lazos de apego que nacen del compartir la condición de subyugación al paterfamilias. Aparecen aquí emociones necesarias que desbordan la pura actitud epistémica de reconocimiento del otro. Es un reconocimiento bajo una descripción: la de pertenencia, filiación, familia. Un reconocimiento que despierta los lazos que Aristóteles agrupaba con el término de filía, pero incluso si no se da el reconocimiento, el vínculo es objetivo pues está unido a una misma condición social.

Aunque Domènech cita al comienzo de su libro la reivindicación que hizo Ralws de la fraternidad en su Teoría de la justicia, la verdad es que Rawls devalúa mucho el contenido del término. Para el filósofo político la fraternidad sería una actitud que estaría contenida en su principio de diferencia, según el cual, otras cosas iguales, debe favorecerse a los más perjudicados en la sociedad, y que se llevaría a una especie de mirada socialdemócrata con ciertos elementos de discriminación positiva, que es lo que postula este principio. La fraternidad es, sin embargo, un vínculo que nace de proyectos comunes de emancipación.

La fraternidad obedece a la lógica de la acción conjunta, en la que, según nos explica Margaret Gilbert, hay una conciencia de compartir fines comunes (bueno, la discusión técnica entre varios autores que trabajan en la noción de acción conjunta y formación de grupos, se dividen las posiciones entre quienes exigen una conciencia clara de los objetivos comunes y el simple hecho de compartirlos) y por ello de una cierta reciprocidad de derechos y deberes que nacen del compromiso conjunto. Si en la solidaridad la fuente básica de la actitud es el ponerse en el lugar del otro, haciendo así un ejercicio de trascendencia epistémica, en la fraternidad la base son los sentimientos de lealtad y pertenencia que nacen de reconocer al otro como alguien con el que se comparte la situación.

El hilo de la hermandad ha cosido la historia de los iguales en la opresión a lo largo del tiempo, ha formado su memoria de resistencia frente a las alianzas de los poderosos, (¡ay!) también fraternales en su dominio y odio de clase. La hegemonía de los patricios es una fraternidad sin solidaridad, es pura política de exclusión. Por eso, fraternidad y solidaridad no se excluyen sino que se complementan y necesitan. Durante la gran huelga de las Unions de mineros entre 1984 y 1985 en el Reino Unido, cuando el movimiento se sintió bastante aislado, fue importante la reacción de la LGSM (Lesbians and Gays Support the Miners). Esta improbable conjunción produjo importantes cambios: los mineros comenzaron a participar en los siguientes años en las fiestas del Orgullo y el apoyo sirvió para que el Partido Laborista apoyase las luchas de este movimiento. Es importante entender las dos lógicas de la fraternidad y la solidaridad: uno imagina a los mineros de Durham participando en las festivas manifestaciones del Orgullo sin entender quizás muy bien de qué iba aquello, pero entendiendo que tenían razones para quejarse y poniéndose de su lado. En las intersecciones de movimientos sociales contra la opresión, las fraternidades y sororidades pueden descubrir en sus historias de resistencia el punto de vista de los otros oprimidos bajo otras injusticias y desarrollar solidaridades improbables. La solidaridad sería, pues, la materia de la que están hechos los eslabones de eso que el populismo de izquierdas llama “cadena de equivalencias”, que no es sino una suerte de desvelamiento o descubrimiento colectivo de la necesidad de cambiar el sistema.




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